LOS DILEMAS Y CONTRADICCIONES HISTÓRICAS DE NUESTRAS FUERZAS ARMADAS

Por: Rafael Archondo / Enero de 2016. // Tomado y disponible en: http://hparlante.wixsite.com/digital-media/single-post/2016/1/25/Los-dilemas-arguedianos-de-nuestros-militares

Haciéndose eco del gran proyecto civilizador que se impuso a sí mismo el positivismo en y para América Latina; el año 1837, el mexicano José María Luis Mora (Zea) decidía por escrito que el principal desafío político de los próximos tiempos debería ser terminar de liquidar la herencia dejada por el colonialismo hispano. Este legado oscuro estaba encarnado, según Mora, “en los intereses de cuerpo”, es decir, en las lealtades preferentes de amplios sectores de la sociedad por las instituciones de casta construidas durante los tres siglos de implantación española en América. Se estaba refiriendo principalmente al clero y al ejército.
No es casual que los enemigos del momento hubiesen sido nada menos que los soportes institucionales de los dos símbolos coloniales por excelencia: la cruz y la espada. La alusión no es arbitraria. El positivismo consideraba que militares y curas eran los pilares de un sistema colonial que no acababa de morir, y cuya supervivencia  retardaba, decían ellos, la necesaria llegada del progreso y de la industria.
Sin embargo, ¿cuál era exactamente el principal motivo de repudio? El propio Mora sostenía en aquel momento que el espíritu de cuerpo de estas instituciones erosionaba el espíritu público en construcción. Vale decir que los miembros de la milicia o el clero sentían una lealtad mayor por sus instituciones que por la nación. Esto significaba que militares y curas habría sido un obstáculo para la formación de una comunidad cívica compartida, liderada por un gobierno legítimo, obedecido por todos los habitantes nacidos en el territorio patrio.
Al hacer tales afirmaciones, Mora sólo se hacía partícipe de una larga tradición de pensamiento que prácticamente data de las reformas borbónicas, diseñadas medio siglo antes de la declaración de independencia de las repúblicas latinoamericanas. En efecto, una de las principales preocupaciones de la Corona española en 1759 era la desmedida autonomía de la que gozaban sus colonias. De alguna manera, las instituciones implantadas en América habían adquirido rasgos atribuibles a reinos diferenciados con todos los derechos que suelen ostentar los gobiernos autónomos (Rodríguez). Prevalecía en estos territorios la convicción de que por la forma en que había evolucionado el proceso de la conquista, España no tenía colonias como ocurría por ejemplo con Inglaterra, sino que era la potencia protectora de un conjunto de reinos situados a ambos lados del Atlántico. En tal sentido, la Nueva España o el Virreinato del Perú se percibían a sí mismos casi en igualdad de condiciones y prerrogativas que Andalucía o Galicia.
Las reformas borbónicas buscaban precisamente revertir este desarrollo y no es casual que de la misma forma que la ofensiva positivista iniciada el siglo XIX, se hayan propuesto lidiar con las estructuras corporativas sobre las que descansaba esta silenciosa liberación gradual de las colonias hispanas. El clero y la milicia fueron también en esos años los blancos predilectos de las reformas. En algún sentido, el positivismo retomaba los objetivos de aquella segunda conquista de América, truncada violentamente en 1808 por la invasión de Francia a la península. 
Por otra parte, es fundamental recordar que la división de la sociedad colonial en corporaciones o cuerpos de intereses se reforzó notablemente una vez que se dio inicio al proceso de independencia. Cuando el imperio español quedó descabezado por la invasión de las tropas napoleónicas, la tendencia en América fue, primero, echar por tierra lo que las reformas borbónicas hubiesen conseguido arraigar, y, segundo, reasumir la soberanía nacional desde los poderes corporativos o locales que se había buscado debilitar desde Madrid.
Este hecho consolidó la noción de ciudadanía construida alrededor de la figura del vecino. Como ya ha demostrado Guerra, en el periodo colonial y las primeras décadas de la república, la América hispana construyó su propia noción de ciudadano con base en las personas avecindadas en las ciudades y ciertas zonas rurales, provistas de un “oficio conocido” y dotadas de cierta jerarquía y renombre en la comunidad. De esa forma, la sociedad de antiguo régimen siguió existiendo con mucha fuerza con sus criterios jerárquicos, aunque usando un lenguaje político moderno que le había sido facilitado por el propio liberalismo español victorioso en Cádiz. Guerra nos habla de una “visión plural y corporativa” de la nación que se convierte en la manera particular en la que se edifica el mundo político americano. Y así, aunque en un principio las ex colonias hispanas hubiesen reaccionado en contra de las innovaciones planteadas por una España que se convertía de pronto en la vanguardia de las reformas liberales, la ausencia de legitimidad política provocada por la ausencia del Rey, las obligó a usar el mismo lenguaje de Cádiz. En un juego lleno de paradojas, lo que en principio fastidió al Imperio, es decir, la excesiva autonomía de las instituciones y cuerpos coloniales americanos, se convirtió años más tarde en un flamante factor de inestabilidad para las nacientes repúblicas soberanas. Las corporaciones complotaban de nueva cuenta, pero ahora contra la nación a ser construida, ya no contra la monarquía. Por otro lado, la noción de ciudadano vecino parecía incompatible con las nuevas ideas dedicadas a exaltar al individuo libre de las presiones del entorno. 
De alguna manera, el liberalismo de inicio de las repúblicas de América Latina ya comenzó con la faena de afectar con fuerza a la Iglesia y al Ejército. Así, ya sea implantando el Estado laico o sometiendo a los caudillos militares o “señores de la guerra” a un orden civil, los primeros gobernantes estables del continente dieron el primer paso precursor hacia la cristalización de unas naciones modernas, inspiradas en los ejemplos de Estados Unidos o Gran Bretaña.
En Bolivia, país del que nos ocupamos aquí, aunque sin apartarnos de la perspectiva latinoamericana, la ofensiva contra la Iglesia fue particularmente decidida. Como recuerda Bonilla, se trató de “uno de los ataques más radicales” que se hizo en el Continente. El gobierno de Sucre (1825-1828) cerró gran parte de los conventos para reabrirlos como escuelas secundarias y expropió las valiosas propiedades urbanas y rurales de las órdenes eclesiásticas.
Sin embargo, no ocurrió lo mismo con la institución armada, la cual de la misma manera que apunta Hammett para el caso mexicano, intervino frecuentemente en la vida política “debido a la ausencia de un mecanismo institucional mediador”. Tras la expulsión de la tutela colonial española, en la mayoría de los países del hemisferio, los militares se convirtieron en el principal grupo de presión. Como explica este autor, las FFAA decidían sobre el destino de los gobiernos debido a que las elites civiles no lograban “encontrar una salida efectiva y durable del absolutismo virreinal”. En ese sentido, son numerosos los trabajos que señalan a los ejércitos como piezas de repuesto político para llenar el vacío de legitimidad dejado por la ausencia del Rey de España, ese elemento arbitral, al que las distintas fuerzas regionales hispanoamericanas se habían habituado a invocar durante 300 años de práctica institucional. Mientras la sociedad parecía prepararse para establecer sus propios mecanismos de acción civil, los uniformados inclinaban la balanza hacia una u otra fuerza social en conflicto y hacían política directamente, ya sea dirigiendo el Estado o vigilando sus tareas administrativas.
La fortaleza y la dinámica descentralizada de la sociedad, proceso que, como señalan Guerra y Chiaramonte, siguió a la independencia americana a raíz del retorno de la soberanía a los pueblos o cuerpos sociales, abrió un escenario propicio para una especie de embrionario bonapartismo (Vilas). Si bien, como advierte Guerra, la inestabilidad política de los primeros años republicanos no se debía a un débil ejercicio de la ciudadanía, sino a todo lo contrario, esa recuperación de los poderes locales y corporativos proporcionó la suficiente dosis de conflictividad como para que se hiciera necesario un poder moderador que regule las inclinaciones del poder estatal. Aquel factor fue, con la notoria excepción del Chile de Portales, el ejército.
¿Qué sucede, sin embargo, cuando las FFAA, ese supuesto lastre colonial al que el positivismo se propuso, sino eliminar, al menos, adormecer, se convierte en una herramienta central para aplicar las ideas positivistas?, ¿será esta una traición a las concepciones derivadas de Spencer y Comte para América Latina?, o ¿será más bien una forma de emplear las fuerzas adversarias para los fines de su propia derrota?, ¿es vino nuevo en odres viejos?
El punto de partida de este trabajo consiste en demostrar que el positivismo, con toda su carga racial y evolucionista, fungió en determinado momento como una fuerza ideológica dominante en el ejército de Bolivia y que en algún momento se convirtió en una especie de “manual de guerra”, es decir, en un decálogo de cómo encarar las tareas militares.
Si consideramos que la mayoría de los reclutas bolivianos sigue siendo hasta hoy de origen indígena y a ello añadimos que el positivismo planteó en su momento la eliminación radical de las poblaciones originarias del país y la inmigración selectiva de europeos, el tema se torna doblemente interesante. Así, cabría preguntarse: ¿cómo resolvió el ejército boliviano la tensión entre una realidad militar que lo obligaba a recurrir a los soldados indígenas y una idea externa dominante que desde el Estado lo invitaba a considerarlos como una raza en extinción? En otras palabras, ¿cómo ser leal al positivismo imperante sin negar su propia esencia como ejército de aymaras y quechuas? 
Para responder a estas preguntas, hemos emprendido una investigación que comprende el periodo 1922-1926. Son años en los que, como subraya Annino, varios países latinoamericanos desarrollaron sus academias militares con la ayuda de técnicos europeos (alemanes y franceses) con el objetivo de destruir las bases de poder de los caudillos regionales. Bolivia vivió el mismo fenómeno descrito con la idéntica meta de profesionalizar al ejército e impedir con ello que siguiera interviniendo en la vida política del país. La prédica civil dominante de esos momentos, al igual que en el México del Porfiriato, era sostener la paz y la estabilidad política como el puente más cercano al crecimiento económico. Cabe recordar que la derrota de Bolivia en la Guerra del Pacífico había generado las condiciones necesarias para una retirada duradera de los militares a sus cuarteles y así, desde 1880, los partidos liberal y conservador se disputaban el poder en elecciones violentas y llenas de actos fraudulentos, pero periódicas y efectivas para la formación de gobiernos.
El siglo XX boliviano había comenzado con un ligero cambio de denominaciones políticas. Los liberales cubrían las administraciones de la primera década, pero en 1920 ya eran desplazados del poder por el Partido Republicano. Asimismo, desde 1909 estaba a la venta en las librerías “Pueblo enfermo”, la obra del escritor Alcides Arguedas, el líder intelectual del positivismo en Bolivia. Entre sus tesis centrales estaba justamente la necesidad de impulsar una selectiva inmigración de europeos al país a fin de alcanzar un desarrollo, que parecía inalcanzable dada la inferioridad y pasividad de las razas bolivianas. En el periodo elegido para esta investigación, tales ideas habían logrado su mayor influencia entre las elites políticas y económicas. El presidente de entonces, Bautista Saavedra no sólo compartió plenamente las concepciones de Arguedas, sino que llegó incluso a afirmar públicamente que frente a los indígenas el Estado tenía dos opciones: o explotarlos sin clemencia mientras existan o acelerar definitivamente su extinción. Como es de suponer, este debate también llegó al seno del ejército concentrado en esos momentos en su profesionalización.
En 1922, año en el que comienza nuestra observación, el gobierno de Saavedra (Klein) ordenaba la masacre minera de Uncía, en la que soldados y trabajadores mineros se enfrentaron con un claro margen desfavorable para éstos últimos. En 1925, un año antes del cierre de nuestro recuento, Hernando Siles, candidato de los republicanos, sucedió a Saavedra en la Presidencia de la República. Durante ese gobierno se produjeron las primeras hostilidades militares con el vecino Paraguay, que siete años más tarde derivarían en la Guerra del Chaco. Estos hechos reforzaron aún más la necesidad de contar con un ejército profesional y colocaron a los militares en tensión ante un posible conflicto internacional, el único y más devastador del siglo XX para Bolivia.
Se trata entonces de un periodo en el que dos fuerzas confluyeron sobre el funcionamiento interno de las FFAA bolivianas. Por un lado, el positivismo que se transformó en discurso de Estado y anheló públicamente la destrucción natural y evolucionada de los pueblos indígenas, y un proceso intenso de profesionalización en los umbrales de una guerra internacional, a cargo de técnicos extranjeros, que se tuvo que asentar casi exclusivamente en la voluntad y fuerza de los reclutas indígenas.
Por todo lo señalado, este trabajo se ha fijado las siguientes metas:
Analizar, en el periodo 1922-1926 los rasgos del discurso académico militar boliviano en torno a la llamada cuestión indígena.
Averiguar cómo resolvió dicho discurso la conocida “esquizofrenia del lenguaje político” (Guerra), en este caso, de la elite militar boliviana, que depositó sus potencialidades bélicas como ejército moderno en lo que podía lograr el segmento social del país al que sin embargo la ideología dominante ha condenado a muerte.
Estos propósitos fueron alcanzados mediante el análisis de ocho textos de la academia militar, publicados entre 1922 y 1926, en la “Revista Militar”, editada oficialmente por el Estado Mayor boliviano. Creemos que la muestra es representativa, pues se trata de todos los artículos redactados sobre la cuestión indígena en esos cuatro años. Estos documentos no hubiesen sido analizados con rigor sin el marco teórico e histórico proporcionado por la bibliografía de la materia “Historia política de América Latina” (Flacso, 2001).

