Por: Luis Oporto Ordóñez/Crónicas/ 24 de abril de 2022, Periódico
Ahora El Pueblo.
Paralelo al curso de la guerra, el Obispo Juan de Dios
Bosque, primer presidente de la Cruz Roja Boliviana, organizó a las matronas de
La Paz para reunir insumos para equipar las Ambulancias y bordaron un
estandarte para el cuerpo y los enviaron al frente de guerra.
nta Ana procedentes de Italia, el 20 de enero de 1879, para
atender a los heridos. “Por un rasgo de exquisita delicadeza, las señoras de la
ambulancia “Arequipa” recibieron a nuestros heridos en las camas que de
antemano les tenían preparadas. A la mañana siguiente, después de ayudar a la
curación, procedieron a distribuirles la dieta y el vino obsequiado por el
señor Valdez y a alistarlos del mejor modo posible para la continuación de
nuestra marcha”.
Dalence recogió los nombres de Andrea Rioja de Bilbao, Ana
M. de Dalence, María N. vda. de Meza y su hija Mercedes, que integraron el
cuerpo de ambulancias, atendiendo a heridos, tomando a su cuenta “la lencería,
la inspección de cocina y el aseo general de la ambulancia”. Vicenta Paredes Mier
y Rosaura Rodríguez, llegaron desde Tocopilla luego de la invasión chilena, y
pidieron ser enroladas en la ambulancia, siendo comisionadas como inspectora de
cocina y cocinera respectivamente.
“Cuando se declaró la guerra de Chile contra nuestra
desgraciada Patria, me vi obligada por el sentimiento nacional y amor al país,
a salir de Puno hacia esta ciudad [La Paz] a ofrecer mis servicios al Gobierno
supremo, con tal motivo me puse en marcha a Tacna, teatro de la guerra, donde
serví al Ejército por diez meses sin retribución alguna. Después el general
Camacho tuvo a bien asignarme un sueldo de 30 Bs. mensuales y más tarde el de
32 Bs. por haberme pasado a la ambulancia”.
Ignacia Zeballos había servido a la ambulancia del Ejército
durante más de un año y medio, seis meses como voluntaria, tiempo que dejó un
tesoro preciado en la ciudad peruana: “al presente, que hacen más de 16 meses
que me he retirado de Puno, dejando una hija tierna, tengo necesidad de ir allí
a recogerla y abonar los gastos que por ella hubiese hecho la familia a quien
la recomendé. Con este fin pido por gracia especial y en atención a los
servicios que tengo prestados al Ejército y que los prestaré que usted tenga la
bondad de hacerme dar unos 300 Bs., con los que emprenderé mi viaje, para luego
volver a mis tareas de la ambulancia”. El intendente de Policía, César Sevilla,
entregó la suma con anticipación. El presidente Campero, el 13 de septiembre de
1880, instruyó: “páguese por la caja nacional la suma de doscientos cuarenta
bolivianos, a buena cuenta de los haberes que ha devengado”. La orden, luego
fue endosada a Lindaura Anzoátegui de Campero quien reembolsó al Intendente de
Policía, la suma en efectivo, el 18 de ese mes.
La certidumbre histórica de su propio testimonio revela tres
hechos hasta hoy desconocidos: a) Que en la época de la invasión del Litoral,
residía en Puno (Perú); b) Que tenía una hija tierna, producto de su segundo
matrimonio; y c) Que se identificaba como “viuda de Blan”.
¿Quiénes eran aquellas mujeres aguerridas, llamadas
despectivamente ‘rabonas’? Joaquín de Lemoine, la caracteriza como “una
mestiza, baja de estatura, de formas turgentes, facciones incorrectas, tez
cobriza, cabellera de ébano, cortada al nivel de la nuca, y de tal modo
desgreñada que suele cubrir su rostro pálido, ajado, como el velo de la
viudedad, de la inocencia”, cuya vestimenta era muy llamativa: “azul,
acampanada y corta pollera de bayeta, rebociño rojo, sostenido en el hombro por
un topo (prendedor) de bronce; pañuelo de vivísimo color envuelto en la cabeza
a la manera de un turbante turco o de coiffure de campesina napolitana;
zapatilla rebajada”.
