EL GOBIERNO DE ANDRÉS DE SANTA CRUZ Y LAS PROPUESTAS PARA ANEXIONAR A BOLIVIA, SALTA Y JUJUY

 


Se sabe que Antonio José de Sucre no le tenía ninguna simpatía al general Andrés de Santa Cruz. Decía de él que era “traidor por carácter y por inclinaciones”. Esta opinión no impidió que, al mismo tiempo, reconociera que el altoperuano era ambicioso, inteligente y emprendedor, con mucho de intrigante y, qué duda cabía, un formidable organizador que podía llegar a las alturas de un estadista. Mezcla ésa de defectos y virtudes que el mismo Bolívar avizoró, confiando más en las segundas, pues no por nada lo había elegido como su sucesor en el gobierno del Perú (1826-27); y por ello también lo propuso como vicepresidente del Mariscal Sucre, previa elección constitucional.


Los detractores y los críticos que se ocuparon del actuar político de Santa Cruz en su tiempo, de manera casi injuriosa de parte de los peruanos, argentinos y chilenos, resaltaron con tintes poco menos que tenebrosos la fase fría de su temperamento, así como su avaricia. Pero no pudieron dejar de admirar su fuerza de carácter: esa tozudez que sujetaba a la razón misma. Sus colaboradores se sentían molestos y acoquinados con su parquedad emocional y su maniática dedicación a los detalles más nimios de su trabajo. Y les aterrorizaba su mirada penetrante que, decían, helaba el alma. Sin embargo, hay testimonios que, sobre todo al final de sus días como Protector de la Confederación Perú- Boliviana, caía en sorpresivas depresiones y en inexplicables indecisiones lindantes con una invencible desidia; como se lo comprobó en su todavía misteriosa actitud en Paucarpata.


Entre los vituperios y exageraciones de la pasión política que, en muchos, se confundía con la envidia imponente, caso patente el de Casimiro Olañeta, por ejemplo; y excluyendo los interesados panegíricos que encantaban a su vanidad, para entender esa rica, fascinante personalidad, se debe tomar con pinzas los excesos con los que sus censores y admiradores se refieren al Mariscal de Zepita. A más de tener muy en cuenta que adentro de su alma vivió un ser tierno y, acaso, tímido, que ocultaba su sensibilidad a fin de no entorpecer los objetivos a los que nunca renunció: una concepción exacerbada del servicio público en función de un ideal poco o nada comprendido en sus alcances. A ese ideal Andrés de Santa Cruz, como lo había hecho otro soñador e implacable amo de sus obsesiones: Simón Bolívar, le ofrendó sus capacidades, que eran muchas, su inteligencia extraordinaria y su vida misma.


La impasible y gélida Historia nos dejó una sola certeza: ese altoperuano tenaz en cuyas venas corría la febril sangre de sus abuelos conquistadores; y ese medio quechua, heredero de los soberbios incas, fue el hombre que su tiempo y nuestro país exigían. ¿Qué otro sudamericano habría realizado con tan descarnada pasión y con tal inusual inteligencia todo lo alcanzado por él?.
Tal vez los tarijeños de aquellos tiempos debieron ser los que más comprendían al hombre, al estadista y a su sueño. Y por eso el Mariscal de Zepita siempre demostró sin reticencias su afecto y hasta su admiración por nuestras gentes. Lo cual explica, asimismo, que fuera uno de los muy pocos presidentes bolivianos del siglo XIX que se preocupó por nuestros problemas como ciudadanos de Bolivia; y lo hizo con sincero respeto a esa condición.
A pesar de ser harto conocidos sus actos de gobernante, los increíbles logros suyos en la administración y organización de la institución boliviana, así como la creación y mantenimiento de la desgraciadamente corta existencia de su obra mayor: La Confederación Perú-Boliviana que, precisamente, pudo llevar a cabo en base a lo realizado en los órdenes económico, jurídico y político que sustentaron la cierta estabilidad sin discordancias graves de las relaciones sociales, el fortalecimiento del ejército nacional y, finalmente, sus nada comunes dotes diplomáticas, valorando objetivamente esos aciertos suyos, no podemos dejar de examinar algunos aspectos de esa tarea, ya que ellos gravitaron en la vida de Tarija.


Comenzaremos por algo que, en nuestro criterio, no ha sido tomado en cuenta, cuando no soslayado: ¿Por qué Andrés de Santa Cruz consiguió que la administración estatal funcionara como un verdadero engranaje? Los trastrocamientos de la guerra emancipatoria que desarticularon la economía y el orden en el Alto Perú, de 1810a 1816, incidió en el desorden y hasta en la indiferencia de la burocracia del nuevo Estado, pues no era sino una manifestación de la incoherencia y la debilidad política de la nueva República.


El Mariscal Sucre trató de dar fin con ese estado de cosas; pero su política liberal o sus empeños para hacer comprensibles y aceptables los postulados liberales, chocaron con la estolidez criolla-feudal; quizá por las naturales reacciones a los voluntarismos ideológicos de algunos de sus colaboradores, decididos a cambiarlo todo a raja tabla o destruyendo sea como sea el anterior orden. Porque no hay que negar que varios de sus ministros se dieron a desenfrenos que no eran no sólo inadmisibles para la Curia, sino para la mayoría de los ciudadanos. La derogación justiciera de los diezmos eclesiásticos y la confiscación de algunos bienes de la Iglesia (incautación simple y llana y hasta brutal de conventos y sus riquezas y expropiación de otras propiedades urbanas y rurales), le permitieron a Sucre contar con ingresos de no poca monta: sobrepasaban los 8 millones de pesos. Los conventos y otros edificios de la Iglesia que no fueron a parar a las escuelas recién creadas, sino a los cuarteles donde se alojaban los oficiales y las tropas del Ejército de la Gran Colombia; y la disposición ilegal entonces de tener el Estado las potestades de la Corona en el nombramiento de las autoridades y del mismo clero llano de la Iglesia; amén de la ocupación de importantes cargos burocráticos por extranjeros, son algunas de las medidas de tipo jacobino que sirvieron de caldo de cultivo donde se alimentó un nacionalismo pacato, con los enceguecimientos políticos; instigadores ambos de una clara actitud de boicot en los estamentos burocráticos. Tal la herencia que recibió Santa Cruz.


Ante ese cúmulo de actos y circunstancias adversas, ¿cómo procedió el Mariscal de Zepita? Con mano de hierro y remediando, de paso, ciertas injusticias. Los empleados vivían en condiciones de mendicantes, de idéntica forma que los maestros y los soldados del ejército nacional que, en realidad, como tal no existía, aunque contaba con algunos oficiales de la época de la ‘emancipación y uno que otro criollo ex-realista. Como a otros organismos, el presidente Santa Cruz les dio un Tribunal Militar y severas disposiciones disciplinarias, y, desde luego, mejores pagas; porque ese ejército debía de ser uno de los pilares de la conducta ética necesaria para cohesionar a los integrantes de ese cuerpo en la consecución de una superior misión. En verdad, los oficiales que no hacía mucho combatieran por otro ideal algo incierto: la independencia de la opresión política española, se dieron cuenta que si bien ese sueño había terminado en obscuras realidades, ahora se les ponía en frente tareas más concretas y benéficas; pues a ellos se les encargó, con el poder de sus armas, edificar los cimientos de una patria y de un Estado que ya nada debían a las abstracciones de los doctores charquenses. O, al menos, las prédicas y los cuidados de Santa Cruz por esos soldados así lo hacían entender.


