Por: Roger Pita Pico. / Tomado de: http://www.revistacredencial.com/credencial/historia/temas/la-marquesa-de-solanda-y-el-general-antonio-jose-de-sucre
Mariana Carcelén y Larrea nació el 27 de julio de 1805 en
medio de una aristocrática familia de la ciudad de Quito. Hija de Teresa de
Larrea y de Felipe Carcelén y Sánchez de Orellana, séptimo marqués de Solanda y
quinto marqués de Villarrocha. Era la segunda de siete hijos y heredó de su
padre los títulos nobiliarios y la crecida fortuna.
Su romance con el gran mariscal
El general Antonio José de Sucre, con su fama de héroe y
galante, gozaba de una gran admiración entre las mujeres. Según su biógrafo
Alfonso Rumazo, en materia sentimental era “hombre de buen gusto y exigente”.
Mariana lo conoció en mayo de 1822 cuando entró aclamado por las multitudes de
Quito luego de haber triunfado en la batalla de Pichincha. En 1826, el gran
mariscal quiso saber la opinión de Bolívar sobre este noviazgo, recurriendo a
él no como jefe sino como padre y amigo. Con esta consulta, quería asegurarse
de no afectar los planes políticos del Libertador quien al final se tornó
comprensivo, aunque lamentó perder el constante apoyo de su pupilo.
Mientras cumplía con sus funciones presidenciales en
Bolivia, Sucre mantuvo en la distancia su relación amorosa, renovada a través
de un intenso y apasionado intercambio epistolar. No obstante, de manera
simultánea, entabló tres relaciones amatorias en Guayaquil, La Paz y
Chuquisaca. En esta última población estrechó vínculos sentimentales con doña
María Manuela Rojas, romance que le acarreó al cumanés serias complicaciones
por cuanto esta mujer se hallaba comprometida con Casimiro Olañeta. El
engañado, quien había sido consejero de Sucre, jamás le perdonó esta aleve
traición y eso lo llevó a maquinar un atentado que se materializó el 18 de abril
de 1828, insuceso del cual su víctima salió malherida.
A pesar de estas aventuras, en el fondo, Mariana seguía
siendo la mujer de sus afectos. En medio de un ambiente político lleno de
rivalidades, la firme intención de Sucre era retirarse de la actividad pública
y reunirse con su amada. Finalmente, otorgó poder al coronel Vicente Aguirre
para que lo representara a fin de oficializar el compromiso nupcial que tuvo
lugar en Quito, justo dos días después de sufrir el atentado en Chuquisaca. El
30 de septiembre arribó a Quito a disfrutar por primera vez de su vida
conyugal. Bolívar deseaba que el más preciado de sus lugartenientes viera
cristalizados sus sueños: “Ojalá sea usted más dichoso que los héroes de la
Grecia cuando tornaron de Troya. Quiera el cielo que usted sea feliz en los
brazos de su nueva Penélope”. La cotidianidad marital de la marquesa y del gran
mariscal transcurrió entre la mansión en Quito y las estadías temporales en la
hacienda El Deán, en medio de un ambiente apacible y al margen de las intrigas
políticas. Mariana aprovechó este tiempo para acercarse a la familia de su
esposo, especialmente a su cuñado Jerónimo.
En enero de 1829, salió Sucre para la campaña de Tarqui y
regresó a casa a principios de marzo, cuando su esposa estaba encinta. El 10 de
julio y, tras un complicado parto, nació Teresa, el fruto del matrimonio
Sucre-Carcelén. Al progenitor no le agradó mucho que hubiese sido niña y así lo
hizo saber en repetidas ocasiones, pues confesó haber preferido “un soldado
para la Patria”, es decir, un fiel heredero de su grandeza y valor heroico. Muy
decepcionado se sintió Bolívar al no ser él el escogido como padrino de
bautizo, a lo cual Sucre se esmeró por excusarse, ofreciéndole en nombre suyo y
en el de Mariana las expresiones de agradecimiento por tantas muestras de
afecto.
Al parecer, no todo era dicha para la pareja. La marquesa no
había resultado muy hábil para el manejo de los caudales heredados. Se sabe
incluso que se negó a pagar una contribución forzosa, aporte que finalmente debió
efectuar Sucre. En varios momentos, él se sintió desesperado ante los tropiezos
que había experimentado en su intento por afianzar unas sólidas bases
económicas que le aseguraran un mejor futuro a su primogénita.
