PERCY FAWCETT DE RIBERALTA A COBIJA (Parte IX)



El 25 de septiembre abandonamos Riberalta en un pequeño batelón con diez indios ixíamas y ocho indios tumupasas, un piloto y un joven oficial del ejército, que actuaba como intérprete, ya que su padre era un escocés que vivió toda su vida en La Paz y su madre era boliviana. Este joven oficial resultó ser un buen compañero, cuanto estaba sobrio.

El día después que partimos entramos al Orton, un río famoso por sus obstáculos ocultos, pirañas, candirus, cocodrilos, anacondas, rayas y moscas, como también por la total ausencia de caza. Resultó ser un torrente muy lento que se deslizaba entre altas riberas a orillas de extensos pantanos, y, además de reunir todas las peores características de los ríos amazónicos, era navegable en lancha solo durante la estación lluviosa. Los mosquitos se cernían sobre nosotros formando verdaderas nubes. Nos forzaban a cerrar ambos extremos de la cubierta de hojas de palma del batelón con redes para mosquitos, y a usar velos para el rostro, pero a pesar de todas nuestras precauciones, muy pronto nuestras manos y cara se transformaron en una masa de diminutas ampollas de sangre, que nos producían gran escozor.

Aquí oímos por primera vez al pájaro seringero, que emite tres notas bajas en crescendo seguidas por un “Juit, uio” y un grito penetrante. Es un ave activa y alegre, del tamaño de un zorzal, y su presencia indica la proximidad de árboles de caucho, pues se presume que se alimenta de los parásitos que encuentra en ellos. Los colectores de caucho, llamados seringeros, escuchan el grito del pájaro para orientarse cuando andan en busca de árboles.

En una barraca llamada Palestina encontramos vestigios de la lucha con Brasil en 1903, la que condujo a la revisión de los límites fronterizos. El lugar estaba fortificado y atrincherado, y desde allí salía una huella que conducía a través de la selva hasta el río Abuna, y hasta el Acre en Capatara, más abajo de la ciudad brasileña de Xapury. Debo confesar que las trincheras no me impresionaron y puse en duda la experiencia y el conocimiento de los oficiales responsables de ellas. Estaban trazadas de acuerdo a esos antiguos planos que se encuentran en los textos de estudio y podían ser fácilmente enfiladas.

No había muchos signos de atrocidades en el río Orton; al parecer, sólo se usaba el látigo cuando habían fracasado los otros medios. Tampoco se veía en ninguna parte el sistema de esclavitud, aunque sabíamos que allí existía. Bastante cerca, en el Madre de Dios, había una barraca que no explotaba el caucho, sino que criaba niños para el mercado de esclavos. ¡Se decía que existían allí alrededor de seiscientas mujeres! La mayoría de los empresarios y mayorales eran deshonestos, cobardes y brutales, totalmente inadecuados para el control del trabajo, aunque todavía una chispa de decencia les impedía practicar abiertamente sus brutalidades. Nunca se cansaban de repetirme que los mestizos y los indios entendían solo con el látigo. La mitad de ellos también eran mestizos; en cuanto a los indios, mi propia experiencia me ratificó una y otra vez la rapidez con que respondían a un tratamiento decente.

Fué en Palestina, según dicen, donde el hombre que inició el negocio del caucho en el Orton y, en realidad en toda Bolivia, acostumbraba a flagelar a los hombres hasta matarlos, o a veces, para variar, los ataba de pies y manos y los arrojaba al río. ¡Los más afortunados eran aquellos sometidos a este último castigo! Me encontré con un inglés que se empleó una vez donde este hombre y me contó estos crímenes de alienado. El también parecía cortado con la misma tijera.

Las moscas casi nos hicieron enloquecer; no se podía descansar de ellas, porque atacaban tanto de día como de noche. Mis tormentos se hacían casi insoportables cuando tenía que hacer observaciones, pues no podía proteger mi rostro y mis manos desnudas.

El batelón hacía agua y chocaba continuamente con obstáculos sumergidos. El calafateo con estopa era un trabajo del cual no se podía descansar ni siquiera una hora. Las aberturas de los tablones eran tan anchas, que la estopa se salía muy pronto. Dan, el anglo boliviano, se mantuvo tranquilo los dos primeros días, convaleciendo de su último ataque de ebriedad en Riberalta. Después, cuando su cabeza se despejó, se transformó en un estorbo y yo tuve que reprenderlo severamente. Por lo demás, era un muchacho alegre.

Dejamos atrás una barraca tras otra, y generalmente nos deteníamos a comer o, si estaban abandonadas, cogíamos papayas y otras frutas de las fértiles plantaciones. Algunas veces acampábamos en una faja de playa arenosa; otras, dormíamos en el interior de una choza poblada de insectos. Una o dos veces nuestro campamento fue invadido por un vasto ejército de hormigas que se abalanzaban por doquiera destruyendo a su paso a toda criatura viviente. El calor era sofocante, y rara vez podíamos bañamos en el río a causa de las mortíferas pirañas y rayas. La terrible monotonía de las selvas que se extendían hasta el límite del agua en ambas riberas se sucedía sin interrupción, excepto cuando se había cortado un claro para establecer una barraca que parecía, con su barda y sus cañas, formar parte de la selva misma. A veces creíamos perder el juicio con las plagas de insectos.

