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El Gral. Hugo Ballivián presidia la junta de gobierno derrocada el 52. / Página Siete. |
Por Cecilia Lanza Lobo / Publicado originalmente en Página
Siete, el 8 de abril de 2018.
La oligarquía sobretodo terrateniente y vinculada a la
minería no pudo superar la crisis política desatada por la contienda del Chaco
(1932-1935). El gobierno de Gualberto Villarroel, estrechamente vinculado al
Movimiento Nacionalista Revolucionario, había alentado reformas estatales que
afectaban los intereses de los grandes mineros, y en 1945 se había llevado a
cabo el Primer Congreso Indigenal que agudizó la inquietud social
particularmente en el área rural. Distanciado del MNR, Villarroel fue asesinado
por una turba que impuso a los últimos gobernantes conservadores. En las
elecciones de 1951 gana el MNR con Víctor Paz Estessoro, pero el
presidente Urriolagoitia desconoce el resultado y, por tanto, la Constitución
Política del Estado, y entrega el gobierno a una junta militar presidida por el
Gral. Hugo Ballivián. Este proceso dio lugar, finalmente, a la insurrección
popular y política del 9 de abril de 1952 que inicia la época del nacionalismo
revolucionario.
Somos los hijos y los nietos de ese país indio y mestizo que
comenzó –espantado- a mirarse marrón allá por la Guerra del Chaco (1932-1935) y
acabó por asumirlo a regañadientes y en batalla campal con la Revolución de
1952 cuando se decidió enfrentar a la oligarquía dominante, minera, feudal, militar,
–desde afuera o incluso desde adentro- y acabar con sus privilegios a favor de
los ninguneados de siempre, aquellos que trabajaban para el patrón,
semiesclavos, que no elegían a sus gobernantes, que no sabían leer ni escribir,
que miraban desde abajo, que eran nada, nadies. De ser indios pasamos a ser
campesinos y obreros y, voto universal mediante, comenzamos a ser
ciudadanos.
Cómo no celebrar semejante epopeya. La Revolución de 1952 nacionalizó las
minas, definió la reforma agraria, la reforma educativa y la diversificación
económica. Fue, sin duda, una revolución política, claro, pero fue sobre todo
una revolución profundamente social. La Revolución del 52 cambió el país para
siempre.
Pero a pesar de sus pretensiones –o precisamente por eso- se dice
que aquel fue un proceso inconcluso. Cierto. Uno de sus pilares fundamentales,
la Reforma Agraria, evidentemente fue abandonado a medio camino y, por
confesión del propio Paz Estenssoro, dejó de ser prioridad en la Agenda de la
Revolución. Y lo que sucedió fue una paradoja: las tierras devueltas y dotadas
a los campesinos, sin políticas públicas de sostenimiento, fueron (semi)
abandonadas y comenzó la migración a las ciudades. No sólo fue una cuestión de
supervivencia, sino de imán natural y parte del proceso mismo de
ciudadanización propuesto por la propia Revolución: la ciudad se erigió en
espacio de oportunidades, con sus luces y sus sombras. Fue un proceso lento
pero seguro.
65 años después, siete de cada 10 bolivianos vive en las ciudades. Dicen que
somos “multiresidentes” con “multiactividades”: vivimos yendo y viniendo del
campo a la ciudad para sembrar, cosechar o bailar; que por lo tanto ya no somos
sólo campesinos sino también y, al mismo tiempo, comerciantes y minibuseros.
Cholos. Todavía vivimos con un pie en el campo, así sea en nuestra memoria.
¿Cómo se construye la ciudadanía de aquellos nietos y bisnietos del 52?,
pregunté al sociólogo Daniel Mollericona y él respondió con otra pregunta:
“¿Cuál es tu pueblo?”
Recordamos ese evento histórico fundamental que fue la Revolución de 1952 con
tres textos. El primero: la revolución misma. Algunos testimonios de la
balacera del 9 de abril en el barrio paceño de Miraflores, donde sucedió buena
parte del meollo de la contienda por la proximidad del cuartel general del
Ejército y la ubicación estratégica del cerro de Laikacota. El segundo: la
despedida. Una crónica del entierro de Juan Lechín, el año 2001, cuyo
simbolismo es fundamental: el cambio de guardia sucedido aquel día, cuando los
mineros que custodiaban el féretro del líder de los obreros aceptaron que los
miembros de la Policía Militar tomaran su lugar. Mineros y clase trabajadora se
habían enfrentado a los militares, guardianes históricos y miembros ellos
mismos de las élites dominantes, aquel abril de 1952. Con la muerte de Lechín,
ese agosto de 2001, se enterraba un pedazo de historia, sólo un pedazo, pues
las piruetas del destino siguen hoy acompañándonos, entre mineros y uniformados
disputando o compartiendo el poder. El tercer texto abre la puerta a la
reflexión sobre el proceso de ciudadanía de los nietos y bisnietos del 52:
¿Cuál es tu pueblo?
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