EL GRITO NO GRITADO / MUERTE DEL PROTOMARTIR PEDRO DOMINGO MURILLO


Por: José Antonio Loayza Portocarrero‎ publicado en: SIGLO Y CUARTO, Documentos Históricos el 2 de marzo de 2018. 

29 de enero de 1810. 8:30 de la mañana. El reo Pedro Domingo Murillo salió del templo de Santo Domingo, vestido con un saco de misericordia de bayeta blanca, sentado en un zurrón arrastrado a la cola de un asno conducido por el verdugo, tras de él ocho reos condenados. Al llegar a la plaza abrazó a su hija Tomasa, de 19 años, quien la noche anterior durmió abrazado a los pies de su padre para darle calor, éste le entregó un anillo diciéndole: Conserva esta única prueba de mi cariño, y recuerda siempre que la tea que dejo encendida nadie la apagará…

José Manuel Goyeneche, el Brigadier realista, se presentó esa mañana en el balcón del Palacio Episcopal, cubierto por una sombrilla milanesa con empuñadura dorada que sostenían dos protectores de fornidos brazos. Una vez que vino el heraldo y anunció su presencia, saludó a los mirones con una adormecida cortesía, se quitó la capa que tenía la forma preciosa de un abanico y un ancho de gloria española siendo arequipeño. Al rato desapareció el gentilhombre y apareció el oscuro juez observando las horcas, sonrió con una vaga e incierta sencillez, satisfecho de sí mismo y contento de cuanto hizo, pero la ciudad estaba ausente, algunos se apostaron temprano en los techos y en las bocacalles, donde los realistas emplazaron cuatro cañones en las esquinas de la Plaza de Armas. El amo de las vidas que hasta entonces permaneció en silencio con un cansancio fatigado adrede, levantó la mano y dio la señal de muerte, y desde el caserón vetusto del Seminario Conciliar, nueve sentenciados marcharon tras un guaripolero soportando con valor su martirio, Goyeneche quiso verlos quejumbrosos, vencidos, y que al pasar debajo del balcón le griten perdón, los nueve pasaron sufridos pero en silencio.

Una noche antes Goyeneche dictó su fallo, su poder obstinado y pálido, ordenó: “Condenados a la pena ordinaria de horca, a la que serán conducidos arrastrados a la cola de una bestia de albarda y suspendidos por manos del verdugo, hasta que hayan perdido la vida, precedida que sea la degradación militar del subteniente Sagárnaga con arreglo a las ordenanzas de S.M. después de las seis horas de su ejecución, se les cortarán las cabezas a Murillo y Jaén, y se colocarán en sus respectivas escarpias construidas a este fin, la primera a la entrada del alto de Potosí, y la segunda en el pueblo de Coroico para que sirvan de satisfacción a la Majestad ofendida, a la Vindicta pública del Reino...”.

Cuatro tambores con parches destemplados redoblaron una marcha fúnebre, y detrás de los tambores iba Murillo, sentado en un serón de cuero, arrastrado por un asno de albarda. Antes que lo aliste el verdugo le quitaron los grillos, subió al patíbulo y le colocaron en el cuello la soga inmortal, no dijo nada y de un jalón fue levantado como una bandera, le saltaron los ojos, su lengua quiso gritar, quiso pisar el suelo y su cuello se quebró dejando todo cuanto su vida era... Luego uno a uno, siguieron la misma ruta: Antonio Figueroa, Melchor Jiménez, Apolinar Jaén, Ventura Bueno, Juan Basilio Catacora, Mariano Graneros, Gregorio García Lanza, y Juan Bautista Sagárnaga. A unos los colgaron, a otros les dieron garrote, pero cada cuerpo se arrebató y de ese arrebato salieron ardorosas llamas como si fueran antorchas incubando promesas de libertad, y el flameante fuego corrió por los arrabales, por las pampas, por los ríos, por los montes, por toda la América, para no apagarse nunca, para no morir jamás...

¿Pero en verdad Murillo dijo: Compatriotas, la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar?

En las escuelas nos enseñaron así. ¿Será que muchas cosas se impostan por esa fibra romántica que poseemos? Entre otras cosas nos enseñaron que Túpac Catari, dijo: “Volveré y seré millones”. En 1951 el escritor Howard Fast, que publicó Espartaco, sostuvo que esa frase la dijo él en 1962. José María Castiñeira, escribió en homenaje a Eva Perón, una poesía que dice:

Yo he de volver como el día
para que el amor no muera
con Perón en mi bandera
con el pueblo en mi alegría.
¿Qué pasó en la tierra mía
desgarrada de aflicciones?
¿Por qué están las ilusiones
quebradas de mis hermanos?
Cuando se junten sus manos
volveré y seré millones.

En verdad muchas frases nunca fueron dichas o escritas por quien dijo o escribió. Por ejemplo Maquiavelo jamás escribió en “El Príncipe”: El fin justifica los medios, esas fueron palabras de Napoleón. Tampoco Miguel de Cervantes, dijo: “Sancho, los perros ladran porque cabalgamos”, eso fue escrito por el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe, quien en 1808 publicó el poema titulado “Ladran”, el cual se aproxima a la frase posteriormente modificada.

En busca de fortuna y de placeres
Más siempre atrás nos ladran,
Ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
Por siempre acompañarnos
Pero sus estridentes ladridos
Sólo son señal de que cabalgamos

El supuesto grito no está consignado en la memoria de ese fatídico día, sólo dice que después de la ejecución se le cortó la cabeza a Murillo y el cadáver fue recogido por los padres hospitalarios de San Juan de Dios, y enterrado al pie de un altar. Pero además no tenía a quien gritar, la plaza estaba llena de realistas y no de compatriotas.

Hoy vive la frase y tiene varias versiones: "No apagarán la tea que he encendido”, "El fuego por mí encendido no se apagará en América jamás.” Actualmente varios escritores hacen mención a la frase en diferentes formas sin citar fuentes. Ismael Sotomayor asegura que el patriota dijo: "Esta velita que dejo encendida para San Antonio no me la han de apagar”. La literatura julia de entonces, no hace mención a la frase de Murillo.

Tampoco existe un documento o informes oficiales y memorias militares de entonces que hagan referencia a ella. Para colmo los textos realistas se atribuyen la frase. Existen informes como el de Goyeneche en Memorias del Virrey Abascal, que dice: "la tea de la revolución corría por todas partes, hallando en los ánimos seducidos de los incautos, materia apta para su propagación”.

¿Pero qué sucedió en verdad? En la obra escrita “Estirpe y genealogía del protomártir Pedro Domingo Murillo”, por el historiador boliviano Arturo Costa de la Torre, en la página 301, además del testamento de Tomasa Murillo Durán, y la crónica en el periódico “El Comercio” del 16 de julio de 1885, “Recuerdo de los mártires del año 1809 y de los patriotas que lucharon por la independencia americana”, el Cnel. Félix Eguino, hijo de la heroína Vicenta Juaristi Eguino, ratifica el diálogo ocurrido en la prisión entre Pedro Domingo Murillo y su hija Tomasa, y tal parece que esa crónica es un advertido de que el grito jamás fue gritado.

Tomasa murió en la mendicidad el 14 de abril de 1860. Unas cuantas paladas cubrieron para siempre ésta triste historia junto al anillo del gran protomártir… y la verdad del grito no gritado.

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