Una vez que el Mariscal de Zepita dejó Bolivia para asumir el Protectorado de la Confederación por él creada, vio con una simplona amargura, que la consecuencia de esa ambición suya había costado demasiados sacrificios a Bolivia; porque él era “más peruanista que boliviano”, a más de otras razones esgrimidas por los patriotas a ultranza. Los que así pensaban, no sin una cierta objetividad, no eran sino los que, por intereses políticos e individuales mediatizadores, de una u otra forma contribuyeron a esa empresa. Los oficiales y soldados de Santa Cruz, en cambio, sabían muy bien que la gloria prometida no podía conseguirse sin inmolaciones humanas y sin la abnegación ofrecida a quien se convirtiera poco menos que en un dios para ellos. Si emprendieron con fanatismo y con innegable coraje las campañas guerreras del Mariscal, no lo hicieron como si fueran a una expedición a las ruinas incaicas del Perú.


Con iguales pensamientos y designios, los oficiales y soldados tarijeños combatieron en aquellas campañas crucistas; y no es exagerado decir que su contribución en ellas fue decisiva en muchos combates y batallas, planificadas y dirigidas por Santa Cruz.


Anotemos algo más a la delimitación razonada de las críticas a la gestión administrativa del Mariscal Santa Cruz; pues ellas conciernen también a Tarija. Los historiadores y, en especial los sociólogos-politólogos, censuran con acerbas objeciones sus disposiciones y decretos referentes a las relaciones sociales y económicas, con los métodos de valorización, o desvalorización ideológica, más bien, porque se reducen a “lo que debió hacerse o “no debía haber sido hecho”; esto es, de acuerdo a premisas conceptuales claramente a-históricas que analizan los hechos del pasado con las miras ideales del presente. Esos “análisis” jamás examinan esos hechos considerándolos dentro de su específico marco temporal histórico. Parece ser que no acaban de comprender que las obras de quienes los dirigieron estaban condicionadas, incluso sus ideales direcciones, por los derroteros del pasado; condicionadas en el sentido de la imposibilidad de rehuirlos, ya que su forma ineludible no podía realizarse sino es partiendo de sus peculiaridades precisamente históricas. Toda reforma histórica se moviliza sólo si se sabe exactamente qué es posible reformar en determinado tiempo y conociendo cuáles son las cosas inmutables de “ese” tiempo.


Veamos un ejemplo. Se acusa a Santa Cruz de haber sido un liberal anacrónico; una mezcla de reaccionario conservador y de tibio liberal. Los que así lo caracterizan lamentan (lamentar es decir poco, condenar sería más acorde con el pensamiento de tales críticos), y se rasgan las vestiduras por que no procediera como un “liberal revolucionario”; habrían deseado que fuera un reformador radical, algo así como una especie de Castelli en todos sus actos, dado el poder que ejerció a discreción; sin precisar, pero, que tal poder provenía ¿de quiénes? ¿se lo habían dado acaso los campesinos o los indios de los ayllus? O, tal vez, ¿ese poder le había sido concedido o delegado por los artesanos y comerciantes mestizos? Es ocioso ahora precisar que Santa Cruz no fue, ni quiso serlo, un revolucionario socialista. Es más, tampoco podía serlo en el país o en los países que gobernó. De haberlo intentado, desde cualquier punto de vista que se examine su actuar, no habría logrado ni siquiera reorganizar la burocracia y, menos, imponer un elemental orden en la casa que regentaba. Al respecto, es claro que no cabía en su mente ser un puro idealista, manejado por otros vagos soñadores, como lo fue Sucre. Tenía muy a la vista a qué nos habían conducido las altruistas ilusiones de éste y de aquéllos.


Y, entonces, ¿la Confederación por él instrumentada no fue también un sueño o un obcecado voluntarismo suyo? Creemos, y la Historia nos lo documenta suficientemente, que esa obra se llevó a cabo procediendo con la máxima objetividad, con la atención menos idealizante a las realidades que tenía al frente; con una lúcida mirada política a las circunstancias favorables para su ejecución; analizando, en suma, las condiciones estrictamente temporales y sus posibles desarrollos. Es decir, como un estadista -y Gran Estadista de su época, que lo fue-, Santa Cruz prefiguró esos desarrollos y los dirigió a sus específicas finalidades temporales, con los instrumentos que el poder o los poderes conseguidos le permitieron hacerlo. Digámoslo una vez más: La Confederación tenía que ser en ese preciso momento histórico algo tangible que se fundamentó en poderes también tangibles: económicos y políticos. Y éstos, entiéndase bien, no permitían ninguna reforma ni revolución socialista, como desearían que hubiese sido las mentes alienadas de sus críticos actuales.


Nada más vano, fue, que imputar de “reaccionaria” o inocultablemente “exploradora” la política social y económica de Santa Cruz. Heredó un orden, mejor sería decir un desorden; una situación sino de caos, sí de incoherencias retardatarias: un desarreglo de las finanzas estables, que se extendía a la tímida economía financiera privada incapaz de dirigir por sí sola la producción minera, el trabajo artesanal y las relaciones comerciales; es decir, un desbarajuste del orden precedente. Los caudales de la Iglesia incautados por Sucre, destinados algunos a escuelas que no funcionaron como debían, pronto se esfumaron. Y las propiedades de la Curia no pudieron ser ventajosamente vendidas, por lo que fueron arrendadas; y el Estado, además corrió con el pago de los sueldos de los eclesiásticos.


Según Herbert S. Klein, que ha expuesto y analizado con mayor claridad -pero con lamentable prosa- los procesos económicos y sociales de la historia boliviana, Andrés de Santa Cruz más que un liberal fue un acérrimo partidario del mercantilismo proteccionista. Como tal impuso aranceles a la importación; cosa ésta que en su administración fue algo acertada, porque alentó el crecimiento artesanal e industrial, éste de poca importancia por entonces. Incentivó el comercio por el puerto de Cobija (que Bolívar logró para Bolivia de la Argentina, como se recordará), construyendo una carretera desde allí a Potosí; y en ese puerto intensificó lo que a fines del virreinato ya funcionaba para mayor beneficio de Salta. Y, luego, ya en los breves años de la Confederación, impulsó todo el comercio y la recaudación de impuestos por Arica. Sin embargo, superó el proteccionismo cuando, para levantar la decaída producción minera, redujo los impuestos a los minerales de exportación, previa reorganización de las aduanas, incrementando también los créditos públicos. Y aun así los ingresos de las exportaciones no fueron suficientes para solventar los gastos estables. En lo que toca a Tarija, se vio algo favorecida por el comercio de textiles, en una medida no superior a la del año 1810.


Y aquí viene lo que corrobora nuestra opinión sobre el verdadero poder económico con que contó el Mariscal Santa Cruz. Se recordará que, desde los finales años del orden virreinal, se produjo una especie de revolución en las zonas rurales con la acumulación de las propiedades por parte de los mestizos ricos, la mayoría contrabandistas, que trajo consigo un importante incremento poblacional. El presidente Santa Cruz se dio cuenta de las ventajas del Estado boliviano que había ejercido para sí todo el antiguo poder. Por eso aumentó y regularizó el cobro de los tributos de los ayllus y de las propiedades agrícolas, controlándolas con un censo, como lo hicieran las autoridades virreinales. Y desde entonces todos los gobiernos sucesivos continuaron con esa política, a veces en demasía exaccionista.


