Por: Ramón Rocha Monroy – Escritor.
No me anima otro propósito que el de honrar la memoria de mi
comandante Eusebio Lira y de la gloriosa División de los Valles. Con Lira
comenzó para mí esta historia y con su muerte y la mía debió haber acabado;
pero me esperaba el aciago destino de sobrevivirle muchos años. ¿Para qué?, me
digo: para contarlo.
Los hechos se dieron a fines de 1815, pero las consecuencias
se prolongaron todo 1816 y determinaron la muerte de Lira, de quien fui su
tambor fiel.
Yo diría que todo comenzó el 1º de noviembre, cuando
levantamos campo en Inquisivi para aproximarnos a Irupana. Hablo de la gloriosa
División de los Valles, en la cual Lira era uno de los jefes y el coronel José
Miguel Lanza el comandante supremo. Este Lanza tendría un propósito secreto,
una idea que quizás acariciaba desde hacía tiempo, porque era oriundo de esa doctrina;
y no se daba la oportunidad hasta que sobrevino la derrota del general Rondeau
en la batalla de Sipe Sipe, donde Lanza salvó el pellejo para internarse en los
valles. Todavía no lo sabíamos, pero esa derrota marcaría el fin de las
expediciones auxiliares del ejército de Belgrano a estos pagos, desguarnecidos
desde entonces de todo apoyo que no fuera nuestro esfuerzo y la participación
constante de los indios.
Irupana era una plaza muy bien resguardada por la cantidad
de hacendados realistas que cultivaban y vendían coca; los Lanza eran de ese
linaje. ¿Cómo podía conmover a la Patria para que se arriesgara a tomar una
plaza tan bien defendida? Lanza consideraría a Eusebio Lira más próximo al
conjunto de la tropa porque le ofreció saqueo libre si lográbamos tomar ese
pueblo que le había costado cientos de muertos a la Patria desde los tiempos de
Murillo, en 1809, por el encono con el que su población abrazaba el partido del
Rey.
Era un desafío mayor, porque el clima benigno y la
abundancia de recursos convertían a Irupana en una especie de cuartel general
de las fuerzas del Rey. Lira debió sopesar la magnitud del desafío, y quizá
sintió temor, pero acabaría por convencerse pensando en el saqueo. No era
hombre codicioso ni velaba por tener fortuna, pero amaba a su tropa y
seguramente anticipaba nuestros rostros de regocijo ante el tamaño del botín.
El 11 de noviembre, Lanza mandó un emisario al comandante
realista Esteban Cárdenas para que entregase el pueblo y toda su tropa a la
Patria. Le recordó su origen americano y lo mal que hacía en enfrentarse a sus
paisanos. El emisario se descolgó al pueblo como a las cuatro de la mañana,
desde Cañamina, donde habíamos avanzado a la tropa, pero Cárdenas lo puso en
prisión y apostó sus hombres en el camino de acceso a Irupana: una compañía en
Esquicani, otra por el rumbo de la hacienda de la Vega y 200 hombres en las
puertas de la hacienda, donde cavaron trincheras y levantaron una palizada de
troncos.
Lanza y Lira trazaron el plan de batalla: Lira se internaría
al monte para ganar la retaguardia del enemigo y Lanza atacaría de frente. A
las 5 de la mañana del 17 de noviembre se produjo la acción de armas. Lanza
ordenó que el capitán Mariano Santiestevan y sus cazadores a caballo cruzaran
el río y ganaran el ala derecha del enemigo. En total eran unos 150 entre
infantes y caballería cívica y otro tanto de indios. El ala izquierda debía ser
tomada por el alférez de caballería, Andrés Rodríguez, y el capitán de indios,
Miguel Mamani, con 60 hombres cada uno, 20 con armas de fuego. Las fuerzas
realistas advirtieron la maniobra, tocaron diana y salieron de sus trincheras
con tal denuedo que obligaron a nuestros cazadores a volver a cruzar el río;
pero Lanza tenía sus fuerzas intactas y sólo esperaba la aparición de Lira por la
retaguardia, pues en realidad los cazadores cumplían una maniobra distractiva.
Como que entre 7 y 8 de la mañana aparecieron los hombres de Lira y dispararon
un tiro de seña. Los realistas creyeron que eran sus refuerzos enviados de
Irupana o desde la hacienda de la Vega, pero se desengañaron porque el ataque
de Lira fue letal. Fiero fue el ataque de Lira, con enorme sacrificio para
llegar a las goteras de Irupana, luchando casa por casa, cuerpo a cuerpo; y a
mediodía el combate no acababa de resolverse, pero Lira ordenó de pronto que
dejáramos de disparar, y entonces, en medio de la densa humareda, sentimos que
el enemigo había abandonado la plaza y subía por la loma en busca de un refugio
donde volver a reunirse. Qué había ocurrido, que el comandante realista salió
de Irupana en busca de sus hombres apostados en la hacienda de la Vega y los
encontró en desbande. Quiso darles el alto pidiendo reunión pero no pudo hacer
nada y tuvo que retirarse cuesta arriba, ya sin mula y corriendo monte adentro.
De la Patria murieron 3 y cayeron 7 heridos; el enemigo tuvo
9 muertos y 8 heridos, entre ellos un viejo que era suegro de un oficial
nuestro, como que las familias daban carne de cañón a los dos bandos. Se ganó
130 bocas de fuego y tomamos Irupana; pero entonces el Párroco sacó al Señor en
procesión resguardado por un palio. Lanza y Lira enviaron al subteniente Pedro
Graneros con 6 jinetes a pedirle con el mayor respeto al cura que no hiciera
semejantes aparatos, como que volvió a refugiarse con todo y procesión en su
iglesia.
Era ya más del mediodía cuando ocupamos Irupana. La
costumbre era perseguir al enemigo y rematarlo, pero la Patria quería cobrarse
el precio de la toma del pueblo, y entonces Lira, sudoroso y con la cara
tiznada, según lo recuerdo, alzó su sable y ya estaba a punto de ordenarme que
tocara a saqueo, cuando se oyó la voz chillona de Lanza, que sonaba urgente.
—¡Lira! —gritó—. ¡Venga inmediatamente!
Lira lo miró con estupor y se enfrentó a Lanza; éste parecía
que lanzaba llamas por los ojos.
—¡Queda terminantemente prohibido el saqueo! ¿Me escucha
bien? ¡Y cualquier forma de vejación a la gente de Irupana!
Una vergüenza delante de todo el mundo lo desautorizó y
prohibió el saqueo bajo pena de fusilamiento. Nunca vi mayor sorpresa ni
confusión en el rostro de Lira, que se congestionó al borde de la apoplejía.
Conociéndolo como lo conocía, temí en algún momento por la vida de Lanza, pues
por una provocación infinitamente menor, Lira era capaz de degollar a sus
ofensores. Pero no entiendo cómo se contuvo, dio media vuelta, buscó su
cabalgadura y se fue de Irupana morado de bochorno pero en el más completo
silencio.
Yo lo seguí, naturalmente, y lo escolté velando su furioso
andar, hasta que en una encrucijada del camino volvió su cabalgadura y pronunció
la orden como un chasquido de fusil.
—¡No me sigas! —me gritó, y allí me quedé, mirando cómo se
alejaba para vadear la quebrada y cómo subía a la cumbre de Sihuas y luego a la
de Calahaliri, donde solía descansar.
Este artículo apareció publicado en el periódico La Razón el
17 de junio de 2012.
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