Por José A. Moreno Ruffinelli / Este artículo fue publicado en el periódico paraguayo Abc color, el 2 de septiembre de 2012. // Fotos: Izquierda Luis Humberto Beltrán, protagonista de la historia y a la derecha el paraguayo José Félix Estigarribia. / Para más historias: Historias de Bolivia.
La ciudad de Cochabamba está recostada sobre la parte oriental de la Cordillera
de Los Andes, en la República de Bolivia. Cochabamba, además de bella, es la
ciudad de los intelectuales y de familias de larga tradición en ese país. Está
a dos mil seiscientos metros de altura, con un clima maravilloso, y cuya gente
también tiene esa característica. En ella, luego de pocos años de casados,
se había instalado el matrimonio Beltrán-Salmon, que venían desde Oruro, donde
había nacido su hijo Ramiro.
Cuando el Derecho fracasó para definir por la vía pacífica un conflicto de
límites entre el Paraguay y Bolivia, heredado de la mala administración de las
colonias en la era española, se desató una infernal e inexplicable guerra. Y el
Chaco, esplendoroso, verde, cuajado de montes espesos y amplios llanos, poblado
de aves de cantar sonoro y de rugientes fieras de toda laya, se vio estremecido
por el violento retumbar de los cañones y el tronar infernal de las metrallas.
A partir de entonces, se convertiría en un campo de batalla en el que los
enemigos luchaban palmo a palmo para defender su territorio y lo hacían
principalmente protegiendo el agua, que era vital para la tropa.
En ambos países, jóvenes de todas las clases eran llamados para concurrir al
campo de batalla. Quedaron vacíos las universidades, las escuelas y los
colegios. Los campos permanecieron en manos de las mujeres que, con valor y
denuedo, trabajaron duramente para que no faltaran alimentos.
En ese trajinar, el señor Beltrán fue convocado para vestir el uniforme
boliviano. Era joven, tenía poco tiempo de casado y un pequeño hijo que había
nacido en 1930, dos años antes del inicio de la conflagración. Al despedirse de
su señora rumbo al frente le dijo: “Si algo me pasa en el Chaco, ve a buscar mi
cuerpo y tráelo hasta Cochabamba”. Así se despidieron, con la esperanza de
volverse a ver, pero también con la posibilidad de que ese pudiera ser el
último beso que se dieran. Abrazó también a su hijo, Ramiro, y erguido y
valiente fue hasta el teatro de operaciones.
En la batalla de Campovía –seguramente la mayor victoria paraguaya
magistralmente preparada por nuestro conductor–, defendiendo sus líneas, cayó
para siempre, herido de muerte, el teniente Beltrán. Una cruz de quebracho
sería el túmulo para él, que quedó perdido en la soledad inmensa del territorio
en disputa, como tantos otros de ambos lados que se extendían a lo largo y a lo
ancho de ese inmenso territorio. Alguien –no se sabe quién ni se sabrá nunca–
grabó su nombre sobre la cruz. Seguramente sería el homenaje de algún soldado a
la valentía de su jefe.
Una mañana muy temprano golpearon la casa de la familia Beltrán en Cochabamba y
la señora recibió una escueta comunicación del Ministerio de Defensa boliviano
que decía: “Su marido, defendiendo heroicamente las posiciones de Bolivia, cayó
en el campo de batalla de Campovía. Le presentamos en nombre del Gobierno y del
pueblo boliviano nuestras sentidas condolencias”.
Dos años después, un 12 de junio, se firmaba el protocolo de cese el fuego y,
en 1938, el tratado definitivo de Paz.
Apenas firmado el protocolo del cese de fuego, la señora Beltrán –aún dentro
del inmenso dolor de haber perdido a su marido– comenzó a buscar la manera de
cumplir lo que le había pedido y fue a entrevistar al general Toro, entonces
presidente de la República. Le explicó que quería ir al Chaco a traer el
cadáver de su marido. A lo que el general respondió escuetamente: “Señora,
usted está loca”.
No se amilanó y recorrió pacientemente durante dos años todas las oficinas del
Gobierno de Bolivia pidiendo ayuda para traer el cuerpo de su marido. Y
solamente recibió como respuesta alguna frase afectuosa, alguna disculpa
cortés, pero nada más.
Desesperada, decidió venir al Paraguay. Embarcó en un tren que salía de La Paz
y llegaba hasta Buenos Aires en un largo, incómodo e interminable viaje. Allí
tomó el barco de la compañía Dodero, que la trasladaría hasta Asunción. Llegada
a la capital, comenzó el mismo recorrido por todas las oficinas posibles.
Ministerio de Defensa, Comando de las fuerzas militares, oficinas de atención a
los excombatientes, pidiendo desesperadamente que le den la oportunidad de
encontrar los restos de su marido y llevarlos a Bolivia. Le ocurrió lo mismo
que en su país. Solo frases afectuosas, de lástima quizás, pero nada más.