Así es que los sacrificios que exigió Santa Cruz para destinar sus frutos a las campañas de la Confederación, se volcaron sobre las espaldas de las comunidades o ayllus altiplánicos y en las de los campesinos de los valles. La tributación rural, no se debe olvidar, también sostenía a los doctores criollos de las ciudades que, paulatinamente, se apoderaron de las haciendas de los españoles y de los otros criollos empobrecidos; y de esa forma se conformó la clase terrateniente republicana. En Tarija no hubo tales cambios, porque los terratenientes nunca sufrieron ni en sus condiciones sociales ni en sus privilegios, por la sencilla razón de ser, en su mayoría, tan labradores y sacrificados trabajadores como sus arrendatarios, debido a la situación en que había quedado terminada la lucha emancipadora. El feudalismo paternalista, pues, se mantuvo sin protesta alguna.


Finalmente, el Mariscal Santa Cruz tuvo el acierto de instaurar una sólida institucionalidad republicana; resquebrajada o deteriorada cuando dejó el poder. Encargó la redacción y recopilación de las leyes que regían la existencia social, política y económica del país; y para esto contó con prestigiosos juristas, como Pantaleón Dalence, Loza, Sánchez de Velasco, y otros más. Los códigos, civil, penal, de procedimientos y mercantil, se aprobaron en 1831, y el de la minería en 1834. Y por ellos Bolivia fue la primera nación sudamericana con esas reglamentaciones jurídicas que tuvieron como modelos a los famosos códigos napoleónicos; inspiración esa que también se evidenciaba en casi todas las actividades culturales y sociales de la República.


La formalidad republicana, pronto se dejó de lado, y Santa Cruz consiguió, con el beneplácito de los estamentos dirigentes y sus representantes en el Parlamento, y con el de los mismos comerciantes y artesanos mestizos, inclusive
con el apoyo de algunos curacas que lo tenían como la reencarnación de los antiguos incas; con toda esa adhesión, el presidente Santa Cruz obtuvo poderes prácticamente dictatoriales; y de tal manera ellos se extendieron a la censura de la prensa. Pero, como lo hace notar H. S. Klein, fue a veces demasiado tolerante con la oposición política. La verdad es que reinó por algún tiempo una real paz imperial romana, que trajo muchos provechos para la nación. En Tarija, quizá más que ninguna otra región del país, Santa Cruz tuvo a su favor una casi absoluta y jamás discutida adhesión, manifestada, por ejemplo, en la contribución de sus más prestigiosos militares que con tanto desinterés y ardor le siguieron en la concreción de sus planes.


TARIJA ELEVADA A DEPARTAMENTO


La decisión del Congreso de 1828 para que Andrés de Santa Cruz se hiciera cargo de la presidencia de la República, tenía un origen de no muy clara legalidad que podría ocasionar disensiones funestas que el mismo Mariscal advirtió, o que su puntillismo formalista le indicó. La Asamblea, en efecto, había anulado la elección que lo acreditó como presidente, ante el inmediato peligro de una onerosa invasión de las tropas peruanas mandadas por Agustín Gamarra; y, en cambio a fin de evitarla, le entregó la presidencia al general Pedro Blanco. Recién a la muerte de éste, y habiendo sido llamado el general Velasco para que ocupara su anterior cargo electivo de vicepresidente, se examinó la prelación que le correspondía al general Santa Cruz. Cuando éste tenía dirigido al país por cerca de dos años, convocó a otra Asamblea Constituyente. Instaladas sus sesiones, el Mariscal presentó un detallado informe de sus actos administrativos, y en seguida fue designado Presidente Constitucional con todas las de la ley. En ese cónclave se aprobaron también los códigos que él había encomendado redactar y, seguidamente, la segunda Carta Magna del Estado boliviano.


En la Constitución sancionada por Santa Cruz, tuvo mucho cuidado de señalar que “la Provincia de Tarija está comprendida en el territorio boliviano”; ya que en la Asamblea de 1826, y también en la de 1828, sólo se procedió a reconocer a los diputados del Distrito de Tarija, y nada más. En la Asamblea de 1831, pues, con la expresa venia del Presidente, se revisó el proyecto antes rechazado de los diputados Trigo, Hevia y Baca y Mendieta. El 22 de septiembre se insertó en él algunas modificaciones y se lo aprobó. Es así que, por Ley de la República, del 24 del mismo mes, se eleva a Tarija a la categoría de Departamento. Los artículos de dicha ley hacen constar lo siguiente: “Art. Io. Se erige la Provincia de Tarija en Departamento. Art. 2o. Para la dotación de todos los empleos y establecimientos necesarios, se autoriza al Gobierno para que presente en la próxima legislatura los datos más convenientes. Art. 3o. El artículo primero no tendrá efecto hasta que las Cámaras con vista de los datos que se exigen por el Artículo segundo arreglen las rentas, provincias y todo lo conveniente al Departamento”. Firmaron esa Ley el Presidente Andrés de Santa Cruz y el Ministro del Interior Manuel José de Asim.


No obstante esa decisión, los pacientes y nada chicaneros diputados tarijeños, al contrario de los demás representantes del país, tendrían que esperar se corrija otra anomalía constitucional: ¡el 24 de octubre de 1834, en la nueva Constitución promulgada por el propio Mariscal Santa Cruz, en su art.3°, se hace figurar a Tarija como “Provincia”! Curioso olvido el de Don Andrés de Santa Cruz, tan meticuloso él en sus decisiones gubernativas. Y asimismo sorprende el silencio con el cual los dirigentes tarijeños soportaron esa nada grata omisión.

LA PRIMERA EMIGRACIÓN ARGENTINA.


PROPUESTAS PARA ANEXIONARSE A BOLIVIA DE SALTA Y JUJUY


En plena organización de la Confederación Peruano-Boliviana, el Mariscal Santa Cruz, acogió a unos cuantos exiliados argentinos; y lo hizo haciendo oídos sordos a los resquemores de su vicepresidente, don Mariano Enrique Calvo, quien no podía ni siquiera sentir el apelativo “argentino”, de seguro por ciertas experiencias que tuviera durante las estadías de los ejércitos auxiliares del Río de la Plata en Chuquisaca.


Santa Cruz en verdad sabía bien de quienes de trataba, pues no eran esos emigrados unos desconocidos en Bolivia ni tampoco para él mismo. Así, por ejemplo, don Domingo Oro, quien había llegado muy joven a Chuquisaca, como secretario de la Misión Alvear-Díaz Vélez, en 1825, precisamente para reclamar Tarija y la adhesión del Libertador Bolívar a los enfrentamientos de la Argentina con el Brasil, a raíz de sus contenciosos por la Banda Oriental. Domingo de Oro fue todo un personaje de la novela sudamericana de los tiempos de la formación de las nuevas repúblicas emancipadas de España. Combatió en diversas facciones políticas en su patria. Periodista en Buenos Aires, San Juan y Entre Ríos, concurrió más tarde a la campaña del Desierto dirigida por Juan Manuel de Rosas, en 1833; y a otras anteriores durante las convulsiones anárquicas de 1821 a 1830. Se enemistó con el Protector Rosas, y huyó a Chile, donde se entremezcló en negocios mineros, los que los trajeron nuevamente a Bolivia, ya cuando gobernaba Ballivián. En 1844 éste le encomendó una misión nada grata: la de espiar a los crucistas, y al mismo tiempo dirigir una tarea propagandista a fin de lograr un Tratado de Límites con el Perú. En La Paz, se unió con otros exiliados: Bartolomé Mitre y el general Wenceslao
Paunero (Nota: Wenceslao Paunero llegó a intimidar tanto a Ballivián que se casó con una hermana suya, llamada Petrona. Esta había tenido antes relaciones con un sobrino del Mariscal de Santa Cruz, su edecán, además: Fructuoso Peña. De esas relaciones nació un niño, que se dice fue el historiador, periodista y político, José Rosendo Gutiérrez. Fructuoso Peña se complicó en un complot para asesinar a Ballivián, y descubierta la conjura fue fusilado). Con esos compatriotas Domingo de Oro reeditó el primer diario de Bolivia: “La Época”; publicación que tuvo mucha influencia en la vida social, cultural y política durante el gobierno del Vencedor de Ingavi.


