Por: Wilmer Urrelo. // Foto: Las tres mujeres
sospechosas del asesinato de José Manuel Pando.
¿Dónde tomaron esta fotografía? ¿En qué lugar? ¿Cuándo retrataron a estas tres
mujeres acusadas de complicidad en el asesinato de un ex presidente de la
República? ¿En qué lugar fue? ¿En qué momento del largo juicio de diez años?
¿Qué pensaban ellas en ese momento? ¿Por qué el enojo en los rostros? ¿Por qué
la mirada de una de ellas evita al hoy anónimo fotógrafo? ¿Qué significó en
Bolivia llamarse por los años veinte de la década pasada Rosa Ascarrunz de
Villegas? ¿Cuánto pesó el llevar por nombre Dolores Jáuregui? Al fin y al cabo,
¿valió la pena ser Tomasa de Villegas?
Pero sobre todo: ¿por qué todo el mundo se olvidó de estas tres mujeres?
Pero más que nada: ¿quiénes y por qué las hicieron invisibles?
TODA ESTA HISTORIA EMPEZÓ CON UN CADÁVER EN EL KENKO
En la historia de las mujeres invisibles el hombre muerto se llamaba José
Manuel Pando. Fue militar de profesión. Nació el 27 de diciembre de 1848 en el
cantón Luribay. Huérfano de padre. Ingresó al mundo de las armas integrándose a
un grupo que intentaba dar un contragolpe de Estado. Combatió en la guerra del
Acre (1899-1903). Llegó a general y a presidente de la República. Gobernó desde
1899 hasta 1904. Pocos días después de su deceso alguien le atribuyó los
siguientes versos juveniles: «Yo he respirado de la patria el aire /
Vivificante y puro / Las auras que con mágico donaire / En medio de las flores
jugueteaban / Mil veces han rizado / Con soplo perfumado / Cariñosas mi negra
cabellera». La gente lo quería. Como todo tiene un fin, Pando se retiró de la
política. Estuvo un buen tiempo lejos de todo, viviendo, romántico, en el
campo.
El 14 de junio de 1917, sin embargo, salió de Luribay rumbo a la ciudad de La
Paz. Lo hizo a caballo. Un caballo blanco. El famoso caballo blanco. Como
militar antiguo lo prefirió antes que transportarse en tren. Algunas voces bien
intencionadas dijeron que iba a una boda de la cual era padrino. Otras voces
maliciosas dijeron que iba a reintegrarse a la vida política, en concreto a las
filas del Partido Republicano. En concreto a hacerle la vida a cuadritos al
Partido Liberal, el cual estaba en el poder en ese momento. El punto es el
siguiente: jamás llegó a La Paz. El 19 de junio un campesino llamado Francisco
Quispe halló un caballo blanco deambulando por la zona del Cementerio. El
periódico El Tiempo de 20 de junio de 1917 titulaba esta noticia de la
siguiente forma: «¿Crimen?», y luego agregaba: «…por lo pronto no se ha podido
averiguar quién es el dueño de este caballo. La montura tiene las iniciales
J.P.»
J.P. Dos letras. Y gracias a ellas la policía de seguridad identificó al
animal. El caballo pertenecía a José Manuel Pando. Los hijos, que vivían en La
Paz, denunciaron que su padre nunca había arribado a la ciudad. Ellos también
identificaron al caballo. Se crearon varias brigadas y lo buscaron por todos
lados. Iba a la cabeza el intendente de la policía de seguridad, don Emilio
Zalles. Al fin lo hallaron muerto en una quebrada. Quien lo vio primero fue el
agente Ricardo Cárdenas. Imaginen al agente Ricardo Cárdenas viendo hacia
abajo, hacia el fondo de la quebrada: el cadáver de J.P. clavado de cabeza, tan
sólo visibles las suelas de sus botas. De entrada se habló de un accidente
fatal. Que el caballo blanco lo tiró a la quebrada o que el general, por la
avanzada hora y la oscuridad, confundió el camino, desmontó, se acercó y cayó.
Después vinieron las enormes honras fúnebres y los sentimientos de pésame. J.P.
estaba muerto. Sin embargo, días más tarde empezó a tejerse la gran mentira.
Una mentira para utilizar la muerte de J.P. Una mentira urdida desde el Partido
Republicano y desde el periódico La Razón, el órgano de prensa a su servicio.
Una mentira contra el Partido Liberal. La hipótesis del crimen empezó a
urdirse. La maquinaria para derrocar al presidente electo, Dr. José Gutiérrez
Guerra, se había echado a andar. Dijeron que era un crimen político planeado
por el Partido Liberal ante el peligro de la presencia de J.P. en la ciudad de
La Paz. Tan sólo dos letras: J.P., y detrás de ambas una enorme tragedia
familiar.
« JAMÁS REGRESARÉ A BOLIVIA, TIERRA DONDE SOLAMENTE COMO PLANTAS EXÓTICAS SE
ENCUENTRAN POCAS ALMAS NOBLES »
Pues ya lo saben: dos letras y una tragedia familiar. Para poder comprender la
suerte de las tres mujeres invisibles de las que hablaré, antes que nada es
necesario entender cómo estaba configurado el clima político en Bolivia durante
los primeros años de la década de 1900 y también es importante conocer quiénes
eran los extraños personajes de esa vida. Comencemos por lo primero:
El fin del siglo XIX y el comienzo del XX fue un período de grandes cambios
para Bolivia, no solamente en la esfera política sino, aún más importante, en
la económica. A fines de la década de 1890 la minería de la plata había
declinado notablemente y su lugar prominente en la economía boliviana fue
ocupado por el estaño […] muy rápidamente Bolivia se convirtió en uno de los
principales productores de este metal en el mundo… (H.S. Klein, Orígenes de la
Revolución Nacional boliviana, La Paz-Bolivia, Editorial Juventud, 1995)
De forma irremediable esta nueva era económica trajo consigo, también, cambios
en la escena política del país. Una persona clave de este decisivo paso en la
historia boliviana fue Simón I. Patiño.
