SIETE BALAZOS “FACHOS” NO MATAN UN VIEJO PERIODISTA

Por: Ted Córdova Claure TC-C.- Havelock, Estados Unidos, marzo 2000.
"Abajo el Comunismo!.. Viva la Virgen María... Carajo.." Desde mi cama en el tercer piso de la clínica Boston de La Paz, Bolivia, escuchaba esas voces aguardentosas. Después, el chirrido de vehículos en virtual estampida. Luego sabría que se trataba de bandas paramilitares traídas desde Santa Cruz que iban a dejar sus heridos de los combates esporádicos.
Hubo 500 muertos esa noche de agosto de 1971, cuando un grupo de militares descontentos, ambiciosos y fácilmente manipulables, característica fundamental de los militares de republiquetas pobres de centro y suramericanas, y muy particularmente de Bolivia, donde los militares históricamente han perdido todas las guerras patrias y han ganado todas las masacres en la trágica historia de esa pobre nación que, sin embargo, hace ya siglo y medio que palpita en el corazón de Sudamérica.

Ese 21 de agosto, la mayoría de los muertos serían soldados rasos y civiles desconocidos, ingenuamente voluntariosos. Miembros del gobierno de Juan José Torres esperaban que una vez que el regimiento presidencial Colorados, al mando del leal mayor Sánchez, se desplazaría hacia el cuartel Miraflores, aplastaría a los insurrectos atrincherados allí. Pero eso jamás ocurrió. A las 8 de la Noche, en medio del intenso tiroteo, me acerqué imprudentemente hacia el palacio Quemado, el palacio de gobierno en Bolivia -nunca un nombre tan bien puesto. Pero el entonces jefe de seguridad, el capitán Luis Osinaga, en la puerta me informó que el general Torres se había ido a la embajada del Perú con todos sus "colaboradores", y enfatizó estas palabras con bien entonado sentido irónico, "se han ido a buscar asilo".
"Yo estoy aquí para entregar al palacio a los blindados del regimiento Tarapacá, que ya vienen. Váyase nomás, señor Córdova", me gritó. Y yo, más que obediente, maniobré el jeep Wyllis Commander y me di vuelta, en la céntrica plaza Murillo. Justo en ese momento, por la vecina calle Comercio alumbraban los reflectores de los blindados de fabricación brasileña, que zumbaban sus motores en rápida carrera al palacio, sin encontrar resistencia para consumar otro golpe militar, el golpe número ciento y tantos, es decir ciento y tantas traiciones -porque no hay conspiración sin traición- en la postergada Bolivia, cuya historia, por lo tanto, resulta una historia de traidores.
¿Y, que hacia yo allí? Era el director de la Televisión Boliviana y también del periódico del gobierno, "El Nacional". Pero lo que privó en ese momento no fue tanto mi condición de funcionario del gobierno que se estaba cayendo estrepitosamente, sino mi maldita adicción por la noticia. Era una confirmación, como decían los viejos periodistas, de que en las venas no corría sangre, sino tinta de imprenta. Fuera de mis trabajos como periodista oficialista, en esa época también era corresponsal de medios de otros países, de modo que mi instinto me orientaba a averiguar qué estaba pasando, mientras rumiaba sobre formas de escribir esa historia. Pero debía librarme de ese jeep, muy conocido como vehículo del gobierno, y por lo tanto, blanco fácil para las bandas de muchachos asaltantes de la falange y otros grupitos paramilitares que en Bolivia han abundado, como patética expresión del subdesarrollo político del país y de la mentalidad envidiosa y traicionera de sus protagonistas en la lucha por el poder... Y además necesitaba encontrar un lugar seguro donde establecer mi base de operaciones.
De pronto, en una oscurísima calle, justo frente a una curiosa casa, la del gran pintor Guzmán de Rojas que se había suicidado unos años antes, tronó el ratatat de una ametralladora. Siempre me han preguntado que se siente cuando las balas hacen impacto en el cuerpo de uno. No es un gran, estridente dolor. Se siente -por lo menos en el calibre que me tocó-, como si uno estuviera siendo pinchado por muchas agujitas calientes... Eso era lo que yo sentía en el brazo derecho y en las piernas, de modo que instintivamente me agache y me hice un ovillo, debajo del volante. Una segunda ráfaga raspó mi espalda. Si hubiera estado erguido, me atravesaban el pecho a la altura del corazón.