No tenemos datos ciertos sobre una posible estadía de Domingo de Oro, Bartolomé Mitre y Paunero en Tarija; pero otros exiliados argentinos sí estuvieron en la Villa; así por ejemplo, don Félix Frías, que dejó una abundante correspondencia donde habla sobre las intervenciones de los políticos, militares y abogados de Tucumán, Salta y Jujuy en Bolivia, especialmente en Chuquisaca y La Paz. Quizá los dos exiliados más conocidos y apreciados en Tarija fueron el general Álvarez Arenales y el también general José Ignacio Gorriti; a quien a veces se confunde con su hermano: uno de los personajes de mayor relieve en los agitados tiempos de la emancipación y, sobre todo, por su actuación en el Congreso de Tucumán, de 1816, que proclamó la independencia de las Provincias unidas del Río de La Plata. Juan Ignacio Gorriti había llegado a ser canónigo en los días precedentes a la revolución del 25 de mayo de 1810; y a él se le debieron decisivos esclarecimientos ideológicos sobre el proceso libertario. Dejó una “Autobiografía”, y una anterior “Memoria”, en las que, según A. R. Bazán, vislumbró y justificó la evolución revolucionaria con su tesis de la caducidad del gobierno virreinal y la “retroversion de la soberanía del pueblo americano”, que tanto influjo ejercía sobre los dirigentes políticos de Salta y Jujuy; a los que el virrey Cisneros tenía entre ojos antes de 1810. Si la “Memoria” de Gorriti fue tan leída en esas ciudades y en Buenos Aires, no es improbable que algunos tarijeños, como los Echazú, Trigo, Flores o Mealla, la hubieran conocido. Al canónigo se le debió el pronunciamiento salteño en apoyo de la junta de Gobierno que gobernó a nombre de Fernando VI, muy hipócritamente; y que estuviera integrada por nuestro paisano Saavedra, y por Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheau, Larrea, muy conocido en Tarija, Paso, Mariano Moreno y Deán Funes.


A más de aquella labor intelectual, el canónigo integró la Junta Provincial Gubernativa de Salta, que contó con la total adhesión de los tarijeños; y ahí defendió el federalismo municipal, contrario al federalismo de las intendencias y posteriormente de las provincias, que fue propiciado por el famoso jujeño Deán Funes. Más tarde fue diputado en Buenos Aires, y expulsado por el Primer Triunvirato. Después de un largo retiro de la política, retornó a ella, en 1824, como diputado por Salta al Congreso de Buenos Aires; y, en 1828 se hizo cargo de la gobernación de Salta. Había nacido en 1777, y estudió Teología en Córdoba, se exilió en Bolivia, presumiblemente en 1831.


Su hermano tuvo una no menos activa y azarosa intervención en la política argentina. Combatió en las milicias de Güemes, vanguardia del Ejército del Norte, sucedió a éste en 1820 en la gobernación de Salta; y en abril de 1821 venció al general español Mariquiegui. Como su hermano, comenzó estudiando Teología y Filosofía en Córdoba, y, finalmente, abogacía; carrera ésta que no terminó, por la muerte de su padre, miembro de una muy rica familia. Fue entonces que se alistó en las filas patriotas.’


Participó en el Congreso de Tucumán de 1816, firmando el Acta de Independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica. Como oficial del Ejército del Norte y de las milicias de Güemes suponemos que debió estar en tierras tarijeñas. Unitario enemigo de Rosas, se vio obligado a emigrar a Bolivia, radicándose en Tarija, con su familia y su hija Juana Manuela, que daría tanto que hablar en los círculos sociales, políticos y culturales bolivianos, desde que se casara con Isidoro Belzu, en 1832. Había nacido en Salta, en 1818. (Nota: Hace unos años se publicó en Buenos Aires una biografía novelada de Juana Manuela, desgraciadamente escasa de virtudes literarias y muy pobre en el manejo documental).


Don Humberto Vázquez Machicado escribió un breve estudio titulado “Bartolomé Mitre y la cultura boliviana” (que se ha incluido en sus “Obras Completas”, tomo IV), que ahora nos servirá para la siguiente relación. El escritor cruceño utilizó, a su vez, algunos datos del escrito de Ricardo Rojas “Los Proscriptos”. Y de acuerdo al historiador argentino “Dos grandes emigraciones liberales se produjeron en las Provincias del norte después de la fundación de Bolivia: una es la que en 1828 sigue a la caída de Rivadavia y a las invasiones de Facundo (Quiroga) en Tucumán, Catamarca y Salta; otra en la que en 1840 sigue a la inmolación de Avellaneda, al desastre de Lavalle, al fracaso de la “Liga del Norte” contra la tiranía. La primera es una emigración de tipo “unitario”, con el Dr. Gorriti por guía, sincrónica de la de Florencio Varela en Buenos Aires. La segunda es la emigración de tipo “romántico” -por decirlo así-, gemela de la que siguió en el Plata al fracaso de la Revolución del Sur y a la dispersión de la “Asociación de Mayo”. A estos habría que agregar aquellos que vinieron a Bolivia por Chile”.

Casi al mismo tiempo que arribaba a Bolivia, y primero a Tarija, Juan José Gorriti y el gran Álvarez de Arenales, llegaba también otro ilustre salteño: Teodoro Sánchez de Bustamante, doctor de la Universidad de “San Francisco Javier”. Desde que egresara de sus aulas, Bustamante parece haberse ganado la simpatía y el afecto de la elite charquense, pues fue sucesivamente asesor del Cabildo de la Plata y relator de la Real Audiencia de Charcas y como tal se puso al lado de los facciosos del 25 de mayo de 1809.


Cuando el general Nieto, por orden del Virrey del Perú, se hizo cargo de la represión a los sediciosos charquinos, huyó a Jujuy, donde lo sorprendieron las noticias de la Revolución de 1810 de Buenos Aires. Allí sucedió con él lo mismo que en Chuquisaca; por sus evidentes conocimientos y méritos ejerció el cargo de Fiscal interino de la Real Audiencia de Buenos Aires, luego, pasó a Asesor del Cabildo de Jujuy, Fiscal de la Cámara de Apelaciones y, de inmediato, auditor general del ejército auxiliar del Perú que comandó Manuel Belgrano. En 1816 representó a Jujuy en el Congreso de Tucumán, con el mandato, como dice A.R.Bazán de “promover la sanción de la absoluta independencia del Estado de la Corona de España, propender a la consolidación del gobierno general bajo la unión sólida del territorio y el recurrente gran tema de los jujeños: la igualdad de derechos de cada ciudad, las que debían constituir un solo Estado bajo de pactos solemnes y expresos”; esto es, los fundamentos unitarios. (Nota: En ese Congreso, recordemos, se destacó como “el primer orador de aquella Asamblea”, según don Bernardo Frías, nada menos que el altoperuano José Mariano Serrano, y lo hizo con una tesis monárquica).