EL POSITIVISMO

Antes de abordar el análisis, era imprescindible construir un marco de interpretación que situara en su contexto las ideas expuestas en las publicaciones a las que nos hemos referido y que sirven de base para nuestras conclusiones. En tal sentido, nuestro principal arsenal teórico es la comprensión del positivismo como ideología estatal dominante en el periodo elegido.
Como bien explica Charles Hale, el positivismo fue madurando en América Latina hasta lograr su mayor influencia desde los inicios del siglo XX. El autor más citado en ese momento por los intelectuales latinoamericanos partidarios de estas ideas, era sin duda Herbert Spencer. Hale asegura que su impacto fue mucho mayor que el de Auguste Comte por el hecho de que las ideas de aquel parecían adaptarse mejor a la realidad latinoamericana. De pronto, un teórico foráneo invitaba a estudiar las peculiaridades de cada una de las sociedades de manera sistemática y aparentemente científica y verdadera. Recordemos que el positivismo se definía a sí mismo como una tercera etapa en el crecimiento cognitivo de la Humanidad. La primera fase habría sido el conocimiento teológico, la segunda, el metafísico, y la tercera, el científico o positivo. La diferencia de éste último con los anteriores estaría en que se basa en la experimentación y la observación, y por ello, rechaza cualquier conocimiento a priori que no haya sido verificado por métodos válidos y públicos. 
Así, entre 1890 y 1914, se propagó rápidamente la convicción de que las agrupaciones humanas vivían procesos evolutivos muy similares a los que se presentan en la naturaleza. Bajo una aplicación constante de la biología al análisis de las sociedades, los positivistas empezaron a hablar de las inevitables transformaciones a las que están sometidos tanto los seres vivos como las comunidades humanas. El porvenir, de acuerdo a la visión de Spencer, remataría en una sociedad industrial generada por la adaptación permanente de las personas, que para llegar allí habrían tenido que regular sus instintos y desarrollar al máximo sus capacidades de elección racional. La ambición de Comte, subraya Hale, era una sociedad no competitiva y jerarquizada, una obra de la evolución natural. En ese sentido, también se hicieron fuertes las convicciones en torno a la existencia de leyes naturales que se cumplían inexorablemente.
Uno de los conceptos más empleados por el positivismo era el de “raza”, recuerda Hale. En efecto, los seguidores de esta concepción creían detectar una serie de rasgos distintivos y peculiaridades, una suerte de constitución mental, que conformarían el carácter o alma de un pueblo. El “hallazgo” de esa especie de conciencia interna o herencia psicosocial colectiva llevó a algunos positivistas a creer que no todas las razas podían alcanzar la civilización y muchos consideraron que la más cercana a esa meta era la indoeuropea. De esa forma, creyendo usar una base científica irrefutable, el positivismo pretendía explicar las raíces de la estabilidad y laboriosidad de ciertos pueblos en contraste con la anarquía observable en otros.
La idea del “carácter racial” sirvió rápidamente para condenar a las culturas latinas o indígenas. La América hispana que poseía ambos aportes parecía entonces condenada a la piadosa conquista y redención de los demás pueblos.
En Bolivia, la expresión más depurada de esta forma de pensar corresponde al ya citado escritor Alcides Arguedas. Hale se preocupó por describir su pensamiento, extrayendo los pilares centrales de su libro “Pueblo enfermo”. En él se sostiene que las razas que habitan el territorio boliviano tienen un carácter adverso al progreso y a la civilización. Una de las razones de este comportamiento sería, según Arguedas, el entorno natural o geográfico, que hace que los indígenas sean pasivos y estériles en lo intelectual. La solución para el problema sería entonces una selectiva inmigración europea que colocara al país en niveles de desarrollo como el de la Argentina, cuyo Estado aplicó justamente una política similar.
En general, aunque el positivismo no deploraba abiertamente el mestizaje, sólo alcanzaba a valorarlo cuando la raza emergente de la mezcla resultaba adquiriendo un carácter progresivo. Para ello, se pensaba, debían darse ciertas condiciones óptimas. En ese sentido, dotado de un halo de cientificidad, el positivismo sirvió para que en América Latina cobre legitimidad un discurso orientado a acabar con las razas que estarían retrasando el progreso. Dado que se aseguraba la existencia de leyes inexorables de la naturaleza, la eliminación de grupos étnicos con un carácter racial “nocivo”, ya no era considerada como un genocidio, sino sólo como un hecho inevitable. Como escribe Zea, en Sudamérica se hablaba de un “cambio de sangre”, de una transfusión importada desde Europa. Alberdi (Zea), el argentino que más desarrolló la idea del transplante decía: “Traigamos pedazos vivos de ellos (los europeos) en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslos aquí (...) pues si los hombres de esta América son incapaces de dar el paso (...) de la barbarie a la civilización, dejemos entonces, que sean estos hombres los que lo hagan posible”.
Este acto de aparente liberación de las razas inferiores y su reemplazo por otras mejores iba acompañado de un discurso de repudio al colonialismo español, que a diferencia del anglosajón, se habría basado en la servidumbre del indígena primero, y luego del esclavo africano. El positivismo hacía referencia a la aversión al trabajo manual, convertido en parte central de la cultura colonial hispana, gracias a contar con un elevado número de sirvientes no remunerados. Una sociedad así, decían, tenía que ser enemiga de la industria y el ingenio. Así, mientras el conquistador español vegetaba, el inglés trabajaba. De acuerdo a la síntesis del peruano Villarán (Zea), las características de la raza latina o hispana era: “desdén al trabajo, el amor a la adquisición del dinero sin esfuerzo propio, la afición a la ociosidad agradable, el gusto por las fiestas y la tendencia al derroche”.
Por eso, la anunciada regeneración social de América Latina debía venir de una nueva colonización, esta vez voluntaria, por la que el Continente dejaba su carácter racial español y lo substituía por uno anglosajón. Había que crear el “yankee del sur”, en palabras del argentino Fautino Sarmiento (Zea). Y si bien, las elites positivistas depositaban todas sus esperanzas en la educación como el mecanismo para dar forma a una nueva raza, en los hechos estaban esperando que la evolución hiciera su cruel trabajo mediante la selección natural, por la cual las razas menos aptas, es decir, las menos complejas, se extinguirían, como había sucedido con los indígenas del norte argentino a manos del general Rosas. “Es una amputación que duele, pero que cura la gangrena y salva de la muerte”, sentenciaba el boliviano Nicómedes Antelo (Zea).
Al margen de estas discutibles afirmaciones, lo evidente es que el positivismo no fue un fenómeno superficial o una moda importada de Europa. De hecho plantó sus raíces de una serie de realidades que lo hicieron verosímil como modelo de comprensión de las sociedades latinoamericanas. La primera causa histórica que le permitió echar raíces fue la forma dramática en que las ficciones liberales de “pueblo”, “democracia” o “nación” quedaron al desnudo a fines del siglo XIX. Aceptando el análisis de Guerra para el caso mexicano, digamos que el liberalismo post colonial implantó en el imaginario colectivo conceptos modernos que al ser apropiados por los poderes locales, se tornaron en polisémicos. En ese sentido, cada noción jurídica recibía un sentido particular a partir de su aplicación en la práctica.
En México, la nación estaba conformada, por ejemplo, por variadas corporaciones de intereses que reaccionaron de acuerdo al concepto cuando había que derrotar a los franceses, pero que decepcionaron a sus líderes en el momento de la anexión de Texas. Cuando más optimismo se tenía sobre ella, volvía a aparecer ese conglomerado heterogéneo y carente de una causa común. Esa desilusión, que en los distintos países latinoamericanos estalló de diversas maneras, hizo que los positivistas se plantearan “metas más realistas” para tener más éxito que sus predecesores liberales. De acuerdo a su evaluación, las constituciones ingenuas que se plantearon éstos, eran como plantas acuáticas que flotaban muy lejos de la realidad. En consecuencia, no eran los pueblos sino las leyes las que debían adaptarse a la realidad.
Así, como nos advierte Guerra, la ciudadanía o la nación eran ficciones desde el punto de vista del concepto abstracto, pero tenían su aplicación original en cada región o ciudad. Al comprobar entonces que en nuestros países no se podía hablar de nada en el sentido de las definiciones clásicas, los positivistas se inclinaron por plantear soluciones que abandonaran el dispendio de las libertades ideales e hicieran imperar un orden forjador de un clima de auténtica democracia. En otras palabras, dado que no existe un pueblo como debe ser, se necesita crearlo y para ello, las libertades irrestrictas no serían el clima más propicio. De esa manera, mientras el pueblo fuera creado, era preciso que gobierne el único colectivo que más se acerca a esos rasgos: la elite educada y dueña plena de sus derechos. En México, los positivistas esperaron una “dictadura honesta” (Guerra).
Aunque Guerra no lo diga con esas palabras, su explicación parece ir encaminada a pensar en el concepto de “pueblo provisional”, un reemplazo, es decir, la elite, que actúa y piensa como si fuera el pueblo y controla los resortes del gobierno a la espera de la madurez del verdadero actor. Es lo que Guerra llama “despotismo positivista”, todo por el pueblo, pero sin él.
¿Cómo debía ser éste? Pues, el prototipo contrario al de la colonización española: industrioso, leal a la nación (no a las corporaciones), y un agente económico autónomo. Se trata del sujeto colonial siendo superado por la razón, la única fuerza que, según Bolívar, podía emplearse para obtener los rasgos que le faltaban a las razas americanas, es decir, una tendencia externa capaz de moldear y perfeccionar el carácter que se exige en los seres humanos para construir una nación y un pueblo.