Pese a sus intenciones de llevar una vida familiar, Mariana
queda nuevamente sola tras ser requerido su marido para sofocar la sublevación
del general José María Córdoba. Ella se opuso a esta nueva partida tras
experimentar durante esos días una difícil coyuntura en razón al deterioro de
su salud por haber padecido sucesivas cirugías y al peligro que significaba el
abrupto abandono de los negocios familiares. Finalmente, la tarea militar
encomendada fue descartada y, en cambio, Sucre fue llamado como diputado por
Cumaná al Congreso Admirable convocado en Bogotá. En noviembre de 1829, poco
antes de abandonar Quito, dejó firmado su testamento declarando a su hija
Teresa como heredera universal. Aún hoy persiste el dilema de por qué excluyó a
su esposa. Autores como Rumazo sostienen que lo hizo en prevención a que ella
enviudara y volviera a casarse, con lo cual la pequeña quedaría desamparada.
Lo cierto es que esta sería la última vez que la marquesa
vería a su ser amado. Durante el viaje, ella seguía muy presente en la mente de
Sucre y él así se lo hizo saber: “Te escribo (…) para decirte que te pienso
cada vez con más ternura, para asegurarte que desespero por ir junto a ti; para
pedirte que por recompensa de mis delirios, de mi adoración por ti, me quieras
mucho me pienses mucho (…) Todo, todo, todo lo pospondré a dos objetos: primero
el complacerte, y segundo, a mi repugnancia por la carrera pública. Solo quiero
vivir contigo en el retiro y en el sosiego. Me alegraré si puedo con esto darte
pruebas incontestables de que mi corazón está enteramente consagrado a ti, y de
que soy digno de que busques los medios de complacerme y de corresponderme”. En
una misiva posterior, confesó estar cada vez más enamorado de su esposa. Para
complacerla en la distancia, él había recomendado a su edecán que le consiguiera
unos brillantes y a su hermano Jerónimo que le comprara unas perlas, pero este
último obsequio llegó tarde a su destinataria.
El crimen de Berruecos y el ocultamiento de los restos
Tras cumplir la misión política encomendada por el Congreso,
el cumanés emprendió su larga travesía de regreso manteniendo su anhelo de
llegar a su hogar antes de su onomástico. Estas intenciones se vieron truncadas
tras caer asesinado el 4 de junio de 1830 en las montañas de Berruecos, muy
cerca a Pasto. Para algunos fue un crimen político mientras que para otros fue
de tinte pasional, lo cierto es que aún no se ha esclarecido por completo.
Mariana quedó viuda a los 25 años y su hija tenía tan solo once meses de edad.
Ella redactó a las pocas semanas una enérgica carta al general José María
Obando, acusándolo de haber tramado el homicidio.
Al saberse la fatídica noticia, un grupo de payaneses
remitió a la marquesa un mensaje de condolencia. En su nota de pésame, esto le
escribió el Libertador: “No concibo, señora, hasta dónde llegará la opresión
penosa que debe haber causado a usted esta pérdida tan irreparable como
sensible (…) Todo nuestro consuelo, si es que hay alguno, se funda en los
torrentes de lágrimas que Colombia entera y la mitad de América deben a tan
heroico bienhechor”. En medio de su tribulación, la viuda halla una luz de
consuelo en estas elogiosas palabras y prepara una contestación no menos
sentida: “Usted perdió un amigo leal que conocía sus méritos, y yo un compañero
cuya triste memoria amargará los días de mi vida”.
En reverencia a la voluntad testamentaria del gran mariscal,
la marquesa le anunció al Libertador el envío de la espada que el Congreso de
Colombia le había concedido a su marido por el triunfo alcanzado en la batalla
de Ayacucho. Bolívar finalmente sugiere que tal obsequio lo reciba la pequeña
Teresa y decide además rendir un homenaje a Mariana confiriéndole el título de
“Su Excelencia la Gran Mariscala de Ayacucho”.
Con el fin de rescatar el cuerpo del general inmolado y
evitar que fuera profanado o cayera en manos de los enemigos, Mariana imparte
órdenes a Isidro Arauz, el mayordomo de la hacienda El Deán y al sargento negro
Lorenzo Caicedo para que lo ubicaran y lo trajeran a escondidas. Después de
esto, los despojos mortales fueron enterrados con máxima discreción en el
oratorio de la capilla de la hacienda. La marquesa, sin embargo, hizo circular
la noticia de que los restos yacían en la iglesia de San Francisco de la ciudad
de Quito, con lo cual distrajo en forma hábil la atención de los investigadores
y curiosos. De manera sigilosa, ordenó luego trasladarlos hasta el convento del
Carmen Bajo, siendo sepultados en el altar de la iglesia. Según los testimonios
de las monjas de esta congregación, Mariana solía venir a llorarlo
desconsoladamente y mandó celebrar varias misas por el eterno descanso de su
alma.