En su momento, Patiño llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo. Su
riqueza provenía de un golpe de suerte, como pasa casi siempre en estos casos.
Nació en Cochabamba, uno de los nueve departamentos que componen Bolivia.
Siendo muy joven fue contratado como empleado en una tienda. De allí dio el
salto decisivo al ámbito de la minería, primero en la Compañía Minera Huanchaca
y luego a otra dedicada a rescatar minerales. Patiño era un hombre impaciente,
ambicioso, y por lo tanto esperaba algo más. Un golpe de suerte. Corría 1896 y
ese golpe se hizo realidad al hallar una mina escasamente explotada. La trabajó
junto a su esposa y algunos indios empleados suyos. Y de esa forma La Salvadora,
como fue bautizada la mina de estaño, lo convirtió casi de la noche a la mañana
en uno de los hombres más ricos del mundo.
A Patiño y a otros hombres como él vinculados a la explotación del estaño nunca
les interesó una participación activa en la política boliviana, sin embargo
tenían la necesidad de estar presentes, tenían la necesidad de contar con una
base sólida para poder desarrollar sus negocios sin obstáculos. Una práctica
que ya se había normalizado a lo largo de la historia boliviana. Y esa base
sólida tenía que traducirse, de manera forzosa, en una presencia en el ámbito
político boliviano.
En Bolivia los liberales llegaron al poder luego de la guerra civil
(1898-1899). Comenzaba así un periodo considerablemente largo, de casi veinte
años, de estar al mando del Estado boliviano. El hombre clave de ese veinteno
fue Ismael Montes. Montes, nacido en 1861 y fallecido en 1933, fue una figura
cuya importancia creció gracias a sus dos presidencias (primero de 1904 a 1909
y después de 1913 a 1917).
En el último período presidencial de Montes se vio el comienzo del fin de la
hegemonía del Partido Liberal. Se vivían los últimos años del predominio
liberal en la política boliviana, que llegaría a su término con la
equívocamente llamada «Revolución Republicana» del 12 julio de 1920. Pero
antes, todavía tocó a los liberales ganar una elección más, y por mayoría
absoluta (el sufragio distaba de ser universal: ni mujeres ni indígenas
votaban). En esta oportunidad la presidencia de la República recayó en manos del
doctor José Gutiérrez Guerra. El periodista e historiador Robert Brockman dice
de él lo siguiente: «Proveniente de una familia aristocrática, durante toda su
vida añoraría su infancia transcurrida en Inglaterra. De allí provenía su gusto
por la lectura, tan habitual como se lo permitía la distancia, de The Times y
la revista Punch». A Gutiérrez Guerra no le interesaba la política, estuvo ahí
o más bien optó por ser candidato a la presidencia de la República a pedido
expreso de Montes. El final político y económico de Gutiérrez Guerra fue
trágico, pues luego del golpe republicano del 12 de julio de 1920, y después de
salir exiliado rumbo a los EE.UU., vino su ruina en esos dos ámbitos (antes era
un hombre millonario). Escribe el ex presidente desde el exilio en una carta a
un amigo suyo, en diciembre de 1923, desde Nueva York: «[…] te digo que tengo
el propósito inquebrantable de volver a triunfar en la vida: haré fortuna y
pagaré a los acreedores de mi casa bancaria, pero jamás regresaré a Bolivia,
tierra donde solamente como plantas exóticas se encuentran pocas almas nobles».
La última ficha de esta suerte de rompecabezas de la política boliviana, y
realmente la clave de la tragedia de las tres mujeres invisibles, fue Bautista
Saavedra.
Saavedra nació en Sorata en 1869 y falleció en Santiago de Chile en 1939.
Cómico: su nombre completo era Rosa Bautista Saavedra. Estudió abogacía. Fue
profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Mayor
de San Andrés. Escribió una monografía muy notable titulada El ayllu (Gisbert y
Cía, 1955). Dice de él Tristán Marof: «Su pasión es discutir, convencer de lo
que él cree es una verdad irrebatible […] Cuando sale a la calle siempre llama
a un partidario suyo, al cual le habla horas y horas que es preciso derrocar al
montismo [al presidente Ismael Montes], de que el presidente es un pillo y de
que no hay ninguna salvación para el país si no triunfa el partido de oposición
[es decir, el Partido Republicano]»4. Luego fundó, en 1915 y en contra de la hegemonía
del presidente liberal Ismael Montes, la Unión Republicana, que luego pasaría a
llamarse Partido Republicano. Probablemente por esos años había comenzado ya su
obsesión por llegar a la presidencia del país y derrocar al liberalismo. Cuando
hallaron el cadáver de J.P. en la quebrada del Kenko, Saavedra empezó a
publicar en el periódico La Razón, bajo el seudónimo de XX, algunos argumentos
que iban en contra de la teoría del desbarrancamiento y que apoyaban más bien
la hipótesis del crimen político. Y en el esfuerzo por insertar esta hipótesis
en la agenda de la discusión nacional, Saavedra efectuó un acto magistral para
que el caso de J.P. se convierta en un crimen político. Según el libro de
Mariano Baptista Gumucio «[Saavedra] …buscó al doctor Gavino Villanueva, autor,
con un grupo de colegas, de la primera autopsia del cadáver de Pando, en la que
se sostenía que la muerte se produjo por el desbarrancamiento […]. Saavedra le
sugirió que debía cambiar su opinión, y cuando el juez ordenó una segunda autopsia,
Villanueva y el mismo grupo de galenos varió el informe, alegando 'que la
muerte del Gral. Pando es el resultado de un crimen' ».
