Este artículo fue extraído de www.fronterad.com / Claudio Ferrufino-Coqueugniot nació en Cochabamba en 1960. Reside en Aurora, Colorado (Estados Unidos). Premio Nacional de Novela 2011 con Diario secreto, premio Casa de las Américas 2009 con El exilio voluntario. También ha publicado Crónicas de perro andante, en coautoría con Roberto Navia; El señor don Rómulo (novela), 2002, y Virginianos, 1991. Es columnista de varios diarios bolivianos.
Domingo por la mañana, octubre. Joaquín se sienta en un
k’ullu de árbol, remanente de un par de inmensos molles que teníamos acá
–aclara. Uno macho, uno hembra. El macho daba diminutas flores amarillas; el
otro, frutitos rojos que devoran los chiwalos. Los vecinos nos demandaron,
alegando que las raíces levantaban el piso de sus hogares y tuvimos que
cortarlos, cuenta.
El patio está entre dos casas. La principal, delante,
poblada de fantasmas, dice, porque cree que en su momento este fue lugar de
crimen, en la pretérita oscuridad, cuando desde aquí hacia el oeste se
extendían humedales que le ganaron el nombre de p’ujru (depresión, en quechua).
La segunda es pequeña, práctica, de ladrillo visto y grandes ventanales. Allí
vive. En la otra, su hija. Ningún inquilino sobrevivió la pesadez del ambiente,
de sombras de niños y golpes de puerta a medianoche.
El sol cae de lleno en el vestíbulo de cerámica. Una mixtura
de maceteros ofrece colores y plantas. Las flores violetas de santa Rita se
entrelazan con el tronco del paraíso dando un ferviente tono cochabambino a la
cita.
En la radio suenan tangos de la guardia vieja, un programa
eternizado por los años en su hogar, con gusto argentinizado por el tiempo de
estudio y disipación en Córdoba, en una fallida carrera de ingeniería, y luego
en la sensatez de su esposa santafesina que terminó amando Cochabamba más que
él y cultivando seis hijos.
Ese año, el 46, salí bachiller. El 4 de enero del 47 me
presenté voluntario al servicio militar que, siendo obligatorio, no consideraba
para sus filas a menores de 18 años como yo. La Muyurina, donde aún sigue el
cuartel, era una explanada llena de indios acurrucados y vendedoras de comida.
Los reclutas, la mayoría de la clase baja citadina, pocos indígenas, se
despedían de sus madres como si partiesen a una guerra inexistente.
Se ensimisma. Tocan el tango Destellos en la radio. Me
recuerda a mi mujer, susurra. Escuela de Clases Sargento Maximiliano Paredes,
se llamaba el lugar donde me presenté. No pertenecía a la clase oligárquica,
pero mi familia venía de antes, y era bien considerada en aquella esmirriada
sociedad de abundantes mestizos y escasos blancos. Además yo desciendo de
héroes, afirma, en una frase que se evaporará en el espacio de nuestra charla y
que me arrepiento de no haber agarrado por el cabo.
Le pregunto por qué, ya que habló de ello, no había indios
en las filas del ejército. En otros lugares sería diferente, pero la Muyurina
era cuartel de extramuros. Aunque a mediados de año llegaron muchos aymaras en
camiones, levantados de pueblos del sur cochabambino o de la cercana Oruro, la
mayoría de los internos pertenecía al lugar. Uno de esos aymaras, Valetín Apaza
Ticona, recuerdo, fue designado para ocupar la litera encima de la mía. Caían
los piojos día y noche sobre las frazadas, el rostro, los cabellos. Ellos los
trajeron. Los sábados, cuando salía de asueto, mi madre me hacía desvestir a la
entrada de la casona de la calle Lanza y con un palo levantaba mi ropa y la
ponía a remojar en gasolina en una usada lata de manteca. Luego me mostraba los
animalitos muertos, en fila en todas las junturas, casi con instinto
cuartelario. Así durante los nueve meses y veintiún días que presté servicio.
Las hijas de Joaquín desenvuelven unas salteñas de un papel
sábana blanco. Son tradicionales –para que no haya confusión con las que venden
en carritos por la calle, rellenas de quién sabe qué–. Me he desacostumbrado
algo al picante, pero me animo con un par de súper. No están mal, sabrosas. Las
acompañamos de refresco de naranja en extremo dulce, lo anoto.
