Parque Bolívar (Tarija principios de siglo XX) |
Por: Edgar Ávila Echazú. / Este artículo fue publicado originalmente
en Cántaro, del matutino tarijeño El País, el 27 de enero de 2019.
Creada la República de Bolivia, se procedió a su
organización política, dividiendo su territorio de acuerdo a la estructuración
francesa, en departamentos que, a su vez, tenían provincias, cantones y
vicecantones; estos últimos suprimidos poco después. La República era Unitaria,
con tres poderes cuyas funciones estaban bien delimitados: El Ejecutivo o
gubernamental, el Legislativo, con dos Cámaras, y el Judicial. En la primera
bandera boliviana había cinco estrellas que simbolizaban los departamentos de la
República: Chuquisaca, La Paz, Cochabamba, Potosí y Santa Cruz. En el
departamento de La Paz se incluía a Oruro; y en el de Potosí, al Litoral; y en
el de Santa Cruz a las regiones de Moxos y Chiquitos, sin denominarlas
provincias o cantones. En cuanto a Tarija, como no podía ser de otra manera, ni
se la mencionaba.
Una vez que los diputados por Tarija fueron admitidos en el
Congreso Constituyente de 1826, el 26 de septiembre para ser precisos; y
concluidos sus trámites de su anexión; o “reincorporación” como decían los
bolivianistas, ¿qué lugar en la división política, o qué designación
administrativa le tocó? En esos días de euforia y de complacencia política,
ninguno en absoluto. Ningún poder administrativo, y menos aún los juristas que
definirían la legalidad y el cabal ejercicio de los derechos de cada
departamento y provincia de Bolivia, se preocuparon por determinar la situación
de Tarija.
Sin embargo, en los papeles administrativos que a ese
territorio se referían, así como en aquellos que se ocupaban de las relaciones
internacionales de Bolivia con las naciones y Estados vecinos, se designaba a
Tarija como “provincia”. Y en otros más se la llamaba “Territorio”, como al del
Litoral. Pero teniendo en cuenta las definiciones de la administración o del
orden político-administrativo adoptadas en aquel año (1826), ¿a qué
departamento
pertenecía Tarija?. Porque entonces no se reconocía ninguna
Provincia autónoma. En Enero de 1827, para que fuera capital de la “Provincia”,
se eleva a la Villa al rango de ciudad, mediante decreto del Mariscal Sucre.
Para colmo en la organización constitucional boliviana se le
señaló “al distrito de Tarija” una mínima representación en las cámaras
legislativas. Lo cual se mantuvo hasta ¡1878!, cuando se acuerda que todos los
departamentos debían tener dos representantes en el Senado.
Esa indeterminación jurídico-administrativa contrastaba con
la que el Congreso argentino había acordado en 1826: Tarija era denominada
Provincia con igualdad de derechos a las demás de la República Argentina; y,
por ello, como se ha dicho, se le asignó dos diputados y dos senadores en el
Poder Legislativo. Dentro de la estructura jurídica y política del Estado
argentino Tarija tenía una más concreta y elevada situación que en el impreciso
orden administrativo boliviano.
Hubo otro anacronismo administrativo: todos los
departamentos bolivianos eran dirigidos en lo político por un Prefecto y
Comandante Militar, siempre de acuerdo o copia del orden político-territorial
francés. En cambio, en Tarija se mantuvo la “gobernación” hasta 1831. Aunque
esos tanteos organizativos fueran comunes, preocupados como estaban los
doctores charquinos en el arreglo de la nueva casa, esto es, en determinar el
orden financiero de la República; tratando, en verdad, de superar el
trastrocamiento de las relaciones sociales y económicas sufridas desde 1810.
Por ejemplo, en lo que concierne a Tarija, y a los demás departamentos, se
anularon los privilegios y el funcionamiento más o menos democrático de su
Cabildo, o de su llamado gobierno municipal.
Los cometidos de las Asambleas y Congresos, (Nota: En ningún
texto de historia nacional he podido encontrar una nominación correcta de
“Congreso”, “Asamblea” o “Convención”, ya que tales reuniones parlamentarias
tienen determinadas funciones. Desde la Historia de Alcides Arguedas, hasta la
novísima de la familia Mesa-Gisbert, se incurre en esa falta de exactitud en el
uso de los términos; aparte de la más fastidiosa e irresponsable de las
omisiones y erróneas dataciones. En otros estudios históricos, sus autores
continúan demostrando esa desidia: Congreso Constitucional, Asamblea o Asamblea
Constituyente o Constitucional son la misma cosa para ellos), en todas las
nuevas Repúblicas americanas, al mismo tiempo que permitían las expresiones
crípticas de las personalidades con una clara visión de cómo debían manejarse
esos estados, dieron lugar también al predominio de la irracionalidad y
cortedad de miras, así como a los bastardos manipuleos de los demagogos y
servidores obsecuentes del poder discrecional. El régimen gubernativo de
acumulación de poderes en el Presidente y el Ejecutivo, fue uno de los
principales incentivos para llegar a ese sitial, ya sea por la fuerza o por
denigrantes componendas en tales asambleas y congresos.