Tendido en el asiento, vi como un muchacho abría la puerta y me alumbraba a la cara. "Pero si es el director de la televisión!", gritó en ese momento. Y escuché otro grito, de voz familiar que venia corriendo a comprobar y gritaba: "Teddy, hermanito, esto te pasa por comunista!!". Era un "amigo" de la infancia, Fernando Monrroy, alias "el mosca", quien se había hecho famoso como guardaespaldas de políticos falangistas y, por lo tanto, integrante de sus bandas de matones. Efectivamente, nos conocíamos desde la infancia y desde muy joven el mosca mostraba afición por las armas e inclinación a la violencia. Era un matón innato, que cuando se enojaba pateaba puertas y paredes para descargar su rabia. Esa noche andaba buscando asaltar las casas de políticos caídos, para saquear los bienes y cobrar botines, proceso típico en los golpes militares bolivianos. Detrás del asalto al poder, llegaban los seguidores y guardaespaldas, buscando un botín o algún beneficio; o también liquidar a algún enemigo impunemente. Años después, el mosca se puso en la mira de la embajada estadounidense, a raíz de haberse descubierto un complot para asesinar al embajador Edwin Corr y, a la vez se involucró con una banda de narcotraficantes de Santa Cruz. Hasta que un día apareció su cadáver. Se dijo que había muerto de un tiro jugando ruleta rusa, pero el cuerpo tenía como 40 balazos...
Esa noche del 21 de agosto de 1971 no había podido quedarme tranquilo con una sonora noticia en mis narices, y no mandarla a donde sabía que estarían esperando oír de mí. Por ejemplo, la revista "Panorama" de Buenos Aires, que solo alcanzó a publicar un breve despacho del irresponsable periodista Augusto Montesinos, quien informaba que yo había muerto. O el prestigioso semanario "Marcha" de Uruguay. Fue mientras rumiaba sobre formas de escribir esa historia que llegué al momento de la crisis. Retumbaron los disparos en la oscuridad, todas las casas tenían sus luces apagadas. En todo caso, con apoyo del propio mosca -y hasta hoy he supuesto que me ayudó como gesto inicial de arrepentimiento- pude llegar hasta una casa de la vecindad. Abrió la puerta de su casa un caballero de origen alemán, que me hizo pasar hasta un sillón, prácticamente arrastrando cabeza abajo, así que note que gotas de mi sangre caían sobre una elegante alfombra. Desde esa casa pude contactarme con José Montero, Gerente de "El Nacional" de La Paz, quien vino a buscarme en una ambulancia. Y de allí, a la clínica Boston.
Los gritos aguardentosos invocando a la Virgen María y maldiciendo al comunismo se repitieron hasta la madrugada. En la mañana aún se escuchaban muchos disparos, pero aún así varias personas habían llegado hasta la clínica para visitarme. Yo sentía un alivio extraordinario, que me llevó por los cielos, no por las santísimas invocaciones de los matones ebrios traídos de otra ciudad para terminar de cumplir el trabajo sucio, sino por una explicación que me dio el valiente médico que me extrajo seis balas -todavía llevo otra en el muslo, que envuelta en un capullo defensivo de mi propia materia interna, seguramente quedará allí hasta que yo muera-. "Te puse un poco de morfinita, para quitarte las balas", me dijo el Dr. Ossio -para mi el insólito ángel protector de aquel momento. "Mañana sentirás un poquito de dolor, pero has tenido suerte. No tienes ningún órgano vital afectado. Eres fuerte y se ve que alguien te protege desde arriba", terminó el discurso tranquilizador del médico. Y, en mi petulante agnosticismo, hice una concesión y, por primera vez, creí en Dios.
