Por: Víctor Montoya / 8 de noviembre de 2014.
En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel
Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de
la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que
pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y
después de la fundación de la república.
El sangriento golpe de Estado, destinado a tumbar al
gobierno constitucional de Wáter Guevara Arze, fue protagonizado con el apoyo
de miembros de las Fuerzas Armadas, correspondientes al sector denominado
“constitucionalista”, donde participaban personajes siniestros como David
Padilla, Raúl López Leytón y Gary Prado. Asimismo, el golpe fue respaldo por
los militantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Guillermo
Bedregal, José Fellman Velarde, Edil Sandóval y otros.
El golpe de Natusch Busch pretendía ser la tabla de
salvación de la mala administración de los recursos naturales y económicos que,
durante los gobiernos dictatoriales que le antecedieron, provocó una profunda
crisis económica y un descontento popular en todo el país.
No se descarta que otro de los motivos para tramar el golpe
de Estado fue evitar, a como dé lugar, el juicio de responsabilidades contra la
reciente dictadura de Hugo Banzer Suárez, que había comenzado a fines de agosto
de ese mismo año con el Pliego Acusatorio leído en el Congreso por el diputado
Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, durante el golpes militar del 17 de julio de
1980, fue asesinado y desaparecido en un asalto a la sede de la Federación
Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), protagonizado por un
piquete de paramilitares al mando del megalómano Luis García Meza y el
“Malavida” Luis Arce Gómez.
El golpe de Estado se realizó horas después de haber
finalizado la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos
(OEA), celebrada en la ciudad La Paz, donde Bolivia logró un éxito diplomático
en torno al tema marítimo, porque todos los cancilleres -excepto el de Chile-
aceptaron que la demanda marítima se discuta multilateralmente; un propósito
que quedó trunco, debido a que sobrevino el golpe al día siguiente y las
delegaciones diplomáticas tuvieron que abandonar el país, nada menos que
custodiadas por tanquetas hasta el aeropuerto de El Alto.
El nuevo régimen golpista, que no contó con el beneplácito
del pueblo ni de sus organizaciones representativas, en vano intentó mostrarse
ante la opinión pública como un gobierno de "izquierda" y con un
discurso basado en la “Doctrina de Seguridad Nacional”, que el imperialismo norteamericano
impartía a sus mercenarios en la Escuela de las Américas.
Los autores de este nefasto asalto al poder, mientras con
una mano firmaban los decretos a favor de las organizaciones sindicales, el
respeto al parlamento y la autonomía universitaria, con la otra firmaban las
órdenes para imponer el terror institucionalizado, la clausura de los medios de
comunicación y el fichaje de los elementos más peligros de la “ultra
izquierda”.
Los días de noviembre se marcaron con sangre en la memoria
histórica de un país asolado por las dictaduras, no sólo porque el golpe
cívico-militar se produjo en vísperas de Todos Santos (Día de los Muertos),
sino también porque se demostró, una vez más, que un pueblo es capaz de ponerse
en pie de lucha para defender sus derechos más elementales, enfrentándose sin
más armas que el coraje contra las avionetas, los carros blindados y las tropas
militares fuertemente pertrechadas.
Desde luego que nadie podía concebir que justo cuando el
pueblo se alistaba para recibir a sus difuntos, se precipitaría una nueva
asonada del gorilismo en la palestra política. Los difuntos llegaron igual,
pero no desde el más allá, convertidos en almas, sino desde las calles de la
ciudad y con los cuerpos ensangrentados por las armas fratricidas de quienes
creyeron ser desde siempre los dueños del poder y la razón.
Inmediatamente consumado el objetivo de los militares
golpistas, las principales arterías de la ciudad de La Paz se llenaron de
manifestantes, que organizaron mítines y levantaron barricadas con adoquines
sacados de las plazas San Francisco y Pérez Velasco, para resistir a las tropas
de los regimientos Tarapacá e Ingavi, que tomaron la Plaza Murillo y calles
adyacentes, el frontis del Parlamento y el Palacio de Gobierno.
La Central Obrera Bolivia (COB) convocó a la huelga general
y al bloqueo de caminos. Los mineros entraron en huelga indefinida bajo el
lema: “¡Hasta que se vaya Natusch Busch!”. A la convocatoria se sumaron
estudiantes, maestros, vecinos, intelectuales y otros sectores populares, que
se congregaron en diversas zonas paceñas, como el Cementerio General,
Munaypata, Villa Victoria y en la Zona Ballivián de El Alto.
En inmediaciones de la sede de la COB se congregaron
piquetes de obreros y estudiantes, tratando de levantar barricadas para
defenderla de cualquier ataque. Apenas las descargas de las ametralladoras
zumbaban en el aire, se tiraban al suelo, pero luego se volvían a levantar, con
los puños en alto y la mirada encendida, para seguir gritando: “¡Asesinos!” “¡A
las fronteras!...”. Todos permanecieron en sus sitios con la firme decisión de
“morir antes que esclavos vivir”.
La resistencia popular, que se organizó espontáneamente, no
tenía el objetivo de defender al derrotado presidente constitucional Wálter
Guevara Arze -ni al gobierno civil interino inestable, que no duró ni tres
meses-, sino la democracia que hacía poco se había recuperado de manos de la
dictadura militar de Hugo Banzer Suárez; es decir, en la memoria colectiva
estaban frescas las luchas libradas durante siete años contra la dictadura y el
pueblo boliviano no estaba predispuesto a soportar un nuevo zarpazo contra la
incipiente democracia que renacía como el Ave Fénix de sus propias cenizas.
Los luchadores sociales, que durante dos semanas se
movilizaron en las principales calles de Paz, Cochabamba y centros mineros,
pusieron en jaque al efímero gobierno del coronel Natusch Busch, como una
muestra de que contra la voluntad de lucha de un pueblo no pueden las tanquetas
de guerra, las ráfagas de las avionetas ni las balas de un ejército dispuesto a
matar a mansalva.