Sánchez de Bustamante, con Facundo Zuviría, Mariano Gordaliza, el ex- gobernador de Tarija, Fernández Cornejo y Juan Ignacio Gorriti, a más del coronel Eduardo Arias, fundaron un partido, “La Patria Nueva” que, en esencia, era una reacción al caudillaje, sobre todo al que ejerció Güemes en Salta y Jujuy, con un credo liberal. Contra éste se organizó otro, “La Patria Vieja”, con la jefatura del coronel don José Ignacio Gorriti, de clara adhesión a Güemes que, ante la requisitoria de un orden constitucional, opinaba “primero tengamos la patria independiente”. A los de la “Patria Nueva” se les opuso el nuevo caudillo Bernabé Aráoz, de prestigiosa actuación en la lucha emancipatoria y en el ejercito del Norte, muy afecto a Belgrano. Como gobernante de Salta fue un político progresista y de mucha sensibilidad para los problemas sociales de sus paisanos. No tardó en tener profundas disensiones con Güemes. Con esos encontrados intereses, que en el trasfondo sostenían los estamentos terratenientes y de comerciantes de las demás provincias, es que se produce el inevitable enfrentamiento del período anárquico argentino. En sus comienzos y en ese río revuelto le pareció oportuno a Pedro Antonio de Olañeta, invadir nuevamente Jujuy. En esa ocasión José Ignacio Gorriti derrotó la vanguardia comandada por el coronel Marquiegui (abril de 1821). Luego sobrevinieron los sucesos posteriores a la muerte de Güemes, y un período breve de cierta estabilidad en el norte. Álvarez de Arenales volvió a ser, en 1823, gobernador de Salta, sucediendo a José Ignacio Gorriti, y contó con la colaboración del Dr. Teodoro Sánchez Bustamante. En ese mismo año Facundo Quiroga se impone a los caudillos procedentes de las elites revolucionarias. Hubo un Congreso en Buenos Aires, en 1824, donde descolló, pero sin que se aceptaran sus tesis, el canónigo Juan Ignacio Gorriti. Fue un Congreso constituyente y legislativo, que respetó las ideas federales pero también cayó en las rencillas instrumentadas por los unitarios. Y desde 1826, cuando Quiroga vence a Lamadrid, el jefe unitario -que casi muere en la batalla de Tala, Octubre de 1826-, ya es incontenible la guerra entre federales y unitarios. La cual origina la primera fase de la emigración a Bolivia.


Si me he detenido en la enumeración de los acontecimientos anteriores, es porque ellos nos ayudan a comprender mejor el porqué de los empeños anexionistas de los tarijeños que vieron en Bolivia una mayor seguridad para la existencia republicana de nuestra región, y, a la vez, a fin de entender la protección brindada, primero por el Mariscal Santa Cruz y, luego, la del general Ballivian a los exiliados argentinos de tan notorias personalidades.


Pero ese exilio masivo en realidad comienza después de una serie de triunfos de Facundo Quiroga, que culminan con la batalla de la Ciudadela, 4 de noviembre de 1831, donde vence abrumadoramente a Lamadrid, quien tiene que refugiarse en Bolivia, con su familia, por expresa concesión del “Tigre de los Llanos”. Este decreta el destierro de otros unitarios, con la excepción de Rudecindo Alvarado, por el prestigio como gran colaborador de San Martín; quien sin embargo, pronto se autoexilia. Quiroga hizo pagar caro a José Ignacio Gorriti, quien había invadido La Rioja con una facción salteña, en 1829. Bazán dice al respecto “Los políticos y militares unitarios emigraron a Bolivia”. Según la expresión del canónigo Gorriti,” “huyeron así a bandadas”. Los hermanos Gorriti, Alvarado -que decidió compartir la suerte de sus compañeros de causa-, Marcos Zorrilla, Dámaso Uriburu, Facundo Zubiría y los ex-gobernadores de Tucumán José Frías, y de Catamarca Miguel Díaz de la Peña, entre muchos otros, salieron rumbo al exilio. Algunos ya no volverían. El presidente de Bolivia, Mariscal Santa Cruz, condolido de sus desgracias, los ayudó con la suma de 15.000 pesos, entregada al general Alvarado para que fuera distribuida entre los emigrados. Hizo todo lo posible para brindarles “la más generosa hospitalidad”, a la cual contribuyeron los tarijeños.


Para terminar esta exposición, sigamos aún a A.R. Bazán: “Las guerras civiles del Norte habían provocado una considerable migración de jefes militares y dirigentes políticos de tendencia unitaria, sobre todo a partir de la batalla de La Ciudadela. La lucha estaba planteada en términos crueles donde el vencido era fusilado o proscripto. Eso estaba protocolizado en los términos del tratado suscrito entre Heredia e Ibarra y en la idea persecutoria que expresa el primero en sus declaraciones y correspondencia, pese a haber comprometido un gobierno liberal a los tucumanos de su provincia y haber anunciado su disposición a respetar las opiniones políticas cualesquiera que ellas fuesen. Esa emigración se orientó mayormente a Bolivia, país que concedió un generoso asilo y cuyas autoridades brindaron a los exiliados protección y también ayuda para su decorosa subsistencia. Estaban frescos los vínculos del Norte con las provincias “de arriba” sustentados en motivos sociales, culturales y comerciales. Durante mucho tiempo el Alto Perú había sido el puerto seco del Tucumán”.


