SOBRE LA VIDA DE LOS NEGROS EN POTOSÍ (BOLIVIA)

Fuente: ESCLAVOS NEGROS EN BOLIVIA. De: Alberto Crespo R. 1977. // Foto: Potosí, principios de siglo XX.

Estuvo el esclavo africano presente en el Nuevo Mundo desde el comienzo de la conquista y siguió viniendo de manera ininterrumpida por más de tres siglos. A pocos años de iniciada la explotación de las minas del cerro de Potosí, habría existido ya una no insignificante población negra arraigada en la Villa Imperial. Arzáns relata que en 1557, es decir trece años después del descubrimiento de la existencia de la plata, a consecuencia de haberse levantado después de una nevada que duró ocho días "un viento tan delgado y penetrante" y por la escasa protección que ofrecían entonces las viviendas, perecieron 14 españoles y 18 negros esclavos.
Arzáns compartía de un juicio muy difundido en su época, cuando en una de las páginas de su Historia de la Villa Imperial de Potosí decía, breve pero expresivamente, que los de la Casa de Moneda "son negros perversísimos". Allí trabajaban en las hornazas como fundidores de plata y acuñadores de moneda en un número reducido, pero bajo un sistema de reclusión severa, tanto para evitar que al salir de la Casa pudieran sacar consigo cantidades de metal, como para librar a la Villa de los desmanes que cometían una vez sueltos en las calles. Ya en 1649, Fabián Velarde de Santillana, teniente general de corregidor, emitió una orden en la que reconociendo que “los negros alborotan la villa por pendencias que tienen con otros negros y negras con quienes tratan, de lo cual resulta gran escándalo y alboroto”, prohibía que salieran de la Casa ni siquiera los domingos y fiestas de guardar, bajo la pena de doscientos azotes.
Viviendo en condiciones de tan extrema reclusión, doblemente esclavizados, la vida de los negros presos en la Casa transcurría dentro de un triángulo cuyos vértices eran el robo, la pendencia y la evasión.
Para sustraer y sacar porciones de plata, no era indispensable que los esclavos salieran de la casa. En 1645 se descubrió que las esclavas negras de la Villa que ingresaban para proveerse de agua en la pila de la Casa, eran las que recibían la plata en los breves encuentros que tenían en ese lugar con los trabajadores negros. Esa comprobación indujo a las autoridades a prohibir el ingreso de negras e indias, salvo los días de fiesta, en los cuales seguramente la vigilancia alrededor de la pila era reforzada. Si ese camino para el robo pacífico les fue cortado, pronto adoptaron otro, más radical y violento porque estaba unido al de la fuga. En 1667 se denunció ante las autoridades de la Villa la huida de seis negros de la hornaza de Juan Bautista Rodríguez después de efectuar una considerable sustracción de plata. En el curso de las averiguaciones, los negros que no siguieron a los demás en la evasión, declararon que no pudieron hacer nada para impedir la fuga, porque los seis del grupo se impusieron con armas a sus compañeros y así pudieron hacer un forrado en el techo de la hornaza, por donde escaparon.
Los casos de robo debieron ser innumerables y corrientes, como en cualquier grupo o colectividad. Lo que tal vez sea significativa es señalar las sanciones a que eran sometidos los esclavos. Una vez, en 1649, el propio presidente de la Audiencia de La Plata y Visitador del distrito, Francisco Nestares Marín condujo las averiguaciones por la sustracción de tres partidas de plata que habían sido entregadas para su labrado a Juan Hidalgo de Tena, un capataz de la Casa, y que alcanzaban a 450 marcos. Año 1657. Un grupo de seis negros de la hornaza del capitán Diego Moro, bajo amenazas y machete en mano, en altas horas de la noche, redujeron a sus compañeros que se negaron a seguirles en la aventura y haciendo una escalera de dos palos alcanzaron la tronera, por donde se descolgaron a la calle llamada de los Zapateros. Como no era cosa de irse con las manos vacías, los fugitivos llevaron consigo 234 marcos. Pocos días después, Antonio de la Cruz, el cabecilla de la evasión, fue hallado por las autoridades y sometido a tormento para que confesase el paradero de la plata.
