Del libro: “Historia de Tarija Tomo II” de Edgar Ávila Echazú. / El País de
Tarija, febrero de 2019.
Se sabe que Antonio José de Sucre no le tenía ninguna simpatía al general
Andrés de Santa Cruz. Decía de él que era “traidor por carácter y por
inclinaciones”. Esta opinión no impidió que, al mismo tiempo, reconociera que
el altoperuano era ambicioso, inteligente y emprendedor, con mucho de
intrigante y, qué duda cabía, un formidable organizador que podía llegar a las
alturas de un estadista. Mezcla ésa de defectos y virtudes que el mismo Bolívar
avizoró, confiando más en las segundas, pues no por nada lo había elegido como
su sucesor en el gobierno del Perú (1826-27); y por ello también lo propuso
como vicepresidente del Mariscal Sucre, previa elección constitucional.
Los detractores y los críticos que se ocuparon del actuar político de Santa
Cruz en su tiempo, de manera casi injuriosa de parte de los peruanos,
argentinos y chilenos, resaltaron con tintes poco menos que tenebrosos la fase
fría de su temperamento, así como su avaricia. Pero no pudieron dejar de
admirar su fuerza de carácter: esa tozudez que sujetaba a la razón misma. Sus
colaboradores se sentían molestos y acoquinados con su parquedad emocional y su
maniática dedicación a los detalles más nimios de su trabajo. Y les
aterrorizaba su mirada penetrante que, decían, helaba el alma. Sin embargo, hay
testimonios que, sobre todo al final de sus días como Protector de la
Confederación Perú- Boliviana, caía en sorpresivas depresiones y en
inexplicables indecisiones lindantes con una invencible desidia; como se lo
comprobó en su todavía misteriosa actitud en Paucarpata.
Entre los vituperios y exageraciones de la pasión política que, en muchos, se
confundía con la envidia imponente, caso patente el de Casimiro Olañeta, por
ejemplo; y excluyendo los interesados panegíricos que encantaban a su vanidad,
para entender esa rica, fascinante personalidad, se debe tomar con pinzas los
excesos con los que sus censores y admiradores se refieren al Mariscal de
Zepita. A más de tener muy en cuenta que adentro de su alma vivió un ser tierno
y, acaso, tímido, que ocultaba su sensibilidad a fin de no entorpecer los
objetivos a los que nunca renunció: una concepción exacerbada del servicio
público en función de un ideal poco o nada comprendido en sus alcances. A ese
ideal Andrés de Santa Cruz, como lo había hecho otro soñador e implacable amo
de sus obsesiones: Simón Bolívar, le ofrendó sus capacidades, que eran muchas,
su inteligencia extraordinaria y su vida misma.
La impasible y gélida Historia nos dejó una sola certeza: ese altoperuano tenaz
en cuyas venas corría la febril sangre de sus abuelos conquistadores; y ese
medio quechua, heredero de los soberbios incas, fue el hombre que su tiempo y
nuestro país exigían. ¿Qué otro sudamericano habría realizado con tan
descarnada pasión y con tal inusual inteligencia todo lo alcanzado por él?.
Tal vez los tarijeños de aquellos tiempos debieron ser los que más comprendían
al hombre, al estadista y a su sueño. Y por eso el Mariscal de Zepita siempre
demostró sin reticencias su afecto y hasta su admiración por nuestras gentes.
Lo cual explica, asimismo, que fuera uno de los muy pocos presidentes
bolivianos del siglo XIX que se preocupó por nuestros problemas como ciudadanos
de Bolivia; y lo hizo con sincero respeto a esa condición.
A pesar de ser harto conocidos sus actos de gobernante, los increíbles logros
suyos en la administración y organización de la institución boliviana, así como
la creación y mantenimiento de la desgraciadamente corta existencia de su obra
mayor: La Confederación Perú-Boliviana que, precisamente, pudo llevar a cabo en
base a lo realizado en los órdenes económico, jurídico y político que
sustentaron la cierta estabilidad sin discordancias graves de las relaciones
sociales, el fortalecimiento del ejército nacional y, finalmente, sus nada
comunes dotes diplomáticas, valorando objetivamente esos aciertos suyos, no
podemos dejar de examinar algunos aspectos de esa tarea, ya que ellos
gravitaron en la vida de Tarija.
Comenzaremos por algo que, en nuestro criterio, no ha sido tomado en cuenta,
cuando no soslayado: ¿Por qué Andrés de Santa Cruz consiguió que la
administración estatal funcionara como un verdadero engranaje? Los
trastrocamientos de la guerra emancipatoria que desarticularon la economía y el
orden en el Alto Perú, de 1810a 1816, incidió en el desorden y hasta en la
indiferencia de la burocracia del nuevo Estado, pues no era sino una
manifestación de la incoherencia y la debilidad política de la nueva República.
El Mariscal Sucre trató de dar fin con ese estado de cosas; pero su política
liberal o sus empeños para hacer comprensibles y aceptables los postulados
liberales, chocaron con la estolidez criolla-feudal; quizá por las naturales
reacciones a los voluntarismos ideológicos de algunos de sus colaboradores,
decididos a cambiarlo todo a raja tabla o destruyendo sea como sea el anterior
orden. Porque no hay que negar que varios de sus ministros se dieron a
desenfrenos que no eran no sólo inadmisibles para la Curia, sino para la
mayoría de los ciudadanos. La derogación justiciera de los diezmos
eclesiásticos y la confiscación de algunos bienes de la Iglesia (incautación
simple y llana y hasta brutal de conventos y sus riquezas y expropiación de
otras propiedades urbanas y rurales), le permitieron a Sucre contar con
ingresos de no poca monta: sobrepasaban los 8 millones de pesos. Los conventos
y otros edificios de la Iglesia que no fueron a parar a las escuelas recién
creadas, sino a los cuarteles donde se alojaban los oficiales y las tropas del
Ejército de la Gran Colombia; y la disposición ilegal entonces de tener el
Estado las potestades de la Corona en el nombramiento de las autoridades y del
mismo clero llano de la Iglesia; amén de la ocupación de importantes cargos
burocráticos por extranjeros, son algunas de las medidas de tipo jacobino que
sirvieron de caldo de cultivo donde se alimentó un nacionalismo pacato, con los
enceguecimientos políticos; instigadores ambos de una clara actitud de boicot
en los estamentos burocráticos. Tal la herencia que recibió Santa Cruz.
Ante ese cúmulo de actos y circunstancias adversas, ¿cómo procedió el Mariscal
de Zepita? Con mano de hierro y remediando, de paso, ciertas injusticias. Los
empleados vivían en condiciones de mendicantes, de idéntica forma que los
maestros y los soldados del ejército nacional que, en realidad, como tal no
existía, aunque contaba con algunos oficiales de la época de la ‘emancipación y
uno que otro criollo ex-realista. Como a otros organismos, el presidente Santa
Cruz les dio un Tribunal Militar y severas disposiciones disciplinarias, y,
desde luego, mejores pagas; porque ese ejército debía de ser uno de los pilares
de la conducta ética necesaria para cohesionar a los integrantes de ese cuerpo
en la consecución de una superior misión. En verdad, los oficiales que no hacía
mucho combatieran por otro ideal algo incierto: la independencia de la opresión
política española, se dieron cuenta que si bien ese sueño había terminado en
obscuras realidades, ahora se les ponía en frente tareas más concretas y
benéficas; pues a ellos se les encargó, con el poder de sus armas, edificar los
cimientos de una patria y de un Estado que ya nada debían a las abstracciones
de los doctores charquenses. O, al menos, las prédicas y los cuidados de Santa
Cruz por esos soldados así lo hacían entender.