“En rigor, la migración comenzó antes de La Ciudadela. Durante la guerra de federales contra rivadavianos, el gobernador Arenales fue derrocado en 1827 por el coronel José Ignacio Gorriti y se asiló en Bolivia, bajo la protección del presidente Sucre.
La derrota de los restos de la Liga Unitaria, el 4 de noviembre de 1831, provocó un éxodo masivo: Miguel Díaz de la Peña, Lamadrid, Facundo Zubiría, los hermanos Gorriti, Javier López, Manuel Puch, Mariano Achá, José Frías y muchos otros jefes y oficiales del ejército de La Madrid, que integran un total de 191 hombres. Varios ex-gobemadores. congresales nacionales, dirigentes políticos, algunos de primer nivel intelectual, que significaron un drenaje sensible para la vida social y cultural de las provincias. Años después, en tiempos de la “Coalición del Norte” contra Rosas, el contingente se amplió considerablemente.”
“En ese núcleo, y también en dirigentes salteños que permanecieron en el país como Rudecindo Alvarado y Evaristo Uriburu, comenzó a germinar una idea segregacionista”, continúa Bazán. “Si las Provincias Unidas no se habían organizado constitucionalmente; si el sistema político era el que dictaba la voluntad de los caudillos federales; si ningún hombre de la oposición tenia seguros sus derechos, su propiedad y su vida, ¿por qué no gestionar la incorporación de La Provincia de Salta a la nación boliviana, que había formado parte del mismo cuerpo político? Estos fueron algunos de los razonamientos que justificaban la idea. Unos hablaban de una incorporación lisa y llana, toda vez que Salta no tenía comprometida su adhesión a una nacionalidad todavía inexistente; otros sugerían que la forma apropiada sería pedir el protectorado de Bolivia. Y hubo quienes, como Lamadrid, pensaron que había que salvar al menos “las tres o cuatro provincias que nos quedan” —se refería a la Liga del Interior- pues creo en último caso debemos primero ser bolivianos, que pertenecer al bandalaje”. Esto lo escribía el 29 de mayo de 1831, desde su campamento de Ojo de Agua, al gobernador de Catamarca Díaz de la Peña. “Por esos mismos días (19 de junio de 1831), Evaristo Uriburu, gobernador delegado de Salta, sugiere a Alvarado que para negociar la paz con las fuerzas de “la Liga del Litoral” era preciso restaurar los límites del Virreinato del Río de la Plata, sacando partido de las desinteligencias entre Perú y Bolivia, lo cual lisonjearía a los porteños y a los bravos defensores de la Nación. Proponía escribir a Gamarra, presidente del Perú, porque en su sentir era mejor “ser señor que esclavo”. Y seguía: “Los hombres del Norte saben que de triunfar el Litoral quedaba sellada la suerte de su vida económica, destinada a vegetar según las pautas impuestas por los hombres de Buenos Aires”. Bazán prosigue: “Es el problema que otro salteño puntualizaba con más claridad al gobernador Rudencindo Alvarado: “Si este asunto... se lograse -se refiere a la recuperación de las provincias altoperuanas- se consolidaría la república fácilmente, porque se habría librado de ese padrastro -Buenos Aires-, se podría establecer la capital en Tucumán, librando al gobierno del influjo pernicioso de los comerciantes ingleses, la riqueza metálica de La Paz y Potosí equilibraría a la de Buenos Aires, y los diputados de arriba a los de esta última ciudad”. El proyecto de organizar a la nación sin Buenos Aires, contaba con las provincias altoperuanas, tenía coherencia y sobre todo un sentido de afirmación americana frente a la penetración comercial inglesa”. Sin embargo, esa supuesta participación de “las provincias altoperuanas” no era cierta; porque, a lo que sabemos, ni siquiera se las consultó, y ni aún si así se lo hubiese hecho no creemos que ellas se avendrían a tal cosa, considerando que en la república del general Santa Cruz ello no cabía.


Lo cierto es que Rudecindo Alvarado hace conocer a Santa Cruz, en julio de 1831, tales sugestiones o anhelos. En octubre, mientras negocia con el federal Pablo Latorre, que le exige le entregue las armas y disuelva el Ejército del Interior, Alvarado acota que tal exigencia no convenía “porque temía se disgustase Salta y tratase de agregarse a Bolivia, para cuyo efecto había poderosos agentes mandados por el presidente Santa Cruz”. ¿Quiénes eran esos “agentes mandados por el presidente Santa Cruz? Bazán comenta: “El presidente boliviano envió un agente ante el gobierno de Salta, pero con una finalidad distinta. Con la intención de predisponer su ayuda, el general Alvarado le advierte sobre la intención probable de invadir Tarija por gente desafecta a su gobierno. Hallándose Santa Cruz en abierto enfrentamiento con el presidente del Perú, una posible amenaza por la frontera sur podía resultarle de funestas consecuencias. Para desbaratarla comisiona a Hilarión Fernández, quien entre otros asuntos debe gestionar la incorporación de la división salteña del ejército de J. M. Paz al ejército boliviano. De esta manera, “Salta mantendrá en Bolivia un ejército libre de indignas seducciones, tendrá tranquilidad interior y ocupará hombres beneméritos en la defensa de un país amigo cuya existencia debe interesarle para sostener el equilibrio político de América”. Y aquí tenemos la evidencia de lo que ya habíamos sugerido antes. Bazán dice asimismo que “También le preocupa a Santa Cruz la acción en Salta de emigrados bolivianos, como Aniceto Padilla y Ruperto Orozco, cuyos intentos sediciosos pueden resultar nefastos para Salta y Bolivia”.


“Según Hilarión Fernández, a quien Quiroga se niega a reconocer como mediador después de la Ciudadela, el estado de opinión de Salta respecto de su futuro destino, era el siguiente: había un sentimiento casi general de agregarse a Bolivia, persuadidos de las mejores ventajas que obtendría de su incorporación a un país organizado que era, además, el mercado de sus producciones”. Pero, “Santa Cruz declara categóricamente su rechazo a esa idea. No le interesa y además lo inhibe un escrúpulo jurídico: “tampoco podemos admitirla sin conculcar nuestras leyes y sin sancionar un principio anarquizador en el derecho internacional”. Por estos motivos recomienda a su emisario “alejar con el mayor cuidado esa idea de agregación”. Y con esto se dio fin a los deseos unitarios de unirse entonces a Bolivia. Los inmediatos hechos que causaron sus desgracias políticas, les obligaron a la dramática emigración; aunque ésta no tuvo tal carácter una vez que fueron acogidos en Bolivia.

LA VISITA DEL MARISCAL SANTA CRUZ A TARIJA


Habíamos dicho que el Presidente Andrés de Santa Cruz firmó la Ley de 24 de septiembre de 1831 que cambiaba la situación de Tarija de simple Provincia a Departamento; aunque en el Congreso de 1834 se le siguió nominando como Provincia. De todas maneras Santa Cruz designó a sus autoridades a la cabeza del Prefecto y Comandante General: el coronel Bernardo Trigo, (quien antes desde 1826, desempeñó el cargo de Gobernador). El coronel Trigo, a más de sus andanzas políticas, fue un activo comerciante que sufrió altibajos en sus negocios, precisamente por sus actividades políticas que le exigieron renunciamientos personales, sobrellevados con la proverbial generosidad tarijeña. Al aceptar el nombramiento de Santa Cruz, lo condicionó sólo “por cuatro meses”, con la expresa renuncia de sus sueldos. Con igual desprendimiento, trabajó en la organización de la administración del departamento; y para general beneplácito de sus paisanos, su gestión se prolongó hasta 1832; siendo suplantado por don Faustino Vacaflor.


En Abril de 1833 el Presidente Santa Cruz llegó de visita oficial a Tarija. Poco antes había comunicado a sus viejos conocidos y apreciados amigos: el general Francisco Burdett O’Connor, el teniente coronel Sebastián Estenssoro y el ex-Prefecto Bernardo Trigo, así como a otros más, sobre sus varias veces postergado deseo de regresar a la tierra donde había vivido inolvidables experiencias desde su adolescencia. Tal vez recordando determinados detalles de aquéllas, y algunos episodios que sólo él y muy pocos protagonizaron, dejó su famosa circunspección y su poca efusividad durante las emotivas horas pasadas en la Villa; donde toda la población lo recibiera con la inocente curiosidad y el cariño que, en otros lugares, no se le brindara tan espontáneamente.


Heriberto Trigo Paz nos relata, en su pequeño libro “Santa Cruz y Tarija”, sabrosos pormenores de esa visita. Desde el recibimiento transpuesto el río San Juan, lugar donde comenzaron las series poco menos que interminables de maniobras y muestras de las habilidades de los jinetes tarijeños, muchos de ellos viejos montoneros de la gesta emancipadora. En San Lorenzo, por ejemplo, por donde entró Santa Cruz y su séquito, se apostaron tres mil doscientos jinetes, ocupando el camino “desde el río de Sella hasta la plaza de Tarija”: la flor y nata de los jóvenes de la Villa y de las demás regiones cercanas que se habían engalanado con uniformes y cabalgaduras de su propiedad. En la Loma de San Juan, entre el apretujamiento de la gente, Santa Cruz y sus oficiales descabalgaron e ingresaron al pueblo a pie. Y de esa alegría y de la emoción por tantas sorpresas, ninguno de los visitantes pudo desatenderse. Entre los huéspedes había varios que, como el Mariscal mismo, rememoraban episodios de más de 16 años atrás, tristes algunos, gozosos los más, y todos imposibles de olvidar, tal como lo hiciera José María de Velasco, el vicepresidente entonces, que debió recordar la derrota que sufrió ante los montoneros del Moto Méndez; y el apresamiento del joven oficial realista Andrés de Santa Cruz poco antes de la Batalla de La Tablada. Pero no creemos que tales recuerdos hayan sido los que les causaran más emociones a semejantes personalidades, sino, más bien, como era natural en la casi idílica Tarija de esos tiempos, debieron ser aquellos los más gratos de sus encantados amoríos -que sí los tuvieron.


