LAS HISTORIAS DE CUATRO BOLIVIANOS VICTIMAS DEL GOLPE DE PINOCHET EN CHILE

Por: Alexis Solaris T. / Este artículo fue publicado en el periódico Los Tiempos de Cochabamba el 12 de septiembre de 2016.

DICTADURA Un diplomático, un filósofo, un guerrillero y un líder político fueron parte de los cientos de testigos y víctimas bolivianas de la asonada más violenta de la historia de Chile. 
El 11 de septiembre de 1973, Chile vivió la mayor confrontación interna de su historia. El palacio de gobierno era bombardeado mientras tanques, aviones de combate y decenas de miles de tropas imponían la ley marcial en las calles. Se iniciaban los 17 años de la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte.
Dos años y 11 meses antes este país había sorprendido al mundo. En plena Guerra Fría los chilenos eligieron en las urnas al presidente Salvador Allende que propugnaba la vía democrática hacia el socialismo. Aquella apuesta les costó demasiado cara a los partidos políticos de izquierda y las organizaciones sindicales. Las fuerzas de derecha, respaldadas generosamente por el Gobierno de Estados Unidos, no cesaron en desgastar paulatinamente al régimen hasta precipitar una inevitable confrontación.
En Bolivia había sucedido un proceso, en buena medida, inverso. En agosto de 1971, el gobierno socialista del general Juan José Torres fue derrocado por un violento golpe de Estado. El coronel Hugo Banzer Suárez, respaldado generosamente por el Gobierno de EEUU, iniciaba una dictadura de siete años.
Debido a aquellas circunstancias cientos de militantes de las fuerzas de izquierda boliviana buscaron asilo en el Chile de Allende. Recibieron cálida acogida de sus pares socialistas, comunistas, trotskistas…Reforzaron el activismo, la militancia, el afiebrado debate doctrinario. Y cuando llegó la hora de la confrontación, ellos también se convirtieron en objetivo militar.
Cuatro particulares historias de bolivianos resumen quizás la intensidad de aquellas jornadas acaecidas hace exactamente 43 años.

UN COCTEL CON FASCISTAS Y SOCIALISTAS

Probablemente, la más amable de aquellas experiencias la vivió Ramiro Paz Cerruto, el hijo del ex presidente Víctor Paz Estenssoro. Fue gestor de un momento sui generis en medio de la implacable represión gracias a su amistad militar con el coronel chileno Agustín Toro. Cuatro años antes, en julio de 1969, Paz fue designado representante adjunto de Naciones Unidas en Santiago. Su residencia estaba a unos metros de la de Toro, pronto se hicieron amigos entrañables. Cosas de la vida, a Ramiro Paz, por sus actividades diplomáticas y lazos políticos, también le tocó cultivar amistad con el entonces senador Salvador Allende. Desde 1971, paralelamente frecuentaba a exiliados bolivianos como el ex presidente Hernán Siles, Carmen Pereira (esposa de Jaime Paz Zamora) o Jorge Ríos Dalenz.
En esos cuatro años la vida cambió reiteradamente los papeles de sus amigos. Allende pasó de senador a Presidente y luego a mártir político inmolado en el palacio presidencial. Toro fue primero coronel instructor, luego agregado militar en México y finalmente, en la dictadura, comandante de la región militar de Concepción. Los exiliados mutaron su estatus al de perseguidos.
Algunos días después del golpe, Ramiro Paz optó por ayudar a diversos exiliados. Ellos eran las primeras víctimas del incipiente plan Cóndor a través de militares enviados desde Bolivia, ya gobernada por el general Banzer. Poco a poco empezaron a llegarle amables, pero claras y frecuentes indirectas para que deje Chile. Decidió concluir su misión y aceptar una consultoría en Centroamérica. Entonces organizó un coctel de despedida sin referente conocido. Junto con sus diversas amistades diplomáticas invitó a varios dirigentes políticos que se hallaban clandestinos. También les pidió que asistan a los dos últimos asilados bolivianos que permanecían en Santiago, Siles y Pereira. Y finalmente buscó al general Toro no sólo para invitarlo, sino también para que, como favor de amigo, garantice la seguridad de los presentes.
Y un día de principios de 1974, durante el año más feroz de la dictadura, entre 19.00 y 21.00 horas, sucedió lo impredecible: en el restaurante del hotel Crillón, comunistas, socialistas, democristianos y un general del Estado Mayor de Augusto Pinochet brindaron por que llegasen días mejores. “Me quedé a tomar la última copa con el doctor Siles –recuerda Paz-. Él no paraba de celebrar mi audaz convocatoria” (1).
Hoy Ramiro Paz Cerruto vive en Tarija, eventualmente realiza análisis de coyuntura en los medios sobre los problemas políticos y económicos del país. 

