Por Alfredo Serra 18 de febrero de 2017 Especial para
Infobae
Y cuando el gordo de bigotes dijo "ya saben lo que
tienen que hacer", el pelotón (o mejor, la pandilla) nos sacó a empujones
del cuartucho en el que pasamos la noche y nos llevó hasta el fondo del
corralón mientras cargaba sus armas.
Entre el terror y la resignación, apenas iluminada la escena
por el alba, quedamos de espaldas a ese paredón que ni siquiera tenía la
siniestra dignidad de tal: era un muro de chapas retorcidas y despintadas. El
fotógrafo Eduardo Forte, compañero de muchos viajes -algunos riesgosos, otros
felices y opulentos-, me susurró: "Alfredo… ¡venir a perder en
Bolivia!". Como si morir fusilados en otra latitud del mundo fuera más
heroico.
Desordenada y sin uniformes, la pandilla empezó a
apuntarnos. Cerré los ojos, esperando la orden de fuego.
Agosto de 1971. El general Hugo Banzer se alza en armas
contra el presidente Juan José Torres, también general. Apenas el cable llega a
la redacción, salimos casi con lo puesto. Avión a Jujuy, auto hasta el paso
fronterizo de Aguas Blancas, y a pie hasta cruzar la línea blanca del límite.
El guardia, de camiseta musculosa y media de mujer en la
cabeza para doblegar su indomable pelo negro, nos dice: "Está prohibido
entrar al país". No se resiste al soborno -cincuenta dólares-, pero se
niega a sellarnos los pasaportes.
Alquilamos un jeep maltrecho manejado por un boliviano de
mudez absoluta que nos dota de dos cajones de manzanas a modo de asientos
traseros. La travesía dura veintiséis horas entre áridos llanos, arenales y
tierras inundadas. Sólo paramos para cargar nafta en ranchos que ostentan una
tela blanca atada a un palo: la señal que indica su precaria condición de
estación de servicio.
El único modo de soportar el viaje es hablar, entre
nosotros, de nuestro oficio. Fotos, notas, otros viajes. De pronto, en plena y
cerrada noche, la luz de los faros ilumina una figura humana: un hombre que
hace desesperados gestos para abordar el jeep. Es pequeño, está bien vestido,
nos saluda cordialmente, y se suma al silencio impenetrable del chofer. Pero
nos oye…
Llegamos, agotados, hambrientos y a media tarde, a la plaza
principal de Santa Cruz de la Sierra. Suenan disparos lejanos. Pero no entramos
en acción. Un grupo de soldados nos detiene y nos lleva a un cuartel. Nos
interrogan.
Decimos la verdad: "Somos periodistas argentinos".
Mostramos credenciales. Inútil.
"El Che Guevara también entró a Bolivia con una
credencial de periodista", dice un teniente mientras revisa el equipo
fotográfico de Eduardo. Cuando llega al flash se sobresalta: cree que los
cables de la batería son parte de una bomba…
Nos despojan de pasaportes (que tampoco los convencen),
credenciales, billeteras, cámaras, grabador. De pronto somos parias,
sospechosos, enemigos. Y así, desnudos de identidad, nos encierran en una
improvisada celda: un estudio de radio en el fondo del corralón.
El lugar del atroz instante final. Custodiados por civiles
armados y sin más privilegio que una botella de agua, pasamos la noche en vela.
Pero aun ignoramos lo peor: estamos condenados a muerte.
Vuelvo a mis palabras del principio. "Cerré los ojos
esperando la orden de fuego". Pero entonces…
Un jeep, a toda velocidad, rompe una puerta lateral del
galpón y llega al centro de la escena. A los gritos, en pantuflas, pijama y un
impermeable sobre los hombros, alguien impide el crimen: "¡Paren! ¡No
tiren! ¡Estos hombres son periodistas argentinos! ¡Van a matarlos sin
motivo!". Empieza, entre él y los frustrados esbirros, una tensa discusión.
Quieren borrarnos del mapa. Quieren sangre. Pero un
desconocido les demora el festín. El recién llegado -lo supimos después- era el
cónsul argentino en Santa Cruz de la Sierra. Casi un personaje de Graham Greene
o de Osvaldo Soriano. Apellido: Rodríguez. Les propone a los fusiladores
hacernos unas preguntas. "Si las contestan bien, quiere decir que son
periodistas argentinos", le dice al gordo de bigotes que comanda la
pandilla y que ordenó matarnos.
A regañadientes, acepta. Las preguntas son casi infantiles:
"¿A cuánto estaba el dólar cuando salieron de Buenos Aires?",
"¿Quién es el ministro del Interior de la Argentina?", "¿Qué
decían los títulos de los diarios el día en que viajaron hacia aquí?".
Pan comido. Respondimos sin vacilar. Y si hubiéramos errado,
esas bestias no lo habrían advertido. Fusilamiento cancelado. Pero hay furia
entre los asesinos. Furia sorda.
El cónsul nos lleva hasta un hotelucho. "Esta noche
duermen aquí, y mañana se van en el primer avión de Aerolíneas que hace escala
rumbo a Jujuy. Yo arreglo todo". Pero, conociendo el paño (algo aprendí en
mis días en Saigón, tres años antes), le digo: "Queremos custodia. Porque
usted se va, esos tipos vienen al hotel, y somos boleta".
Comprende. Pone a dos soldados de Banzer en la puerta. Al
rato, alguien deja en la portería nuestros documentos y equipos. Pero aun así,
no dormimos. El miedo permanece. A las seis de la mañana, a casi exactas
veinticuatro horas del momento en que pudimos morir, un jeep nos lleva hasta la
escalerilla del avión.
Recién cuando las ruedas se despegan de la pista nos
sentimos a salvo. Pero esta historia real, tan extraña como para perder tiempo
con la fantasía (la frase es de Joseph Conrad), no revela todavía el gran
enigma… ¿Cómo supo el cónsul adónde estábamos, y que iban a fusilarnos?
Levanto el telón. El hombrecito que subió al jeep de noche y
en aquel páramo era el padre de un teniente de las fuerzas que respondían a
Banzer, y le contó a su hijo que logró llegar a Santa Cruz de la Sierra gracias
a nosotros. El teniente le preguntó por nuestra suerte, y el padre le dijo
"los detuvieron en la plaza, y no los vi más".
No necesitó más para imaginar el fatal destino que nos
esperaba. Buscó al cónsul y le señaló el lugar de la ejecución. Believe it or
not, esa noche, en Jujuy, celebramos la vida en un restaurante, con un chivito
a las brasas y un torrontés bien helado.
Aun hoy, a décadas del episodio, me cuesta creer que el azar
haya tirado los dados con tanta fortuna. ¿Por qué ese hombrecito estaba en ese
ignoto punto del mapa, y en una noche sin luna ni estrellas?
El azar jamás me deparó un golpe de suerte en el póker ni en
la ruleta. Por eso dejé de jugar para siempre. Pero comprendo por qué. El único
acierto no me esperaba en un tapete verde ni en una bolilla esquiva. Me
esperaba esa madrugada y allí, cuando alguien congeló los dedos en los ocho
gatillos.
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