Sí, así se elevó un escalón importante para la llegada del republicanismo al
poder: echando la culpa de la muerte de J.P. a los liberales y, en concreto, al
presidente electo José Gutiérrez Guerra. Al fin, el 12 de julio de 1920,
Saavedra y el republicanismo protagonizaron el golpe de Estado en contra de
Gutiérrez Guerra y un tiempo después, luego de la llamada Convención Nacional,
llegaría a la presidencia de la República.
Este fue, entonces, el complicado contexto político en el que se desarrolló el
llamado caso Pando. Un contexto político, sin embargo, que es necesario conocer
para intentar entender la invisibilidad al que fueron sometidas Dolores, Rosa y
Tomasa: de acá en adelante nadie las vería.
Serían invisibles.
Jamás pasarían a la Historia.
LA VERSIÓN OFICIAL DE LA MUERTE DE J.P.
15 de junio de 1917: J.P. arriba al Kenko. Según la sentencia redactada por el
juez Benedicto Tamayo este lugar «está situado a trece kilómetros de esta
ciudad [La Paz], sobre una altura de 4,005 metros sobre el nivel del mar; allí
había 10 ó 12 habitantes, en su mayoría indígenas…». J.P., «jadeante de
cansancio», llega a este poblado. En ese instante es interceptado por los
hermanos Jáuregui y por su tío, Néstor Villegas. Éstos serían los acusados
principales del supuesto crimen. Más tarde se uniría a ellos Simón Choque,
telefonista de la llamada «casa de calamina», un puesto de comunicación
perteneciente a la empresa de ferrocarriles cercana al lugar del crimen. La
cosa es que Juan y Alfredo supuestamente cruzan un par de palabras y lo invitan
luego a pasar a la tienda de Dolores (madre de ambos). J.P. accede. Total:
conoce a Juan, cuyo primogénito fue bautizado por Ramón Pando, su hijo. J.P.
bebe un vaso de cerveza y luego se dirige hacia la cocina de la casa, donde
Dolores «preparaba la comida frugal de costumbre». Leemos en parte de la
segunda autopsia practicada al cadáver de J.P.: «Estómago: un tanto dilatado y
conteniendo sustancias alimenticias blandas en forma de papillas escasas,
mezclada con trocitos de uno a dos centímetros de papa; no se encuentra ningún
otro alimento». Y cuando está a punto de marcharse, ya con el pie en el estribo
de la montura del caballo, «se le descargó un golpe certero de palo con el que
se desplomó inmediatamente al suelo».
Podemos imaginarlo: J.P., aturdido aún por el golpe, desenfunda su revólver y
practica un disparo. La bala hiere a uno de los hermanos Jáuregui (a Juan).
Eso, sin embargo, dice el juez Tamayo, no fue defensa suficiente porque
lograron dominarlo, lo maniataron y lo llevaron así hasta la casa de Villegas (en
esta parte, las manos de las mujeres invisibles habrían pecado de complicidad,
pues estaban presentes en ese momento). Una vez ahí, sostiene la sentencia del
juez Tamayo, J.P. es torturado. Villegas y los Jáuregui actuaron de la
siguiente manera, siempre según la versión oficial de los hechos: « […] los
malhechores bebían alcohol e, indolentes a los quejidos que lanzaba el
moribundo, hacían su fiesta macabra». Al parecer mantuvieron vivo a J.P. porque
esperaban un monto de dinero y una vez que se hizo ese pago terminaron con su
vida. Dice Tamayo: « […] la noche de ese martes condujeron los restos [de J.P.]
al barranco, donde fue colocado».
El juicio duró diez años. Según el artículo 56 del Código Penal de la época los
cuatro procesados merecían la pena de muerte. Y fue así. Condenados los cuatro,
el código también preveía que no podían ser muertos todos. Así que optaron por
realizar un sorteo. «El bolillo siniestro», así fue calificado por la prensa.
Éste consistió en colocar cuatro bolillos (tres blancos y uno negro) dentro de
una caja. Aquel condenado que sacara el bolillo negro sería fusilado, mientras
que los otros cumplirían la sentencia de diez años de prisión (ya efectuados) y
otros diez de destierro. El sorteo se llevó a cabo en medio de un aparatoso
ritual, por decir lo menos. El bolillo negro lo extrajo el más joven de los
condenados: Alfredo Jáuregui tenía 26 años de edad (había ingresado a la cárcel
con tan sólo 16). Fue fusilado unos días después. El Diario del 5 de noviembre
de 1927 transcribía las últimas declaraciones de Alfredo antes de ser fusilado:
«Que me maten de una vez, que me den un tiro […] El que me dé el tiro […], ese
Judas para quien es mi eterna maldición, maldición que como aceite ha de
extenderse para siempre».