UN BENIANO EN LA ISLA QUIRIQUINA

En cambio, la caída de Allende convirtió la vida del filósofo beniano Jesús Taborga en un simil de la de Papillón. Había llegado a Chile en noviembre de 1971 tras protagonizar junto a otros 15 fugitivos la célebre fuga del Alto Madidi. Confinado por el gobierno banzerista en las selvas benianas, aquel grupo osó secuestrar un avión militar y llevarlo en precarias condiciones hasta Puno (Perú). Dos días más tarde, Chile les concedía un jubiloso asilo y exiliados como Guido Quezada Gambarte y René Zavaleta Mercado los recibían en Arica. 
“El 9 de noviembre, nuestro arribo a Santiago coincidió con la visita de Fidel Castro a Chile –relató Taborga a OH! a fines de 2015-. Miles y miles de personas vitoreaban: ‘Fidel, seguro, a los yanquis dales duro’. En la comitiva de recepción estaban el propio presidente Allende y sus ministros. Pero ahí cerca escuché que una señora copetuda decía: ‘Esto no va a durar mucho, los militares están ahora con el Chicho (apodo de Allende), pero se lo sacarán de encima’”.
El septiembre de 1973, Taborga fue detenido en las calles de Santiago junto a cientos de manifestantes que salieron a repudiar el golpe. “Las alamedas donde un año y medio antes las multitudes tejían utopías socialistas se estremecieron. Mujeres y niños corrían despavoridos. Había rostros ensangrentados, cuerpos traspasados por las balas. Fui testigo de la horrenda matanza humana que comenzó ese 11 de septiembre”. 
Tras unos días de detención e interrogatorios, Taborga fue trasladado a la isla Quirquina frente a la población de Talcahuano. Setecientos prisioneros políticos, tres de ellos bolivianos, fueron residenciados en aquella base de la Armada chilena. “Allí los militares definían muchas veces la muerte y desaparición en el mar de algún detenido –relató el filósofo-. A otros les aplicaron la ley de fuga”. Según el testimonio, cada vez que alguien era convocado por los vigilantes debía considerar que podían ser sus últimos instantes de vida. (2)
Una tarde un oficial llamó a Taborga. “Así que sois boliviano, hueón –le dijo-. Ustedes siempre reclaman el mar, quieren el mar. ¡Yo te voy a dar el mar, hueón!”. Taborga fue llevado hasta la una orilla de la isla y se le obligó a beber agua salada recurrentemente. Afortunadamente, los castigos no llegaron a agravarse. Organizaciones internacionales abogaron por varios de los detenidos en Quirquina y tres meses más tarde el filósofo beniano fue deportado a Europa.
Jesús Taborga retornó a Bolivia en 1978. Militante del Partido Comunista Marxista Leninista, se dedicó a la filosofía y el activismo político durante toda su vida. Falleció el 16 de mayo de este 2016. 

PACEÑOS FUSILADOS EN EL ESTADIO NACIONAL

Pero la sensación de la muerte llegó mucho más cerca del paceño José Antonio Moreno. Desde su adolescencia fue militante del POR-Combate. Ya veinteañero recibió instrucción guerrillera en Cuba. Y cuando en agosto del 71 estalló el golpe de Banzer estuvo entre quienes combatieron durante dos días en las calles de La Paz. 
Testigos de aquella confrontación (3) recuerdan la presencia de José Antonio junto a un grupo de militantes maoístas en la toma del cerro Laikakota. Pero horas más tarde, bombardeos de cazas de la Fuerza Aérea, primero, y descargas de regimientos blindados, luego, apagaron toda resistencia.
El régimen de Banzer inició de inmediato una sañuda represión contra todo lo implique “la amenaza comunista”. Moreno se refugió entonces en Chile, donde el gobierno de Salvador Allende vivía su propia pulseada contra la derecha y el poder transnacional.
Moreno se alineó entre las filas de los movimientos radicales de izquierda.
El 11 de septiembre de 1973, una de las primeras y más recordadas medidas de Pinochet fue convertir el Estadio Nacional en reclusorio y patíbulo para miles de prisioneros políticos. Antonio Moreno fue uno de ellos. Entonces sintió la muerte más cerca que nunca.
“Caí preso junto a otros dos compañeros bolivianos, René Higueras y Edgar Cadima –recuerda-. Al llegar al estadio nos dijeron que nos iban a fusilar. Nos hicieron parar frente a un pelotón militar y nos vendaron los ojos. Segundos después abrieron fuego, pero dispararon por encima, hacia la pared que estaba a nuestras espaldas”.
Sin embargo, la ruleta de la muerte en el estadio chileno seguiría jugando con ellos durante varios días. En un momento Moreno y Cadima intercambiaron dramáticos pedidos. “Si muero, por favor, cuidas de mis hijos”, solicitó el primero. “Y si yo muero, les dices a mis padres que los quiero”, respondió Cadima. Durante días y días, una ametralladora pesada apuntaba a la formación de miles de presos. Detrás del arma se ubicaban escuadrillas militares y civiles encapuchados que observaban cuidadosamente a los detenidos. “Los encapuchados separaban a tres o cuatro, e inmediatamente los mataban con disparos –recuerda Moreno-. Por las noches bajaba un helicóptero a la cancha y recogía los cadáveres”. 
“Tienen suerte -les dijo un día un custodio militar-. Ha llegado una comisión de Naciones Unidas, se los van a llevar”. Poco después fueron trasladados al refugio del convento Padre Hurtado. Y semanas más tarde los trasladaron a París para luego distribuirlos en diversas capitales europeas como asilados.
Moreno retornó a Bolivia a fines de los 70. Antes se integró a la guerrilla argentina de los Montoneros. Tras la disolución del POR – Combate, a mediados de los 80, participó activamente de organizaciones sindicales y luego de las federaciones de juntas vecinales. Hoy realiza consultorías y se desempeña como asesor de diversos tipos de organizaciones sociales.