LA CUESTIÓN INDÍGENA EN BOLIVIA

Para completar nuestro marco interpretativo, hacemos ahora un recuento muy breve de la situación de los pueblos indígenas bolivianos durante el periodo de nuestra investigación.
Cuando Bolivia nació a la vida independiente (Bonilla), tenía un millón cien mil habitantes, 800 mil de los cuales eran indígenas, 200 mil blancos y 100 mil mestizos. Sólo el 20 por ciento de  los bolivianos hablaba el español. No es casual, que después de abolir el tributo indígena, a sólo un año de la independencia, en 1826, se lo haya vuelto a establecer. El Estado no podía subsistir sin esa contribución tan masiva. Sin embargo, entre las comunidades y las autoridades también se estaba heredando un pacto colonial de larga data por el cual los tributos indígenas eran una forma de pagar la protección estatal a la posesión de las tierras en propiedad de los contribuyentes originarios. En ese sentido, la propiedad comunal sobre la tierra resultaba amparada por el hecho de que las finanzas estatales dependían de aquella economía agrícola autónoma.
En 1866, el gobierno de Melgarejo dio el primer paso para romper con ese pacto. Mediante un decreto poco difundido declaró que las propiedades sobre la tierra debían legalizarse ante el Estado tras el pago de una cantidad de dinero. Dado que las comunidades no conocieron el contenido del decreto, fueron sorprendidas con que sus tierras pasaban a manos de Estado y que éste las subastaría. El despojo fue frenado por el derrocamiento del presidente, pero la intención estatal se fue profundizando hasta que en 1874, el Congreso barrió con los últimos obstáculos legales para que los latifundios se expandan a costa de las comunidades.
En la década del 20 (Bethell), la proporción de dueños de la tierra había descendido de dos tercios a uno con respecto a la mitad del siglo XIX. ¿Cómo se explica esta expansión tan acelerada? Uno de los motores del cambio fue sin duda el positivismo. Lo que los latifundistas hacían no era otra cosa que emprender la lucha por la supervivencia, donde sólo los más aptos podían resistir. Al clero y a la milicia, enemigos de los positivistas, se sumaba la comunidad rural, propietaria colectiva de la tierra. Al respecto, Demélas cita a un delegado a la Convención de 1880, quien opinaba: “No habrá Estado nación sin la destrucción previa de la comunidad indígena”. En efecto, los mismos criterios aplicados para las corporaciones coloniales podían servir para el despojo de la tierra, porque finalmente, los indígenas eran culpables de tener sus “patrias chicas”, es decir, culturas diferentes a las de la nación, aunque éstas fueran practicadas por una clara minoría que se atribuía la condición de Estado y buscaba expandirse hasta coincidir con el territorio boliviano.  

ANTECEDENTES: EL EJÉRCITO EN BOLIVIA

En casi todas las sociedades coloniales del mundo, la relación entre pueblos originarios y ejército ha sido tensa y conflictiva. El monopolio de la violencia, atribuido comúnmente al Estado, tiene connotaciones distintas dentro de un espacio sojuzgado por una lejana metrópoli imperial.
Mientras en la teoría liberal clásica, los uniformados ejercen como centinelas delegados de un pacto social de convivencia y respeto mutuo, en el caso de un país colonizado, son los depositarios de una “paz negativa” (Barrios, 1992). Ello implica que el ejército se convierta en la condensación estatal inhibitoria y represiva de una incapacidad no confesada de representar el interés general.  En un país colonial, la institución militar es la depositaria exclusiva del uso de la violencia, pero no por delegación implícita de la sociedad, sino por encargo de una elite incapaz de construir un pacto social incluyente.
En ese sentido, en la Bolivia de hoy, pero sobre todo en la de antes de la Revolución de 1952, la violencia estatal es esencialmente ilegítima. Eso significa que las FFAA conservan el molde colonial que les dio origen y tienen como principal función la de intervenir violentamente cuando la minoría social dominante corre el riesgo de ser desplazada del poder político. Dicha minoría ha sido definida por Silvia Rivera (1992) como “la dueña privilegiada de los dispositivos estatales y los espacios de la vida social, lo que le permite dictar unilateralmente las normas de convivencia, que luego adquieren fuerza compulsiva”. Son los uniformados quienes precisamente implantan en última instancia dicha fuerza compulsiva.
Esa “paz negativa”, definida por Barrios como una engañosa pacificación basada más en la coerción que en el acatamiento voluntario, tiene como uno de sus pilares a la institución militar. La ausencia de un acuerdo implícito y real entre las fuerzas sociales determina que una de ellas se imponga mediante la disuasión cuartelaria y la emisión ideológica. Mientras, según el credo liberal, los uniformados deberían custodiar un orden del que todos se sienten beneficiarios directos y que sólo podría ser amenazado por fuerzas externas fuera o dentro de las fronteras, en el caso de un Estado colonial, el ejército protege la ciudadela de unos cuantos. Mientras uno se asienta en el bienestar tutelado, el otro tiene como endeble cimiento el malestar reprimido.

LA PARADOJA MILITAR BOLIVIANA

Sin embargo, en este caso, la gran paradoja militar boliviana estriba en que para construir ese ejército colonial defensor de un orden y una minoría étnica excluyente, se recluta sobre todo a individuos provenientes de los sectores más afectados por la supervivencia del Estado colonial. Si vale la comparación, los ingleses hicieron lo mismo cuando formaron los destacamentos armados de los llamados “cipayos”, una fuerza militar colonial compuesta por soldados hindúes, organizados para defender el orden británico. La actual composición del ejército boliviano, nutrido sobre todo por los reclutas del servicio militar, pone en evidencia esa misma paradoja, pues son los indígenas quienes pueblan los cuarteles. ¿Cómo se ha llegado a esta aparente contradicción?
Para responder a tal interrogante, contamos con los últimos aportes a la historiografía del mayor Juan Ramón Quintana (1998 a, b), quien ha hecho un detallado seguimiento de la evolución del servicio militar en Bolivia. Sus escritos ratifican lo señalado al inicio de esta aproximación: la realidad colonial atraviesa de extremo a extremo la vida militar del país. El ejército nacional no puede ser comprendido sin observar la dinámica étnica y el sometimiento cultural de las mayorías.
Esta perspectiva nos sitúa en el urgente plano de la originalidad intelectual. Por lo menos para este caso, no podemos calcar teorías liberales ni marxistas, pues éstas sólo nos nublan la mirada e impiden comprender con libertad las especificidades bolivianas. Es cierto que el monopolio de la violencia está en manos de las FFAA, también lo es que su principal papel hasta ahora ha sido controlar el orden interno y la preservación de una “paz negativa”, sin embargo, esos que son rasgos comunes a otros estados del mundo, no son la característica principal de este ejército. Sin duda la diferencia específica que marca su esencia está relacionada con la paradoja citada y resumida aquí en una sola frase: “uniformados indígenas al servicio de un Estado criollo o blanco”.
En efecto, este ejército no sólo es un gendarme clásico, también cumple la función de agente de control social y cultural. En el imaginario popular, el cuartel es un espacio “civilizatorio” y “ciudadanizador”, porque convierte a los adolescentes díscolos en “hombres maduros” y, lo más importante y valorado, transforma a los individuos de origen rural e indígena en personas capaces de manejar algunos anhelados códigos de la modernidad (conducir un auto, hablar castellano, vestir uniforme, etc.).
Silvia Rivera (1992) coloca al servicio militar, junto a la escuela, al sindicato o a la escuela (habría que añadir a los partidos políticos), dentro de la lista de mecanismos coloniales orientados a negar los valores de los de abajo e intentar capturar las destrezas de los de arriba. Sin embargo, así como abren puertas a la gente bajo la ilusión asimilacionista, al mismo tiempo, dice Rivera, inauguran nuevas formas de exclusión y subordinación. En ese sentido, el avanzar hacia el mestizaje parece ser en Bolivia una suerte de espejismo. Mientras más se empeñan los dominados en perder sus valores discriminados con la mirada puesta en el “progreso”, más se distingue y diferencia la élite dominante. Vivimos una persecución condenada a arrastrarse durante muchos siglos, mientras persistan los engranajes de la distinción enajenante tan bien conceptualizados por el francés Pierre Bourdieu.
Pues bien, al margen de estos mecanismos de diferenciación y de las nuevas exclusiones, no cabe duda de que el ejército es una institución útil para grandes segmentos de la población. Las pruebas de ello han sido sistematizadas por Quintana quien recoge, por ejemplo, una  encuesta de radio Fides realizada en septiembre de 1992 en La Paz, Cochabamba y Santa Cruz. En ella se registra una evaluación positiva del servicio militar de parte del 86 por ciento de la población boliviana consultada. Sólo al 13 por ciento le pareció que aquel año en el cuartel era malo para el país. Entre los que pasaron por la experiencia, el 74 por ciento piensa que fue valiosa, mientras el 18 por ciento afirma lo contrario. Cuatro años más tarde la empresa “Encuestas y Estudios” se involucra en indagaciones parecidas y confirma las percepciones de Fides. El 56 por ciento de las personas encuestadas en las ciudades de La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y El Alto tiene planificado servir a las FF.AA. Al mismo tiempo vuelve a constatarse que a menor nivel educativo y mayor pobreza, mayor es la adhesión al servicio militar.
De la misma manera queda claro el nexo entre los patrones de socialización comunitarios y la obligación de ir al cuartel. Para amplios segmentos sociales de Bolivia, la integración final a la comunidad sólo se produce luciendo el uniforme militar. Los jóvenes no son adultos serios y responsables mientras no hayan “servido a la Patria”. Recién en ese momento reciben una parcela de tierra y pueden casarse. La conversión en “jaq’e” (adulto) pasa por el año cuartelario. Entre las evaluaciones positivas, expresadas principalmente por los jóvenes campesinos, está la idea de que el cuartel proporciona prestigio y respeto ante la comunidad, de que es una manera de acceder a la ciudadanía y de que desarrolla conocimientos y aptitudes laborales útiles para el futuro.
Esta visión positiva del ejército no significa que las encuestas dejen de registrar las tradicionales críticas en el sentido de que el servicio militar es sinónimo de violencia, abusos, interferencia en los estudios o pérdida de tiempo. Lo más resistido, especialmente en las ciudades, es ese modelo autoritario que no da lugar a reclamos ni a preservar la libertad individual. De todos modos, la conclusión general en ambas encuestas es que para la gente, sobre todo para la más pobre, aymara o quechua (indígenas), el cuartel es un lugar deseable y necesario.

