Por: José Antonio Loayza Portocarrero / 28
de febrero de 2018.
Hace unos años viaje a Santivañez, antes Caraza, donde nació Simón I. Patiño,
mi intención era conversar con don Oscar Saavedra, de quien me dijeron era el
pariente autorizado para relatar su vida. Almorzamos juntos, y entre cuchara
que va y viene, me hizo muchas confidencias, entre las muchas, ésta singular
anécdota…
El año de 1878, Simón preguntó a su familia quién era su padre. Les dijo:
—Si Hilarión Daza lleva el apellido de su madre y no conoció a su padre; y
Mariano Melgarejo lleva el apellido de su madre y no conoció a su padre. ¿Por
qué yo no conozco al mío?
—Tu padre es el Dr. Julián Abasto ¿no te lo dijo tu madre?, dijo el tío Juan y
se retiró a dormir.
Días más tarde Simón partió de Cochabamba en un caballo y a media hora de trote
y a dos de galope llegó a Quillacollo. Pasó por las frondosas ramas encorvadas
por la lluvia y entró al templo donde los aldeanos piadosos encendían cirios y
soplaban incensarios logrando espesas humaredas. Rezó con tono reposado por el
padre de su padre y por el padre del padre de su padre que dio la vida por él y
formó su fe. Luego se santiguó, y salió a buscar la notaría de fe pública donde
atendía el Dr. Julián Abasto. Al entrar y verlo, sintió miedo, y con una
sonrisa menguada por la timidez, saludó:
—Doctor Abasto, buenos días... No sé si me reconoce...
— ¡Tienes algún pleito, o vienes por preguntar nomás!
—Soy Simón. Mi madre les dijo a los míos que usted es mi padre.
— ¿Yo tu padre? ¡Y quién es tu madre!
—Es María Patiño. María, como la madre de nuestro Señor.
— ¡Tu madre miente! ¡Yo no soy tu padre, tu padre será Quiroga, o Velasco, o
quién sabe!...
Simón salió de la notaría, bajó el escalón y chocó contra el pórtico. Su vida
estaba perdida, su mente se anubló de dolor, y con la fuerza divina que le
llegó de dónde, volvió a entrar. Lo miró a Julián Abasto como nunca había
mirado a nadie, y con los ojos achinados y una sonrisa punzante que le duraría
por siempre, le dijo con una voz candente y temblante:
— ¡Gracias doctorcito por librarme de esta angustia. Créame que por un momento
temí que me insultara diciendo que era mi padre. Uno sueña que su progenitor
sea un hombre de verdad, que no se esconda tras la cobardía. Considere esta
visita como una simple consulta, —y lanzó unas monedas sobre la mesa −, no es
nada, pero es cuánto vale su cortés atención. Hasta nunca doctor.
—Maleducado. ¡Fuera de aquí, piérdase por donde vino!...
— ¡Ya me buscará… y le devolveré sus palabras, soy Simón Patiño, no me
olvide!...
Simón subió al caballo, dobló la esquina y con el paso engañoso se alejó de la
frustración, y cuando ya nadie lo veía, se apoyó al pie de un sauce y se
enrolló igual que un feto dentro el vientre ausente y gimió como si el parto lo
expulsara a la verdadera vida y aspiró el primer sol de Orckupiña, el mismo sol
que hizo que las nubes parecieran estaños pulidos por la proximidad de la
luna...
ORURO, 30 AÑOS DESPUÉS, EN LA MANSIÓN DE LA CALLE DE LAS ARTES…
Simón caminaba con bata y mantón sobre las losas venecianas de su mansión.
Había descubierto unos años atrás, la mina de estaño más grande del mundo y era
el tercer millonario del planeta. Viajó a Cochabamba para presidir las
reuniones de su Empresa de Luz Eléctrica, facilitar donativos a varios templos
a nombre de él y de Albina, y sostener una reunión en la oficina del Banco
Mercantil, donde atendió además a personalidades que deseaban negociar y
conversar con él.
Un día antes de retornar a Oruro, el secretario que atendía las audiencias, le
dijo que en la agenda había un señor de avanzada edad que insistía desde días
atrás en darle una gran sorpresa. Simón después de averiguar quién era, sonrió
con su boca chueca antes de ordenar al secretario que acomode a la visita en su
despacho y los deje solos.
El anciano ingresó al escritorio más bello que jamás había imaginado, y se
sentó con las piernas cruzadas para conversar mucho tiempo, pero luego se
levantó radiante de gozo cuando ingresó Simón, y con su sonrisa de referencia
de haber si me recuerdas, le extendió sus dos brazos muy cordialmente; a cuyo
gesto Simón no correspondió, y le preguntó sin cortesía:
— ¡Tiene algún pleito o viene por preguntar nomás!
— ¡Simón... Hijito, soy tu padre, soy el doctor Julián Abasto... venga un
abrazo!
— ¿Mi padre? ¡Usted miente, yo no soy su hijo, su hijo será Quiroga, o Velasco,
o quien sabe!...
Simón acercó su nariz hasta la nariz del anciano, y con voz baja, incisiva y
mordiente, lo sentenció:
—Se lo digo ahora: doctorcito, si acaso no se lo dije antes: Cuando uno amanece
en la elevada cumbre, es imposible que distinga a los perros entecos del llano.
¿Entendió? —Pulsó el timbre y ordenó al secretario que acompañe al fulano hasta
el portón de la caballeriza y no lo deje entrar más.
Pero después de la dulce mermelada vino el triste amargo. El gerente del banco,
don Juan G. Graue, tuvo el encargo de invitar a Simón, a nombre de los
empleados, a una recepción antelada en una respetable quinta de la calle
Comercio, muy cerca al banco. Esto fue después de haber tratado inútilmente de
conseguir el salón del Club Social, donde los decentes, sentados en las
dormilonas de la residencia de quien fuera el más prestigioso patriota, don
Francisco del Rivero, se negaron a prestarlo por su condición de mestizo…
¿Mestizo, decente? ¿Acaso el alcahuete de traje, moño y copete es decente?
¿Acaso no vende a ocultas su delicioso jigote el decente de erguido cogote?
No es la piel la que hace al decente, ni el fajo de dinero que hace al decente.
Es la humildad en el orgullo y el orgullo en la humildad que hace al decente.
A la hora de la recepción, después de los saludos de circunstancia y las
expresiones de encomio, apareció en el salón un caballero muy distinguido de
apellido Velasco, vestía traje gris, quizás plomo, y una vez que encargó al mozo
su sombrero y su bastón con pomo de porcelana, se dirigió a la concurrencia con
la soltura de quien acostumbra dar la primicia de un brindis y habló casi
deletreando:
— ¡Distinguidos señores, levantemos nuestra copa de champaña, en homenaje a la
viva raíz y a la sangre que se reencuentra nuevamente! ¡Brindo por mi hermano
de padre, por Simón!...
En ese instante, Simón se levantó aparentando no haber oído nada. Rechazó los
pasteles de natilla, la copa de champaña, e indicó que se retiraba a descansar,
pues al día siguiente tenía que partir a Oruro para atender otros asuntos. Él
sabía que esa eventualidad ocurriría, lo que no sabía era cuándo, ni que su
gesto de disgusto había sido tan notorio que no pasó desapercibido.
Al día siguiente partió sin dejar de ver a través del cristal el rostro de
Velasco que por suerte se fue diluyendo entre la veloz floresta hasta perderse
en la cuesta agreste y pedregosa donde los pajonales ya cimbraban de frío.
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