Una vez que el Mariscal de Zepita dejó Bolivia para asumir el Protectorado de
la Confederación por él creada, vio con una simplona amargura, que la
consecuencia de esa ambición suya había costado demasiados sacrificios a
Bolivia; porque él era “más peruanista que boliviano”, a más de otras razones
esgrimidas por los patriotas a ultranza. Los que así pensaban, no sin una
cierta objetividad, no eran sino los que, por intereses políticos e
individuales mediatizadores, de una u otra forma contribuyeron a esa empresa.
Los oficiales y soldados de Santa Cruz, en cambio, sabían muy bien que la
gloria prometida no podía conseguirse sin inmolaciones humanas y sin la
abnegación ofrecida a quien se convirtiera poco menos que en un dios para
ellos. Si emprendieron con fanatismo y con innegable coraje las campañas
guerreras del Mariscal, no lo hicieron como si fueran a una expedición a las
ruinas incaicas del Perú.
Con iguales pensamientos y designios, los oficiales y soldados tarijeños
combatieron en aquellas campañas crucistas; y no es exagerado decir que su
contribución en ellas fue decisiva en muchos combates y batallas, planificadas
y dirigidas por Santa Cruz.
Anotemos algo más a la delimitación razonada de las críticas a la gestión
administrativa del Mariscal Santa Cruz; pues ellas conciernen también a Tarija.
Los historiadores y, en especial los sociólogos-politólogos, censuran con
acerbas objeciones sus disposiciones y decretos referentes a las relaciones
sociales y económicas, con los métodos de valorización, o desvalorización
ideológica, más bien, porque se reducen a “lo que debió hacerse o “no debía
haber sido hecho”; esto es, de acuerdo a premisas conceptuales claramente
a-históricas que analizan los hechos del pasado con las miras ideales del
presente. Esos “análisis” jamás examinan esos hechos considerándolos dentro de
su específico marco temporal histórico. Parece ser que no acaban de comprender
que las obras de quienes los dirigieron estaban condicionadas, incluso sus
ideales direcciones, por los derroteros del pasado; condicionadas en el sentido
de la imposibilidad de rehuirlos, ya que su forma ineludible no podía
realizarse sino es partiendo de sus peculiaridades precisamente históricas.
Toda reforma histórica se moviliza sólo si se sabe exactamente qué es posible
reformar en determinado tiempo y conociendo cuáles son las cosas inmutables de
“ese” tiempo.
Veamos un ejemplo. Se acusa a Santa Cruz de haber sido un liberal anacrónico;
una mezcla de reaccionario conservador y de tibio liberal. Los que así lo
caracterizan lamentan (lamentar es decir poco, condenar sería más acorde con el
pensamiento de tales críticos), y se rasgan las vestiduras por que no
procediera como un “liberal revolucionario”; habrían deseado que fuera un
reformador radical, algo así como una especie de Castelli en todos sus actos,
dado el poder que ejerció a discreción; sin precisar, pero, que tal poder
provenía ¿de quiénes? ¿se lo habían dado acaso los campesinos o los indios de
los ayllus? O, tal vez, ¿ese poder le había sido concedido o delegado por los
artesanos y comerciantes mestizos? Es ocioso ahora precisar que Santa Cruz no
fue, ni quiso serlo, un revolucionario socialista. Es más, tampoco podía serlo
en el país o en los países que gobernó. De haberlo intentado, desde cualquier
punto de vista que se examine su actuar, no habría logrado ni siquiera
reorganizar la burocracia y, menos, imponer un elemental orden en la casa que
regentaba. Al respecto, es claro que no cabía en su mente ser un puro
idealista, manejado por otros vagos soñadores, como lo fue Sucre. Tenía muy a
la vista a qué nos habían conducido las altruistas ilusiones de éste y de
aquéllos.
Y, entonces, ¿la Confederación por él instrumentada no fue también un sueño o
un obcecado voluntarismo suyo? Creemos, y la Historia nos lo documenta
suficientemente, que esa obra se llevó a cabo procediendo con la máxima
objetividad, con la atención menos idealizante a las realidades que tenía al
frente; con una lúcida mirada política a las circunstancias favorables para su
ejecución; analizando, en suma, las condiciones estrictamente temporales y sus
posibles desarrollos. Es decir, como un estadista -y Gran Estadista de su
época, que lo fue-, Santa Cruz prefiguró esos desarrollos y los dirigió a sus
específicas finalidades temporales, con los instrumentos que el poder o los
poderes conseguidos le permitieron hacerlo. Digámoslo una vez más: La
Confederación tenía que ser en ese preciso momento histórico algo tangible que
se fundamentó en poderes también tangibles: económicos y políticos. Y éstos,
entiéndase bien, no permitían ninguna reforma ni revolución socialista, como
desearían que hubiese sido las mentes alienadas de sus críticos actuales.
Nada más vano, fue, que imputar de “reaccionaria” o inocultablemente
“exploradora” la política social y económica de Santa Cruz. Heredó un orden,
mejor sería decir un desorden; una situación sino de caos, sí de incoherencias
retardatarias: un desarreglo de las finanzas estables, que se extendía a la
tímida economía financiera privada incapaz de dirigir por sí sola la producción
minera, el trabajo artesanal y las relaciones comerciales; es decir, un
desbarajuste del orden precedente. Los caudales de la Iglesia incautados por
Sucre, destinados algunos a escuelas que no funcionaron como debían, pronto se
esfumaron. Y las propiedades de la Curia no pudieron ser ventajosamente
vendidas, por lo que fueron arrendadas; y el Estado, además corrió con el pago
de los sueldos de los eclesiásticos.
Según Herbert S. Klein, que ha expuesto y analizado con mayor claridad -pero
con lamentable prosa- los procesos económicos y sociales de la historia
boliviana, Andrés de Santa Cruz más que un liberal fue un acérrimo partidario
del mercantilismo proteccionista. Como tal impuso aranceles a la importación;
cosa ésta que en su administración fue algo acertada, porque alentó el
crecimiento artesanal e industrial, éste de poca importancia por entonces.
Incentivó el comercio por el puerto de Cobija (que Bolívar logró para Bolivia
de la Argentina, como se recordará), construyendo una carretera desde allí a
Potosí; y en ese puerto intensificó lo que a fines del virreinato ya funcionaba
para mayor beneficio de Salta. Y, luego, ya en los breves años de la
Confederación, impulsó todo el comercio y la recaudación de impuestos por
Arica. Sin embargo, superó el proteccionismo cuando, para levantar la decaída
producción minera, redujo los impuestos a los minerales de exportación, previa
reorganización de las aduanas, incrementando también los créditos públicos. Y
aun así los ingresos de las exportaciones no fueron suficientes para solventar
los gastos estables. En lo que toca a Tarija, se vio algo favorecida por el
comercio de textiles, en una medida no superior a la del año 1810.
Y aquí viene lo que corrobora nuestra opinión sobre el verdadero poder
económico con que contó el Mariscal Santa Cruz. Se recordará que, desde los
finales años del orden virreinal, se produjo una especie de revolución en las
zonas rurales con la acumulación de las propiedades por parte de los mestizos
ricos, la mayoría contrabandistas, que trajo consigo un importante incremento
poblacional. El presidente Santa Cruz se dio cuenta de las ventajas del Estado
boliviano que había ejercido para sí todo el antiguo poder. Por eso aumentó y
regularizó el cobro de los tributos de los ayllus y de las propiedades
agrícolas, controlándolas con un censo, como lo hicieran las autoridades
virreinales. Y desde entonces todos los gobiernos sucesivos continuaron con esa
política, a veces en demasía exaccionista.