Tras una larga búsqueda por parte del gobierno venezolano y
de la familia del gran mariscal, finalmente en 1900 fueron hallados los restos
ocultados por la marquesa durante siete décadas. El descubrimiento se dio
gracias a la revelación que hizo poco antes de morir la quiteña Rosario
Rivadeneira. Sobre el ataúd, la comisión de médicos forenses halló un vestido
negro de seda que se presume era de Mariana. El 4 de junio, fecha que coincidía
con el aniversario del sacrificio del general, fue conducido el féretro desde
el convento hasta la iglesia catedral de Quito. Allí se le rindieron los
honores póstumos de rigor. La oración fúnebre estuvo a cargo de Federico
González Suárez, obispo de Ibarra, quien hizo alusión al devoto amor de la
viuda: “La dignísima marquesa de Solanda lloraba callando, cumpliendo, como Ezequiel,
la orden de Dios de gemir en silencio (…) Aquella guarda celosa, vigilante del
cadáver, constará siempre como rasgo de gran altura y nobleza. Hay allí una
medida del dolor”.
Nueva vida marital y el ocaso de sus días
El 16 de julio de 1831, cuando apenas cumplía poco más de un
año de luto, la joven Mariana se casó con el general granadino Isidoro Barriga,
quien había sido subalterno de Sucre durante la campaña del Perú. Sin duda,
esta fue la más controvertida de sus decisiones. Según el historiador Grisanti,
ella había incurrido en un “adulterio moral”, pues la costumbre de la época era
consagrarse a la castidad en respeto a la memoria del ser querido o dejar pasar
al menos cinco años antes de volverse a casar. Para otros, como Rumazo, Mariana
era aún joven y su vida no podía detenerse. Cabe recordar que el general Obando
ya había acusado a Barriga del asesinato por estar interesado en casarse con la
acaudalada marquesa.
Al cabo de unos meses de celebrado este lazo marital, un
hecho trágico enlutaría de nuevo a Mariana: el fallecimiento de su pequeña
Teresa que fue enterrada al lado de su padre. Algunos documentos indican que
fue de muerte natural, pero circularon fuertes rumores que culpaban a Barriga
por habérsele caído del balcón cuando jugaba con ella, acción que según algunos
se planeó con el propósito de eliminar a quien fuera la única heredera de
Sucre. Otras versiones le imputan a Barriga una doble culpa ya que
aparentemente se hallaba en estado de beodez.
Fruto del amor de Mariana con el general Barriga, nació en
1832 su hijo Manuel Felipe. Al año siguiente, los negocios de la marquesa
registran un claro retroceso. La hacienda de La Huaca y sus demás bienes se
hallaban comprometidos en deudas y litigios. Barriga no había demostrado ser un
buen administrador y llegó incluso a sugerirle a su esposa pedir una ayuda
económica al gobierno de Bolivia. En 1850 la marquesa enviudó por segunda vez.
Su patrimonio no mostraba signos de recuperación y mucho menos con los despilfarros
y la vida disipada de su hijo. A Mariana tampoco le agradó el hecho de que este
joven se casara con la hija del general Juan José Flores, de quien existían
sospechas de estar involucrado en el asesinato del gran mariscal.
Una década más tarde, el 15 de diciembre de 1861, la
marquesa falleció a los 56 años en la hacienda La Delicia “(…) con todos los
auxilios de la Santa Iglesia, adornada de virtudes, especialmente de la caridad
para con los pobres; sentida y llorada casi por todo el lugar”. Solo once meses
compartió Mariana vida marital con el gran mariscal. Una mujer que aceptó
grandes desafíos y enfrentó con firmeza los señalamientos de una sociedad
anclada en los convencionalismos de la época. Como si presintiera el fatídico
sino, ella hizo todo lo que estuvo a su alcance para que Sucre se alejara de la
vida política pero, al final, se impuso en él el afán de servicio a la patria.
Referencias
Rumazo González, Alfonso. Sucre,
biografía del gran mariscal, Caracas, Presidencia de la República, 1995, p.
265.
En la mitología griega, Penélope era la
esposa de Ulises a quien esperó sin importar el tiempo que fuera.
Salcedo-Bastardo, J. L. (Comp.). Antonio
José de Sucre. De mi propia mano, México, Biblioteca Ayacucho, 1995, pp.
380-381.
Pesquera Vallenilla, Vicente. Rasgos
biográficos del gran mariscal don Antonio José de Sucre, Barcelona, Editorial
Maucci, 1910, pp. 175-177.
Luna Orosco, Javier. “Necropsia de los
restos mortales del mariscal Sucre”, en Archivos Bolivianos de la Historia de
la Medicina, Vol. 5, No. 2, La Paz, julio-diciembre de 1999, p. 11.
Grisanti, Ángel. El Gran Mariscal de
Ayacucho y su esposa la Marquesa de Solanda, Caracas, Imprenta Nacional, 1955,
p. 103.
Flores y Caamaño, Alfredo. Objeciones históricas, Lima, Editorial Salesiana, 1960, pp. 120-128.
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