El coronel Timoteo Raña, a la sola sugerencia del Presidente, con sus oficiales, le brindó una tal demostración de destreza con sus cabalgaduras que dejó pasmados a Santa Cruz y sus acompañantes, según lo destacan todos los cronistas nuestros. Seguramente que los jinetes tarijeños se portarían en esa ocasión a la altura de los míticos mongoles o de los cosacos, para causarle al Mariscal tanto entusiasmo, acostumbrado como estaba a ver combatir a los mejores oficiales de caballería de Sudamérica; pues, en efecto, luego de esos ejercicios, dijo a los tarijeños que le pidieran lo que quisieran. Después, atendió, con la solicitud y el interés que lo caracterizaban, las principales necesidades de la región: medicamento para el Hospital “San Juan de Dios”; mejoramientos de algunas escuelas y creación de otras; donación de su propio bolsillo para restaurar y atender debidamente el “Asilo de Huérfanos”, que, en 1831, creara don Bernardo Trigo; contratos oficiales con los artesanos para el aprovisionamiento del ejército nacional, y gravámenes de las tierras baldías con destino al Tesoro departamental.


Santa Cruz tenía otros objetivos menos románticos que la tierna rememoración de los sucesos de su juventud. En su bien meditada estrategia que buscaba allanar los obstáculos para crear la Confederación Perú-Boliviana, era necesario utilizar todos los medios posibles, comenzando por las gestiones diplomáticas hasta la persuasión de las armas. Esta última parecía el único camino inevitable con el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Y éste, no sólo recelaba de los logros del Mariscal Santa Cruz, sino que preveía la conversión de Bolivia en una potencia sudamericana; a más de saber muy bien que, entre las dos naciones, también se interponían viejos cuestionamientos de límites nunca debidamente atendidos, sin contar con la herida aún abierta de la pérdida de Tarija, que no era un asunto desdeñable habida cuenta de lo ya comprendido por José Antonio de Sucre: la situación geopolítica de peligrosa relevancia en un conflicto armado. Asimismo a Rosas no le causaba ninguna gracia la simpatía y la colaboración que Santa Cruz mostró sin ambages por algunas personalidades enemigas del Restaurador y Dictador de Buenos Aires; callándose, pero, su tácito visto bueno a las ocupaciones de tierras chaqueñas por los comerciantes y hacendados rioplatenses. La deferencia de Santa Cruz con los exiliados del norte argentino, contrastaba con la antipatía hacia ellos que no ocultaba su vicepresidente Mariano Enrique Calvo, que al decir del genealogista e historiador argentino, don Juan Isidro Quesada, simplemente “los odiaba”; por ésto él fue uno de los instigadores de adoptar una política cerrada y fuerte contra la Argentina, y no solamente contra Rosas.


Era imprescindible, pues, fortalecer las unidades del Ejército, e incorporar a los más capaces oficiales tarijeños. Ese fortalecimiento implicaba proteger la frontera sur del país; esto es, resguardarse de posibles incursiones militares de la Argentina o, llegado el caso, tomar la iniciativa en la misma forma. El reclutamiento de soldados y oficiales tendía a lograr una mayor eficacia táctica en nuestras fronteras y, desde luego, elevar la capacidad profesional del ejército. Santa Cruz sabía que en Tarija contaría con esos elementos en sumo grado experimentados, tal como lo comprobara años antes. Así, por ejemplo, el maduro e ilustre general Burdett O’Connor, jefe del Estado Mayor y ministro de la guerra, a quien no hacía mucho le confiara la defensa de Tarija ante la amenaza de una invasión por parte del caudillo riojano Facundo Quiroga, en enero de 1832 (Nota: En noviembre de 1833, el Mariscal de Zepita vuelve a designar Ministro de la Guerra y Jefe del Estado Mayor al general de brigada, don Francis Burdett O’Connor; cargo que deja a principios de 1835, cuando Santa Cruz requiere sus servicios en las campañas de consolidación de la Confederación. Por su estado de salud, regresa a Tarija en 1837. Pero en mayo de 1838 Burdett O’Connor colabora a Felipe Braum en la Campaña de Montenegro).


Junto a O’Connor se encontraba el coronel Bernardo Trigo Espejo, a quien conocía desde que pelearan en bandos opuestos en Cotagaita, Suipacha y Huaqui; y, posteriormente en las instancias de la anexión de Tarija. Pero también en la Villa se encontró con otros conocidos suyos. Así, Timoteo Raña que tan brillante actuación tendría en 1838. Raña un oficial de origen chileno, había sido compañero de armas de José María Avilez en el regimiento de caballería “Dragones Americanos” del ejército realista comandado por Pedro Olañeta. Ambos se pasaron luego a las filas patriotas y combatieron precisamente con el Mariscal de Zepita en la campaña peruana en 1820. En 1829 Raña sirve en un regimiento dirigido por el general Pedro Blanco. Y, a poco, Velasco como presidente interino le da de baja, por lo cual tiene que retirarse a Tarija a trabajar en su finca de Tolomosa. En 1832 el presidente Santa Cruz lo reincorpora al ejército, nombrándolo jefe del Segundo Regimiento de caballería en las instancias en que se esperaba la invasión de Facundo Quiroga. Inmediatamente de su visita a Tarija, Santa Cruz lo llama para participar en las campañas de la Confederación.


En cuanto a José María Avilez, a quien Santa Cruz distinguió como a uno de sus mejores oficiales en aquélla campaña, no hemos obtenido datos ciertos de su posible estadía en Tarija, durante la visita del Mariscal tal vez vino en su escolta.
En la Villa, Santa Cruz tuvo la grata suerte de encontrarse con otro veterano de las campañas peruanas que culminaron con la victoria de Ayacucho: el entonces mayor Sebastián Estenssoro, que procedía de un noble linaje español y había sido un esforzado oficial de las milicias gauchas de Miguel Martín de Güemes en las luchas emancipatorias desde 1811. En Ayacucho combatió en el regimiento “Rifleros” a las órdenes del general peruano Lara. Junto a Estenssoro estaba en la Villa Tomás Ruíz, al que Santa Cruz conocía desde los tiempos de las luchas contra los ejércitos auxiliares del Río de la Plata y en la Tablada. En 1820 los dos se alistan en el ejército del Libertador San Martín, y actúan en el ejército de Santa Cruz que colabora a José Antonio de Sucre en la campaña de liberación del Ecuador, en 1821; y, luego, les cabe la gloria de participar en Junín y Ayacucho. Ruíz, se retira a Tarija, en 1826, a raíz de la merced del presidente Sucre que, para gratificarlo por sus servicios, le concede unas tierras en “La Frontera”. Pero Santa Cruz, no bien se hace cargo de la Presidencia, le reconoce su grado de coronel encargándole el resguardo de la Frontera Sur.