Así es que los sacrificios que exigió Santa Cruz para destinar sus frutos a las
campañas de la Confederación, se volcaron sobre las espaldas de las comunidades
o ayllus altiplánicos y en las de los campesinos de los valles. La tributación
rural, no se debe olvidar, también sostenía a los doctores criollos de las
ciudades que, paulatinamente, se apoderaron de las haciendas de los españoles y
de los otros criollos empobrecidos; y de esa forma se conformó la clase terrateniente
republicana. En Tarija no hubo tales cambios, porque los terratenientes nunca
sufrieron ni en sus condiciones sociales ni en sus privilegios, por la sencilla
razón de ser, en su mayoría, tan labradores y sacrificados trabajadores como
sus arrendatarios, debido a la situación en que había quedado terminada la
lucha emancipadora. El feudalismo paternalista, pues, se mantuvo sin protesta
alguna.
Finalmente, el Mariscal Santa Cruz tuvo el acierto de instaurar una sólida
institucionalidad republicana; resquebrajada o deteriorada cuando dejó el
poder. Encargó la redacción y recopilación de las leyes que regían la
existencia social, política y económica del país; y para esto contó con
prestigiosos juristas, como Pantaleón Dalence, Loza, Sánchez de Velasco, y otros
más. Los códigos, civil, penal, de procedimientos y mercantil, se aprobaron en
1831, y el de la minería en 1834. Y por ellos Bolivia fue la primera nación
sudamericana con esas reglamentaciones jurídicas que tuvieron como modelos a
los famosos códigos napoleónicos; inspiración esa que también se evidenciaba en
casi todas las actividades culturales y sociales de la República.
La formalidad republicana, pronto se dejó de lado, y Santa Cruz consiguió, con
el beneplácito de los estamentos dirigentes y sus representantes en el
Parlamento, y con el de los mismos comerciantes y artesanos mestizos, inclusive
con el apoyo de algunos curacas que lo tenían como la reencarnación de los
antiguos incas; con toda esa adhesión, el presidente Santa Cruz obtuvo poderes
prácticamente dictatoriales; y de tal manera ellos se extendieron a la censura
de la prensa. Pero, como lo hace notar H. S. Klein, fue a veces demasiado
tolerante con la oposición política. La verdad es que reinó por algún tiempo
una real paz imperial romana, que trajo muchos provechos para la nación. En
Tarija, quizá más que ninguna otra región del país, Santa Cruz tuvo a su favor
una casi absoluta y jamás discutida adhesión, manifestada, por ejemplo, en la
contribución de sus más prestigiosos militares que con tanto desinterés y ardor
le siguieron en la concreción de sus planes.
TARIJA ELEVADA A DEPARTAMENTO
La decisión del Congreso de 1828 para que Andrés de Santa Cruz se hiciera cargo
de la presidencia de la República, tenía un origen de no muy clara legalidad
que podría ocasionar disensiones funestas que el mismo Mariscal advirtió, o que
su puntillismo formalista le indicó. La Asamblea, en efecto, había anulado la
elección que lo acreditó como presidente, ante el inmediato peligro de una
onerosa invasión de las tropas peruanas mandadas por Agustín Gamarra; y, en
cambio a fin de evitarla, le entregó la presidencia al general Pedro Blanco.
Recién a la muerte de éste, y habiendo sido llamado el general Velasco para que
ocupara su anterior cargo electivo de vicepresidente, se examinó la prelación
que le correspondía al general Santa Cruz. Cuando éste tenía dirigido al país
por cerca de dos años, convocó a otra Asamblea Constituyente. Instaladas sus
sesiones, el Mariscal presentó un detallado informe de sus actos
administrativos, y en seguida fue designado Presidente Constitucional con todas
las de la ley. En ese cónclave se aprobaron también los códigos que él había
encomendado redactar y, seguidamente, la segunda Carta Magna del Estado
boliviano.
En la Constitución sancionada por Santa Cruz, tuvo mucho cuidado de señalar que
“la Provincia de Tarija está comprendida en el territorio boliviano”; ya que en
la Asamblea de 1826, y también en la de 1828, sólo se procedió a reconocer a
los diputados del Distrito de Tarija, y nada más. En la Asamblea de 1831, pues,
con la expresa venia del Presidente, se revisó el proyecto antes rechazado de
los diputados Trigo, Hevia y Baca y Mendieta. El 22 de septiembre se insertó en
él algunas modificaciones y se lo aprobó. Es así que, por Ley de la República,
del 24 del mismo mes, se eleva a Tarija a la categoría de Departamento. Los
artículos de dicha ley hacen constar lo siguiente: “Art. Io. Se erige la
Provincia de Tarija en Departamento. Art. 2o. Para la dotación de todos los empleos
y establecimientos necesarios, se autoriza al Gobierno para que presente en la
próxima legislatura los datos más convenientes. Art. 3o. El artículo primero no
tendrá efecto hasta que las Cámaras con vista de los datos que se exigen por el
Artículo segundo arreglen las rentas, provincias y todo lo conveniente al
Departamento”. Firmaron esa Ley el Presidente Andrés de Santa Cruz y el
Ministro del Interior Manuel José de Asim.
No obstante esa decisión, los pacientes y nada chicaneros diputados tarijeños, al
contrario de los demás representantes del país, tendrían que esperar se corrija
otra anomalía constitucional: ¡el 24 de octubre de 1834, en la nueva
Constitución promulgada por el propio Mariscal Santa Cruz, en su art.3°, se
hace figurar a Tarija como “Provincia”! Curioso olvido el de Don Andrés de
Santa Cruz, tan meticuloso él en sus decisiones gubernativas. Y asimismo
sorprende el silencio con el cual los dirigentes tarijeños soportaron esa nada
grata omisión.
LA PRIMERA EMIGRACIÓN ARGENTINA.
PROPUESTAS PARA ANEXIONARSE A BOLIVIA DE SALTA Y JUJUY
En plena organización de la Confederación Peruano-Boliviana, el Mariscal Santa
Cruz, acogió a unos cuantos exiliados argentinos; y lo hizo haciendo oídos
sordos a los resquemores de su vicepresidente, don Mariano Enrique Calvo, quien
no podía ni siquiera sentir el apelativo “argentino”, de seguro por ciertas
experiencias que tuviera durante las estadías de los ejércitos auxiliares del
Río de la Plata en Chuquisaca.
Santa Cruz en verdad sabía bien de quienes de trataba, pues no eran esos
emigrados unos desconocidos en Bolivia ni tampoco para él mismo. Así, por
ejemplo, don Domingo Oro, quien había llegado muy joven a Chuquisaca, como
secretario de la Misión Alvear-Díaz Vélez, en 1825, precisamente para reclamar
Tarija y la adhesión del Libertador Bolívar a los enfrentamientos de la
Argentina con el Brasil, a raíz de sus contenciosos por la Banda Oriental.
Domingo de Oro fue todo un personaje de la novela sudamericana de los tiempos
de la formación de las nuevas repúblicas emancipadas de España. Combatió en
diversas facciones políticas en su patria. Periodista en Buenos Aires, San Juan
y Entre Ríos, concurrió más tarde a la campaña del Desierto dirigida por Juan
Manuel de Rosas, en 1833; y a otras anteriores durante las convulsiones
anárquicas de 1821 a 1830. Se enemistó con el Protector Rosas, y huyó a Chile,
donde se entremezcló en negocios mineros, los que los trajeron nuevamente a
Bolivia, ya cuando gobernaba Ballivián. En 1844 éste le encomendó una misión nada
grata: la de espiar a los crucistas, y al mismo tiempo dirigir una tarea
propagandista a fin de lograr un Tratado de Límites con el Perú. En La Paz, se
unió con otros exiliados: Bartolomé Mitre y el general Wenceslao
Paunero (Nota: Wenceslao Paunero llegó a intimidar tanto a Ballivián que se
casó con una hermana suya, llamada Petrona. Esta había tenido antes relaciones
con un sobrino del Mariscal de Santa Cruz, su edecán, además: Fructuoso Peña.