Este hecho fue registrado de forma minuciosa por la prensa de la época. Incluso
llegaron a filmarse dos películas: La sombría tragedia del Kenko (dirigida por
el antropólogo Arthur Posnansky) y El bolillo fatal o El emblema de la muerte
de Luis del Castillo. Ambas se estrenaron en diciembre de 1927 y luego de esa
fecha prácticamente desaparecieron. Se habló de censura. De hecho, el periódico
El País calificaba de la siguiente manera La sombría tragedia del Kenko en su
edición del 28 de diciembre de 1927: «Las autoridades deben impedir, con todo,
que sea exhibida [la película] fuera de la república. Hay muchas razones para
ello, siendo la principal, que exhibe una serie de miserias que nos darían poco
beneficio [a Bolivia]».
Esa fue la línea que se siguió por parte de las autoridades de ahí en adelante,
pues ambas películas desaparecieron. Sólo hace poco, en 2012, 85 años después
del fusilamiento, apareció una de ellas: El bolillo fatal o El emblema de la
muerte de Luis del Castillo. Todo este tiempo esta película estuvo en los
almacenes del viejo cine Bolívar, el cual al cerrar hace unos años atrás, donó
su material a la Cinemateca Boliviana. Y ahí ocurrió el descubrimiento. Esta
institución logró ya restaurarla por completo.
« DESDE EL CIELO HE DE ECHAR MALDICIONES A LOS JUDAS » : LA VERSIÓN DE LOS
PROCESADOS
Corría 1978 y la Biblioteca Popular Última Hora publicaba el libro Vida y
muerte de Pando, del escritor Ramón Salinas Mariaca. Esta biografía lanza un
dato primordial, diríase clave, para la historia que ahora nos incumbe: la
verdadera causa de la muerte de J.P.
Si bien es cierto que, ya muy avanzado el siglo XX, la muerte de Pando y el
posterior fusilamiento de Alfredo Jáuregui, eran simplemente Historia (es
decir, no le interesaba a casi nadie), la gente que conocía el tema de alguna u
otra manera tenía una opinión al respecto: que J.P. no había sido asesinado y
que el fusilamiento de Alfredo Jáuregui era una injusticia.
En su papel de biógrafo, Salinas Mariaca narra el encuentro con uno de los
principales procesados de este caso: Néstor Villegas, el tío de los hermanos
Jáuregui. Villegas obviamente era ya un anciano. Ya no era aquella persona de
1927, aquella que se libró de la muerte al elegir el bolillo blanco, aquella
que declaraba al periódico La Razón el 25 de octubre de ese año, minutos antes
del sorteo: «Tengo dos hijos y la suerte de ellos es lo único que me preocupa
en este momento». Dice Ramón Salinas Mariaca:
Como propietario de una casita en las inmediaciones de Achocalla,
frecuentemente hacía el trayecto de la ciudad a mi casa de campo, en una
camioneta que conservé varios años […] había una casa medio derruida con una
pequeña huerta, en la que vivía Néstor Villegas, protagonista del proceso Pando
[…] un día […] pasaba por la casa de Villegas cuando un muchacho me salió al
paso y me dijo que [Villegas] quería hablar con urgencia conmigo y que se
encontraba enfermo en cama […] entré a una casa vieja donde el muchacho me
abrió una puerta destartalada […] donde encontré a un anciano tendido en una
miserable cama…
En el relato, sin duda, la tensión está presente. Todo el mundo que lee el
libro sabe ante qué personaje se encuentra el autor. Más de cincuenta años han
pasado desde aquel fatídico 1917. La mayor parte de los protagonistas (los
acusados, las mujeres invisibles, los fiscales y los jueces seguro están
muertos) y la verdad está a punto de revelarse.
Apenas entré me saludó […] el anciano habló de esta manera: “Antes de morir
doctorcito he querido confesarme con usted […], lo he hecho llamar para
confesarle que nosotros, los cuatro sentenciados en el proceso, no hemos matado
al general Pando, sólo el destino y los políticos nos han puesto en esta
brecha”.
Más adelante surgen los fantasmas de 1917, Bautista Saavedra, Ismael Montes, el
desdichado Gutiérrez Guerra: las oscuras conspiraciones entre republicanos y
liberales. Néstor Villegas continúa con su versión de los hechos:
Las cosas han pasado así: una tarde de mucho viento y frío estuvimos con mi
señora [Tomasa], su hermana [Dolores] y mis sobrinos [Juan y Alfredo] en una
tiendita que ellos tenían en el Kenko […], a eso de las cinco de la tarde […]
llegó a la puerta un jinete emponchado y bajando de un caballo blanco gritó:
¡Villegas, Jáuregui!, era… el general, sacó de sus alforjas una botella de
pisco y me entregó para tomarla e ingresó con nosotros a la tienda donde mi
mujer y mi cuñada entraron a saludarlo.
Afirma Villegas en esta confesión que J.P. bebió con ellos hasta muy tarde y
que en medio de esa improvisada fiesta recordaron "algunas cosas
alegres".
Dice Villegas:
En eso el general quiso continuar su viaje a La Paz, le hicimos ver que
empezaba a nevar y ya estaba oscureciendo mucho […], él insistía en irse, en
eso salió mi mujer y dijo que tenía listo un caldito de cordero y le rogó que
volviera a la tienda a saborearlo […], el general, que ya tenía un pie en el
estribo, regresó a la tienda […] Efectivamente, en la mesita de la tienda había
un plato de caldo humeante y mi compadre se sacó la bufanda y se preparaba para
sentarse cuando nos sorprendió: vimos que blanqueaba los ojos, se ponía rígido
y tieso y sin hablarnos cayó al suelo […] mi sobrino Juan era barchilón
[bolivianismo que puede ser traducido como «curandero»], le tomó el pulso y nos
dijo que estaba muerto […] en nuestra borrachera resolvimos sacar al general de
la tienda e ir a tirarlo a un barranco a fin de que no nos culpen de su
muerte".
