Por: Carlos Romero – Periodista.
Los pueblos son susceptibles de esplendorosa grandeza y de hondas caídas,
porque es el hombre, en definitiva instancia, el que forja el perfil de las
Naciones, con esencias de diverso grado espiritual, moral o intelectual.
La economía o la técnica no construyen la historia por si mismas, por cuanto el
poder creador radica únicamente en el ser humano. De ahí la imposibilidad de
las fatalidades históricas. Lo que existe innegablemente son "épocas
históricas", en las cuales el hombre puede ser "interiormente conmovido
y alternado en sus necesidades morales y relaciones íntimas, en su voluntad de
vivir, en los deseos de sus sueños y en sus neurosis", al decir: de
Freyre. Por ello las épocas históricas pueden estar unas consteladas de
voluntad constructiva, progreso y decoro plenas, otras de opresión, miserias
materiales y atraso, en las cuales una sociedad queda atrapada por esos mismos
sistemas que se autocalifican como "revolucionarios" o que en la
nomenclatura política se conocen como mesiánicos. Es entonces cuando las
instituciones jurídicas, políticas y sociales pierden toda significación y la
libertad desaparece, hasta el punto de sugerir su ausencia definitiva.
Estos regímenes aparecen como mensajeros de la independencia económica, que es
paralela a la lucha contra el imperialismo y a la exaltación del nacionalismo,
y como únicos intérpretes y realizadores de las reformas sociales. Para ello
empiezan por no aceptar ninguna forma de discrepancia o siquiera de diálogo y
pretenden restar a los pueblos su capacidad de discernimiento: luego alientan
las conductas exitistas, prestas a justificar o exculpar la opresión y,
finalmente esparce la inseguridad y dan franquía a la violencia de las
pasiones. Para incitar el odio, facilitan su tarea contraponiendo intereses de
clase, rencores raciales o pugnas regionales. Los modos políticos que se
inspiran en la democracia occidental se encuentran en desventaja porque sus
objetivos y su última finalidad, que tienen rigor ético son abrumados por la
falacia o por esos complejos psicológicos que la mayor parte de las veces, se
disimulan bajo la apariencia de sugestivos esquemas de interés
mayoritario.
Conviene subrayar que la trama en que se asienta el despotismo, además de estar
constituida por estos elementos desintegradores está dotada de todas las
posibilidades de expansión, por aquellos sistemas que alientan la libertad y
preconizan los derechos esenciales del hombre, los cuales a su vez, carecen de
las defensas activas, necesarias para evitar su propia destrucción. Cuando la
libertad se desvanece no hay alternativa para el ser humano, y su vida,
individual o colectiva, se degrada, porque la moral privada y pública pierde su
vigencia. Por ello no es una simple coincidencia que los hombres de bien
asuman, bajo cualquier circunstancia , de tiempo y de espacio, la dura faena de
recobrarla, ejercitando esta misión a veces, más allá de las fronteras de un
pueblo que padece la opresión.
Quienes luchan por la libertad, para recuperarla o para no perderla, además de
ser los grandes combatientes de esta época de paradojas, parejamente están
desembocando en un elevado magisterio. Porque la libertad entraña una
militancia y una vocación.
A esta estirpe de hombres capaces de estimular en el alma de los pueblos el
sentido de la libertad y de la dignidad, perteneció Oscar Unzaga de la Vega,
figura de extraordinaria jerarquía moral, que honra a Bolivia. Su ejemplaridad
cívica no es más que una porción de una vida plena de virtud. Por eso su
prematura desaparición, entraña un infortunio para mi Patria.
Oscar Unzaga de la Vega fue un– ser de extremada fragilidad física, sin
embargo, asumió la responsabilidad de tomar voz y caución por quienes no
aceptaron el liberticida, generado por una entidad proclive a los mayores
excesos. Esa responsabilidad importaba una; existencia áspera, llena de
incomodidades, sacrificios y riesgos: La resistencia a una tiranía es paralela
a una vida en la clandestinidad, a tensiones anímicas, a esfuerzos corporales,
a alimentos frugales, cuando los hay. ¿Cómo se puede explicar que Unzaga
desafiara un aparato represivo, que llevó a Bolivia los métodos más modernos y
persuasivos para sofocar cualquier brote opositor? ¿Cómo pudo integrar una
organización de hombres y mujeres, de toda condición social y levantar un pueblo
que había sido puesto de rodillas, no sólo por la violencia de la policía
política, sino talvez principalmente por la defección de vastos sectores, cuyas
complacencias y silencios culpables retribuidos, claro está, con inmediatos y
abundantes éxitos económicos o burocráticos, hicieron posible la prolongada
permanencia del único ente político.