Todo eso ya lo había advertido la premonitoria sabiduría del
Libertador Bolívar, expresada en su discurso de la Angostura, cuando se refería
a ese “triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio”; una clara
descripción de lo que ostentaron e impusieron ciertos caudillos
latinoamericanos; comenzando, en nuestra patria, por aquellos que, en
convivencia con los doctores de Charcas, o alentados por éstos, más bien,
defenestraron a José de Sucre.
Aquellos enredos administrativos, reflejaban precisamente
esos trasfondos políticos y algo mucho más grave: la carencia y falta de
coherencia de un programa gubernamental y de una ideología rectora. Sobre esta
última, al contrario de lo dicho por varios historiadores-sociólogos, la
“ideología” de los doctores de Charcas no era sólo la pertenencia a la
oligarquía burguesa defensora de un liberalismo discriminador que quiere
achacarse a la “herencia colonialista explotadora española”. A esos politólogos
hay que recomendarles la desapasionada lectura de las leyes y procedimientos
reglamentarios de la organización social, económica y política virreinal. Y no
dudamos que quedarán pasmados una vez enterados de los contenidos de esas
disposiciones y, más aún, si llegan a saber que varios virreyes defendieron a
las comunidades indígenas y planificaron el desarrollo de sus jurisdicciones
con arreglo a sus particularidades geográficas y a las equitativas relaciones
económicas de su tiempo. Por ejemplo, el virrey Nicolás Caraccioli, Príncipe de
Santo Bueno, se opuso enérgicamente a la mita; para no mencionar a los que
hicieron todo lo posible por solucionar las crisis mineras e instaurar en las
minas las nuevas tecnologías productivas. Esas autoridades también se
preocuparon por preservar la mano de obra, aun dentro del marco de la
discriminación social-cultural; porque consideraron que era necesaria esa
enmienda protectora contra las brutalidades y los desenfrenos de los
depredadores curacas. Por algo será que los campesinos y los diligentes
mestizos no siempre apoyaron, o lo hicieron a regañadientes, a los “patriotas
libertadores”; y, muchas veces, al contrario, se llevaron muy bien con los
jefes realistas. ¿O sería porque procedían así obedeciendo atávicas
servidumbres? Cosa esta inaceptable para los idealizantes análisis de aquellos
sociólogos-politólogos.
Pero, nuestros lectores se preguntarán ¿a qué viene la
anterior andanada dialéctica? Viene muy a cuenta en el caso de la incoherencia
ideológica y del falso liberalismo “democrático” de los nuevos detentadores del
poder republicano en Bolivia. Todos ellos reimplantaron el ignorante y mezquino
orden de los conquistadores y encomenderos; salvando esto sí a algunos que
sentaron las bases de la producción precapitalista, tan alabada por el mismo
Marx, como superación del feudalismo estático. De ahí que, ante su incapacidad
de alentar la producción manufacturera industrial, se contentaron con el
sustento económico de los tributos agrícolas; sometiendo a las comunidades
indias al más ominoso pongueaje, al mismo tiempo que agudizaban las diferencias
sociales y culturales. En suma, que los estratos gubernamentales republicanos
no hicieron otra cosa que aplicar, con la fuerza militar y las leyes desde todo
punto de vista irracional, un real sistema de “apartheid” con los indios,
mientras tanto se embrollaban con bizantinismos jurídico-políticos.
Este cuadro, grotesco y calamitoso, al menos en los primeros
años republicanos, en Tarija parece ser que no presentó aquellos tristes
caracteres del norte. El antagonismo de las leyes y disposiciones de la Primera
Asamblea boliviana con las realidades s ociales y con las mismas condiciones
históricas regionales, y, lo repetimos, contra lo que evidenciaba la geografía,
en lo que toca a Tarija no se mostró con tan negativas peculiaridades. Su más
vasto territorio presentaba una unidad geográfica con las zonas norteñas
argentinas, a excepción de la puna de la región alta y de las inmediaciones de
las últimas estribaciones cordilleranas. En lo político y social, continuaron
vigentes ciertas normatividades del orden virreinal, manifestadas en las
resoluciones de su Cabildo, hasta que a éste se le privó de su poder en 1827.