MARCIALIDAD = MODERNIDAD

He aquí la especificidad de un ejército bajo condiciones coloniales. Además de funcionar como guardián del orden público, ha conseguido inscribirse en la imaginación popular como una institución capaz de donar destrezas que integran a los reclutas a una ciudadanía posible.
Ni los malos tratos ni los abusos a los conscriptos, le han restado legitimidad entre las mayorías indígenas. Al contrario, parece que sus perfiles autoritarios lo hacen incluso más seductor. El propio Quintana constata que una de las razones por las que el ejército nacional fue reconstruido después de su liquidación en 1952, era que las milicias populares fueron vistas por los propios insurrectos de base como agrupaciones indisciplinadas y carentes de marcialidad. Surgió entonces una demanda popular por llenar aquel vacío militar otrora conformado por órdenes rígidas, mandos claros y sobre todo, muchos desfiles y demostraciones de gallardía.
Un sentimiento popular parecido emergió por ejemplo en la ciudad fronteriza de Villazón cuando en 1997 el Ministerio de Defensa aplicó un plan experimental para introducir el servicio pre militar femenino. El grupo de muchachas que participó del curso estaba dispuesto a pagar de su bolsillo el costo de los mejores uniformes con tal de aparecer en igualdad de condiciones y aspecto en las filas del ejército. El desfile del destacamento femenino de Villazón en la vecina Potosí llenó de orgullo a las familias y al pueblo entero. Los elogios a las mujeres uniformadas tenían relación directa con las nociones de patria y civismo que se estarían perdiendo entre los varones. De alguna forma, en la mente de las masas populares subsiste una relación directa entre marcialidad y modernidad. 
            Esta primera constatación nos conduce a una sospecha de partida. ¿No será que la incorporación del indio al ejército fue percibida por éste más como una conquista social que como una triquiñuela del poder?, ¿no será que a pesar de la degradación del recluta, de su uso como “carne de cañón” o mano de obra barata, el mero hecho de darle un fusil y un uniforme ya le otorga derechos sobre una patria que sólo por ese dato empieza a serle menos ajena?

EL SERVICIO MILITAR EN LA HISTORIA

La respuesta a las anteriores interrogantes parece ser positiva. Más si pensamos que antes de la Guerra Federal boliviana de fines del siglo pasado, el servicio militar estaba restringido a las elites blancas. En toda la etapa previa, abundan los escritos acerca de la aparente falta de idoneidad de los indígenas para el uso de las armas. Quintana (1998) registra la resistencia tenaz de los hacendados y empresarios mineros en los primeros años de la república, que se negaban a autorizar a que sus pongos y obreros acudan a la convocatoria cuartelaria. Los intentos gubernamentales por contar con un ejército más moderno, con reclutamientos periódicos y masivos, fracasaron persistentemente a lo largo de las primeras décadas posteriores a 1825.  
En esos momentos tanto los señores feudales y mineros como los propios comunarios y obreros se resistían al ejército. Los primeros lo hacían, porque no querían perder a su fuerza laboral semi gratuita, y los segundos por la tradición de abuso, saqueo y exacciones que rodeaba al ejército post colonial. La llegada de los soldados a las comunidades significaba en muchos casos requisa de víveres y abusos contra la población civil indefensa. El argumento para boicotear la universalización real del servicio militar era económica y se basaba en la necesidad de mantener el tributo indigenal, que sostuvo durante décadas las arcas estatales. Los indígenas eran eximidos del cuartel por razones tributarias.
Una estupenda muestra de estos hechos es justamente uno de los artículos de la Revista Militar que forma parte de nuestra muestra. Se trata del texto titulado “Reclutamiento en el Oriente”, redactado por “Segundación” (seudónimno). Es por demás sugerente que éste sea uno de los pocos artículos que carece de firma, pues en él se denuncia cómo los hacendados del trópico obstaculizan las labores de reclutamiento emprendidas por los militares. El documento resume las conclusiones de un informe elaborado por el capitán David Michel, jefe de la comisión de reclutamiento. Allí se narra cómo dicha instancia se ve obligada a recorrer “grandes distancias, atravesando variedad de terrenos, pasando ríos, durmiendo allí donde la noche los sorprendió...”. Una vez arribado a los sitios poblados, el grupo de uniformados se encuentra con apenas “cuatro o cinco peones”, todos “viejos, cojos o tuertos”, porque la mayoría ha huido al bosque a fin de evitar el servicio militar. El autor del artículo responsabiliza de inmediato al latifundista por esa fuga: “Sale un patrón, el característico, el de siempre, llevando palpable la socarronería en el rostro, el que con muestras hipócritas de servilismo, creyendo tontos a los comisionados, les dice: ‘Así que se sabía que llegaban, todos me han abandonado; es un gran perjuicio que me hacen; suspirando; ¡me deben tanto mis mozos!’, queriendo mostrar que la calamidad o plaga, que pasa con el nombre de Comisión de Reclutamiento viene a sembrar la desdicha en esas regiones paradisíacas”.
Como vemos, la crítica al “dueño” de los potenciales reclutados es directa. Las FFAA se muestran aquí como el elemento modernizador e incomprendido de la sociedad en su afán por engrandecer sus filas con la meta de defender el país de sus posibles enemigos externos. Más adelante, la interferencia denunciada por el autor del artículo resulta más clara todavía cuando alude a los abogados del latifundio, interesados en impedir por todos los medios el reclutamiento de los peones. En labios de ellos pone las siguientes frases: “Me dirigiré al señor Ministro...al señor General, Jefe de Estado Mayor General... o al más temible, al señor Subprefecto, quien en un momento solemne exclamará: ‘Usted viene a despoblar la región; voy a hacerlo responsable de los prejuicios; lo comunicaré a nuestros representantes nacionales y...¡cuidado!”. En esta cita observamos con nitidez cómo el poder político y las mismas relaciones sociales dentro del ejército, bloquean la universalidad del servicio militar. Las influencias de los hacendados dentro del gobierno o las FFAA se orientan a impedir el enrolamiento de los trabajadores agrícolas. Las tareas de la defensa nacional tropiezan con una especie de privatización del territorio, donde impera la ley de la ganancia económica antes que el supra interés patriótico. De pronto una pretensión de modernidad (“la patria es el hogar de todos”) colisiona frontalmente con una estructura de dominio colonial que no necesita de un Estado “entrometido”.
Lo que observamos acá es el choque frontal de dos corporaciones, una situación claramente definida por Guerra como la herencia del antiguo régimen que se mantiene intacto a pesar de la independencia y la proclamación de un orden supuestamente liberal. Lo curioso del caso es que la posición claramente moderna y positivista corresponde en este caso al ejército y está muy lejos del latifundio.
El autor del artículo que analizamos es muy cuidadoso al repartir las culpas. En ese sentido, se pone abiertamente del lado de los indígenas o “naturales” cuando subraya que ellos no conocen la ley del servicio militar, pues en su vida “sólo han hecho lo que sus padres y abuelos: cortar la caña, labrar las ruedas del vehículo, conducir los carros y dormir”. Por ello, la única responsabilidad de su ausencia en los cuarteles corresponde al patrón, quien no les informa, dice el autor, acerca de las leyes, sino sólo sobre aquello que es necesario para provecho suyo. Por esos factores, las labores de reclutamiento son calificadas como una verdadera epopeya para quienes en vez de enrolar a 210 terminaron registrando apenas a siete. Sin embargo, ese número reducido, cuenta el autor, encuentra en el ejército su “redención”, pues los nuevos soldados comienzan a considerarse ciudadanos “con derechos propios”. Aquí encontramos cómo las FFAA se postulan a sí mismas como un veraz instrumento de ciudadanización en contraste con las condiciones de explotación de las haciendas del oriente. En otras palabras, los peones se sienten mejor bajo el mando militar que en la hacienda, donde han contraído deudas por varias generaciones con el dueño y no conocen otra cosa que la explotación laboral.
¿Y las soluciones? El autor enumera cuatro a fin de acabar con los obstáculos que se presentan durante el reclutamiento:
Evitar que las autoridades (subprefectos, por ejemplo) sean del lugar o tengan relaciones de compadrazgo con los habitantes de la región, porque así impiden el reclutamiento de sus allegados y de sus subordinados.

ESCUELAS RURALES QUE INCULQUEN EL CIVISMO.

Una comisión que haga que los reclutas regresen a la hacienda, pues muchos de ellos huyen después del servicio militar a fin de no pagar las deudas contraídas con los patrones.
Comisiones que informen sobre la ley de servicio militar en esas regiones.
Las conclusiones de este primer análisis refuerzan nuestro repaso histórico. Los gobernantes tuvieron serios problemas para imponer el servicio militar, porque los dueños de haciendas se sentían afectados ante un eventual despoblamiento y liberación de su mano de obra. El máximo interés del terrateniente superaba los deseos del Estado por construir un ejército moderno.
De manera que ni Sucre ni Santa Cruz ni Ballivián lograron hacer que el servicio militar sea realmente obligatorio para todos. El ejército se nutría de reclutas de las ciudades y las capitales de provincia.A pesar de que la historia registra varias normas legales orientadas a igualar en este plano a todos los ciudadanos, ninguna de ellas logra aplicarse plenamente. La más importante es posiblemente la Ley de Conscripción militar de 1892. En ella se determina que todo boliviano entre los 21 y los 40 años está obligado a cumplir con el servicio militar durante dos años.El intento de aplicación de esta norma produjo estallidos de rebeldía en diversos sectores de la población. Los empresarios mineros volvieron a pedir que sus obreros sean eximidos, los ayllus (comunidades) de las ciudades de Oruro y Potosí exigieron lo mismo y hasta se produjeron disturbios y enfrentamientos con las fuerzas del orden. Ante estos hechos, el Ministro de Guerra de entonces decidió suspender el reclutamiento “por la mala comprensión” de los indígenas de sus derechos y obligaciones.
En cualquier caso, fueron los liberales, los mismos que se aliaron militarmente a las fuerzas aymaras (indígenas) del líder Zárate Willka para trasladar la sede de gobierno de Sucre a La Paz, quienes introdujeron de manera más consecuente la idea del servicio militar para los indígenas. Ya los habían visto combatir bajo bandera federal y al parecer sí habían sido “idóneos” en las destrezas militares.
Nacía entonces la idea del ejército como entidad “civilizadora” o agente de control social. La idea positivista moderna se aplica con rapidez, pero bajo contornos coloniales. En otras palabras, era mejor tener al indio dentro que fuera del ejército o enfrentado a él. Quizás sea la alianza militar entre el presidente Pando y el cacique Willka en contra de las elites chuquisaqueñas del sur la que funda el ejército boliviano de principios de siglo. Si bien tras la victoria sobre la ciudad Sucre, las huestes indígenas pasaron de inmediato a la ofensiva por sus propias reivindicaciones y terminaron enfrentados a los liberales, parece ser que la apertura de los cuarteles a los aymaras y quechuas sí fue aplicada con mayor determinación. El marco legal para ello estuvo conformado por la nueva Ley del Servicio Militar Obligatorio aprobada en 1907.
Al analizar este momento histórico, Quintana (1998) hace un viraje interesante. Sigue afirmando que la ley no se cumple, pero ya no en relación a los indígenas, sino esta vez, con respecto a los reclutas de piel blanca. De pronto aquella labor vetada durante décadas para los aymaras y quechuas se transforma en su exclusividad. De la idea de que los indígenas no son idóneos para la guerra se pasa a la masiva omisión de las clases medias y altas, hecho que persiste hasta nuestros días.
Al respecto, Quintana reproduce una queja de un connotado miembro del ejército, publicada en 1921: “Los que así rehuyen el cumplimiento del más sagrado de los deberes son precisamente los elementos más acomodados de la sociedad, los que tienen propiedades inmuebles y otro género de intereses por defender. En cambio, sin miramiento ni contemplaciones se arranca del taller al hijo del artesano viejo y pobre, o del campo al indígena infeliz, quien no tiene aún un concepto cabal de lo que es la patria”. Lo señalado aquí es importante. De pronto el ejército es la primera institución estatal que antes de 1952 debe afrontar la incorporación masiva de aymaras y quechuas a sus filas. Aquel tuvo que ser un tema de controversia entre los oficiales. Pocos años antes de la Guerra del Chaco, las FF.AA. sufrían una profunda transformación, que fue acompañada por la llegada de la misión militar alemana al mando del general Hans Kundt. De pronto, la materia prima del ejército boliviano era el recluta indio, con él había que ganar batallas y a él tenían que ir dedicadas las horas de discusión académica sobre las ventajas o desventajas militares del país. No se si la siguiente afirmación es exagerada, pero esta parece haber sido una etapa muy fértil para la reflexión histórica previa a la insurrección de abril de 1952.