Ante la desesperación y ya sin saber qué hacer, fue hasta la Catedral de
Asunción y, arrodillada en una esquina, comenzó a llorar desesperadamente. Nada
le podía contener. De pronto, el encargado de la iglesia –que luego sería monseñor–,
de apellido Blujaski, se percató de su presencia y se acercó a ella
preguntando: “Señora, ¿qué le sucede?”. Y ella comenzó de nuevo su interminable
historia. Conmovido, el sacerdote le dijo: “Mire, todos los sábados viene por
acá, a la tarde, la señora del presidente Estigarribia. Ella asume el
madrinazgo de muchos niños que quieren tenerla como tal, no solo por ser la
esposa del presidente de la República, sino del héroe nacional vencedor de la
guerra. Venga usted a las cuatro de la tarde y quédese en la iglesia a ver qué
podemos hacer”.
El sábado, a la hora señalada, estaba ella en un banco arrodillada cuando vio
pasar a la primera dama a cumplir con el rito de ser madrina de muchos niños.
Al verla, se sintió estremecida de angustia, pero a la vez admirada de la
sencillez con que ingresaba al acto. Sin guardias ni protocolo alguno.
Solamente acompañada de su gran dignidad.
Al término de la ceremonia, notó que el padre Blujaski le decía algo y ella se
dio vuelta y la miró. Luego volvieron a hablar y doña Julia Miranda, la esposa
del presidente, llama a la señora y escucha de su voz su interminable búsqueda.
Y le dice: “Mire, dentro de un rato vendrá el presidente a buscarme. Esté usted
cerca de mí que yo hablaré con él”.
Y con ese poder persuasivo que tiene toda mujer, sobre todo cuando es una gran
señora, convenció a su marido que escuche a la boliviana. El presidente lo hizo
pacientemente y luego, dándose vuelta, le dijo a su edecán, el capitán de Navío
Campos Ros: “Tome un pelotón de diez hombres, vaya hasta Puerto Casado, suba al
tren y luego, en Punta Riel, a un camión del ejército y encuentre la tumba del
teniente Beltrán enterrado en Campovía y traiga sus restos”. Se despidió de la
señora y luego, dándose vuelta, miró a su edecán y le dijo: “Que se cumpla mi
orden”.
Luego de dos semanas, regresó el capitán Campos Ros con una urna, en la que se
encontraban los restos del Tte. Beltrán. La cruz de madera con su nombre
indicaba el lugar donde había sido enterrado luego de la valiente defensa al
frente de su tropa. La señora Beltrán no lo podía creer. Y entre la congoja que
le produjo el hecho y la satisfacción de poder cumplir con su promesa, llegó
hasta el Palacio de Gobierno para agradecer al presidente y luego de arreglar
los papeles emprendió el largo viaje de regreso. Pero esta vez, en vez de la
desesperación, tenía la complacencia de poder decirle a su marido –aunque ya
muerto– que había cumplido su promesa.
Arribó a Cochabamba el día 8 de setiembre de 1940. Después de abrazarse con sus
familiares, tomó el diario que estaba sobre la mesa y quedó perpleja; el
titular decía: “En un accidente de aviación fallecieron ayer el presidente del
Paraguay, general Estigarribia, y su esposa”. La señora Beltrán no lo podía
creer. Ellos, que le habían devuelto los restos de su marido, que le habían
dado por fin la paz a su espíritu, que hicieron que ella cumpla la última
promesa hecha a aquel, fallecidos de manera tan trágica y a tan pocos días de
haber estado juntos.
Y ahí tuvo una inmediata reacción. De entre los papeles que traía de vuelta del
Paraguay sacó una fotografía del presidente Estigarribia que este le había
obsequiado al despedirse y le prendió dos velas, que las mantuvo encendidas
hasta su muerte y, poco antes de que ello ocurriera, le dijo a su hijo, Ramiro,
que así continúen mientras él viva. Ramiro, a sus ochenta años, un respetado y
lúcido intelectual de su país, sigue cumpliendo la promesa hecha a su madre y
las velas continúan encendidas hasta hoy.
Quedan pues varias conclusiones de esta anécdota. La primera, la tenacidad de
esta mujer por cumplir con la promesa dada a su marido, lo que significa más
que nada una tierna historia de amor. La segunda, la sensibilidad de monseñor
Blujaski, un gran religioso, para atender a una feligresa que lloraba
incansablemente y ayudarla para que tuviera la paz de espíritu que buscaba
afanosamente. Y, finalmente, la grandeza sin igual de la pareja presidencial
Estigarribia-Miranda, que tuvieron el gesto de hacer que se convierta en
realidad este sueño de la señora Beltrán.
Habla de la humanidad de Estigarribia y de su hidalguía. Habla del señorío de
todos los protagonistas y, en especial, de doña Julia Miranda. Y habla de la
nobleza de dos pueblos que, luego de enfrentarse, terminaron abrazados y
hermanados.
Excelente artículo, realmente desconocía el hecho, a pesar del estudio de la Guerra del Chaco que llevo desde hace tiempo. Felicitaciones.
ResponderEliminarCordiales saludos
José María
Che mopirîmba ....la mujer guaranì , la mas heroica de Amèrica hizo q el sueño de esta mujer boliviana se hiciera realidad.
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