ANTECEDENTES
Largos y complejos son los antecedentes de la rebelión
indígena del 47 en Ayopaya. Había una antigua tradición de levantamientos,
pero, esta vez, los gérmenes venían del Congreso Indígena del 45 y las leyes
dictadas durante el gobierno de Gualberto Villarroel. Se podría hablar, en
síntesis, de que a partir de entonces comenzaba a gestarse un proceso en el que
el indígena deseaba ser artífice de su propio destino, de elegir libremente a
sus autoridades. Esto, en Ayopaya, ya en 1946, llevó a la población
blanco-mestiza a percibir que la provincia había sido tomada por los indios. Al
mismo tiempo que las autoridades comunitarias, o excomunitarias, tenían mayor
peso que las elegidas por el Estado, la explotación de los colonos en haciendas
alejadas como Yayani, especializada en la producción de papa a pesar de sus
múltiples estratos climáticos, alcanzaba intolerables niveles.
El indio no se alzó reivindicando la figura del presidente
mártir; algunos estudiosos señalan, sin embargo, que algo de ello hubo en la
región cochabambina. Tampoco se llegó al extremo de demandar la abolición del
pongueaje [la servidumbre personal de los indios bolivianos]. Si bien las leyes
del gobierno Villarroel no eran ambiguas, no se podía decir que fuesen del todo
claras. Es en ese confuso caldo de cultivo, plagado de rencillas ancestrales,
ideas políticas nuevas, diversas perspectivas acerca de los fines,
fragmentación, etcétera, que en febrero de aquel año la indiada dirigida,
dicen, por el alcalde de Yayani, Hilarión Grájeda, atacó Yayani matando a un
teniente coronel e hiriendo al mayor Carlos Zabalaga.
EL CUARTEL
Se había entrenado como boxeador en el gimnasio de un señor
Roa, calle Colombia entre San Martín y 25 de Mayo. El boxeo sigue siendo su
pasión, a pesar de que ya no recibe la revista de suscripción The Ring desde la
época de Mike Tyson, el comeorejas. Es como si el deporte y sus ídolos se
hubiesen congelado en la cronología. Muhammad Alí sigue siendo Cassius Clay
para él. Inventó un ingenioso juego de tapitas de soda o de cerveza a las que
les ponía nombres de boxeadores en un papel que cruzaba el metal, con fina
letra. Solo pesos pesados, porque no me gustan esos sietemesinos filipinos o
mexicanos de otras categorías. Me muestra las que sobrevivieron la debacle que
significa que los hijos se van y los padres se quedan: Zora Folley, Sonny
Liston, Paulino Uzcudum, Óscar Ringo Bonavena, Arturo Godoy, Jersey Joe
Walcott, Primo Carnera…
El juego consistía en diez asaltos, ganados por puntos o por
nocaut, minuciosamente anotados en un reporte de este campeonato ficticio entre
colosos de distintas temporadas, y que mientras duró la infancia de sus dos
hijos hombres pareció eterno. Hacía chocar las tapas entre sí; cuando por el
golpe una se volteaba contaba como punto. Tirada lejos de la mesa, si caía de
pie, el boxeador retornaba al ruedo, pero si estaba de espaldas terminaba el
combate. Ezzard Charles derrota por nocaut a John L. Sullivan en el primer
asalto; Bonavena pierde por puntos ante Jimmy Ellis… Todo consignado en
precisas estadísticas que convertían a las tapitas en personajes vivos y
respetados.
Nunca pudo ser peso pesado, hasta que la edad, pasados ya
los cincuenta, le trajo prestigiosos ochenta kilos. Fui peso welter en el
cuartel, en batallas de inexistente técnica y de pobre espectáculo. Boxeadores
nativos peleando con la guardia abierta, tratando de conectar uno de esos
letales waraq’azos [golpe de puño de costado, con los dedos cerrados sobre la
palma, me muestra cómo] a los que están acostumbrados los indios. Allí triunfó,
y sus victorias le dieron la posibilidad de salir casi cada fin de semana a
casa. Pero el deporte perdió su encanto. La vida militar no era como se
pensaba. La comida parecía mierda sacada de las letrinas, se abusaba.
Al soldado Fenelón, rememora, lo mató un oficial a patadas.
En el reporte dijeron que falleció por fiebre de Malta. Juré en voz alta que
mataría al cabrón que lo había hecho, miembro de mi clase social y con
conocidos o familiares mutuos. Los conscriptos rurales, que nos odiaban y que
despectivamente nos apodaban los bachilleres, le fueron con el cuento. Me llamó
y me dijo: qué pasa, Joaquín, he escuchado que amenazas matarme. Si yo no
asesiné a ese pobre muchacho; estaba enfermo como denuncia el reporte del
forense. Pero, si insistes en tu idea, cuando termine tu servicio y te den de
baja, sabes dónde buscarme. Le prometí que lo haría y no hubo día en aquel
antro en que no me deleitara con la idea de plantarle un tiro o al menos darle
una gran tunda.