A veces los casos más complicados tienen las explicaciones más sencillas.
Con todo, ambos hermanos y el mismo Villegas nunca contaron, en todos los años
que duró el proceso, esta versión, aunque este último afirma a Salinas Mariaca:
« …fuimos amenazados […], en una oportunidad cuando el plenario, el juez entró
a la celda de Juan Jáuregui, allí a solas le contamos todo lo que le acabo de
contar. Este mal juez nos respondió que era mejor que nos callemos, que si así
habláramos lo único que haríamos era prolongar el proceso ».
Pese a esto, los cuatro acusados tuvieron, en los diez años del proceso,
bastante acceso a la prensa, y mucho más cuando Saavedra y con él, el Partido
Republicano, entraban en franca decadencia. Incluso, minutos antes de la
ejecución de Alfredo, éste dio un discurso extenso, pero jamás contó la verdad.
Nunca, en ese momento clave de su existencia (su muerte), dijo lo que en
realidad había ocurrido. ¿Por qué? ¿Cuáles fueron las razones si él estaba a
tan sólo un paso de encontrarse más allá del bien y del mal?
En todo caso, Alfredo sólo echó maldiciones al juez Tamayo y al fiscal Uría,
tal como lo registró el periódico La Razón el 6 de noviembre de 1925:
"Esta es la última voluntad de mi manifiesto: me voy, desde el cielo he de
echar maldiciones contra los judas".
Hasta aquí la historia "grande", aquella que interesó día a día a la
"opinión pública" boliviana (aunque quizá el concepto esté demasiado
adelantado para la época y sería mejor identificarlos como esos sectores que
podían seguir las noticias de forma cotidiana) y que, con el paso de los años
(el inevitable peso de la Historia), fue diluyéndose en el olvido.
Quizá es tiempo de ir en busca de la historia "pequeña". En busca de
las mujeres invisibles.
LAS CONDICIONES HISTÓRICAS DE LAS MUJERES INVISIBLES
Dolores Jáuregui era madre de Alfredo y Juan. Tomasa de Villegas era hermana de
Dolores y estaba casada con Néstor Villegas, y por lo tanto era tía de los dos
jóvenes; mientras que Rosa Ascarrunz viuda de Villegas era cuñada de Néstor
(ésta fue la única de las tres fallecida durante el proceso antes de la
sentencia final).
En el libro Impulsos atávicos: el caso de Polonia Méndez (Arnó Hermanos, 1923)
de Arthur Posnansky se revelan las dimensiones físicas de las acusadas. A
continuación transcribo un fragmento de dicho cuadro:
CUADRO ANTROPOMÉTRICO DE MUJERES DELINCUENTES EN EL PANÓPTICO DE SAN PEDRO
-------------------------
Nombres Motivos Peso en kilos Estatura Brazada Front. Occipital
Dolores Jáuregui Asesinato 39 1390 1485 169
Rosa A. de Villegas Asesinato 58 1370 1485 179
Tomasa Villegas Asesinato 47 1350 1356 173
-------------------------
Si bien el libro de Posnansky no se refiere en absoluto a la muerte de Pando
(su tema es muy otro), no menos evidente es el silencio sepulcral de la prensa
de ese momento Y no me refiero a que los nombres de las tres mujeres no
hubiesen aparecido impresos en las páginas de los periódicos, que evidentemente
ocurrió. No: a diferencia de los otros procesados, de los hombres procesados,
se les impidió —"no estuvieron en agenda", se diría ahora— dar su
versión sobre la muerte de Pando. Tanto los hermanos Jáuregui, como Villegas y
Choque dijeron muchas cosas, escondieron otras, pero siempre tuvieron la
palabra. No hubo para estas tres mujeres "espectaculares
revelaciones", como se titulaba las noticias en esos años.
Pese a todo, una de las primeras noticias que hace referencia a una de las tres
mujeres salió publicada el 22 de junio de 1917 en el periódico El Diario. Decía
lo siguiente en su parte más relevante: "Dolores Jáuregui.... continúa en
su arresto en la policía de seguridad porque aún no ha terminado su
declaración".
Otra referencia indirecta a una de las mujeres invisibles se publicó también en
El Diario el mismo 22 de junio de 1917 y decía: "Villegas y su esposa
[Tomasa], una vez que fueron puestos en libertad, no han querido escuchar las
insinuaciones de periodistas ni de nadie...".
El 29 de junio de 1917, El Diario intentaría cubrir un poco mejor la
información sobre Dolores y su hipotética participación en la muerte de J.P.
(de hecho al fin dan a conocer algunas declaraciones suyas, pero siempre de
manera indirecta o mejor dicho: a través de otra persona):
Resolvimos visitar en su domicilio al señor Rufino Pando [el otro hijo de
J.P.], quien suministró las siguientes informaciones [datos proporcionados
gracias a que Rufino fue uno de los que colaboró el día de la búsqueda del ex
presidente]:
Ingresaron a la tienda de la Jáuregui [es decir, Dolores], donde el general la
última noche de su existencia solicitó una taza de café que no se le sirvió por
falta de azúcar.
Después de requisar la tienda, hallaron la bayoneta o espadín que se encontraba
debajo de una cama y entre [la] paja. La Jáuregui, que así se llama la
propietaria de la tienda, y que es sorda y casi muda [sic], explicó que dicha
arma la tenían sus hijos desde hacía mucho tiempo, sin poder dar cuenta de
dónde y cómo la trajeron.