Sin la menor concesión a la amistad, u otra forma de sentimiento cordial, puede
decirse que Unzaga, en los últimos años de su vida particularmente, constituyó
la expresión de las más finas calidades espirituales de Bolivia. Su tremenda
voluntad para absorber todas las fatigas. inherentes a su azarosa vida de
cruzado de la verdad, la justicia y la libertad, no debe ni puede entenderse
sino como una rotunda afirmación del deseo de un pueblo de vivir dentro de la
norma republicana y democrática Cabe decir, dentro de una estructura
institucional que asegure el imperio del derecho; que no permita el atropello a
la justicia; que no ampare el delito que es el latrocinio y el crimen, que
garantice a la persona humana, a la cual se vejó, torturó, escarneció y asesinó
en campos de concentración, cárceles y siniestros organismos, creados ex
profeso; que no convierta a la función pública en instrumento de lucro
personal; que no dilapide los recursos nacionales, fundando oligarquías de
burócratas y mercaderes que no vendan los recursos naturales del país, para
beneficio de gestores administrativos, abogados adictos y funcionarios
interesados.
Que no promueva la organización de hordas armadas, bajo rótulos falaces, para
destruir la vida y la propiedad de los adversarios políticos, que no estimule
la delación; que no convierta a las entidades fiscales en agencias demagógicas;
que no falsifique la voluntad sindical, por medio de pandillas de actuación
discrecional y "dirigentes" pagados; que no explote la miseria del
campesino con "reformas" inoperantes que no han elevado su nivel de
vida; que no simule la adhesión mayoritaria mediante estatutos electorales, que
imponen resultados comiciales falsos y anti¬democráticos; que no atropelle a
pueblos ilustres, como el de Santa Cruz con miras a disociar la integridad
nacional; que guarde el decoro del país y no rebaje su soberanía, obra de los
fundadores de Bolivia.
En esto consistía su prédica patriótica y en ello radicaba su pasión por lograr
una comunidad culta en la cual fuera posible la convivencia civilizada de todos
los bolivianos. Esta pasión, refulgía en su mirada afiebrada, intensa, humana.
Desinteresado de los bienes materiales, jamás sucumbió a la tentación del poder
económico o político. Fue un hombre sensible para entender y tratar de resolver
las angustias populares, que nunca las explotó en su beneficio. Unzaga fue un
idealista antes que un ideólogo y es posible que ahí radicara el secreto de su
indiscutida figura de conductor; logró la adhesión mística de multitudes y sus
amistades personales llegaron hasta el renunciamiento mismo de la vida.
Pareciera que los pueblos conforman estas cimeras personalidades en esas épocas
turbulentas, en esos años trágicos y grises, en los que el sensualismo, la
codicia y el insensato afán de lograr otros menguados y transitorios éxitos
hacen presa de seres elementales, y por ello arrogantes para inspirarse en la
conducta de los grandes héroes civiles.
Este hombre modesto, próximo a la humildad, esa; humildad auténtica y no
orgullosa, de franciscana pobreza, pleno de rectitud, saturada de sinceridad
es, apenas desaparecido, el símbolo de la verdad y la dignidad. Vivió su propia
vida y murió su “propia muerte”, según el ideal rilkeano. No fue la suya una
muerte común, sino la de un predestinado, que hizo vibrar las más recónditas
fibras conciénciales y emocionales de su país y que esta mostrando a América
que allá en las andinas serranías, en el altiplano, en los valles y en el llano
boliviano no hay más que un pueblo avasallado, doliente y malherido. Si, Oscar
Unzaga de la Vega fue un Jefe de Partido, un líder político, cuyo prestigio
rebasó el ámbito de la Patria, el instante de su muerte se ha convertido para
ella en una de las más límpidas estampas de la pu¬reza idealista, de la
grandeza moral, de la nobleza humana.
El vital tributo gravitará en la historia de Bolivia y en la libertad de una
Nación.
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Don Carlos Romero, digno y prestigioso periodista, conocido dentro y fuera del
país por sus conceptos claros y justos sobre los diversos problemas del país,
en ocasión de cumplirse un aniversario más de la muerte del líder máximo de
F.S.B. Dn. Oscar Unzaga de la Vega, le dedicó este artículo como homenaje a esa
figura excelsa que perdió la Patria.
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Para más: Historias
de Bolivia.
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