Por: Álex Ayala Ugarte – 18 de abril de 2017 / Univisión. // Fotografía de
Julio Cordero Castillo.
En la fotografía —de 1920— hay una niña de unos seis o siete años tumbada, con
un vestido como de primera comunión, una güincha a la altura de la sién y las
medias casi hasta las rodillas. La pequeña sujeta un ramo minúsculo de flores
con algunos de sus dedos y luce una pulsera a juego amarrada en el antebrazo.
Su cabeza reposa sobre un almohadón con algunos bordados y parece dormida. Pero
en realidad está muerta (y esta imagen es, seguramente, el último recuerdo de
ella que conservaron sus seres queridos).
La fotografía —hoy en manos del archivo de la Alcaldía de La Paz (Bolivia)—
formaba parte hasta hace poco de la colección de placas de vidrio de Julio
Cordero Benavides, un jubilado con audífono, bigote escueto, camisa crema y
chompa de lana que ha dedicado toda su vida a hacer retratos y a preservar el
legado de otros dos fotógrafos: su padre (Julio Cordero Ordóñez) y su abuelo
(Julio Cordero Castillo).
Y respondía a una costumbre que estuvo en auge desde mediados del siglo XIX
hasta principios del XX, a una tradición que consistía en reunir a los
familares cercanos en los aposentos del finado para armar la foto finish que
indicaba que la agonía había acabado.
—Imagino que deseaban que el difunto permaneciera con ellos para siempre—dice
Cordero Benavides una mañana mientras toma el sol en el patio de su casa, en
mitad de una construcción vetusta de la calle Zoilo Flores del centro de la
ciudad.
—Los más allegados del fallecido solían guardar la foto en sus escritorios
(lejos de los curiosos). Y supongo que la sacaban para mirarla cuando estaban
tristes —añade.
Para un velocista profesional, la foto finish es aquella que registra el
momento en el que todo termina. Para los deudos, era la señal para comenzar el
duelo.
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La fotografía postmortem nació en París como una práctica romántica, en un
momento en que la muerte no era un tabú ni un cadáver, un símbolo perverso, y
llegó a América Latina poco después de la aparición del daguerrotipo (1839).
El periodista Miguel Vargas nos comenta en uno de sus textos que en Perú, en
1844, el francés P. Daviette se anunciaba como artista fotogénico que
imortalizaba a los difuntos “como cuadros al óleo”; cuenta además que Julio
Cordero Benavides le enseñó una carta original que nos da pistas sobre las
formalidades de la época (“le escribo atentamente para comunicarle el
fallecimiento de mi hija. Le rogaría su presencia en mi domicilio para tomarle
una fotografía”, decía aquella misiva que el retratista todavía conserva); y
asegura que la foto de la persona muerta era a veces la única que se tenía del
pariente que se había ido.
En ocasiones, se sentaba al difunto en una silla; y en algunas imágenes el
finado aparece con los ojos perdidos en el infinito, como si se resistiera a
abandonar a su gente.
En otra de las fotografías firmada por los Cordero, una anciana vestida de
negro yace en una cama con los párpados cerrados y la nariz apuntando hacia el
techo. A su vera, hay seis individuos: dos hombres y cuatro mujeres. Una de
ellas observa el lente de la cámara con el rostro ausente; y el resto mira el
cadáver con gesto de abatimiento.
—Es la escena típica del desconsuelo —me explica Cordero Benavides mientras se
inclina levemente para cambiar de postura—, pero más parece una obra de arte.
Mi abuelo trataba de buscar los mejores ángulos. Solía hacer las tomas desde un
costado y con un ligero contrapicado. Y no empleaba el típico flash de
magnesio. Se valía de la luz natural que entraba desde la puerta o desde alguna
ventana con las cortinas abiertas.
En aquellas sesiones, el abuelo del único Julio de la familia que permanece
vivo hacía todo lo posible para que el difunto se viera como el más hermoso del
mundo. Y el ritual que se seguía era casi siempre el mismo: primero, se
alistaba una de las piezas más elegantes de la vivienda y, después, el
retratista demoraba unos minutos en instalar sus equipos. Además, se armaba un
decorado repleto de detalles significativos. El tiempo de exposición para
concretar la toma solía ser bastante prolongado: seis, siete, ocho segundos
—pero como se trabajaba con personas que nunca más moverían un solo músculo el
éxito estaba casi garantizado—. Y el resultado era una especie de espejismo
(una imagen llena de esperanza que tenía algo de tierno y algo de surrealismo).