En algunas imágenes registradas por la prensa se ven a los
uniformados portando armas, a los manifestantes atisbando por las esquinas
entre el espanto y la zozobra, a jóvenes que se enfrentan a las tanquetas con
el pecho descubierto, a heridos que son cargados por sus compañeros y los
cuerpos de los caídos en medio del dolor y el llanto.
No faltan las imágenes donde aparecen hombres y mujeres
armados con lo que tenían a mano o encontraban a su paso; piedras, palos,
cables y otros objetos contundentes, que les pudiera servir para defenderse de
los uniformados, quienes tenían la orden terminante de mantenerse en sus
posiciones a sangre y fuego.
La huelga general declarada por la COB, que pronto fue
secundada por otras organizaciones sociales, se convirtió en un movimiento de
masas que, al grito de "¡asesinos!", logró poner fin a los 16 días de
gobierno de Natusch Busch, quien, por su actitud sanguinaria, pasó a ser
conocido en la historia como el "Mariscal de la Muerte".
Natusch Busch, ante la presión de un pueblo enardecido,
anunció su capitulación y prometió levantar la "Ley Marcial" y el
"Toque de Queda", dictados el primer día del golpe de Estado. Sin
embargo, antes de alejarse del poder en medio del estado de sitio, pidió al
Congreso que eligiera un nuevo presidente a cambio de mantener el Alto Mando
nombrado por él y que no se tomaran represalias contra los golpistas ni se
devolviera el mando presidencial a Wálter Guevara Arze.
Los congresistas, aunque consideraron ese planteamiento como
una manipulación de los golpistas, prosiguieron con la elección del nuevo
mandatario constitucional, eligiendo a Lydia Gueiler Tejada como a la primera
presidenta de Bolivia, pero se dejó intacta las bases golpistas que, ocho meses
después, volverían al ataque; un hecho que hace suponer que el golpe del
“Mariscal de la Muerte” fue sólo un ensayo para consumar el golpe de Estado del
17 de julio de 1980, que llevó al poder a García Meza y Arce Gómez, dos
militares financiados por los narco-dólares que, a su paso por el Palacio
Quemado, cometieron nuevos crímenes de lesa humanidad.
Durante la “Masacre de Todos Santos”, en el que se sembró el
pánico y el terror institucionalizado durante 16 días, los militares golpistas
se mancharon las manos con la sangre del pueblo, pero no pudieron acallar las
voces de protesta que se alzaron como símbolos de protesta ni pudieron aplastar
la indomable fuerza de resistencia de un pueblo dispuesto a defender a
cualquier precio la democracia y la justicia social.
La “Masacre de Todos Santos" cobró la vida de al menos
300 personas y dejó el saldo de alrededor de 500 heridos, quienes, con la mente
y el cuerpo todavía marcados por una contienda desigual, cuentan los horrores
que les tocó vivir en carne propia. No es menos escalofriante la suerte que
corrieron los “desaparecidos”. Algunos testimonios aseveran que, durante las
dos semanas teñidas de sangre, los militares se dedicaron a hacer desaparecer
los cadáveres fondeándolos desde las avionetas al lago Titicaca o arrojándolos
en las regiones inhóspitas de los Yungas. Se creía, asimismo, que los
“desaparecidos” fueron enterrados en fosas comunes o cremados en el Cementerio
General. No se sabe la verdad a ciencia cierta, salvo que los “desaparecidos”
fueron también víctimas del sangriento golpe militar.
Está claro que la “Masacre de Todos Santos”, aparte de los
traumas psicológicos que afectó a la ciudadanía, dejó también centenares de
viudas y huérfanos, que no fueron recompensados por su dolor ni conocen la
justicia hasta nuestros días, puesto que los responsables de la masacre
permanecen en la más absoluta impunidad. Sobre ellos no ha caído la condena ni
todo el peso de la ley.
La sangre derramada por las víctimas no ha sido reparada,
como si el Estado boliviano no tuviera la ineludible obligación de determinar
responsabilidades por las muertes, desapariciones y traumas de las familias
afectadas. Si el Estado, por desidia o falta de voluntad política, no puede
cumplir con esta “tarea pendiente”, es natural que las organizaciones
defensoras de los Derechos Humanos exijan la creación de una Comisión Nacional
de la Verdad, para recuperar la memoria histórica, esclarecer los hechos que
quedaron pendientes debido a varias razones y proceder a sentarlos en el
banquillo de los acusados a los autores materiales e intelectuales de la
masacre de noviembre de 1979.
Ya se sabe que la justicia, a veces, llega tarde, pero
llega. Ahora sólo se espera que en el caso de la “Masacre de Todos Santos” no
llegue demasiado tarde, porque se nos morirán los responsables antes de que
sean juzgados, como pasó con el golpista Alberto Natusch Busch, quien murió
tranquilo en su casa, en noviembre de 1994.
¿Quién era, en realidad, este personaje con grado de
coronel? Era el representante del sector más reaccionario de las Fuerzas
Armadas, un militar de carácter temperamental y bebedor empedernido. Alberto
Natusch Busch, como ex ministro de Agricultura y Asuntos Campesinos de la
dictadura de Hugo Banzer Suárez, fue responsable de la masacre de Tolata y
acusado, en repetidas ocasiones, de organizar conatos subversivos contra el
gobierno constitucional de Wálter Guevara Arze; acusaciones que él desmentía
categóricamente, hasta que en la “Masacre de Todos Santos” saltó la liebre y
dejó al descubierto el verdadero rostro del “carnicero de noviembre”, del
“Mariscal de la Muerte”.
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