Encontramos a la mujer del sobrino del general Pando viviendo con su familia en la barraca de Trinidad, en medio de un lujo que sería imposible procurarse en Riberalta. Tenían sus propias plantaciones, gallinero y ganado, que habían sido transportados durante la estación seca, cuando los caminos eran transitables. Aquí nos atendieron a cuerpo de rey y durante un día o dos pudimos olvidar las vicisitudes del viaje.

Una dama de la barraca era víctima de un caso avanzado de espundia al oído, enfermedad muy común en estas regiones. En esa época, y aun mucho después, no se sabía que era producida por el microbio Leishmann Donovan y que era la misma enfermedad llamada Bouton de Biskra, en Trípoli, y Delhi Boil, en India. Por medio de un tratamiento drástico y doloroso puede ser curada en diez días; en casos avanzados se prolonga hasta seis meses, porque reacciona ante el metileno y antisépticos poderosos. En las selvas donde se le deja seguir su curso se desarrolla hasta formar crecimientos faciales horribles o una masa de corrupción leprosa en piernas y brazos.

Se contaba un caso extraño de un mozo (como se acostumbra llamar al peón en Bolivia) que fue mordido por una serpiente venenosa. El veneno no fue lo suficientemente poderoso para matarlo, pero fué causa de que dos de sus dedos se secaran y cayeran Las muertes por mordeduras de reptiles son muy frecuentes, porque todos andan descalzos. Sin protección, aun el andarín más cuidadoso corre grandes riesgos, porque estas serpientes son diminutas pero mortales. Hay tantos y tan variados reptiles, -que es probable que aún no se conozcan todos ni estén clasificados.

En Trinidad nos facilitaron revistas inglesas y un ejemplar de ―Martin Chuzzlewit‖. Estábamos hambrientos de lectura. Leimos y volvimos a leer cada página, cada aviso, aun el pie de imprenta.

¡Estaban llenas de orificios de termitas y manchadas de humedad, pero para nosotros eran más valiosas que el oro!

El río Tahuamanu había crecido con las lluvias recientes cuando comenzamos su ascenso; sin embargo, la travesía fue difícil. Árboles caídos bloqueaban el paso, y los obstáculos se erizaban frente a nosotros. Continuamente necesitábamos trabajar con el hacha para abrirnos camino y estábamos exhaustos cuando alcanzamos aguas relativamente claras. Nuestros ocho indios resultaron ser buenos trabajadores, pero casi los perdimos porque una noche llenaron la pipa de Willis con barro para hacerle una broma, y al día siguiente Willis se desquitó a garrotazo limpio. Si hubiesen sido capaces de abandonarnos y de regresar, estoy seguro de que lo habrían hecho sin vacilaciones; las cosas se calmaron, sin embargo, y cuando sus espaldas magulladas estuvieron mejor, volvieron al trabajo. Para decir la verdad, estos indios tumupasas se habían puesto bastantes insolentes, y los garrotazos de Willis les hicieron mucho bien.

En las selvas se cree que todos los gringos saben algo de medicina, y por lo tanto en la barraca de Bellavista me pidieron que tratara a un enfermo de fiebre de agua negra, enfermedad poco común aquí. Creo que este caso se produjo bebiendo agua de un pozo sucio y estancado. Llevaba conmigo un pequeño libro de medicina en que estudié los métodos de tratamiento, ¡y tuve éxito! Posiblemente fue un caso de curación por la fe, pero lo importante es que el hombre mejoró.

Cuarenta y tres días de penoso avance, sufriendo la tortura continua de moscas y abejas diminutas y de mortal monotonía, nos condujeron a Porvenir. La aldea —si merece llamarse así— se componía solamente de dos chozas; pero una de ellas tenía dos pisos, de manera que no era una choza ordinaria. El batelón regresó río abajo, a Riberalta, pero los ocho indios tumupasas se quedaron con nosotros para transportar una cantidad de mercadería por tierra hasta Cobija, a veinte millas de distancia. Envié a Dan a Cobija para procurarse mulas para el transporte de nuestro equipo.

El Tahuamanu estaba extensamente trabajado por las firmas gomeras, y en todas las chacras había plátanos y papayas. Como Willis era no solamente un buen cocinero, sino también un hábil pescador, estábamos bien equipados de alimento. Vivíamos tan bien, en realidad, que la noticia pronto llegó a Cobija y recibimos un verdadero tropel de soldados medio muertos de hambre, acompañados de los habitantes de ese lugar, que nos suplicaron que les diésemos comida y bebida. Gracias a nuestros indios pudimos festejarlos cuando llegaron, porque justamente habían capturado una anaconda de doce pies, magnífica serpiente roja, verde y amarilla, y de buen sabor.

Continuara...

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Imagen: Foto-postal coloreda de la región del Beni.

 

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