De esas relaciones nació un niño, que se dice fue el historiador, periodista y
político, José Rosendo Gutiérrez. Fructuoso Peña se complicó en un complot para
asesinar a Ballivián, y descubierta la conjura fue fusilado). Con esos
compatriotas Domingo de Oro reeditó el primer diario de Bolivia: “La Época”;
publicación que tuvo mucha influencia en la vida social, cultural y política
durante el gobierno del Vencedor de Ingavi.
No tenemos datos ciertos sobre una posible estadía de Domingo de Oro, Bartolomé
Mitre y Paunero en Tarija; pero otros exiliados argentinos sí estuvieron en la
Villa; así por ejemplo, don Félix Frías, que dejó una abundante correspondencia
donde habla sobre las intervenciones de los políticos, militares y abogados de
Tucumán, Salta y Jujuy en Bolivia, especialmente en Chuquisaca y La Paz. Quizá
los dos exiliados más conocidos y apreciados en Tarija fueron el general
Álvarez Arenales y el también general José Ignacio Gorriti; a quien a veces se
confunde con su hermano: uno de los personajes de mayor relieve en los agitados
tiempos de la emancipación y, sobre todo, por su actuación en el Congreso de
Tucumán, de 1816, que proclamó la independencia de las Provincias unidas del
Río de La Plata. Juan Ignacio Gorriti había llegado a ser canónigo en los días
precedentes a la revolución del 25 de mayo de 1810; y a él se le debieron
decisivos esclarecimientos ideológicos sobre el proceso libertario. Dejó una
“Autobiografía”, y una anterior “Memoria”, en las que, según A. R. Bazán,
vislumbró y justificó la evolución revolucionaria con su tesis de la caducidad
del gobierno virreinal y la “retroversion de la soberanía del pueblo
americano”, que tanto influjo ejercía sobre los dirigentes políticos de Salta y
Jujuy; a los que el virrey Cisneros tenía entre ojos antes de 1810. Si la
“Memoria” de Gorriti fue tan leída en esas ciudades y en Buenos Aires, no es
improbable que algunos tarijeños, como los Echazú, Trigo, Flores o Mealla, la
hubieran conocido. Al canónigo se le debió el pronunciamiento salteño en apoyo
de la junta de Gobierno que gobernó a nombre de Fernando VI, muy
hipócritamente; y que estuviera integrada por nuestro paisano Saavedra, y por
Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheau, Larrea, muy conocido en
Tarija, Paso, Mariano Moreno y Deán Funes.
A más de aquella labor intelectual, el canónigo integró la Junta Provincial
Gubernativa de Salta, que contó con la total adhesión de los tarijeños; y ahí
defendió el federalismo municipal, contrario al federalismo de las intendencias
y posteriormente de las provincias, que fue propiciado por el famoso jujeño Deán
Funes. Más tarde fue diputado en Buenos Aires, y expulsado por el Primer
Triunvirato. Después de un largo retiro de la política, retornó a ella, en
1824, como diputado por Salta al Congreso de Buenos Aires; y, en 1828 se hizo
cargo de la gobernación de Salta. Había nacido en 1777, y estudió Teología en
Córdoba, se exilió en Bolivia, presumiblemente en 1831.
Su hermano tuvo una no menos activa y azarosa intervención en la política
argentina. Combatió en las milicias de Güemes, vanguardia del Ejército del
Norte, sucedió a éste en 1820 en la gobernación de Salta; y en abril de 1821
venció al general español Mariquiegui. Como su hermano, comenzó estudiando
Teología y Filosofía en Córdoba, y, finalmente, abogacía; carrera ésta que no
terminó, por la muerte de su padre, miembro de una muy rica familia. Fue
entonces que se alistó en las filas patriotas.’
Participó en el Congreso de Tucumán de 1816, firmando el Acta de Independencia
de las Provincias Unidas de Sudamérica. Como oficial del Ejército del Norte y
de las milicias de Güemes suponemos que debió estar en tierras tarijeñas.
Unitario enemigo de Rosas, se vio obligado a emigrar a Bolivia, radicándose en
Tarija, con su familia y su hija Juana Manuela, que daría tanto que hablar en
los círculos sociales, políticos y culturales bolivianos, desde que se casara
con Isidoro Belzu, en 1832. Había nacido en Salta, en 1818. (Nota: Hace unos
años se publicó en Buenos Aires una biografía novelada de Juana Manuela,
desgraciadamente escasa de virtudes literarias y muy pobre en el manejo
documental).
Don Humberto Vázquez Machicado escribió un breve estudio titulado “Bartolomé
Mitre y la cultura boliviana” (que se ha incluido en sus “Obras Completas”,
tomo IV), que ahora nos servirá para la siguiente relación. El escritor cruceño
utilizó, a su vez, algunos datos del escrito de Ricardo Rojas “Los
Proscriptos”. Y de acuerdo al historiador argentino “Dos grandes emigraciones
liberales se produjeron en las Provincias del norte después de la fundación de
Bolivia: una es la que en 1828 sigue a la caída de Rivadavia y a las invasiones
de Facundo (Quiroga) en Tucumán, Catamarca y Salta; otra en la que en 1840
sigue a la inmolación de Avellaneda, al desastre de Lavalle, al fracaso de la
“Liga del Norte” contra la tiranía. La primera es una emigración de tipo
“unitario”, con el Dr. Gorriti por guía, sincrónica de la de Florencio Varela
en Buenos Aires. La segunda es la emigración de tipo “romántico” -por decirlo
así-, gemela de la que siguió en el Plata al fracaso de la Revolución del Sur y
a la dispersión de la “Asociación de Mayo”. A estos habría que agregar aquellos
que vinieron a Bolivia por Chile”.
Casi al mismo tiempo que arribaba a Bolivia, y primero a Tarija, Juan José
Gorriti y el gran Álvarez de Arenales, llegaba también otro ilustre salteño:
Teodoro Sánchez de Bustamante, doctor de la Universidad de “San Francisco
Javier”. Desde que egresara de sus aulas, Bustamante parece haberse ganado la
simpatía y el afecto de la elite charquense, pues fue sucesivamente asesor del
Cabildo de la Plata y relator de la Real Audiencia de Charcas y como tal se
puso al lado de los facciosos del 25 de mayo de 1809.
Cuando el general Nieto, por orden del Virrey del Perú, se hizo cargo de la
represión a los sediciosos charquinos, huyó a Jujuy, donde lo sorprendieron las
noticias de la Revolución de 1810 de Buenos Aires. Allí sucedió con él lo mismo
que en Chuquisaca; por sus evidentes conocimientos y méritos ejerció el cargo
de Fiscal interino de la Real Audiencia de Buenos Aires, luego, pasó a Asesor del
Cabildo de Jujuy, Fiscal de la Cámara de Apelaciones y, de inmediato, auditor
general del ejército auxiliar del Perú que comandó Manuel Belgrano. En 1816
representó a Jujuy en el Congreso de Tucumán, con el mandato, como dice
A.R.Bazán de “promover la sanción de la absoluta independencia del Estado de la
Corona de España, propender a la consolidación del gobierno general bajo la
unión sólida del territorio y el recurrente gran tema de los jujeños: la
igualdad de derechos de cada ciudad, las que debían constituir un solo Estado
bajo de pactos solemnes y expresos”; esto es, los fundamentos unitarios. (Nota:
En ese Congreso, recordemos, se destacó como “el primer orador de aquella
Asamblea”, según don Bernardo Frías, nada menos que el altoperuano José Mariano
Serrano, y lo hizo con una tesis monárquica).