No había atenuante que valiera para el esclavo. Así sucedió un día de 1673, cuando unos negros seguidos de varios mulatos y un indio fugaron de la hornaza administrada por Antonio de Zuaza y ganaron las calles de la Villa. Una vez capturados, después de sumarias diligencias judiciales, se estableció que los malos tratos y el régimen de hambre que el amo imponía a sus esclavos habían sido los motivos de la huida. Sin embargo, Francisco de Bolívar, alcalde de la Casa, expidió auto de condena para que a cada uno de los miembros del grupo se le aplicara cincuenta azotes, a pesar de que la investigación puso en claro que no llevaron consigo ninguna porción de la plata que tenían a su alcance.
Dentro de ese submundo, los esclavos imponían sus propias leyes, ya fuera contra sus amos o contra quien traicionara la solidaridad del grupo. En otra anterior oportunidad los negros de la hornaza del mismo Zuaza, en revancha de vejámenes y malos tratos, cercaron al encargado de su vigilancia, el capitán Diego Moro, y le dieron muerte, sin que hubieran alcanzado a impedir la acción los “gritos y voces” que profiriera el indio Francisco Paititi apelando a los guardianes. El principal culpable de esa muerte, un mulato conocido con el nombre de Luis, fue ahorcado casi de inmediato, pero el grupo no olvidó la traición de Paititi y en la primera oportunidad que se le presentó, armado de piedras y cuchillos, intentó en castigo quitarle la vida. Los guardias se interpusieron entre los agresores y el infidente y el mismo día el alcalde Francisco Bolívar condenó a cuatro negros culpables a la pena de cien azotes, que se les aplicó, desnudos de la cintura para arriba, en la plaza pública de Potosí.
Las reyertas y peleas se producían generalmente entre negros e indios, aunque no se sabe la condición en que estos últimos trabajaban en las hornazas. Las pendencias derivaban con frecuencia en heridas y muertes y para evitar el contacto entre esos grupos, en 1691 el gobernador de la Casa dispuso que en lo sucesivo salieran al mismo tiempo al patio sólo las facciones que no tenían enconos recíprocos. Este hecho revelaría, además, que durante toda la semana los trabajadores permanecían recluidos en las hornazas, ya que esas salidas tenían lugar únicamente los días domingo y los de precepto religioso.
Sin insistir en el hecho de que toda la vida de los esclavos estaba condicionada por la violencia de ese sistema, en el trato a que se hallaban sujetos participaba muy escasamente la consideración y menos la benevolencia. La situación se agudizaba sin duda cuando el esclavo era empleado directamente en actividades reproductivas, como las de una hornaza o un cocal. En tales casos no llegaba a producirse el acercamiento humano propio de la esclavitud de tipo doméstico, la cual a través de una aproximación continua llegaba a crear algún vínculo entre amo y esclavo. Además, el esclavo destinado a una hornaza no vivía bajo el dominio del dueño, sino sujeto a la férula de un administrador o un capataz, sólo atento a obtener un rendimiento que satisfaciera al amo. Por eso, cuando un tal Juan de Santamaría, portero de la Casa, “sin causa ni ocasión” dio cinco puñaladas a un esclavo, el gobernador castigó al ofensor con unos pocos días de prisión dentro de una hornaza.
Como sujeto pintoresco, con apariencia cargada de exotismo, como extraño elemento decorativo en medio de conjuntos racialmente distintos, el negro fue siempre usado como un ingrediente de color y vistosidad en ceremonias y desfiles. Un caso. Cuando el capitán de “caballos y corazas” Pedro Luis Enríquez, después de haber sido corregidor de La Paz entre los años 1674 y 1678 (25) fue trasladado a Potosí con igual cargo e hizo su ingreso en la Villa, en la comitiva que desde los extramuros le acompañó por las calles hasta el centro de la población “iban primero los negros atabaleros con ricas gualdrapas, y tras ellos muchos clarines, cajas, trompetas y chirimías” (26). Nunca llegó a ser cancelada esa función de los negros. A fines de la colonia, el gobernador-intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz, tenía en el cuerpo ceremonial de su casa “diez negros jóvenes vestidos de rigurosa etiqueta, centro blanco, calzón corto, medias con hebillas y amplia casaca color de grana”.

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