—Los que solicitaban este servicio eran personajes conocidos de la clase alta o
de la clase media. Y a menudo los modelos eran niños —matiza Cordero con la
frente arrugada y la voz apagada de un cirujano que acaba de salir de una
operación complicada—. Quizás porque, por aquel entonces, no había todavía cura
para muchas enfermedades.
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Julio Cordero Benavides tiene las manos sazonadas de manchas blancas —por culpa
de los líquidos de revelado que manipuló sin guantes durante décadas— y la
mirada tranquila de un cazador experimentado. Quizás porque el oficio familiar
siempre ha consistido en entender cómo van transformándose las sociedades.
Durante años, su abuelo y su padre retrataron a enanos y a gigantes, a
delincuentes y a prostitutas, a grandes personalidades que vestían trajes
inmaculados y a campesinos con las sandalias mal costuradas y ropajes viejos. Y
además fueron testigos de la necropsia de un expresidente, del colgamiento de
otro en una plaza atestada y del fusilamiento de un español que fue condenado a
la pena capital por el asesinato de un conocido joyero.
—La secuencia de la ejecución del español es impresionante. Ocurrió al
amanecer, en el patio trasero del cementerio —dice Cordero. Y luego me describe
aquel suceso con la minuciosidad de un carnicero que despieza un costillar para
sus clientes:
—Primero, se ve al sentenciado mientras una multitud le sigue; a continuación,
rechaza la confesión con el capellán, pide un cigarrillo y se sienta; luego, se
para, da unos pasos hacia delante, el pelotón dispara y las balas impactan;
después, aparece con medio cuerpo apoyado contra una pared que había cerca; y
finalmente lo rematan.
Años más tarde, Cordero Benavides fotografió a su abuelo enfermo en la clínica
en que lo internaron; y poco después, en una sala de su vivienda, antes de que
lo enterraran.
—Con mi padre, sin embargo, no pude hacer lo mismo —se lamenta—. Mis tías se
opusieron: debemos recordar lo que está vivo, me decían, no lo que está muerto.
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A pesar de que los Cordero se empeñaron en capitalizar el Memento Mori (“recuerda
que morirás”, en castellano), la fotografía post mortem más famosa de Bolivia
no es de su autoría. Corresponde a Freddy Alborta, un reportero gráfico ya
fallecido que tuvo la posibilidad de retratar el cuerpo de Ernesto Che Guevara
en 1967, mientras los militares bolivianos lo exhibían en la lavandería del
hospital de Vallegrande, un pueblito de clima templado que recibe la visita de
decenas de peregrinos revolucionarios todos los años.
En una de las tomas de Alborta, el Che tiene la pinta de una divinidad: el pelo
alborotado, el torso desnudo, las pupilas vigilantes. Cuando se plantó frente
al cadáver, el fotorreportero estaba inquieto porque “parecía vivo”; y luego se
movió con cierto sigilo por aquel escenario inverosímil hasta conseguir el
encuadre perfecto.
Meses después, el novelista británico John Berger comparó la mítica fotografía
de Alborta con una pintura de Rembrandt: La lección de anatomía del profesor
Tulp.
“El lugar del profesor lo ocupa, en este caso, un coronel boliviano (…). Pero
el objetivo de las dos imágenes es el mismo: ambas nos presentan a los muertos
como un ejemplo: en una, para el avance de la medicina; en la otra, como
advertencia política —analiza el inglés en uno de sus ensayos—. Existen miles
de fotografías de cadáveres y víctimas de masacres, (pero en contadas ocasiones
tratan de transmitirnos algún mensaje). El doctor Tulp nos señala los
ligamentos del brazo del difunto y sus enseñanzas son aplicables al brazo de
cualquier otro mortal. El coronel nos muestra el destino final de un reconocido
líder y quiere hacerlo extensible a todos y cada uno de los guerrilleros del
continente”.
