Irupana, invierno de 2001 / Publicado en elmancebao.blogspot.com el
1 de febrero de 2011.
El amor se abrió paso en medio del odio. No temió recibir un
disparo ni precisó ocultar la cabeza en las trincheras. Esquivó las bombas,
dejó heridos y saltó entre los muertos. Caminó sediento por las candentes
arenas del Chaco con el objetivo de tomar los corazones de él y ella, que
palpita banante diferentes himnos y defendían diferentes banderas.
La historia lo dice: En la Guerra del Chaco perdieron
Bolivia y Paraguay. Pero ganó el amor de Julio e Isabel, venciendo al
chauvinismo típico de la contienda. Él boliviano y ella paraguaya. Él
prisionero de guerra y ella con familiares en el campo de batalla. El
retumbante palpitar de sus corazones logró opacar el estruendo de las bombas
que cegaban vidas en el Chaco infernal.
Prisionero del amor
El día en que Julio Rocabado cayó prisionero estaba lejos de
imaginar la agradable sorpresa que le tenía preparada el destino. Había salido
de Bolivia con la promesa del retorno. Tras la muerte de su padre, había
quedado de jefe de la familia y a cargo de la hacienda de Taca, en los Yungas
paceños.
Luego de caer en manos enemigas, su vida era una incógnita.
El regreso parecía perderse en medio de la «borrachera verde». Como los 20 mil
prisioneros que cayeron durante la contienda, el soldado Rocabado estaba preso
de la frustración. Pero logró liberarse de esas cadenas apenas llegó a
Asunción, la capital paraguaya.
Su buen humor le permitió ganarse la confianza de sus
custodios. Al primer descuido, se encontraba en las calles -con un grupo de
prisioneros bolivianos- ofreciendo shows artísticos que le permitían ganarse
unos pesos, pero sobre todo olvidar la guerra y la prisión. «Su prisión no ha
sido tan prisión. Cayó prisionero, pero nunca bajó la cabeza», explica su hijo
Mario.
Las presentaciones callejeras alcanzaron tal éxito que las
autoridades les proporcionaron un patio inmenso para evitar aglomeraciones
callejeras. Fue en una de esas presentaciones que el destino apretó el gatillo
del amor.
A pesar de los 90 años que lleva sobre sus espaldas, Isabel
Ricardo recuerda claramente aquel día: «Una señorita había tenido amistad con
ellos y entonces el caballero ya me estaría echando ojo, pues. Entonces han
venido ellos donde nosotras, nos hemos saludado, me lo han presentado, se ha
presentado el caballero, muy simpático, muy educado. No me cayó mal. Hemos
tomado confianza, charlamos».
De entrada, la dejó fuera de combate. Le disparó con el
corazón, esa arma que no necesita mira para alcanzar el blanco. Ella recuerda
que esto ocurrió en Asunción, lugar al que viajaba todos los días desde su
natal Caacupé.
El soldado Rocabado definió su estrategia: La posición de
Isabel ya estaba tomada, era el momento de conquistar a la familia. El
cumpleaños de la futura suegra era el momento propicio. Tuvo la osadía de
llegar hasta Caacupé para cantar la serenata. Entre los músicos se encontraba
uno de sus custodios. Los hermanos menores de Isabel sacaron el arpa y se armó
la gran fiesta. Ellos celebraban el cumpleaños de su progenitora, Julio el
ingreso a la familia de su futura esposa.
Ese mortal armisticio
El 12 de junio de 1935, los gobiernos de Bolivia y Paraguay
deciden ponerle fin a la guerra. Paraguayos y bolivianos saltaban de alegría,
menos Julio e Isabel que veían el futuro de su amor en peligro.
«Iba a venir la repatriación, ya no faltaba mucho. El
caballero se ponía en planta, quería formalizar, quería comprometerme y que me
vaya con él», recuerda Isabel, con las lágrimas amenazando desbordar el cauce
de sus ojos.
Cuando el retorno se hizo inminente, ella se encontraba en
Argentina, en casa de una familia amiga. No dudó en ir a buscarla para
conseguir la promesa de que vendría a Bolivia y entregarle la dirección dónde
debía buscarlo al llegar a La Paz.
Búscalo
«Si lo quiere, vaya a buscarlo y si no es como él le ha
dicho, mi hija, usted se vuelve», la despidió su madre.