Habían otros militares tarijeños que recibieron a Santa Cruz en su famosa visita a la Villa. Fernando Campero, que tendría un papel definitorio en los antecedentes de la contienda contra la Argentina de 1838. Era uno de los descendientes del IV Marqués de Tojo y Yavi y, apenas adolescente, sirvió en las milicias de su tío Miguel Martín Güemes. En 1825 se incorporó al ejército de la Gran Colombia. Santa Cruz lo hizo su edecán y lo casó con una sobrina suya: Tomasa Peña. Más adelante seguiremos ocupándonos de este singular personaje de nuestra historia.
Camilo Moreno de Peralta, capitán del ejército boliviano en 1833, era otro conocido de Santa Cruz. Bajo el mando del general Burdett O’Connor, fue oficial instructor de 1830 a 1832 y seguramente se hallaba en Tarija cuando la visitó el Mariscal de Zepita. Nacido en la Villa en 1802, descendía de dos familias patricias. A los 24 años ingresó al regimiento de “Cazadores de Bolivia”, a petición expresa del general Pedro Blanco; y poco después el Mariscal de Ayacucho lo nombró, primero, alférez del mismo destacamento y, luego, teniente, en abril de 1825. Y en mayo lo eleva al rango de capitán; por lo cual se deduce que se había ganado la estima del presidente; y tanto fue así, que fue uno de los oficiales que combatió en defensa suya cuando sufriera el aleve atentado en 1828, al lado de otro tarijeño de tan sólo 18 años: Celedonio Ávila.


El protagonista de muchos acontecimientos de la historia boliviana de la primera mitad del siglo XIX, nació en 3 de mayo de 1810. Su padre fue don Juan de Dios Hevia y Baca, de un viejo linaje hispano y coronel del ejército virreinal y de doña Blasia Ávila, de quien no se conocen sino escasas noticias. Hijo natural del coronel Hevia y Baca. Este lo recogió y lo puso al amparo de la que sería abuela de Celedonio: doña Francisca Mealla, poco antes de morir en un combate contra el guerrillero Camargo, en Tacaquira. Desde su infancia Celedonio demostró poseer un espíritu muy vivo, una mente avizora y una gran sensibilidad. Aprendió las primeras letras en una improvisada escuela de la Villa, y llegó a ser auxiliar de su propio maestro, un ignoto señor Rojas. A los 16 años ingresó al ejército, de voluntario en el destacamento “Resguardo Nacional”, destinado a Potosí por orden del Mariscal de Ayacucho. En seguida pasó a servir en el Regimiento “Cazadores de la Frontera”; en el que ascendió a cabo segundo, en febrero de 1827, y a cabo primero, en abril de 1828, cuando se puso a las órdenes del general López de Quiroga, acompañándolo a Chuquisaca a defender al presidente. Y es así que combatió contra los amotinados en la Recoleta y ganó el grado de sargento segundo. En la casa donde fue alojado el Mariscal Sucre, después de ser herido, el joven sargento Ávila con otros compañeros de armas, evitó otro intento de asesinato contra Sucre. Este le concedió un escudo con la leyenda “Fiel a la Constitución, 29 de abril de 1828”; escudo del que nunca se separó, llevándolo en su uniforme. Desde 1829, y durante los primeros días de la presidencia del Mariscal Santa Cruz, don Celedonio permaneció en Chuquisaca. No se tienen noticias ciertas que hubiese acompañado al presidente en su visita a Tarija. Pero sí sabemos que don Andrés de Santa Cruz lo tenía en tan distinguida estima que, luego, se convirtió en franca admiración por la actuación del tarijeño en la batalla de Uchumayo (febrero de 1836), donde fuera herido en su pierna derecha. A los pocos días también recibió otras dos heridas, en la cabeza y en el pecho; en esa situación el teniente coronel Fernando Campero lo auxilió e incorporó en su escuadrón “Guías”. Así que, en Socabaya, nuevamente Ávila luchó con tal denuedo que, en septiembre de 1837, el gobierno lo condecoró con una medalla de “Vencedor de Socabaya” y un diploma de “Pacificador del Perú”. ¡No era pues gratuita la fascinación y el aprecio que el presidente Santa Cruz sintiera por nuestro paisano!


Volvamos a la tan mentada visita a Tarija del presidente Santa Cruz, para preguntarnos también ¿y qué sucedió con Eustaquio Méndez?
No hay constancia de una entrevista entre el Mariscal de Zepita y el ya cincuentón montonero y coronel de la República. Lo que no se duda, y ya lo sabemos, es que ambos personajes se conocían desde los primeros días del proceso emancipatorio y, sobre todo, desde que el entonces oficial realista Santa Cruz cayera prisionero unos momentos antes de librarse la batalla de la Tablada. Posteriormente, en los trajines de la anexión de Tarija a Bolivia -anexión que, como se ha dicho, sospechamos mucho tuvo que ver con Santa Cruz-, Méndez y el ya Mariscal de Zepita, pudieron haber tenido alguna clase de relación. Es pues raro que el Moto Méndez no hubiese concurrido al recibimiento en San Lorenzo y en la Villa. Pero no lo es tanto el que no fuera invitado al nuevo ejército crucista, si se tiene en cuenta que el antiguo montonero no era precisamente un militar como los más disciplinados profesionales de los que se rodeó Santa Cruz. O, quizá prevalecía la consideración de su delicado estado de salud, consecuencia de las muchas heridas nunca sanadas. No obstante, todo ello, participó -como veremos- en la campaña contra la invasión de Heredia.

 


Finalmente, sabemos ahora que el Mariscal encontró en la Villa a quien no hacía mucho destinó castigado al Chaco. Se trataba de Manuel Isidoro Belzu (que tenía solamente 22 años) arribó a Tarija, en 1830. Y precisamente aquí se casó, tal en julio de 1832, con Juana Manuela Gorriti Zubiría. Esta era hija del general José Ignacio Gorriti, a quien Belzu conoció a comienzos de aquel año. Gorriti de una muy conocida y rica familia de Salta, era un notorio miembro de la “Liga Unitaria”, que fundara el gran estratega argentino General José María Paz -quien, como es sabido-, combatió también desde muy joven en las campañas libertarias rioplatenses en el Alto Perú. José Ignacio había defenestrado, luego de vencerlo en una batalla, al gobernador Arenales de Salta, en 1827; y unos años antes, en 1823 venció al comandante español Marquiegui. Gorriti se enfrentó a los caudillos provinciales amigos de Juan Manuel de Rosas; y, a raíz de la derrota de la Ciudadela, en Tucumán, en noviembre de 1831, para no caer en manos del vencedor Facundo Quiroga, con muchos otros militares y políticos universitarios, entre ellos Lamadrid, buscó el exilio en Bolivia. Así vivió una temporada en Tarija, y desde del casamiento de su hija Juana Manuela, se trasladó a Chuquisaca, donde murió en 1834.


El Mariscal Santa Cruz, pues, se reconcilió con Belzu al encontrarlo en Tarija y enterarse de su desempeño profesional. Cuando terminó su visita encargó al ya capitán Belzu la inspección de todos los cuarteles del departamento, en especial los de la frontera con la Argentina. Es lógico creer que Belzu conoció por entonces los planes militares de Santa Cruz en la frontera sur.

Del libro: Historia de Tarija, de Edgar Ávila Echazú.

Publicado en el periódico El País de Tarija, el 10 y el 24 de febrero de 2019.

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