Según la investigadora argentina Andrea Cuarterolo, pese a la intentona del
gobierno boliviano por sacar partido del deceso del ícono de los años 60, la
instantánea de Freddy Alborta se convirtió enseguida en testimonio de su
resurrección improbable.
Lejos de representar la derrota del Che, “la fotografía instaló en el
imaginario colectivo la expresión triunfante y doliente de un hombre en los
umbrales de la inmortalidad”, escribe la académica en uno de sus trabajos. Es
decir, encumbró al mito.
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Al igual que la foto de Guevara, las imágenes postmortem de los Cordero son
como un lienzo: estética de caballete. Una cita programada con la muerte en una
suerte de limbo.
—Son muy hermosas. Son permanencia. Son la reminiscencia de lo que ya fue, del
que se ha ido —dice el escritor Paul Tellería una tarde en un café medio vacío.
Tellería viste un pantalón oscuro y lleva lentes de biblioteca.
—En sus fotos, uno siente la muerte suspendida —añade—. Cuando las miras,
piensas que se ha paralizado el tiempo. Es como si no hubiera más tiempo que
ése.
En 2009, Tellería tuvo la oportunidad de recorrer el archivo de Julio Cordero
Benavides. Quedó sorprendido por sus cajas preñadas de negativos, por sus
máquinas antiguas, por su cuarto oscuro y por una libreta con las fórmulas para
el revelado que el retratista todavía utilizaba de vez en cuando. Y entendió el
porqué de las fotos finish:
—En las fotografías de los Cordero uno puede apreciar cómo se completa y se
cierra un ciclo. Antes, las familias hacían retratar a su bebé a los pocos días
del nacimiento, al niño o la niña el día en su primera comunión, al muchacho
después de hacer el servicio militar y al difunto en el lecho de muerte. Antes
todo era más íntimo.
Ahora, en cambio, las fotos que solemos guardar en nuestros celulares son más
sociales, más lúdicas, una copia de la vida del otro, pura imitación, una
impostura.
Según Tellería, con los grandes conflictos del siglo XX —como la Segunda Guerra
Mundial o la Guerra de Vietnam—, “la muerte pasó del ámbito privado al espacio
público”, y los medios de comunicación la hicieron visible apelando al morbo.
—En las redes sociales, hoy hay personas que documentan suicidios. Hay videos e
imágenes que muestran a los decapitados por los carteles de la droga. Y las
páginas que los exhiben reciben cientos de visitas y comentarios. La fotografía
ya no es un vehículo para procesar el duelo —se lamenta—. Es puro circo. Ya no
hay memoria. Todo es olvido.
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En la guarida de Julio Cordero Benavides, en un ambiente estrecho y mal
iluminado que parece un pasillo, todavía hay algunos negativos que nos
retrotraen a los años 50 y 60.
—De vez en cuando, viene alguien a pedirme que le copie la imagen de su hijo
cuando era pequeño —comenta el jubilado—. Pero ya son pocos los que se acercan.
Cuando era niño, Cordero Benavides solía instalarse en la mesa de retoque en
cuanto retornaba del colegio para observar a su padre; aprendió a manejar la
ampliadora con la ayuda de unos cartoncitos, a iluminar un rincón en penumbras
y a dominar la cámara; y descubrió para qué servían los químicos que se
empleaban.
—Luego, me mandaron estudiar a Buenos Aires y allí me enseñó la práctica. Y
después tuve que volverme porque mi abuelo estaba muy enfermo —recuerda.
Su abuelo falleció en 1961. Su padre, en 1963. Y cuando heredó el estudio, las
fotos post mortem ya habían pasado de moda.
—A mí no me ha tocado tomar muchas. Le hice el favor a algún amigo y poco más.
Fin de la historia —me dice.
Antes de irme, coloco a Cordero entre unas maletas viejas y le saco un par de
retratos. Cuando se muera, probablemente, no habrá nadie que haga clic para
despedirse.
*Este texto forma parte del libro 'Rigor mortis. La normalidad es la muerte',
de la editorial El Cuervo.
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