Sánchez de Bustamante, con Facundo Zuviría, Mariano Gordaliza, el ex-
gobernador de Tarija, Fernández Cornejo y Juan Ignacio Gorriti, a más del
coronel Eduardo Arias, fundaron un partido, “La Patria Nueva” que, en esencia,
era una reacción al caudillaje, sobre todo al que ejerció Güemes en Salta y
Jujuy, con un credo liberal. Contra éste se organizó otro, “La Patria Vieja”,
con la jefatura del coronel don José Ignacio Gorriti, de clara adhesión a
Güemes que, ante la requisitoria de un orden constitucional, opinaba “primero
tengamos la patria independiente”. A los de la “Patria Nueva” se les opuso el
nuevo caudillo Bernabé Aráoz, de prestigiosa actuación en la lucha
emancipatoria y en el ejercito del Norte, muy afecto a Belgrano. Como
gobernante de Salta fue un político progresista y de mucha sensibilidad para
los problemas sociales de sus paisanos. No tardó en tener profundas disensiones
con Güemes. Con esos encontrados intereses, que en el trasfondo sostenían los
estamentos terratenientes y de comerciantes de las demás provincias, es que se
produce el inevitable enfrentamiento del período anárquico argentino. En sus
comienzos y en ese río revuelto le pareció oportuno a Pedro Antonio de Olañeta,
invadir nuevamente Jujuy. En esa ocasión José Ignacio Gorriti derrotó la
vanguardia comandada por el coronel Marquiegui (abril de 1821). Luego
sobrevinieron los sucesos posteriores a la muerte de Güemes, y un período breve
de cierta estabilidad en el norte. Álvarez de Arenales volvió a ser, en 1823,
gobernador de Salta, sucediendo a José Ignacio Gorriti, y contó con la
colaboración del Dr. Teodoro Sánchez Bustamante. En ese mismo año Facundo
Quiroga se impone a los caudillos procedentes de las elites revolucionarias.
Hubo un Congreso en Buenos Aires, en 1824, donde descolló, pero sin que se
aceptaran sus tesis, el canónigo Juan Ignacio Gorriti. Fue un Congreso
constituyente y legislativo, que respetó las ideas federales pero también cayó
en las rencillas instrumentadas por los unitarios. Y desde 1826, cuando Quiroga
vence a Lamadrid, el jefe unitario -que casi muere en la batalla de Tala,
Octubre de 1826-, ya es incontenible la guerra entre federales y unitarios. La
cual origina la primera fase de la emigración a Bolivia.
Si me he detenido en la enumeración de los acontecimientos anteriores, es
porque ellos nos ayudan a comprender mejor el porqué de los empeños
anexionistas de los tarijeños que vieron en Bolivia una mayor seguridad para la
existencia republicana de nuestra región, y, a la vez, a fin de entender la
protección brindada, primero por el Mariscal Santa Cruz y, luego, la del
general Ballivian a los exiliados argentinos de tan notorias personalidades.
Pero ese exilio masivo en realidad comienza después de una serie de triunfos de
Facundo Quiroga, que culminan con la batalla de la Ciudadela, 4 de noviembre de
1831, donde vence abrumadoramente a Lamadrid, quien tiene que refugiarse en
Bolivia, con su familia, por expresa concesión del “Tigre de los Llanos”. Este
decreta el destierro de otros unitarios, con la excepción de Rudecindo
Alvarado, por el prestigio como gran colaborador de San Martín; quien sin
embargo, pronto se autoexilia. Quiroga hizo pagar caro a José Ignacio Gorriti,
quien había invadido La Rioja con una facción salteña, en 1829. Bazán dice al
respecto “Los políticos y militares unitarios emigraron a Bolivia”. Según la
expresión del canónigo Gorriti,” “huyeron así a bandadas”. Los hermanos
Gorriti, Alvarado -que decidió compartir la suerte de sus compañeros de causa-,
Marcos Zorrilla, Dámaso Uriburu, Facundo Zubiría y los ex-gobernadores de
Tucumán José Frías, y de Catamarca Miguel Díaz de la Peña, entre muchos otros,
salieron rumbo al exilio. Algunos ya no volverían. El presidente de Bolivia,
Mariscal Santa Cruz, condolido de sus desgracias, los ayudó con la suma de
15.000 pesos, entregada al general Alvarado para que fuera distribuida entre
los emigrados. Hizo todo lo posible para brindarles “la más generosa
hospitalidad”, a la cual contribuyeron los tarijeños.
Para terminar esta exposición, sigamos aún a A.R. Bazán: “Las guerras civiles
del Norte habían provocado una considerable migración de jefes militares y
dirigentes políticos de tendencia unitaria, sobre todo a partir de la batalla
de La Ciudadela. La lucha estaba planteada en términos crueles donde el vencido
era fusilado o proscripto. Eso estaba protocolizado en los términos del tratado
suscrito entre Heredia e Ibarra y en la idea persecutoria que expresa el
primero en sus declaraciones y correspondencia, pese a haber comprometido un
gobierno liberal a los tucumanos de su provincia y haber anunciado su
disposición a respetar las opiniones políticas cualesquiera que ellas fuesen.
Esa emigración se orientó mayormente a Bolivia, país que concedió un generoso
asilo y cuyas autoridades brindaron a los exiliados protección y también ayuda
para su decorosa subsistencia. Estaban frescos los vínculos del Norte con las
provincias “de arriba” sustentados en motivos sociales, culturales y
comerciales. Durante mucho tiempo el Alto Perú había sido el puerto seco del
Tucumán”.
“En rigor, la migración comenzó antes de La Ciudadela. Durante la guerra de
federales contra rivadavianos, el gobernador Arenales fue derrocado en 1827 por
el coronel José Ignacio Gorriti y se asiló en Bolivia, bajo la protección del
presidente Sucre.
La derrota de los restos de la Liga Unitaria, el 4 de noviembre de 1831,
provocó un éxodo masivo: Miguel Díaz de la Peña, Lamadrid, Facundo Zubiría, los
hermanos Gorriti, Javier López, Manuel Puch, Mariano Achá, José Frías y muchos
otros jefes y oficiales del ejército de La Madrid, que integran un total de 191
hombres. Varios ex-gobemadores. congresales nacionales, dirigentes políticos,
algunos de primer nivel intelectual, que significaron un drenaje sensible para
la vida social y cultural de las provincias. Años después, en tiempos de la
“Coalición del Norte” contra Rosas, el contingente se amplió
considerablemente.”