EL LÍDER QUE NO VOLVIÓ

A sus 35 años, el cochabambino Jorge Ríos Dalenz se constituía en uno de los nuevos líderes políticos más destacados de Bolivia. Carísmático, dicharachero, destacado alumno y, sobre todo, sólido intelectual fundó el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). El parto de aquella organización política se consolidó precisamente entre el golpe de Banzer en Bolivia y el exilio en Chile. El “pecado” de Ríos fue integrarse a los grupos que, previendo la inminencia del golpe, empezaron a organizarse para una resistencia armada.
Los militares lo tenían muy bien identificado y él no valoró la gravedad de la situación. No habían transcurrido ni 24 horas del alzamiento militar. A las 10 de la mañana del 12 de septiembre, decenas de soldados irrumpieron en el edificio donde Ríos Dalenz vivía con su familia. Rosario Galindo, la esposa de Ríos, recordó para un reportaje de Los Tiempos en 1998: "Vimos llegar las patrullas por la calle Seminario. Vivíamos en el sexto piso de un edificio ubicado en esa zona. Jorge pensó que semejante despliegue militar tenía el fin de detener a personas que estaban directamente relacionadas con el gobierno de Allende, algunos de ellos eran nuestros vecinos. Ni se imaginó que el objetivo era nadie más que él".
Juan Mario Ríos Galindo era un niño de ocho años cuando vio por última vez a su padre en manos del ejército chileno. "Mi hermano Jorge Eduardo y yo jugábamos fulbito en el pasillo de nuestro departamento cuando vimos llegar a los soldados –relató a Los Tiempos-. Subieron al piso y gritaban el nombre de mi padre buscándolo. Un militar me preguntó si yo sabía dónde estaban las armas que supuestamente mi papá escondía en la casa... Lo bajaron y lo pusieron en un jeep sin capot, yo lo miraba sentado desde una ventana y me hizo un gesto diciéndome chau con las manos. Fue la última vez que lo vi".
Un arquitecto boliviano, quien vendía salteñas en Santiago y fue detenido bajo sospecha de colaborar con la izquierda relató su testimonio a la familia Ríos. Dijo que fue llevado a un coliseo. Allí se encontró con Ríos Dalenz al atardecer del 13 de septiembre. Estuvieron sentados juntos en las graderías y luego los separaron. A las dos de la mañana del 14 de septiembre, el arquitecto, con otros presos, fue obligado a permanecer boca abajo en las puertas de un camarín y llegó a ver a Ríos que era conducido hacia ese sótano. Poco después, un prisionero chileno se le acercó y le reveló que su amigo boliviano estaba muerto. Así, muy probablemente, el golpe de Pinochet le costó a Bolivia la muerte de un líder de grandes proyecciones.
La asonada militar chilena marcó una era en la que las que se consolidó una virtual dictadura en toda Sudamérica. Los regímenes militares articularon una represión transnacionalizada, multiplicaron la corrupción, desataron un armamentismo insulso y un rezago económico sin precedentes. Las consecuencias de aquella catástrofe se sienten a más de cuatro décadas de su consumación. 

(1) Tomado del libro Los Pasillos del Poder, editorial Universidad Gabriel René Moreno, 2006
(2) Taborga ha escrito el libro Fuga de la Prisión verde, allí suma parte de su experiencia en Chile
(3) Diversos textos y documentos respaldan y hasta citan específicamente a José Antonio Moreno, entre ellos, “De Torres a Banzer” (Samuel Gallardo L.), Ruptura del Proceso Revolucionario (Isaac Sandoval R.) y Teoponte (Gustavo Rodríguez O.).
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