EL ANÁLISIS

La “Revista Militar”, publicación mensual del Estado Mayor General de las FFAA de Bolivia, comenzó su tercera época el año 1922. La sola mención de este dato pone en evidencia un claro interés del ejército por la palabra escrita. No sabemos a ciencia cierta si esta revista prosigue hasta nuestros días (al parecer desapareció a fines de los años 60), pero es indudable que se mantuvo incluso hasta después de la Revolución de 1952 y ocupó con regularidad la primera mitad del siglo XX.
Al margen de contar con vistosa y abundante publicidad de las industrias de la época, la Revista Militar se daba el lujo de tener corresponsales en países tan lejanos como Marruecos, Italia o Francia o tan cercanos como el Perú o la Argentina. La mayoría de ellos eran oficiales con cargo diplomático que servían de informantes sobre las innovaciones y percepciones de la carrera de las armas en sus países de destino. Como anécdota puede decirse que el desarrollo de las ciudades era aún tan incipiente en ese tiempo, que el número telefónico de la publicación en La Paz era el brevísimo 253. No olvidemos que según el censo del año 1900, sólo el 10 por ciento de los bolivianos vivía en los restringidos islotes urbanos.
La Revista Militar empezó a ser dirigida en 1992 por el teniente coronel F. Diez de Medina. En el periodo 1923-1925, éste fue relevado por el teniente coronel Guillermo Sanjinés, que cuando tenía el rango de mayor estaba a cargo de la subdirección. En 1926, asume el puesto el coronel Fausto Gonzales. Desde 1923, el general alemán Hans Kundt ocupa la invariable función de director honorario en su calidad de jefe del Estado Mayor General. El militar germano era el jefe de una comisión técnica encargada de la profesionalización del ejército boliviano y le tocó dirigirlo durante importantes episodios de la Guerra del Chaco.
En las páginas de la Revista aparecieron artículos referidos a la ciencia militar, a las innovaciones tecnológicas de la industria del armamento, a la vida interna del ejército boliviano y a la historia y geografía del país vistas con ojos castrenses. Acogía también textos escritos por militares de América Latina y traducciones u originales de los clásicos europeos de la época como el alemán Erich Ludendorff o el español Vicente Rojo, quien antes de la Guerra Civil de su país, presidió una misión militar asesora, la que sin embargo no tuvo igual trascendencia que la francesa o la germana. Este trabajo se limita a analizar una parte de la época signada por la misión militar alemana, es decir, la gestión del general Kundt.
Una revisión de varios números de la Revista nos lleva a la conclusión preliminar de que la lectura y el estudio eran prácticas muy recurrentes en el ejército boliviano de entonces. Cada artículo está concebido con gran pertinencia, actualidad y profundidad. Gracias a ella, se percibe una escuela de Estado Mayor bastante instruida y rica en reflexiones. Por su contenido, la Revista parece haber servido de tribuna de debate sobre los problemas nacionales y no sólo como herramienta académica de ampliación de conocimientos. En ella pueden leerse las finas oscilaciones del pensamiento político dentro de las FFAA, que van desde las posturas conservadoras y social-darwinistas hasta las visiones nacional populares inauguradas por la logia Razón de Patria (Radepa) a finales de los años 30. Los militares de ese tiempo dan la sensación de haber sido profesionales conscientes de estar conformando una élite letrada, lo que en determinados momentos les dio la prerrogativa autoconferida de gobernar el país e impregnarlo de sus concepciones.
Dado que ésta no pretende ser una investigación profunda sobre la trayectoria de esas ideas, nos limitaremos a analizar el discurso militar dominante en torno a la “cuestión indígena”. Como ya anunciamos, nuestro segmento de estudio abarca el periodo 1922-1926.En ese tiempo, y contando con el total de la muestra, 60 revistas, detectamos seis números en los que se menciona indirecta o directamente el tema de la participación de aymaras, quechuas e indígenas amazónicos dentro del ejército. Aquí realizamos un análisis exhaustivo de aquellos textos dedicados de forma plena a debatir el asunto y también rescatamos párrafos de otros artículos en los que la identidad indígena es abordada tangencialmente.
La elección tiene razones obvias. En todos los casos contamos con una lectura militar del mundo indígena en pleno apogeo de la era liberal. La ventaja es que se trata de un testimonio directo no interpretado todavía por ojos contemporáneos. Lo que se busca aquí es releer esos párrafos con la ayuda de los conocimientos actuales sobre las culturas indígenas y la historia del ejército nacional. Es un breve encuentro con la historia pasada a fin de reinterpretar mejor el presente. La meta es que mediante esa muestra, se alcance a comprender mejor la realidad militar boliviana y sobre todo la manera en que algunos representantes de una institución tan importante como el ejército veía a la población indígena, a tiempo de recibir la influencia de los republicanos, en ese momento, dueños del manejo estatal.
Con ello no pretendemos “saber más” que los militares que escribieron los artículos mencionados. Somos conscientes de que se trata de una lectura desde las coordenadas del presente, el único tiempo realmente certero y palpable. Está claro que nuestra interpretación viene preñada por los prejuicios contemporáneos y que en esa medida está presidida por una subjetividad explícita. Al margen de la manera, a momentos peyorativa, con la que se califica a la subjetividad, está claro que no hay opción posible. Nadie conoce sin haber adquirido una pre comprensión, es decir, nadie mira sin deformar lo que observa. En este caso, nuestra red de prejuicios tiene como antecedentes lo escrito por Silvia Rivera Cusicanqui, Raúl Barrios Morón y Juan Ramón Quintana, los académicos bolivianos contemporáneos que más saben sobre el espacio militar y sus conexiones con el universo indígena boliviano.

LA MUESTRA

Tras la exploración de los primeros cinco años de la Revista Militar en su tercera época, encontramos los siguientes ocho artículos que son motivo de nuestro análisis:
“Los Errores de nuestra Geografía nacional”, mayor Leonardo Olmos, septiembre de 1922.
“Los Errores de nuestra Geografía nacional”, mayor Leonardo Olmos, octubre de 1922.
“La Infantería boliviana”, capitán Enrique Vidaurre, febrero de 1924.
“La Expedición Mather. Traducción de un interesante Folleto”, abril de 1924.
“La Misión educadora del Oficial”, teniente coronel Víctor S. Salinas, agosto de 1924.
“Reclutamiento en el Oriente”, redactado por “Segundación” (seudónimno), octubre de 1924.
“Las Razas indígenas en Bolivia y su Educación en los Cuarteles”, escrito por el general Gonzalo Jauregui, en julio de 1926.
“El Ejército boliviano y su Jefe de Estado Mayor”, traducido del periódico “Deutsche La Plata Zeitung” de la Argentina, julio de 1926.
Ni en 1923 ni en 1925 encontramos textos referidos al tema que nos ocupa. El análisis de los artículos aparece a continuación en el momento pertinente del documento lo que más tarde facilita una síntesis del pensamiento militar en torno a la incorporación del indio a sus filas.