“En ese núcleo, y también en dirigentes salteños que permanecieron en el país
como Rudecindo Alvarado y Evaristo Uriburu, comenzó a germinar una idea
segregacionista”, continúa Bazán. “Si las Provincias Unidas no se habían
organizado constitucionalmente; si el sistema político era el que dictaba la
voluntad de los caudillos federales; si ningún hombre de la oposición tenia
seguros sus derechos, su propiedad y su vida, ¿por qué no gestionar la
incorporación de La Provincia de Salta a la nación boliviana, que había formado
parte del mismo cuerpo político? Estos fueron algunos de los razonamientos que
justificaban la idea. Unos hablaban de una incorporación lisa y llana, toda vez
que Salta no tenía comprometida su adhesión a una nacionalidad todavía
inexistente; otros sugerían que la forma apropiada sería pedir el protectorado
de Bolivia. Y hubo quienes, como Lamadrid, pensaron que había que salvar al
menos “las tres o cuatro provincias que nos quedan” —se refería a la Liga del
Interior- pues creo en último caso debemos primero ser bolivianos, que
pertenecer al bandalaje”. Esto lo escribía el 29 de mayo de 1831, desde su
campamento de Ojo de Agua, al gobernador de Catamarca Díaz de la Peña. “Por
esos mismos días (19 de junio de 1831), Evaristo Uriburu, gobernador delegado
de Salta, sugiere a Alvarado que para negociar la paz con las fuerzas de “la
Liga del Litoral” era preciso restaurar los límites del Virreinato del Río de
la Plata, sacando partido de las desinteligencias entre Perú y Bolivia, lo cual
lisonjearía a los porteños y a los bravos defensores de la Nación. Proponía
escribir a Gamarra, presidente del Perú, porque en su sentir era mejor “ser
señor que esclavo”. Y seguía: “Los hombres del Norte saben que de triunfar el
Litoral quedaba sellada la suerte de su vida económica, destinada a vegetar
según las pautas impuestas por los hombres de Buenos Aires”. Bazán prosigue:
“Es el problema que otro salteño puntualizaba con más claridad al gobernador
Rudencindo Alvarado: “Si este asunto… se lograse -se refiere a la recuperación
de las provincias altoperuanas- se consolidaría la república fácilmente, porque
se habría librado de ese padrastro -Buenos Aires-, se podría establecer la
capital en Tucumán, librando al gobierno del influjo pernicioso de los
comerciantes ingleses, la riqueza metálica de La Paz y Potosí equilibraría a la
de Buenos Aires, y los diputados de arriba a los de esta última ciudad”. El
proyecto de organizar a la nación sin Buenos Aires, contaba con las provincias
altoperuanas, tenía coherencia y sobre todo un sentido de afirmación americana
frente a la penetración comercial inglesa”. Sin embargo, esa supuesta
participación de “las provincias altoperuanas” no era cierta; porque, a lo que
sabemos, ni siquiera se las consultó, y ni aún si así se lo hubiese hecho no
creemos que ellas se avendrían a tal cosa, considerando que en la república del
general Santa Cruz ello no cabía.
Lo cierto es que Rudecindo Alvarado hace conocer a Santa Cruz, en julio de
1831, tales sugestiones o anhelos. En octubre, mientras negocia con el federal
Pablo Latorre, que le exige le entregue las armas y disuelva el Ejército del
Interior, Alvarado acota que tal exigencia no convenía “porque temía se
disgustase Salta y tratase de agregarse a Bolivia, para cuyo efecto había
poderosos agentes mandados por el presidente Santa Cruz”. ¿Quiénes eran esos
“agentes mandados por el presidente Santa Cruz? Bazán comenta: “El presidente
boliviano envió un agente ante el gobierno de Salta, pero con una finalidad
distinta. Con la intención de predisponer su ayuda, el general Alvarado le
advierte sobre la intención probable de invadir Tarija por gente desafecta a su
gobierno. Hallándose Santa Cruz en abierto enfrentamiento con el presidente del
Perú, una posible amenaza por la frontera sur podía resultarle de funestas
consecuencias. Para desbaratarla comisiona a Hilarión Fernández, quien entre
otros asuntos debe gestionar la incorporación de la división salteña del
ejército de J. M. Paz al ejército boliviano. De esta manera, “Salta mantendrá
en Bolivia un ejército libre de indignas seducciones, tendrá tranquilidad
interior y ocupará hombres beneméritos en la defensa de un país amigo cuya
existencia debe interesarle para sostener el equilibrio político de América”. Y
aquí tenemos la evidencia de lo que ya habíamos sugerido antes. Bazán dice
asimismo que “También le preocupa a Santa Cruz la acción en Salta de emigrados
bolivianos, como Aniceto Padilla y Ruperto Orozco, cuyos intentos sediciosos
pueden resultar nefastos para Salta y Bolivia”.
“Según Hilarión Fernández, a quien Quiroga se niega a reconocer como mediador
después de la Ciudadela, el estado de opinión de Salta respecto de su futuro
destino, era el siguiente: había un sentimiento casi general de agregarse a
Bolivia, persuadidos de las mejores ventajas que obtendría de su incorporación
a un país organizado que era, además, el mercado de sus producciones”. Pero,
“Santa Cruz declara categóricamente su rechazo a esa idea. No le interesa y
además lo inhibe un escrúpulo jurídico: “tampoco podemos admitirla sin
conculcar nuestras leyes y sin sancionar un principio anarquizador en el derecho
internacional”. Por estos motivos recomienda a su emisario “alejar con el mayor
cuidado esa idea de agregación”. Y con esto se dio fin a los deseos unitarios
de unirse entonces a Bolivia. Los inmediatos hechos que causaron sus desgracias
políticas, les obligaron a la dramática emigración; aunque ésta no tuvo tal
carácter una vez que fueron acogidos en Bolivia.
LA VISITA DEL MARISCAL SANTA CRUZ A TARIJA
Habíamos dicho que el Presidente Andrés de Santa Cruz firmó la Ley de 24 de
septiembre de 1831 que cambiaba la situación de Tarija de simple Provincia a
Departamento; aunque en el Congreso de 1834 se le siguió nominando como
Provincia. De todas maneras Santa Cruz designó a sus autoridades a la cabeza
del Prefecto y Comandante General: el coronel Bernardo Trigo, (quien antes
desde 1826, desempeñó el cargo de Gobernador). El coronel Trigo, a más de sus
andanzas políticas, fue un activo comerciante que sufrió altibajos en sus
negocios, precisamente por sus actividades políticas que le exigieron renunciamientos
personales, sobrellevados con la proverbial generosidad tarijeña. Al aceptar el
nombramiento de Santa Cruz, lo condicionó sólo “por cuatro meses”, con la
expresa renuncia de sus sueldos. Con igual desprendimiento, trabajó en la
organización de la administración del departamento; y para general beneplácito
de sus paisanos, su gestión se prolongó hasta 1832; siendo suplantado por don
Faustino Vacaflor.
En Abril de 1833 el Presidente Santa Cruz llegó de visita oficial a Tarija.
Poco antes había comunicado a sus viejos conocidos y apreciados amigos: el
general Francisco Burdett O’Connor, el teniente coronel Sebastián Estenssoro y
el ex-Prefecto Bernardo Trigo, así como a otros más, sobre sus varias veces
postergado deseo de regresar a la tierra donde había vivido inolvidables
experiencias desde su adolescencia. Tal vez recordando determinados detalles de
aquéllas, y algunos episodios que sólo él y muy pocos protagonizaron, dejó su
famosa circunspección y su poca efusividad durante las emotivas horas pasadas en
la Villa; donde toda la población lo recibiera con la inocente curiosidad y el
cariño que, en otros lugares, no se le brindara tan espontáneamente.