Se transportaban siguiendo a sus hombres, destinados a la
carrera militar por largos años, algunos de por vida: “allá van cabalgadas en
acémilas y asnos, llevando pendientes, tanto por detrás y por delante, como por
uno y otro costado, útiles de cocina, comestibles, arreos harapientos de viaje,
un niño de pechos a la espalda, un kepi en la cabeza, un fusil en la maleta,
una fornitura en la cintura o una bayoneta en la mano”. Sus roles eran
diversos. Servían como espías, haciendo labor de inteligencia, para advertir a
su hombre de su destino, pero sobretodo, para atenderlo en su necesidad: “Han
sido las primeras en saber el orden del día (…) Pero de lo que sí se cuidan es
de tomar la delantera a las fuerzas militares, para esperar cada una su soldado
respectivo en la jornada, con el desayuno formado de cuanto han podido plagiar
en el camino. Rateras de oficio. Si se han demorado en la tarea, el soldado las
castiga a golpes de sable, o si han andado listas, les da por premio su
enfurruñado silencio.
Semeja a la negra esclava bajo el látigo del amo (…) Al
primer toque de corneta continúa el ejército su marcha. La mujer besa la mano
de su adorado tormento, y sigue tras él”. Eran, también, mancebas, amantes
dispuestas a todo, prestas a saciar escondidos deseos en el vivac: “acurrucadas
en el suelo, la cabeza empolvada, forman abigarrados grupos en torno de
fogatas. Aquí un pabellón de armas; allí el cuadro que forma una banda de
música tocando un aire militar a la luz de unos cuantos faroles, más allá un
grupo de banderas. Enjambre de carpas distribuidas sin simetría. Los fogariles
se apagan, y la oscuridad los reemplaza. Al toque del tambor batiente, el
silencio desaloja al bullicio. La multitud (hombres y mujeres) revuelta se
refugia bajo las alas del sueño, es un harem al aire libre, un serrallo sin
eunucos. Y en premio de ello, si el rapto fue el principio de su amor, el
abandono será el fin”.
Luciana Lastra, natural de Potosí, viuda del cadete César
Pimentel, acudió al Ministro de Guerra el 3 de julio de 1880, para solicitarle
el pago de sueldos devengados de los meses de marzo, abril y mayo, afirmando
que: “después de cinco años de servicio ininterrumpido a la Patria [el cadete
César Pimentel] ha muerto en el combate que hubo lugar el 26 de mayo último en
el campo de la Alianza, dejándome a mí en lejanas tierras y sin amparo alguno”.
El comandante Ayoroa, suscribe el 9 de julio, que: “es justo el reclamo que
hace la mujer de César Pimentel que murió en defensa de la Patria”. El sargento
2° Felipe Núñez, afirma que “la presentante lo ha acompañado al finado durante
toda la campaña y en ella ha tenido dos hijos menores de edad”, hecho que el
cura rector de la Catedral, presbítero Marcelino Ortiz, expide los certificados
de bautismo de Mariano y Enrique. Ante la falta de respuesta, Luciana Lastra
acude al presidente Narciso Campero. Con insensibilidad innombrable, el
ministro Belisario Salinas, el 10 de agosto, “ordena que la ocurrente se haga
discernir el cargo de curadora de menores”. La mujer acude al Juez Instructor,
quien le otorga la calidad de curadora de menores. Finalmente, el presidente
Campero ordena a la caja nacional se pague “el valor que arroja la
liquidación”, el 15 de septiembre de 1880. Luciana Lastra, al igual que otras
viudas de guerra, cobró la ínfima suma de 18.40 Bs.
Las esposas de los comandantes cobraban la tercera parte de
los haberes de sus esposos, de manera expedita, como Adelaida de Camacho que
recibió 80 Bs., o Paula Prieto, madre del comandante José Ruiz, a la que se
autorizó entregar la suma de 150 Bs. El caso de Casimiro Corral, ministro
plenipotenciario en Ecuador es ilustrativo, pues se le autorizó entregar a su
esposa la suma de 100 Bs. mensuales.
El atribulado Presidente se vio en la necesidad de ordenar a
la caja nacional el pago con la partida 9, del presupuesto general”, “Cuentas y
comprobantes de los gastos extraordinarios de Palacio”, es decir, “gastos
reservados”.
Fue una guerra en la que la mujer de campaña, la rabona, fue
sometida a trato humillante, tanto en el campo de batalla como en la ciudad de
La Paz. Similar trato recibieron las mujeres de las ambulancias del Ejército.
Las mujeres de la élite percibían toda clase de beneficios. La esposa del
Presidente, la poetisa Lindaura Anzoátegui de Campero, mostró una
insensibilidad hacia sus congéneres y dedicó sus esfuerzos a atender cosas
superfluas, banales.
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