LOS MILITARES ESCRIBEN SOBRE EL TEMA

Los artículos de la Revista Militar que analizamos en este trabajo se producen en el contexto descrito hasta aquí. Las FF.AA. estaban súbitamente “inundadas” de reclutas analfabetos y de piel cobriza. Sus mandos estaban impregnados por la disciplina alemana, que acababa de perder la Primera Guerra Mundial y sin saberlo se preparaba para un segundo round al mando de Hitler. El general Hans Kundt era jefe de Estado Mayor de Bolivia y estaba a la cabeza de la misión militar alemana, arribada al país en 1911 y compuesta por cinco oficiales y 14 suboficiales. Antes las tropas bolivianas habían sido influidas por sus asesores franceses. Kundt había interrumpido sus tareas por seis años a causa de altercados con las autoridades nacionales, pero sobre todo por el estallido de la Primera Guerra Mundial, a donde fue convocado por el Kaiser. En ese periodo combatió en Polonia, Rusia, Serbia, Francia y Flandes. El año 1920, el presidente Bautista Saavedra lo convocó de regreso a Bolivia para que retomara su puesto.
Tras este importante paisaje de contexto, pasemos ahora al análisis de los artículos mencionados. Uno ya ha sido abordado por su pertinencia con la revisión histórica. Se trata del último texto en la lista de 1924. Vayamos ahora, prescindiendo del señalado, a los demás.
“Los Errores de nuestra Geografía nacional”, mayor Leonardo Olmos, septiembre de 1922.
“Los Errores de nuestra Geografía nacional”, mayor Leonardo Olmos, octubre de 1922.
Ambos artículos pueden ser analizados en bloque, porque son parte del mismo texto, publicado en dos fases. Se trata de un inventario de correcciones a los mapas y conocimientos sobre Bolivia interpuestos por el mayor Leonardo Olmos. El recorrido de las enmiendas abarca la zona del Chaco y parece muy oportuno dada la proximidad del conflicto bélico en esa región. A pesar de que la mayor parte de las revisiones tiene que ver con nombres de lugares y ubicaciones, encontramos dos menciones a los pueblos indígenas de la zona. La primera es sobre los indígenas chiriguanos, de quienes se cuenta, de manera descriptiva y distante, acerca de la forma en que se enfrentaron a los incas pocos años antes de la llegada de los españoles. Olmos los llama “una raza independizada” para referirse a su libertad de movimiento a lo largo de la ribera del río Pilcomayo. Además afirma que los chiriguanos se creen superiores a las demás razas, porque poseen una lengua dulce y son “más civilizados”. Se pondera lo agradable de sus costumbres, su mejor aseo personal, sobre todo de las mujeres, su capacidad para montar a caballo y su fuerte fe en los actos de hechicería. También se destaca su afición por la chicha de maíz. “La militarización de esta raza, en regiones boscosas, daría expléndidos (sic) resultados”, señala Olmos. Este autor no deja de explicar además cuál es la manera más eficaz de amedrentar a un chiriguano: “ponerle un enema en presencia de los demás”. Esta humillación, cuenta, los hace huir de la comunidad hacia otra donde nadie los conozca.
La segunda mención en “Los Errores de nuestra Geografía nacional” es sobre los indios matacos, oriundos de la banda oriental del río Pilcomayo. El mayor Olmos afirma que la mayoría anda desnudo o con un “pequeño cubre rabo”. Las mujeres usan el “tipoy” de algodón o lienzo. En el caso de este pueblo, el autor omite cualquier recomendación para militarizarlo. Sólo advierte que los matacos son muy nadadores, diestrísimos para pescar, sucios y usan tatuajes en las mejillas. Por otro lado describe el rito sexual del matrimonio, consistente en escapar al bosque y tener relaciones sexuales bajo la luz de la luna. En este caso, el autor evita emitir juicios de valor y hasta parece complacido por la manera libre en que se comportan las parejas.
“La Infantería boliviana”, capitán Enrique Vidaurre, febrero de 1924.
El autor del artículo comienza su aporte señalando la importancia que ha ido adquiriendo la infantería en los últimos conflictos bélicos. Se refiere sobre todo a la Primera Guerra Mundial en su frente oriental. Esta valoración se explica, porque los infantes han ganado en movilidad y capacidad de adaptación al terreno. A ello se suma la contribución decisiva de la artillería, que le provee de nuevas armas como las granadas de mano, los distintos tipos de fusiles, las ametralladoras livianas, las lanzaminas y los cañones de acompañamiento. En otras palabras, el soldado de tierra ha mejorado su efectividad gracias a los nuevos adelantos tecnológicos y tácticos.
De inmediato, el capitán Vidaurre destaca el hecho de que este tipo de armamento ligero ayuda a que la infantería se mueva con agilidad en todo terreno, lo cual, en el caso de Bolivia, compensaría con ventaja el reducido número de soldados de nuestro ejército. Otro elemento vital es la capacidad de resistencia de la tropa a las largas caminatas. El autor señala que si no se impulsa la preparación física de los infantes en tiempos de paz, no se lograrán resultados favorables cuando estallen las guerras.
Después de citar estos dos factores centrales para el éxito de una infantería (el armamento liviano y la resistencia física), Vidaurre se propone hacer un recuento histórico del rendimiento del ejército boliviano en estos aspectos. Cita primero los logros de las tropas de la Confederación perú-boliviana dirigidas por el Mariscal Andrés de Santa Cruz, que en 12 y 15 días de marchas forzadas exhibían justamente una gran movilidad. Lo mismo habría ocurrido con las fuerzas de Ingavi, que desconocían “el cansancio, el sueño, el temor y el desaliento”. En resumen, escribe el autor, casi todas las glorias del ejército boliviano en sus primeros años le corresponden a la infantería, dado que era prácticamente la única arma en ese tiempo. Ni la caballería ni la artillería pudieron restarle laureles dada su insignificancia.
De inmediato, Vidaurre ingresa al tema que nos interesa: “El indio y el mestizo, que forman la mayoría, aportan su inmejorable concurso, con el instinto militar y la fuerza física que es innata en ellos, lo que los habilita ventajosamente para convertirlos en excelentes soldados”. Al indio, el capitán Vidaurre le atribuye fuerza (adquirida por herencia), agudeza en el espíritu de observación, notable sentido del oído y de la vista, sobriedad en demasía y facilidad para ser disciplinado. Apoyándose en un texto de Alcides Arguedas, en el que el indio es descrito como enemigo de lo nuevo y de la iniciativa personal, pero al mismo tiempo, “fuerte, sobrio, económico, valiente, paciente, tenaz y aguerrido”, el autor reafirma su idea de que una vez superada la barrera del idioma, el indígena “despierta su inteligencia y pronto entra en dominio de sus facultades mentales”. Esta experiencia, dice él, la perciben los oficiales que tienen que instruir al recluta indígena. Éste, dentro de la estructura castrense, aprende a leer y a escribir, y adquiere un “concepto cabal de la patria”. Los resultados son claros para Vidaurre, pues en apenas tres meses, el indio se ha convertido en soldado, es decir, en un ser capaz de marchar 25 días seguidos con mala alimentación y bajo las peores condiciones climáticas.
Tal es la exaltación del indígena de parte del capitán Vidaurre (“el mejor infante del mundo”), que necesita redactar un párrafo especial para pedir disculpas a quienes no lo son y sin embargo también sirven en el ejército: “(...) sin que por ello se quiera desconocer el valioso contingente que siempre se ha alistado”.
Pero los elogios no cesan ahí. El autor cita a Sagárnaga, autor de un libro sobre higiene militar, en el que se asegura que “los soldados bolivianos, mucho más si son de la raza indígena”, recorren 50 kilómetros diarios sin dificultades y con todo el armamento y equipo a cuestas. Es interesante la cita del mismo médico sobre los pies de los infantes: “El indio, y aún el mestizo, tienen el hábito de andar descalzos, adquiriendo la planta de sus pies, y en grado proporcional el empeine, los tobillos, etc., la consistencia de una coraza sumamente dura que garantiza su perfecta conservación, contribuyendo aún más a hacer benignos y poco numerosos los accidentes que se producen en las marchas”. Esa sería una de las razones que avalarían la “tradicional superioridad” de la infantería boliviana.
“La Expedición Mather. Traducción de un interesante Folleto”, abril de 1924.
La Revista Militar de abril de 1924 posa sus ojos en el informe de un viajero norteamericano por las selvas bolivianas. Se trata del ingeniero Kirtley F. Mather, quien realiza una expedición por los ríos del Chapare y a su retorno a Estados Unidos redacta un informe en el que cuenta sus impresiones. Los militares bolivianos que dirigen la publicación que analizamos, le agradecen por haber dejado ese testimonio escrito y lo traducen para los lectores del país. El norteamericano, cuyo “folleto” es calificado como interesante, tiene una profunda convicción de la superioridad del progreso y del atraso de los habitantes de la zona, a quienes llama “bárbaros” o “salvajes nómadas”. Su encuentro es sobre todo con los indígenas yuracarés, a los que diferencia de los sirionós por ser amistosos con el hombre blanco. “Ya tuve la ocasión de conocerlos (...) puedo decir que los encontré como unos camaradas muy agradables, dichosos y joviales en las ocasiones de dificultades y fatigas, distribuyéndose, sin ningún egoísmo, la poca caza que obteníamos (...) siempre listos para proporcionar las comodidades a los ‘caballeros”.El explorador admira además su capacidad para la caza, la pesca y la navegación. Cuando plantea canjear su ropa por la de los yuracarés, uno de ellos le advierte que prefiere dinero y queda satisfecho con unas monedas. Finalmente, Mather subraya la pobreza de la lengua de los indígenas, compuesta casi exclusivamente, dice él, de sustantivos y adjetivos. “Sama” (agua) le habría dicho uno de ellos para indicarle dónde estaba la vertiente y cuando el líquido elemento resulta abundante, basta con decir “samasama”.
Al parecer el informe fue tan importante para las FF.AA. de Bolivia, debido a que el ingeniero elogia mucho la labor del batallón de zapadores del ejército, dedicado a la construcción de caminos, sendas y puentes en la zona. Ese dato es por lo menos el que más se destaca en reseñas posteriores.
“La Misión educadora del Oficial”, teniente coronel Víctor S. Salinas, agosto de 1924.
“La misión del oficial en tiempo de paz consiste en preparar sus soldados para la guerra”. Con esa cita belicista, el Tcnl. Salinas comienza a desarrollar un enérgico artículo sobre las tareas de los uniformados con mando de tropa en Bolivia. Dos tareas les asigna como principales: la instrucción y la educación. La primera es la enseñanza específica del manejo de las armas; la segunda, la forja del carácter, la moral y la capacidad para enfrentarse a múltiples situaciones en la vida no sólo militar. Salinas aspira a contar con ciudadanos “penetrados de sus deberes” y sostiene que esta idea debe implantarse desde la escuela. “Allí se les tiene que decir a los bolivianos qué es Bolivia”, agrega.
El amor a la patria debe llegar al fanatismo, señala el autor y para convalidarlo muestra ejemplos de otros países, el primero, Prusia; más adelante, el Japón. Por todo eso, dice Salinas, resulta que esa labor educativa no se limita a la escuela, sino que se extiende a los cuarteles, más aún cuando ya existe el servicio militar obligatorio, al que el autor considera como realmente universal.
Lo interesante viene cuando Salinas clasifica a los reclutas en tres grupos: los jóvenes universitarios, los artesanos y los indios. A los primeros les admira su mejor instrucción intelectual, pero lamenta su “aversión” por el cuartel, su pedantería y suficiencia. Todo ello los convertiría en insubordinados y difíciles de someter a la disciplina. “En busca siempre de pretextos y aún simulando enfermedades, denigrantes para el hombre, tratan de rehuir por todos los medios su obligación con la Patria”, se queja.
Cuando pasa a ocuparse de los artesanos, el autor del artículo vuelca la descripción. Éstos sólo tienen conocimientos elementales de la escuela primaria, pero a cambio son entusiastas soldados, sobrios, disciplinados y resistentes. “Un tipo de soldado excelente”, añade. Lo que les falta a estos conscriptos es una educación moral, pues la mayoría actúa, dice Salinas, “por instinto”.
Ahora pasamos a lo que nos interesa más: la descripción del indio en armas. Para el autor, éste ignora todo sobre el saber humano, es analfabeto y está sometido desde hace siglos “a una cierta esclavitud de parte del blanco”. A ello se suma una aversión al cuartel, dado que este tipo de recluta “no tiene nociones de patria ni cree tener obligaciones con ella”. Por todo eso, su obediencia y disciplina serían casi inconscientes o motivadas por temor al castigo.
Una vez descritos los tres segmentos, Salinas propone una manera de encararlos de forma diferenciada. En cuanto a los universitarios, el autor propone que se les haga entender que el servicio a la patria no es ni bajo ni servil ni grosero y que, por el contrario, es una labor que dignifica y enaltece. “Él, como elemento superior de la sociedad está en la primordial obligación de dar el ejemplo en el servicio a la patria”, concluye en su amonestación a las elites.
Con respecto a los artesanos, Salinas tiene palabras de elogio, pues asegura que éstos son el “nervio del ejército” y que a ellos hay que dedicarle un mayor empeño y consideración. Los imagina como cera, que se puede moldear mediante el ejemplo, la cercanía afectuosa y la convivencia. El cuartel debe convertirse en su casa, añade dedicando sus mejores frases a estos seres intermedios, ni elites ni subalternos.
Para remediar los “problemas” detectados en la tropa india, el autor recurre al escritor indigenista Franz Tamayo, de quien toma la idea de que el servicio militar hace de ellos seres díscolos y levantiscos, y que lo más importante es formar su corazón, encaminar sus pensamientos y educarlos, antes que sólo enseñarles a manejar un fusil. Salinas no se limita a citar a Tamayo, sino que además extrae una conclusión propia: “mientras no se modifiquen las condiciones sociales del indio, la influencia del cuartel sobre él, por mucho que se esfuerce el oficial educador, será de muy poca significación”.
En esto último se vislumbra una gran lucidez. El autor dice, en otras palabras, que el ejército es incapaz de modificar la condición de semi esclavos de sus reclutas indígenas, lo cual los convierte en soldados de inferior capacidad. Es un llamado implícito a cambiar la sociedad antes que a los individuos. Pese a ello, el oficial cree que el ejército puede contribuir, aunque sea en pequeña escala, a la “regeneración de la raza indígena”, labor en la que deben comprometerse el gobierno, la sociedad y, claro está, la institución armada.
El artículo concluye con un llamado a dar un buen ejemplo a los subordinados a fin de consolidar la credibilidad en el oficial como educador de generaciones.
“Las Razas indígenas en Bolivia y su Educación en los Cuarteles”, escrito por el general Gonzalo Jauregui, en julio de 1926.
Dado su mayor complejidad y para proceder de manera sistemática, hacemos un recuento de las ideas centrales del artículo, respetando el vocabulario original del autor:
El tema que tratamos es el problema de la civilización del indio.
Fue tocado en el anterior número de la Revista Militar por el capitán Enrique Vidaurre.
Hace poco, los universitarios han abierto una campaña llamada “Gran Cruzada Nacional Pro Indio”, por la que lo quieren salvar del ejército como si éste fuera uno de los vicios más culminantes.
Hasta el momento, los universitarios no han postulado una solución al problema del indio y se han limitado a plantear “idealidades”.
En contraste con ese silencio propositivo de los universitarios, el modesto oficial de filas sigue laborando, paciente y abnegado, por el progreso de esas razas, a las que muy justamente se llama desgraciadas.
El instructor de reclutas está formando el alma nacional con sus propios recursos, iniciativas y valer personal.
Lo hace sin embargo a escala muy reducida, porque más de la mitad de la población de Bolivia pertenece a estas razas indígenas pre históricas sin origen cierto.
Los regimientos Loa y Campero registran que cada año son reclutados un 70% de indios quechuas y aymaras, un 20% de mestizos y un 10% de blancos.
Predominan sobre todo los aymaras de Curaguara de Carangas en Oruro, y de Omasuyos, Pacajes e Ingavi de La Paz.
El indio quechua sería más receloso, taimado y no siempre con la firme voluntad de hacerse guerrero.
Mucho se ha dicho sobre que nuestros rústicos pobladores son perversos y tenaces contra la civilización.
Sin embargo, quienes se ocupan de formarlos como reclutas piensa de manera distinta.
La única dificultad es el idioma, subsanada con la ayuda de los demás.
Luego se produce una transformación rápida. Llegaron hoscos, humildes, retraídos y taciturnos, luego se hacen más aptos y orgullosos de sí mismos.
Cuando reciben sus nuevas prendas, se nota en ellos un sobresalto de júbilo. Cuando se prueban los zapatos y ven el pequeño espejo de bolsillo, se les proporciona un verdadero deleite.
Las prendas que reciben son guardadas con cariño y respeto.
Es preciso sacar de todas las cualidades el mayor rendimiento posible.
Estas razas históricas encierran virtudes potenciales y grandes esperanzas.
Aymaras y quechuas han sido de evolución madura y civilizada.
Los niños aymaras y quechuas son sorprendentes por su viveza, agilidad y corrección de formas. Hay que cultivar esas cualidades.
Con la alimentación de los cuarteles se los ve lozanos y contentos.
Las facultades del indio están aniquiladas, porque come poco, duerme mal y tiene pobre habitación.
Los oficiales deben darle normas de vida.
El trato al recluta debe ser inteligente y suave a fin de que mantenga inalterable su gratitud al cuartel.
Un reglamento especial debe evitar los malos tratos.
Cada instructor debe ser un verdadero maestro, que aplique métodos suaves.
Con ello, se habrá ganado más terreno y se logrará una conquista valiosa.
No hay que separar a los conscriptos que vienen de una misma región.
En 1918, el coronel Félix Romero estableció una compañía de reclutas de Curaguara de Carangas.
En ella estaba prohibido todo castigo violento, se impuso un racionamiento abundante, un trabajo ordenado y metódico. Todo eso salía de lo común.
La instrucción se hacía en aymara y poco a poco se establecía el idioma oficial.
Fue el único año en el que el porcentaje de desertores desapareció y el rendimiento fue halagador.
Si el servicio militar durará más de un año, incluso se podría alfabetizar al soldado.
Toda enseñanza superficial debe ser rechazada de plano.
Hay conocimientos técnicos que nunca serán comprendidos y que no vale la pena transmitirlos al indio.
A los 19 años, el indio no tiene vicio alguno y todas sus facultades están en función activa.
Pero al dejar el servicio militar, en contacto con los suyos y la coca, el muchacho se pierde y su inteligencia se atrofia.
Muchos reservistas no son ni la sombra de lo que llegaron a ser en el cuartel.
Para evitar esto hay que enseñarles sobre los resultados perniciosos del uso de la coca.
Hay que seguir debatiendo el tema.
Tenemos en nuestras manos razas sin civilización, que seguramente nos darán gratas sorpresas si sabemos educarlas convenientemente con patriótica decisión e interés propio.
Es gente con poderosa atención, fácil disciplina y aptitudes guerreras especiales, afamados marchadores, ágiles e intrépidos remeros, dóciles hasta el sacrificio y como soldados tipo ejemplares.
El artículo de Jauregui tiene 42 ideas, expuestas en ese mismo orden y con esos adjetivos. ¿Cómo mira al indio el autor? A fin de realizar un abordaje sistemático se puede hablar del siguiente esquema de sentido. El discurso en cuestión tiene tres actores principales: el ejército, encarnado en sus oficiales instructores; los universitarios de la “Gran Cruzada Pro Indio” y las llamadas razas indígenas. Sus características podrían resumirse como sigue:

Militares

Son modestos oficiales de filas.
Laboran con paciencia y abnegación por el progreso de las razas indígenas.
Forman el alma nacional con sus recursos, iniciativas y valer personal.
Trabajan a escala reducida.
Deben ser maestros de trato suave y no violento.
No tiene que separar a los reclutas originarios de una misma región.
Necesita más tiempo para alfabetizar al soldado.
Si hace un trabajo metódico, entrega un racionamiento abundante y enseña al principio en aymara, no tendrá desertores.
Sólo debe enseñar lo que sea comprendido con facilidad y debe instruir sobre los resultados perniciosos del uso de la coca para obtener buenos resultados.

Indios

Tienen un problema de civilización.
Son razas desgraciadas.
El aymara acude al cuartel, el quechua es receloso y taimado, no tiene voluntad para hacerse guerrero.
Se dice que son perversos y tenaces contra la civilización. No es verdad.
Sólo tienen el problema del idioma.
En el cuartel pasan de hoscos, humildes, retraídos y taciturnos a orgullosos de sí mismos, jubilosos, deleitados, respetuosos y cariñosos con los objetos militares, lozanos y contentos.
Son razas prehistóricas sin origen cierto.
Son razas históricas que encierran grandes potenciales y esperanzas.
De niños son vivos, ágiles y correctos, hasta los 19 años no tienen vicio conocido.
Cuando vive mal, sus facultades se aniquilan. Cuando consume coca y se junta con los suyos, su inteligencia se atrofia.
Si se le dan condiciones y bien trato, los resultados son sorprendentes.
Tenemos razas sin civilización, capaces de sorprender gratamente si se las educa bien.
Sus potenciales militares demostrados son: poderosa atención, fácil disciplina, aptitudes guerreras especiales, afamados marchadores, ágiles e intrépidos remeros, dóciles hasta el sacrificio, soldados ejemplares. Son los mejores infantes del mundo después del soldado alemán.
Tiene instinto fino para el buen trato, no hay que sobre exigirlo.
Acostumbrado al hambre, al frío y a la vida mala. Se contenta con coca.
Es resistente y calmado.