El fuego del amor que había encendido Julio se negaba a
convertirse en cenizas. Es más, se avivaba a medida que pasaban los días.
Habían pasado tres meses desde la repatriación del prisionero boliviano cuando
Isabel decide dar rienda suelta a la aventura del amor.
Él había ofrecido matrimonio antes del retorno del Paraguay,
pero ella quería cerciorarse que todo lo que le había dicho era cierto. Abordó
el tren del amor que la trajo -vía Jujuy- hasta Bolivia. No conocía nada ni a
nadie. ¿Qué interesaba? Conocía al amor de su vida.
Llegó a La Paz y se alojó en la casa de una persona a la que
conoció durante el viaje. Al día siguiente, no había abandonado la cama cuando
Julio tocaba la puerta del lugar donde ella estaba hospedada.
Julio dejó a su querida Isabel en 1990. Desde entonces ella
vive sola en Irupana, población yungueña que fue testigo de la felicidad de la
pareja.
Estalló en llanto cuando le propusimos hablar de su historia
de amor. «Era un caballero muy sensato, como que había sido, yo creo que no
habrá en la vida otro, no quisiera francamente hablar del recuerdo que tengo de
él, es muy grande».
«Para él no era tan guerra, él estaba siempre con su humor»,
dice su hijo Mario, tratando de explicar las razones por las que su padre dejó
de lado el patrioterismo para darle rienda suelta al corazón.
«El amor no tiene fronteras», concluye Isabel. Y no las
tiene. Ni siquiera cuando dos países se declaran la guerra por controlarlas.
La otra batalla
Fue una batalla aparte. Julio e Isabel estaban convencidos
de su amor, pero la sociedad que les rodeaba no estaba dispuesta a perdonar el
matrimonio de un combatiente boliviano con una mujer del frente enemigo.
«Algunos decían que es una paraguaya, una déspota y querían
humillarla, pero ella siempre ha sido muy buena», recuerda Ángel Mancilla, un
antiguo vecino de Irupana. Las consignas nacionalistas calan más hondo en los
pequeños poblados y la población yungueña no es la excepción.
«Ella sería paraguaya, pero no ha provocado la guerra, no ha
actuado en la guerra, humildemente se han conocido, se ha venido. De ser
boliviana, no es, pero se le da buen trato» comenta Mancilla, quien también
combatió en la Guerra del Chaco.
Hoy, Isabel es una más de las vecinas de Irupana. Las nuevas
generaciones no saben siquiera que abandonó su país para vivir con el hombre
que amaba. Cuando Julio vivía, ella incluso participaba de los actos que
realizaban los excombatientes del Chaco en homenaje a los bolivianos caídos en
el campo de batalla.
Se perdió el cordón umbilical
Le devolvieron su última carta. Ocurrió hace 17 años, cuando
Isabel y Julio enviaron una misiva a la familia en Paraguay, la que les fue
devuelta por el correo paraguayo debido a que los destinatarios cambiaron de
domicilio.
Desde entonces ella perdió contacto con los familiares que
dejó en su país. La última vez que viajó a Caacupé fue hace 21 años, cuando la
hicieron llamar para asistir al entierro de los restos de su señora madre.
Hasta entonces, junto a su compañero de vida, había viajado
en varias ocasiones a tierra paraguaya. Los dos trabajaban y ahorraban para
viajar cada tres años, con el objetivo de revisar los recuerdos que dejaron en
territorio guaraní. «Con él nos quedábamos tres meses. Le decía: ‘Ya no iremos,
porque no tenemos plata’; y él decía: ‘vamos a estar trabajando’. Entonces
había mucha gente en Irupana, había negocio».
Su hijo Mario -que participó de algunas de esas travesías-
afirma qué la abuela los quería mucho por la amenidad de Julio. La visita era
aprovechada para reunir a toda la familia, que se encontraba dispersa entre las
ciudades de Asunción y Caacupé.
Él afirma que ella no esta dispuesta a volver a la tierra
que la vio nacer: «Le hemos ofrecido ir a Paraguay, pero debe ser duro retomar
sola a los lugares donde los dos han estado juntos», argumenta. En el lecho del
hospital, ella dice que, en realidad, su pasaje de venida nunca tuvo retorno,
que vino para vivir y morir a lado de su amado Julio.
------------------------
Links relacionados:
No hay comentarios:
Publicar un comentario