Luego hallaron un vellón muy usado ya, que presentaba manchas de sangre en las
solapas y que habían sido lavadas. Interrogada la Jáuregui sobre la procedencia
de esa prenda de vestir atinó a explicar que era de uno de sus hijos y que la
sangre provenía porque entre los dos (sus hijos) en cierta ocasión camorrearon
y que el mayor maltrató en las narices al menor, bañándolo en sangre.
Y el 1 de julio de 1917 El Diario publicaba, haciendo referencia siempre a
Dolores, la siguiente noticia: "El caso de la Jáuregui es digno de ser
cuidadosa y discretamente tratado. Una anciana de sus condiciones puede ser
víctima sin tener noticia siquiera del crimen. El juez necesita mucha prudencia".
El Diario publica el 12 de enero de 1918 lo siguiente: "Ayer el juez 1ero
de partido, doctor Benjamín Hennings, acompañado del fiscal doctor Luis Valle,
tomaron la confesión de la acusada Dolores Jáuregui, sindicada en el asunto que
se sigue sobre la muerte del mayor general Pando…"
El mismo matutino se ocupó el 31 de enero de 1918 de otra de las acusadas de la
siguiente manera: "…también se ha ordenado la expedición de mandamiento de
prisión contra Tomasa Jáuregui de Villegas y se le ha negado la libertad que solicitara".
Y también esta reflexión en forma de pregunta publicada el 18 de junio de 1918
en El Diario: "¿Es posible suponer que dos o tres sujetos semiletrados,
tres mujeres del pueblo rural... sean capaces de una inmolación estoica por
guardar el secreto de los verdaderos asesinos?".
Y luego el silencio.
La mayor parte de las noticias, cuando hablaban de una de las mujeres, siempre
recaía en Dolores, quizá por ser la madre de los dos hermanos, es decir, de los
principales acusados dentro del proceso.
Pese a que Rosa Ascarrunz viuda de Villegas falleció durante el proceso, este
hecho no fue registrado en la prensa. Era un acontecimiento importante.
Relevante. La muerte de una de las encausadas mientras estaba presa. Y nada. El
silencio. De Tomasa tampoco se supo nada más: estas dos últimas se hicieron
invisibles apenas el proceso arrancó; Dolores, como ya se vio, apareció un poco
más. De hecho, es mencionada de soslayo en La Razón el 1 de noviembre de 1927,
unos días después del fusilamiento de Alfredo. Dolores —libre ya
aproximadamente un año antes— visitó a Juan en el panóptico y el matutino
mencionado lo reflejaba de la siguiente manera: «…Las escenas que se produjeron
cuando recibió la visita de la madre, Dolores Jáuregui y Cristina Jáuregui, su
hermana, no son para ser descritas. En resumen, fue un día de dolor y llanto
inenarrables...»
¿Pero qué pasó con ellas en el ámbito judicial? Según la sentencia en primera
instancia (del 17 de febrero de 1925) y redactada por el juez Tamayo fueron
condenadas, las tres, a cinco años de cárcel:
Dolores Jáuregui, Tomasa de Villegas y Rosa Ascarrunz viuda de Villegas, siendo
autoras y encubridoras, están agraciadas por disposición del artículo 40 del
repetido Código, por el parentesco que las liga con los autores principales, y
la convivencia que existía entre éstas y aquéllos, por lo que, y estando
también comprendidas en el artículo 64 ya citado, no pudo aplicárseles sino la
pena de cinco años de reclusión [las tres estaban, para la fecha de esta
sentencia, ya siete años en la cárcel].
Esta sentencia fue apelada y la Corte Suprema de Justicia dio su veredicto
final el 19 de octubre de 1927 (un mes y algunos días antes del fusilamiento de
Alfredo). La misma fue publicada en toda su extensión en el periódico La Razón
el 1 de noviembre de 1927:
Respecto a las encubridoras Dolores Jáuregui y Tomasa de Villegas, madre y
esposa de los Jáuregui, respectivamente, se modifica también la sentencia,
eximiéndolas de penalidad conforme a la segunda parte del artículo 41 del
repetido Código… Estando acreditado el fallecimiento de la acusada Rosa
Ascarrunz viuda de Villegas por el certificado corriente a fojas cuarenta y
seis del cuaderno veintinueve, se declara extinguida la acción respecto de
ésta...
Presas más de siete años. Muerta una. La otra con un hijo fusilado y otro
desterrado. La última con el marido también viviendo en el destierro. Esta fue
la figura legal. La figura legal que el Estado boliviano les dio: ahí lo
terrible de su creación.
«SUELTA EL LISTÓN DE TU PELO»: EL CRIMEN PASIONAL ES POSIBLE MÁS NUNCA LA
CONJURA POLÍTICA
En general, las mujeres criminales han merecido siempre la atención de la
ciencia masculina. Ejemplos hay varios (basta recordar los libros de Cesare
Lombroso). O bien el caso que mencioné más arriba: el de la joven Apolonia
Méndez.
Cuando este hecho se produjo, en 1920, la cobertura de la prensa fue
excepcionalmente grande…, tanto, que en algún momento logró desplazar al caso
Pando, el cual aún se ventilaba en tribunales. Las razones fueron varias: el
muerto era un joven de una familia de categoría y ella, en el fondo, no era
nadie, tan sólo una muchacha de diecisiete años, huérfana de padre, que buscaba
un trabajo. Fue un caso, si empleáramos nuestra terminología actual,
extremadamente mediático. Apolonia dio entrevistas, se debatió sobre qué
debería hacerse con ella, se habló, incluso, de la carrera frenética y
descarrilada de la juventud de la época.