Universitarios

Piden a gritos salvar al indio del ejército.
Con ello pretenden arrancarlo de uno de los vicios más culminantes.
Pero sus florecientes corazones no dan la solución final.
No dan impulso efectivo a aquellas idealidades.
“El Ejército boliviano y su Jefe de Estado Mayor”, traducido del periódico “Deutsche La Plata Zeitung” de la Argentina.
Se trata de una noticia anónima extractada del “Deutsche La Plata Zeitung” de Buenos Aires. Seguramente la fuente original es un diario alemán, editado en la capital argentina. El tono abiertamente pro alemán del texto parece confirmarlo. Sólo resumimos las ideas del segundo párrafo de la página 561, porque es el único en que se menciona el tema que nos ocupa: los indígenas y el ejército:
Como tipo, el soldado boliviano es excelente.
El indio es dócil, obediente, posee un instinto fino para comprender el buen trato y difícilmente puede sobrepujársele en los trabajos más pesados.
Puede considerársele como el mejor infante del mundo después del soldado alemán.
Es habitante del inhospitalario altiplano y está acostumbrado desde su juventud a la escasez de todo.
Por eso, es poco exigente en la alimentación, vestuario y vivienda.
En los casos de urgencia se contenta con algunas hojas de coca.
Su aptitud para las marchas es buena.
Su aptitud para disparar también.
Ello se debe a su calma, tranquilidad, resistencia física, costumbre al frío, al hambre y la vida mala.
Es aficionado al tiro y a la vida de campaña.
Cabe señalar que tras la lectura de todo el artículo, del que tomamos sólo este párrafo, se percibe un interés del autor por elogiar la gestión de Kundt al mando del ejército boliviano. El posterior desastre en el Chaco se encargaría de echar por tierra ese optimismo.
 Tras la sistematización de estos dos artículos escritos en 1926, vemos que en los hechos estamos ante dos potenciales benefactores, el ejército y la universidad, que se disputan un aparente beneficiario, las razas indígenas. Ambos quieren resolver un problema, el de “la civilización del indio”. No es otra cosa que una lucha entre quienes se sienten mejor habilitados para arrancar al aymara o al quechua de su supuesto atraso. Aquí está claro que la meta no está en debate, pues lo único que se discute son los métodos. Ambos parten de un supuesto común, aunque discrepen en las recetas.  Para Jauregui, los universitarios están inhabilitados para encarar esa labor, simplemente, porque carecen de propuesta, pero sobre todo, porque viven en un mundo de “idealidades”. En contraste con ello, los oficiales, mal o bien, ya están “civilizando” a una pequeña parte de la población aymara y quechua.  Jauregui opone las finalidades declaradas de los universitarios a los hechos tangibles llevados adelante por el ejército, es la teoría versus la práctica.
Una vez despejado el litigio en favor de quienes hacen y en contra de quienes sólo dicen, Jauregui pone en claro qué entiende por civilizar. Por los ejemplos usados, está claro que es lo más parecido a educar. Si se observa con precisión su organización del sentido, las razas indígenas son algo así como diamantes en bruto, es decir, culturas con grandes potenciales, cuyo desarrollo se encuentra trabado por diversos factores. Las FF.AA. se dan la misión de crear las condiciones para que estas razas florezcan, de manera que los oficiales son una suerte de jardineros decididos a impedir que los troncos se inclinen o se llenen de enfermedades. Las alusiones a la infancia o adolescencia de aymaras y quechuas no son nada casuales. Cuando el indio es pequeño todavía puede ser salvado, pues luego se pervierte. Estamos ante el concepto de “pueblo-niño”, tan propio del racismo paternalista prevaleciente en Bolivia.
Jauregui plantea tres obstáculos para la civilización del indígena: el idioma, la coca y la pobreza. Así, su propósito queda muy claro. Cuando el indígena hable castellano, se alimente bien y sea instruido sobre las perniciosas consecuencias del uso de la coca y, en consecuencia, no la consuma, habrá sido civilizado.
 Es interesante el uso del término “vicio”. Jauregui critica primero a los universitarios por creer que el ejército es un vicio para el indígena (“el más culminante”). Más adelante recuerda que hasta sus 19 años, el aymara o el quechua no tiene vicios, y que incluso de niño suele ser vivaz, ágil y correcto en las formas. La perdición llega cuando al salir del cuartel, vuelve a juntarse con los suyos y comienza a masticar la coca. Entonces su inteligencia “se atrofia” y ya no es “ni la sombra” de lo que fue cuando estaba bajo bandera. De forma sutil se afirma que el vicio del indígena no es el ejército, sino la coca. Paradójicamente, los apologistas de Hans Kundt, probablemente más tolerantes con una costumbre que no conocen a fondo, encuentran que masticar coca es una buena manera de “conformarse” cuando no hay comida, lo cual es, a su vez, una ventaja bélica.
Otro dato curioso es la idealización del soldado indígena en el preciso momento en que está aislado de su comunidad. Integrado al ejército se convierte en el mejor infante del mundo (después del alemán, dicen ellos), pero devuelto entre los suyos, termina como un ser pervertido. Por eso no es raro que Jauregui pida un año más de instrucción militar. En el fondo, lo que quiere es que el cambio operado en el indígena sea más duradero y completo.
“Civilizar” para el ejército de 1926 es explotar las potencialidades de unos pueblos a los que se les exige redimirse de sí mismos. No se habla de acabar con toda la cultura propia, sino de rescatar lo favorable y restringir lo que se supone es una rémora del pasado. Si vemos bien entre los rasgos del indígena “civilizado” por el servicio a la patria se encuentra el estar orgulloso de sí mismo. Lo curioso es que esa autoestima comienza cuando se despoja de su ser cultural, es decir, cuando empieza a ser ese otro, lozano, contento, deleitado, contento, jubiloso y cariñoso, que quieren educar los oficiales.
También es interesante el uso contradictorio del concepto “historia”. En el mismo artículo se tropieza tres veces con ello. Se llama a aymaras y quechuas pueblos “prehistóricos sin origen cierto”, luego se les reconoce una “evolución madura y civilizada”, pero más tarde se dice que carecen de historia y civilización. Esas ambivalencias hacen patente la personalidad contradictoria de un proyecto de nación que acepta su pasado, pero sólo a medias. Por un lado se sabe que las sociedades pre colombinas alcanzaron un notable desarrollo, pero al mismo tiempo se piensa que esas estructuras, antes gloriosas, serían hoy la principal causa del atraso boliviano. Es decir, se admite y se niega al mismo tiempo el carácter civilizador de lo andino. Esa es la actitud ambivalente de un ejército atrapado entre la cultura comunitaria de sus reclutas y las visiones europeas de sus asesores alemanes.
 En este sentido, la contradicción es muy sugestiva. El papel bélico del ejército presiona para formar una tropa estoica y moderna. El imperativo estratégico exige un tipo de soldado capaz de enfrentar los más duros sacrificios físicos. La guerra de ese tiempo todavía no se ordenaba por computadora. Resulta que para esos fines, el indígena sí ha nacido para combatir y lo que correspondía no sólo era elogiarlo, sino además proporcionarle un buen trato y hasta considerar con tolerancia el hecho de que llegue hablando en otro idioma. Esa es la pulsión modernizadora del discurso, la que admite al otro e incluso lo coloca como ejemplo a seguir. Si vemos bien, esta fuerza intradiscursiva es la específicamente militar.
Sin embargo, por otro lado, emergen las contradicciones de la sociedad colonial, que también prohíja al discurso. Si se le reconoce al indígena el estatuto de soldado ejemplar, apenas inferior al alemán, se está corriendo el riesgo de exaltar demasiado a un cultura, que además de oprimida y mayoritaria, tiene tradición rebelde. En ese momento las palabras echan marcha atrás y brotan las contradicciones. A partir de ese temor, los dispositivos del poder aparecen con todo su rigor racista y discriminatorio, y engendran la idea de que cuando el indio traspone las puertas del cuartel tras un año de instrucción redentora, se pervierte y entrega a la coca. En este caso, la hoja medicinal y ritual encarna por sí sola toda la cultura andina. Su desaparición marca la diferencia entre un indio bueno y otro malo, entre el segundo infante del mundo y un ser de inteligencia atrofiada. Otra vez la idea del “pueblo-niño”, incapaz de madurar por sí solo, obligado a tener un tutor permanente.
La comparación entre ambos textos ilustra muy bien esta conclusión. La única gran diferencia entre el artículo de Jauregui y el párrafo de los alemanes es justamente la valoración de la coca.  Para los amigos de Kundt, ésta es un aliado militar, para Jauregui, la perdición del indio. Tal discrepancia quizás obedezca a que mientras para uno sólo prevalece la razón bélica, para el otro también entra en consideración la razón colonial preñada de fronteras internas.
No hay vuelta que darle. Kundt contaba los cañones, los 8 mil hombres del ejército o la cantidad apropiada de aviones para combatir eventualmente con chilenos o paraguayos; Jauregui, en cambio, miraba también la historia doméstica, la necesidad de borrar las supuestas “perversiones” de nuestras culturas, los desgarramientos internos de esta sociedad, y esa búsqueda desbocada por un progreso que parece reservarle una tumba a cualquier saber auténtico que llegue del pasado pre colonial. De acuerdo a la visión del ejército, los únicos saberes válidos provienen de la misión militar que lo asesora. De su lado, la tropa sólo aportaría con su capacidad para enfrentar las privaciones de una vida mala. Si se miran las cosas descarnadamente, en un ejército como el planteado por estos generales, los alemanes dan la técnica, mientras los soldados bolivianos aportan con un formidable parecido a unos esclavos combatientes, en este caso, invencibles, siempre y cuando se alejen de las coordenadas de su cultura.

CONCLUSIONES

Por todo lo analizado hasta aquí, podríamos arribar a las siguientes conclusiones:
La persistencia y hasta popularidad del ejército boliviano, a pesar de sus constantes derrotas militares en la historia, se debe a que le ofrece al mundo indígena una posibilidad (aunque ilusoria, creíble) de incorporación a un tipo de ciudadanía, percibida como modernidad marcial e idealizada.
Como consecuencia de ello, el mundo indígena percibe su participación en el ejército como el cumplimiento de un código de honor, que lo habilita para cumplir roles colectivos de importancia. Los indígenas bolivianos sienten orgullo de haber pasado por el cuartel y critican con dureza a quienes no lo hacen, porque los consideran carentes de patriotismo.
Esta articulación tan íntima entre el mundo indígena y el autoritarismo “civilizador” de los cuarteles tiene larga data. Nació en el periodo liberal de principios de siglo y se afianzó tras la insurrección de 1952.
Desde principios de siglo, el ejército fue la primera institución pre revolucionaria que acogió masivamente a los indígenas en sus filas. Por eso se planteó precozmente la tarea “civilizadora” que en algún momento se atribuyó la iglesia colonial y más tarde pasó a manos de la escuela. En ese sentido, es la primera en aplicar las ideas positivistas en el terreno de la realidad.
Por esto último, el ejército entró en tibia contradicción inicial con los propietarios de latifundios y empresas mineras, que se negaban a “entregar” a sus “pongos” y “obreros” al servicio militar. Sobre todo en quienes cumplían tareas de reclutamiento se percibe un rechazo a esta actitud que denuncia la existencia de una realidad colonial co existente con un deseo por construir un ejército moderno al que se integren todos los ciudadanos sin distinciones de clase o etnia. Decimos que la confrontación es tibia, porque son los mismos militares quienes proponen medidas transaccionales para evitar pérdidas económicas a las haciendas y así conciliar los intereses terratenientes con los del ejército. El choque tipifica con claridad la situación de la época en la que el poder de los cuerpos de intereses aparecía como un obstáculo para construir un espíritu nacional que los subordine a todos.
Dentro del ejército brota un rechazo explícito, aunque indulgente, a las elites que no envían a sus hijos a los cuarteles por el mal ejemplo que esto significa para los demás sectores sociales. El reproche se hace público en varias ocasiones y tiene el carácter de una amonestación verbal que sin embargo no parece alcanzar oídos receptivos.
También surge en algunos oficiales la idea de que sólo la transformación de las condiciones sociales del indio producirá buenos reclutas provenientes de ese segmento social. Las citas extraídas del indigenista Franz Tamayo en la Revista Militar muestran la incorporación gradual del horizonte nacionalista en las mentes de los militares. Esto se percibe cuando se observa que el ejército comienza a considerarse a sí mismo como un espacio de “redención” de los peones de hacienda en contraste con la arbitrariedad de los patrones. De hecho, muchos de los que son reclutados, ya no regresan a la hacienda.
Para los militares, en la década de los 20, la palabra “civilizar” equivalía a educar, o más exactamente, a corregir las “perversiones” de las culturas indias. A tiempo de rescatar los valores aymaras y quechuas aptos para la guerra como el sacrificio y la resistencia física, se deploraban hábitos como el consumo de la hoja de coca.
En general, se percibe dentro de las FF.AA. un vago conocimiento sobre las culturas indígenas del oriente, espacio territorial al que se observa más bien como geografía salvaje y hostil. Es por ello que se acepta con admiración la visión pseudo-antropológica de un ingeniero norteamericano que pasa por la selva para hacer un estudio. De manera tangencial se propone también la militarización de los indígenas chiriguanos.
En la década del 20, la oficialidad del ejército boliviano vivía bajo fuego cruzado. Por un lado, sus asesores alemanes le exigían someterse a los moldes prusianos, pero por el otro, tenía como materia prima para ello a una masa de reclutas indígenas con valores distintos. En su deseo de conciliar ambas presiones, construyó un discurso ambivalente, que por un lado exaltaba la grandeza del indio, pero por otro lado lo denigraba al colocarlo fuera del ejército y en su comunidad.
A principios de siglo, el ejército asumió para sí la labor “redentora” del indígena, emprendida al principio por el clero.Los parámetros de su discurso calaron tan hondo en el mundo indígena que ni siquiera la Revolución del 52 fue capaz de eliminar los uniformes. Por lo tanto, ese discurso “civilizatorio” es ahora, junto al de la escuela, uno de los más claros responsables de las profundas mutaciones culturales que se viven en el cuerpo social de Los Andes, y por ello merece ser investigado con más profundidad.
El análisis respalda la hipótesis de Silvia Rivera con relación a la co existencia de varios horizontes históricos en Bolivia, que más que superarse, se complementan y yuxtaponen. El pensamiento militar de los años 20 acerca de la “cuestión del indio” está tejido de varias hebras coloniales, liberales y nacionalistas. Aunque se plantea con claridad la “inferioridad” del aymara o el quechua, se plantea al mismo tiempo su regeneración mediante la extirpación de algunas de sus costumbres y sobre todo, a través del aporte disciplinario del ejército. A pesar de que a momentos se enfatiza en las ideas social-darwinistas que atribuyen al indígena una condición natural o genética inferior, se insiste en la posibilidad de rehabilitar a la raza y extraer de ella sus elementos vitales y progresivos, muy apropiados para las guerras. En ese sentido, las FF.AA. leen los distintos horizontes desde la talla de sus intereses corporativos y profesionales y hacen un desciframiento castrense de la realidad social.

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