Heriberto Trigo Paz nos relata, en su pequeño libro “Santa Cruz y Tarija”,
sabrosos pormenores de esa visita. Desde el recibimiento transpuesto el río San
Juan, lugar donde comenzaron las series poco menos que interminables de
maniobras y muestras de las habilidades de los jinetes tarijeños, muchos de
ellos viejos montoneros de la gesta emancipadora. En San Lorenzo, por ejemplo,
por donde entró Santa Cruz y su séquito, se apostaron tres mil doscientos
jinetes, ocupando el camino “desde el río de Sella hasta la plaza de Tarija”:
la flor y nata de los jóvenes de la Villa y de las demás regiones cercanas que
se habían engalanado con uniformes y cabalgaduras de su propiedad. En la Loma
de San Juan, entre el apretujamiento de la gente, Santa Cruz y sus oficiales
descabalgaron e ingresaron al pueblo a pie. Y de esa alegría y de la emoción
por tantas sorpresas, ninguno de los visitantes pudo desatenderse. Entre los
huéspedes había varios que, como el Mariscal mismo, rememoraban episodios de
más de 16 años atrás, tristes algunos, gozosos los más, y todos imposibles de
olvidar, tal como lo hiciera José María de Velasco, el vicepresidente entonces,
que debió recordar la derrota que sufrió ante los montoneros del Moto Méndez; y
el apresamiento del joven oficial realista Andrés de Santa Cruz poco antes de
la Batalla de La Tablada. Pero no creemos que tales recuerdos hayan sido los
que les causaran más emociones a semejantes personalidades, sino, más bien,
como era natural en la casi idílica Tarija de esos tiempos, debieron ser
aquellos los más gratos de sus encantados amoríos -que sí los tuvieron.
El coronel Timoteo Raña, a la sola sugerencia del Presidente, con sus
oficiales, le brindó una tal demostración de destreza con sus cabalgaduras que
dejó pasmados a Santa Cruz y sus acompañantes, según lo destacan todos los
cronistas nuestros. Seguramente que los jinetes tarijeños se portarían en esa
ocasión a la altura de los míticos mongoles o de los cosacos, para causarle al
Mariscal tanto entusiasmo, acostumbrado como estaba a ver combatir a los
mejores oficiales de caballería de Sudamérica; pues, en efecto, luego de esos
ejercicios, dijo a los tarijeños que le pidieran lo que quisieran. Después,
atendió, con la solicitud y el interés que lo caracterizaban, las principales
necesidades de la región: medicamento para el Hospital “San Juan de Dios”;
mejoramientos de algunas escuelas y creación de otras; donación de su propio
bolsillo para restaurar y atender debidamente el “Asilo de Huérfanos”, que, en
1831, creara don Bernardo Trigo; contratos oficiales con los artesanos para el
aprovisionamiento del ejército nacional, y gravámenes de las tierras baldías
con destino al Tesoro departamental.
Santa Cruz tenía otros objetivos menos románticos que la tierna rememoración de
los sucesos de su juventud. En su bien meditada estrategia que buscaba allanar
los obstáculos para crear la Confederación Perú-Boliviana, era necesario
utilizar todos los medios posibles, comenzando por las gestiones diplomáticas
hasta la persuasión de las armas. Esta última parecía el único camino
inevitable con el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Y éste, no sólo recelaba de
los logros del Mariscal Santa Cruz, sino que preveía la conversión de Bolivia
en una potencia sudamericana; a más de saber muy bien que, entre las dos
naciones, también se interponían viejos cuestionamientos de límites nunca
debidamente atendidos, sin contar con la herida aún abierta de la pérdida de
Tarija, que no era un asunto desdeñable habida cuenta de lo ya comprendido por
José Antonio de Sucre: la situación geopolítica de peligrosa relevancia en un
conflicto armado. Asimismo a Rosas no le causaba ninguna gracia la simpatía y
la colaboración que Santa Cruz mostró sin ambages por algunas personalidades
enemigas del Restaurador y Dictador de Buenos Aires; callándose, pero, su
tácito visto bueno a las ocupaciones de tierras chaqueñas por los comerciantes
y hacendados rioplatenses. La deferencia de Santa Cruz con los exiliados del
norte argentino, contrastaba con la antipatía hacia ellos que no ocultaba su
vicepresidente Mariano Enrique Calvo, que al decir del genealogista e
historiador argentino, don Juan Isidro Quesada, simplemente “los odiaba”; por
ésto él fue uno de los instigadores de adoptar una política cerrada y fuerte
contra la Argentina, y no solamente contra Rosas.
Era imprescindible, pues, fortalecer las unidades del Ejército, e incorporar a
los más capaces oficiales tarijeños. Ese fortalecimiento implicaba proteger la
frontera sur del país; esto es, resguardarse de posibles incursiones militares
de la Argentina o, llegado el caso, tomar la iniciativa en la misma forma. El
reclutamiento de soldados y oficiales tendía a lograr una mayor eficacia
táctica en nuestras fronteras y, desde luego, elevar la capacidad profesional
del ejército. Santa Cruz sabía que en Tarija contaría con esos elementos en
sumo grado experimentados, tal como lo comprobara años antes. Así, por ejemplo,
el maduro e ilustre general Burdett O’Connor, jefe del Estado Mayor y ministro
de la guerra, a quien no hacía mucho le confiara la defensa de Tarija ante la
amenaza de una invasión por parte del caudillo riojano Facundo Quiroga, en
enero de 1832 (Nota: En noviembre de 1833, el Mariscal de Zepita vuelve a
designar Ministro de la Guerra y Jefe del Estado Mayor al general de brigada,
don Francis Burdett O’Connor; cargo que deja a principios de 1835, cuando Santa
Cruz requiere sus servicios en las campañas de consolidación de la
Confederación. Por su estado de salud, regresa a Tarija en 1837. Pero en mayo
de 1838 Burdett O’Connor colabora a Felipe Braum en la Campaña de Montenegro).
Junto a O’Connor se encontraba el coronel Bernardo Trigo Espejo, a quien
conocía desde que pelearan en bandos opuestos en Cotagaita, Suipacha y
Huaqui; y, posteriormente en las instancias de la anexión de Tarija. Pero
también en la Villa se encontró con otros conocidos suyos. Así, Timoteo Raña
que tan brillante actuación tendría en 1838. Raña un oficial de origen chileno,
había sido compañero de armas de José María Avilez en el regimiento de
caballería “Dragones Americanos” del ejército realista comandado por Pedro
Olañeta. Ambos se pasaron luego a las filas patriotas y combatieron
precisamente con el Mariscal de Zepita en la campaña peruana en 1820. En 1829
Raña sirve en un regimiento dirigido por el general Pedro Blanco. Y, a poco,
Velasco como presidente interino le da de baja, por lo cual tiene que retirarse
a Tarija a trabajar en su finca de Tolomosa. En 1832 el presidente Santa Cruz
lo reincorpora al ejército, nombrándolo jefe del Segundo Regimiento de
caballería en las instancias en que se esperaba la invasión de Facundo Quiroga.
Inmediatamente de su visita a Tarija, Santa Cruz lo llama para participar en
las campañas de la Confederación.
En cuanto a José María Avilez, a quien Santa Cruz distinguió como a uno de sus
mejores oficiales en aquélla campaña, no hemos obtenido datos ciertos de su
posible estadía en Tarija, durante la visita del Mariscal tal vez vino en su
escolta.
En la Villa, Santa Cruz tuvo la grata suerte de encontrarse con otro veterano
de las campañas peruanas que culminaron con la victoria de Ayacucho: el
entonces mayor Sebastián Estenssoro, que procedía de un noble linaje español y
había sido un esforzado oficial de las milicias gauchas de Miguel Martín de
Güemes en las luchas emancipatorias desde 1811. En Ayacucho combatió en el
regimiento “Rifleros” a las órdenes del general peruano Lara. Junto a
Estenssoro estaba en la Villa Tomás Ruíz, al que Santa Cruz conocía desde los
tiempos de las luchas contra los ejércitos auxiliares del Río de la Plata y en
la Tablada. En 1820 los dos se alistan en el ejército del Libertador San
Martín, y actúan en el ejército de Santa Cruz que colabora a José Antonio de
Sucre en la campaña de liberación del Ecuador, en 1821; y, luego, les cabe la
gloria de participar en Junín y Ayacucho. Ruíz, se retira a Tarija, en 1826, a
raíz de la merced del presidente Sucre que, para gratificarlo por sus
servicios, le concede unas tierras en “La Frontera”. Pero Santa Cruz, no bien
se hace cargo de la Presidencia, le reconoce su grado de coronel encargándole
el resguardo de la Frontera Sur.