Dice la autora Carmen Rivera Avarena en el artículo titulado "Mujeres
malas. La representación del delito femenino en la prensa de principios del
siglo XX" (Revista Historia Social y de las Mentalidades, Departamento de
Historia de la Universidad de Santiago de Chile, Año VIII, Vol. 1/2, 2004):
[las mujeres que cometen un delito de sangre, en especial contra un hombre]
"…irrumpen directamente contra las normas jurídicas, sociales, morales
vigentes que se relacionan con la maternidad y el hogar, porque reniegan de su
condición esencial: la biológica".
Y por eso merece toda la atención de todos los poderes fácticos masculinos.
El caso Pando, obviamente, no entraba en los márgenes de lo
"pasional", estaba, en todo caso, dentro de lo meramente político. Al
respecto dice Rivera Aravena en el artículo mencionado: "El hombre, macho,
fuerte y racional, se toma la exclusividad del área pública —de la producción y
la política—, y la mujer, frágil, nerviosa, pero más moral, queda sujeta a la
esfera doméstica —al hogar y a la familia—".
Si la muerte de Pando hubiese tenido que ver con un tema de orden pasional, es
posible que Dolores, Tomasa y Rosa hubiesen alcanzado otra significación.
Empero, las tres estuvieron "involucradas" en un tema de índole
político, donde las mujeres salían sobrando: es posible imaginar a los hombres
—autores materiales o intelectuales— reunidos en una noche tenebrosa, en una
francachela, en el despacho de uno de ellos, no importa, planificando la muerte
de J.P., pero no así a esas mujeres. Recuerden lo que decía El Diario el 18 de
junio de 1918, que eran "sólo tres mujeres del pueblo rural". Es
decir, nadie, menos que nadie.
Todo esto me recuerda una novela del peruano Manuel Scorza (1928-1983) titulada
Historia de Garabombo el invisible (Planeta, 1975). Ésta narra la lucha del
campesinado peruano andino contra un grupo de hacendados. Y ahí está Garabombo,
una especie de líder que, dentro del mundo de Scorza, llega a convertirse en un
ser invisible. Sin embargo, en realidad cobra esa "invisibilidad"
porque ante quienes se enfrenta —la justicia, los hacendados, la guardia de
asalto, en suma, el Estado— no es nadie, no significa nada. Los únicos que lo
ven son sus compañeros de lucha: "—No lo ven —sonrió Amador Cayetano
[refiriéndose a Garabombo], el presidente de la comunidad—. ¡Es
invisible!".
Con estas tres mujeres pasó algo similar: estaban ahí, pero los poderes
fácticos de la época —la prensa, la política, la "opinión pública"—,
al igual que en el caso de Garabombo las hicieron invisibles.
Sólo aparecieron para ser registradas en la famosa foto y para ser condenadas y
de ahí nada.
La oscuridad.
El silencio aterrador.
Es posible imaginar a una mujer boliviana que vivió durante las primeras
décadas del siglo veinte involucrada en un crimen "pasional", matando
a alguien como pasó con la joven Apolonia Méndez. Véanla: Apolonia Méndez
soltándose el listón del pelo, como dice la famosa canción del grupo mexicano
de cumbia Los Ángeles Azules, en un acto estrictamente "femenino". Es
decir, tan sólo en un ámbito romántico y, por lo tanto, reproductivo. Es
imposible, por otro lado, imaginar a estas tres mujeres involucradas en un
crimen político. Es imposible verlas como protagonistas del mismo. Es ahí donde
nace su invisibilidad. La prensa no las refleja, no las toma en cuenta, no hace
de ellas protagonistas porque son mujeres y la política es algo completamente
ajena a esa condición, y mucho más en una conjura política. Los hombres que las
siguieron en el proceso pasaron en algún momento a ser el centro de la atención
nacional, como ya se mencionó.
Mientras tanto, y por si quedaron dudas, así lo demuestra el fragmento de esta
crónica publicada en el periódico El País el 1 de diciembre de 1927, poco
tiempo después del fusilamiento de Alfredo: "Juan Jáuregui, como decíamos,
ha pasado a la categoría de protagonista de novela. Está rodeado de una aureola
de martirio y de mansedumbre que enternece…"
Tres mujeres invisibles con una tragedia enorme a las espaldas. Para ellas
nada, ningún halo las "enternece", ni siquiera su propia muerte. Una
tragedia, además, que nadie conoció. A lo mejor las tres fueron malas personas,
seres destructivos… eso no lo sabemos, sin embargo lo cierto es que fueron
mujeres y estuvieron involucradas en "cosas de hombres".
Ni siquiera pasaron a la Historia como villanas: simple y sencillamente no
pasaron.
O quizá…
SI «VIERAS DENTRO DE MI SER, TAL VEZ PODRÍAS COMPRENDER QUE NO SOY INVISIBLE»
Dice Susan Sontang en Sobre la fotografía (Alfaguara, 2006): "La
fotografía implica que sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la
cámara lo registra. Pero esto es lo opuesto a la comprensión, que empieza
cuando no se acepta el mundo por su apariencia".
Entonces no aceptemos el mundo por su apariencia y volvamos a ver la fotografía
que encabeza este artículo. Ésta en apariencia fue tomada en la cárcel de San
Pedro. Llego a esta conclusión porque fue publicada en el libro El proceso
Pando ante la opinión pública (Casa Editora Imprenta Mundial, 1924), de Efraín
Chacón, quien fue ex juez de sumario y acusación de este juicio.