No obstante ello, el modo de vida ancestral de “los españoles de Tarija” siguió
sus rumbos armónicos, quizá porque las viejas leyes se respetaban y se
cumplían. Y ya que mencionamos a éstas, digamos que aquello tan mentado de “Las
leyes reales se acatan, pero no se ejecutan”, a más de pura anécdota nos suena
a majadería. Un análisis historiográfico riguroso probaría que sí se cumplían y
ejecutaban, al menos desde que se instauran los virreinatos; salvo algunas
contravenciones en los territorios muy alejados de los centros administrativos,
tal como sucediera, de una u otra forma, en las Misiones de los jesuitas. Si no
se hubieran cumplido, los gobernantes españoles, y sus testaferros y
participantes del poder virreinal, no habrían sobrevivido al caos que ello
implicaba. Valga esto como otra precisión rectificadora.
En la Tarija republicana anterior al gobierno del Mariscal
Andrés de Santa Cruz, sus ciudadanos cumplían con sus obligaciones legales;
Aunque desde la situación de penuria financiera, se dio muchas veces una
virtual abstención de ciertos deberes por gran parte de la población. Esto, y
lo dicho más arriba, se lo comprueba en los escasos papeles oficiales conservados
todavía; en los que no hemos hallado claras noticias sobre el nuevo
desenvolvimiento de las tareas institucionales; los documentos de orden
jurídico continúan exponiendo casi los mismos asuntos y su forma de resolverlos
como los de la época virreinal; inclusive los que se relacionan con la
judicatura salteña. Y claro está que se conservan en tan mal estado que se hace
difícil utilizarlos; y otros, a lo mejor más relevantes, han sido destruidos
por la ignara diligencia de ciertos funcionarios
de la corte Superior de Distrito. Tampoco conocemos
documentos de las primeras leyes o de los decretos de la República que se
refieran exclusivamente a Tarija. Lo cual es sintomático y muestra a las claras
la indiferencia que prevaleció en los gobiernos republicanos hacia los asuntos
de nuestra, todavía, provincia o distrito, exceptuándose las disposiciones del
Mariscal Santa Cruz. Lo raro es la desatención de Sucre por el territorio que
tanto empeño le costó para anexionarlo a Bolivia. Sabido es que jamás visitó a
Tarija aunque sí mantuvo una relación amorosa con una tarijeña: doña Manuela
Rojas, y apreció mucho a jóvenes militares de nuestra tierra.
Pero aquí de lo que se trata no es de una desatención
atribuible sólo al Mariscal Sucre o, mejor dicho, a sus ministros ni sus
legisladores de la Asamblea, o del Congreso como también se lo nombró, que
comenzaron a deliberar en Mayo de 1826 y terminaron sus debates en noviembre,
cuando aprobaron la Constitución que les hiciera llegar el Libertador Bolívar y
confirmaran el carácter de constitucional a la presidencia de Sucre; ni esos,
ni los diputados ni senadores de la Asamblea de 1828, y menos, desde luego, los
funcionarios judiciales se preocuparon por la existencia de la nueva Provincia
o territorio “integrado” a Bolivia. Pero, en realidad, no debemos ser tan
estrictos con ellos, teniendo en cuenta los días dramáticos que vivieron entre
1827-28, luego de la pacífica etapa de 1825 a 1827, bajo la paciente y honesta
dirección del Mariscal de Ayacucho.
Ni siquiera el Dr. Felipe de Echazú pudo hacer nada en el
Congreso de 1828 ante su propia desilusión, porque sabía que sus paisanos lo
eligieron confiados en que iría a obtener otros éxitos como los que obtuviera
en el Congreso Constituyente argentino. Él, como otros representantes de los
demás departamentos de Bolivia, tuvo que contemplar inerme los vergonzosos
sucesos del atentado contra Sucre (18 de Abril de 1828), instrumentado desde el
Perú por el general Gamarra, y el nombramiento del general Pedro Blanco en su reemplazo.
En póstumo descargo de Blanco, uno de los supuestos conjurados contra el
Mariscal de Ayacucho, se debe recordar que, ante el avance de las tropas de
Gamarra hasta las cercanías de Chuquisaca, reaccionó como Jefe del Consejo de
Ministros y Comandante del Ejército; trató de reunir refuerzos para resistir
esa invasión. Intención esa que detuvo el Mariscal Sucre para evitar drásticos
enfrentamientos; de ahí que, más bien, le encomendara a Urdininea entrevistarse
con Gamarra. A consecuencia de eso, los peruanistas y demás intrigantes, con
Olañeta a la cabeza, tuvieron que firmar el ominoso tratado de Piquiza, que
impuso el retiro de Bolivia del Ejército de la Gran Colombia, la renuncia de
Sucre y la instalación de una inmediata Asamblea Constituyente que, además,
debía abolir la Constitución bolivariana.
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