Habían otros militares tarijeños que recibieron a Santa Cruz en su famosa
visita a la Villa. Fernando Campero, que tendría un papel definitorio en los
antecedentes de la contienda contra la Argentina de 1838. Era uno de los
descendientes del IV Marqués de Tojo y Yavi y, apenas adolescente, sirvió en
las milicias de su tío Miguel Martín Güemes. En 1825 se incorporó al ejército
de la Gran Colombia. Santa Cruz lo hizo su edecán y lo casó con una sobrina
suya: Tomasa Peña. Más adelante seguiremos ocupándonos de este singular
personaje de nuestra historia.
Camilo Moreno de Peralta, capitán del ejército boliviano en 1833, era otro
conocido de Santa Cruz. Bajo el mando del general Burdett O’Connor, fue oficial
instructor de 1830 a 1832 y seguramente se hallaba en Tarija cuando la visitó
el Mariscal de Zepita. Nacido en la Villa en 1802, descendía de dos familias
patricias. A los 24 años ingresó al regimiento de “Cazadores de Bolivia”, a
petición expresa del general Pedro Blanco; y poco después el Mariscal de
Ayacucho lo nombró, primero, alférez del mismo destacamento y, luego, teniente,
en abril de 1825. Y en mayo lo eleva al rango de capitán; por lo cual se deduce
que se había ganado la estima del presidente; y tanto fue así, que fue uno de
los oficiales que combatió en defensa suya cuando sufriera el aleve atentado en
1828, al lado de otro tarijeño de tan sólo 18 años: Celedonio Ávila.
El protagonista de muchos acontecimientos de la historia boliviana de la
primera mitad del siglo XIX, nació en 3 de mayo de 1810. Su padre fue don Juan
de Dios Hevia y Baca, de un viejo linaje hispano y coronel del ejército
virreinal y de doña Blasia Ávila, de quien no se conocen sino escasas noticias.
Hijo natural del coronel Hevia y Baca. Este lo recogió y lo puso al amparo de
la que sería abuela de Celedonio: doña Francisca Mealla, poco antes de morir en
un combate contra el guerrillero Camargo, en Tacaquira. Desde su infancia
Celedonio demostró poseer un espíritu muy vivo, una mente avizora y una gran
sensibilidad. Aprendió las primeras letras en una improvisada escuela de la Villa,
y llegó a ser auxiliar de su propio maestro, un ignoto señor Rojas. A los 16
años ingresó al ejército, de voluntario en el destacamento “Resguardo
Nacional”, destinado a Potosí por orden del Mariscal de Ayacucho. En seguida
pasó a servir en el Regimiento “Cazadores de la Frontera”; en el que ascendió a
cabo segundo, en febrero de 1827, y a cabo primero, en abril de 1828, cuando se
puso a las órdenes del general López de Quiroga, acompañándolo a Chuquisaca a
defender al presidente. Y es así que combatió contra los amotinados en la
Recoleta y ganó el grado de sargento segundo. En la casa donde fue alojado el
Mariscal Sucre, después de ser herido, el joven sargento Ávila con otros
compañeros de armas, evitó otro intento de asesinato contra Sucre. Este le concedió
un escudo con la leyenda “Fiel a la Constitución, 29 de abril de 1828”; escudo
del que nunca se separó, llevándolo en su uniforme. Desde 1829, y durante los
primeros días de la presidencia del Mariscal Santa Cruz, don Celedonio
permaneció en Chuquisaca. No se tienen noticias ciertas que hubiese acompañado
al presidente en su visita a Tarija. Pero sí sabemos que don Andrés de Santa
Cruz lo tenía en tan distinguida estima que, luego, se convirtió en franca
admiración por la actuación del tarijeño en la batalla de Uchumayo (febrero de
1836), donde fuera herido en su pierna derecha. A los pocos días también
recibió otras dos heridas, en la cabeza y en el pecho; en esa situación el
teniente coronel Fernando Campero lo auxilió e incorporó en su escuadrón “Guías”.
Así que, en Socabaya, nuevamente Ávila luchó con tal denuedo que, en septiembre
de 1837, el gobierno lo condecoró con una medalla de “Vencedor de Socabaya” y
un diploma de “Pacificador del Perú”. ¡No era pues gratuita la fascinación y el
aprecio que el presidente Santa Cruz sintiera por nuestro paisano!
Volvamos a la tan mentada visita a Tarija del presidente Santa Cruz, para
preguntarnos también ¿y qué sucedió con Eustaquio Méndez?
No hay constancia de una entrevista entre el Mariscal de Zepita y el ya
cincuentón montonero y coronel de la República. Lo que no se duda, y ya lo
sabemos, es que ambos personajes se conocían desde los primeros días del
proceso emancipatorio y, sobre todo, desde que el entonces oficial realista
Santa Cruz cayera prisionero unos momentos antes de librarse la batalla de la
Tablada. Posteriormente, en los trajines de la anexión de Tarija a Bolivia
-anexión que, como se ha dicho, sospechamos mucho tuvo que ver con Santa Cruz-,
Méndez y el ya Mariscal de Zepita, pudieron haber tenido alguna clase de
relación. Es pues raro que el Moto Méndez no hubiese concurrido al recibimiento
en San Lorenzo y en la Villa. Pero no lo es tanto el que no fuera invitado al
nuevo ejército crucista, si se tiene en cuenta que el antiguo montonero no era
precisamente un militar como los más disciplinados profesionales de los que se
rodeó Santa Cruz. O, quizá prevalecía la consideración de su delicado estado de
salud, consecuencia de las muchas heridas nunca sanadas. No obstante, todo
ello, participó -como veremos- en la campaña contra la invasión de Heredia.
Finalmente, sabemos ahora que el Mariscal encontró en la Villa a quien no hacía
mucho destinó castigado al Chaco. Se trataba de Manuel Isidoro Belzu (que tenía
solamente 22 años) arribó a Tarija, en 1830. Y precisamente aquí se casó, tal
en julio de 1832, con Juana Manuela Gorriti Zubiría. Esta era hija del general
José Ignacio Gorriti, a quien Belzu conoció a comienzos de aquel año. Gorriti
de una muy conocida y rica familia de Salta, era un notorio miembro de la “Liga
Unitaria”, que fundara el gran estratega argentino General José María Paz
-quien, como es sabido-, combatió también desde muy joven en las campañas
libertarias rioplatenses en el Alto Perú. José Ignacio había defenestrado,
luego de vencerlo en una batalla, al gobernador Arenales de Salta, en 1827; y
unos años antes, en 1823 venció al comandante español Marquiegui. Gorriti se
enfrentó a los caudillos provinciales amigos de Juan Manuel de Rosas; y, a raíz
de la derrota de la Ciudadela, en Tucumán, en noviembre de 1831, para no caer
en manos del vencedor Facundo Quiroga, con muchos otros militares y políticos
universitarios, entre ellos Lamadrid, buscó el exilio en Bolivia. Así vivió una
temporada en Tarija, y desde del casamiento de su hija Juana Manuela, se
trasladó a Chuquisaca, donde murió en 1834.
El Mariscal Santa Cruz, pues, se reconcilió con Belzu al encontrarlo en Tarija
y enterarse de su desempeño profesional. Cuando terminó su visita encargó al ya
capitán Belzu la inspección de todos los cuarteles del departamento, en
especial los de la frontera con la Argentina. Es lógico creer que Belzu conoció
por entonces los planes militares de Santa Cruz en la frontera sur.
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