Las tres mujeres aún estaban presas en 1924, año en que se publicó el libro.
Sin duda es una imagen judicial. Nos está diciendo: "Acá las tienen.
Mírenlas. Son ellas". Obviamente en este momento se hicieron visibles,
pero dentro de un contexto muy distinto al de los acusados principales. Estaban
siendo visibles a través de la mirada del fotógrafo y por lo tanto de la
justicia boliviana.
Las vemos, pero a la vez no las vemos… hasta el momento.
Voy a recurrir a la letra de una canción del dueto de pop mexicano Jesse &
Joy para explicarlo. Ellos dicen en una parte del tema titulado
"Invisible" (¡qué coincidencia!) lo siguiente: "…si vieras
dentro de mi ser, tal vez podrías comprender que no soy invisible".
Mira dentro de mi ser.
Recordemos la imagen una vez más: las tres mujeres puestas en línea, el
contexto, ya lo dije, la cárcel. La primera, contando desde la derecha, es Rosa
Ascarrunz de Villegas, quien demuestra enojo en el rostro —miren con atención
sino el rictus de la boca— y evita posar los ojos directamente sobre la cámara,
la está evitando. Está molesta por estar ahí, en fila y siendo fotografiada. Y
también veamos la rigidez de los cuerpos de las tres —sobre todo Dolores—, con
una postura muy parecida a la que adoptan los soldados en la formación militar.
Miren ahora el rostro de ella. También está enojada, sin embargo, a diferencia
de la primera, sí mira a la cámara y desafía con esa mirada. Parece decirnos,
"¿qué más quieren conmigo?". Ahora vamos a la tercera y última de la
fila, a Tomasa de Villegas. Hay un rictus en la boca que es evidente: ella
también está indignada, aunque quizá más resignada que las otras tres.
Entonces están en un patio, el patio de la cárcel de San Pedro, al fondo hay
una tubería de agua. La ropa que visten, los sombreros, los zapatos que calzan…
darían mucho que hablar. Lo cierto es que están siendo expuestas, quizá tan
sólo para ilustrar el libro mencionado. Y no de forma individual (lo cual, de
haberse cumplido, le habría dado otro matiz). Están en grupo, como aparecieron
a lo largo del proceso Pando en los expedientes judiciales. No tiene otra pretensión
que mostrar, en este caso, a las supuestas criminales. Dice Alphonse Bertillon
en "¿Cómo debe hacerse un retrato judicial?" (publicado en
Fotografía, antropología y colonialismo 1845-2006, Juan Naranjo editor,
Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2006): "En la fotografía judicial, para
obtener un resultado claro y preciso, basta con dejar de lado toda
consideración estética y ocuparse únicamente del punto de vista científico y,
sobre todo, policial".
Acá no hay una preocupación estética por parte del fotógrafo, como pasaría con
una imagen hecha en gabinete, por ejemplo. Sólo hay una preocupación policial,
científica.
Ahora acerquemos los ojos a la imagen y miremos bien, pues creo que se nos
escapa un detalle. ¿Dónde están las manos de las tres? ¿Por qué las ocultan
debajo de sus mantas? Puede ser que tengan frío, claro. Las tres. ¿Las tres?
¿Por qué no dos o una sola? ¿Pero las tres?
Las manos en un crimen son importantes. Se mata con ellas. Se las utiliza para
accionar el cuchillo, la pistola, la cuerda que cegará la vida de alguien. Y en
la complicidad es lo mismo: con ellas se ayudará a cargar el cuerpo, se lo
cubrirá, se echará tierra sobre él. Ahora bien, las manos están ocultas a la
vista del fotógrafo, de la nuestra, del implacable registro judicial. Hay una
parte de su cuerpo que la gente, por decisión de ellas, por decisión propia, no
ve. Las manos con las que supuestamente se involucraron en la muerte de J.P.
Un simple detalle que parece revelar muchas cosas.
¿Qué significado tiene ocultar las manos? ¿Cómo puede explicarse eso?
Me animo por una hipótesis: ocultan las manos porque les pertenecen. Porque
ellas, las manos, son suyas, las manejan, casi como la molestia de sus rostros
y la rigidez de cuerpos, y se niegan a mostrarlas al aparato judicial o a las
personas que las vean. Quizá se trate de un último acto de defensa, de dar una
opinión sobre el caso en el que están involucradas.
Y con esas manos ocultas y con la comprensión de nuestra parte de su verdadero
significado dejan ya de ser invisibles. Hagamos entonces una bola de papel con
el machismo paternalista que destilaba este artículo y tirémoslo al tacho de la
basura. Estas tres mujeres no necesitan la validación del Estado o de los otros
poderes fácticos dominados por los hombres para dejar de ser invisibles. Ellas
solas se hacen visibles. Las manos ocultas: ese detalle insignificante, ese
descubrimiento algo banal, hace que las tres se hagan visibles, que al fin
tengan palabra propia. Hace que sus nombres signifiquen algo después de tantos
años. O como dice John Berger en Mirar (Ediciones de la Flor, 2005): "…lo
que se recuerda ha sido salvado de la nada".
Recordar es salvar de la nada, sí, y por suerte recordar no es un acto
exclusivo de hombres o mujeres.
O como dice la canción de Jesse & Joy: «Si vieras dentro de mi ser, tal vez
podrías comprender que no soy invisible».
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