Todavía se escuchaban disparos aislados e incluso, alternadamente, el ratateo de una ametralladora. Era fines de agosto de 1971 y yo había caído herido de siete balazos. Felizmente, parodiando un corrido mexicano de los tiempos de Pancho Villa, "Fueron siete tiros... pero ninguno resultó mortal". Se trataba del golpe militar que derrocó al gobierno populista del general Juan José Torres e instaló la dictadura neofascista del coronel Hugo Banzer, quien se sentó en el sillón presidencial como resultado de una ridícula disputa por el poder entre varios generales y coroneles, que hasta un día antes eran de una conmovedora obsecuencia con el Presidente, un hombre de rostro bondadoso, gruesas cejas y gruesos bigotes que hacían juego con su inmensa y piadosa sonrisa. El "nuevo Tito", lo había calificado alguna prensa europea, exagerando desproporcionadamente la comparación histórica con el solo propósito de valorizar la cobertura del caso boliviano, ya que habían viajado hasta ese país, lejano para ellos.
El drama boliviano tenía otras facetas típicas de la historia surreal de una república inventada, al calor del entusiasmo por la victoria de los ejércitos del libertador venezolano Simón Bolívar por la seguidilla de batallas ganadas a los ejércitos de la lejana España estúpidamente colonialista. Como se ha repetido en la historia suramericana, la mayoría de los conspiradores eran traidores por naturaleza y se consideraban presidenciables. Así han surgido los Juan Perón, los Marcos Pérez, los Augusto Pinochet y el propio, pequeño, coronel Banzer. Se consideraban presidenciables. Finalmente, esa noche, vencida la escasa resistencia del gobierno populista, el coronel Banzer fue impuesto por dos partidos que estaban en la confabulación, la Falange Socialista y el Movimiento Nacionalista Revolucionario. Algunos de estos dirigentes pasados de vivos, creían que podrían manipular al pequeño coronel, pero él gobernó siete años y no necesitó ser manipulado para complacer los intereses de esos partidos y de sus amigos. De aquellos militares en disputa de entonces, ya nadie se acuerda. Al final fueron accidentes pasajeros en la historia boliviana. Dos de ellos, Selich y Zenteno Anaya murieron asesinados durante el período dictatorial de Banzer. Luego Banzer fundó un partido político y fue asimilando a la democracia. Ahora es otra vez presidente por la vía electoral, después de varias intentonas. Es un presidente civil, pero todavía le rondan ciertos fantasmas que tipificaron ese negro periodo del siglo veinte de la historia suramericana, tiempo de asesinatos, torturas y desaparecidos, tiempo que dejo heridas que no han cicatrizado y que equivale a un peso de conciencia en pueblos y hombres que los perseguirá hasta que se haga justicia.
El caso típico es Pinochet, un peso de conciencia también para posteriores mandatarios civiles y democráticos de Chile por haber permitido que se pasara por encima la consigna de "no habrá perdón ni olvido...". Pero hay quienes siguen invocando ese llamado, y eso certifica que la impunidad realmente no cicatriza los episodios infames de la historia. Por eso hasta el Papa y el Presidente de la nación más poderosa andan pidiendo disculpas por errores del pasado. Todos saben que mientras no se hace justicia, difícilmente se produce una renovación, ya sea en vida de pueblos, como de individuos. Repito que siempre me han preguntado qué se siente cuando uno recibe los impactos de bala. No quiero plantear una polémica, puesto que, en nuestros tiempos, son ya muchos los periodistas que han pasado por experiencias parecidas y los balazos no siempre se sienten igual. El verdadero dolor viene después, cuando han quedado los huesos rotos o el tejido muscular destrozado, o las vísceras perforadas.
Durante años dejé pasar esta experiencia como una anécdota en mi accidentada vida de periodista en 50 años. Pero en los últimos tiempos -y a medida que se consolida la democracia en todo el continente, y se revisan los expedientes de los mas poderosos dictadores, como el caso Pinochet, y se hace justicia en este mundo global, me di cuenta que mi caso no era solamente un incidente aislado y personal, sino un buen ejemplo, con suerte, de la lucha que hemos llevado adelante los periodistas en América Latina, por el bien de nuestros países, por nuestro continente y, en última instancia, pero no menos importante, en el marco de un esfuerzo por consolidar un mundo global que ya no admite injusticias ni impunidades de los que atentaron contra los derechos humanos.
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