Llegó la fecha, y perdón que me adelante a tus preguntas,
pero debo decirlo ahora. Aquel, como suele ser común entre milicos, tenía de
característica la cobardía. Subió hasta el grado de coronel y me evitaba en las
estrechas calles de la ciudad en el futuro posterior. Al minuto en que me
licenciaron, fui a buscarlo. Estoy aquí porque me pediste venir. Se hizo el
tonto. Pero, querido Joaquín, si eso está olvidado, eran los caldeados ánimos
del instante. Si nosotros nos conocemos, hermano. Salí furioso, y recordé que
un tío mío, coronel mimado del ejército boliviano, había quemado su uniforme y
condecoraciones al dejar la institución. Apestaba.
Domingo, a las nueve de la noche, había que reincorporarse
al cuartel. Me acuerdo de un teniente Ibáñez, casado con la hija de un general,
que aguardaba por los retrasados en la entrada de la Muyurina. Así fuera un
minuto de retraso, formaba al indisciplinado con otros culpables. A cada uno le
preguntaba el por qué. Que mi madre se encontraba afiebrada, mi esposa
indispuesta. No importaba, recibía un corto en la boca del estómago que lo
doblaba o lo hacía caer, ensalivando el suelo. A eso le llamaban disciplina. A
eso denominaban valor. Nada ha cambiado. Hoy mueren más que ayer por la
brutalidad militar.
¿El motivo? Cualquiera. No había motivo, no se necesitaba.
Eran hombres armados y en posición de dominio. Y lo ejercían, sin asco y sin
pausa. Pero este es un pueblo que ama la bota, la fusta. Se deleita en el abuso
aunque no lo crea.
Llaman a almorzar. La sirvienta ha preparado un uchu que
difícilmente cabrá en el estómago después de las salteñas. El árbol del
paraíso, medio en ruinas, provee deliciosa sombra. Semeja un domingo de pueblo
en una ciudad de más de medio millón de habitantes. En el uchu de fideos
sobresalen huesos de costillar. Un generoso ají colorado se vierte sobre la
pasta. Dicen que esta receta es ayopayeña, de los altos de Sivingani, donde
cosechan piedras azules (sodalita).
EL 47
Casi cada año, si mal no me juega la memoria, los indígenas
se sublevaban en Ayopaya, en Tapacarí. También en la parte de Tarata que linda
con Potosí, más preciso en Sacabamba. Rebelión endémica, quizá, o extrema
pobreza. O ambas. No en vano se asociaron republiquetas en la región, donde a
los españoles que trepaban los riscos les machacaban cascos y cabezas con
galgas de piedras gigantes. ¿Le dije que de allí viene mi familia?, de la
provincia Ayopaya tirando hacia Inquisivi, en La Paz. Hice, a pie, muy joven,
la odisea de caminar cinco días desde Cochabamba hasta Palca-Independencia.
Buscaba mis raíces. No pude llegar más lejos, como deseaba. Miré despojos de lo
que habían sido los míos: mujercitas oscuras, vestidas de negro, cuyas
reminiscencias se habían agotado o nunca tuvieron. Nada saqué en claro. Sin
embargo sentí en la piel algo que podría llamar la esencia india, ese nativo
dormido que duerme en el colectivo mestizaje, que nunca han sepultado apellidos
ni emblanquecimientos. Lejos, muy lejos tal vez, hay aullidos de indias
violadas y luego un largo maquillaje que quiso inventarnos pero no liquidó la
sangre escondida. Y eso se siente en la piel, en los poros, en la manera de
sentir el sol de montaña calentándonos. Indescriptible, único para los diversos
tonos de mixtura que somos los bolivianos, y que aflora en las festividades de
carnaval, de vírgenes, de santos, del señor negro de Machaca y tanta historia
no escrita y en peligro de extinción.
En la finca de los Zabalaga, en Yayani, los indios, de
noche, le destrozaron el cráneo con rocas a un coronel José Mercado, creyendo,
por la ubicación del lecho, que era el otro coronel, el Zabalaga, hacendado
principio y fin de sus pesares. Justo pagó por pecador, solo por sacar a flote
un dicho popular que tal vez no refleja la verdad. Lo cierto es que se pidió en
la Muyurina sesenta voluntarios que fuesen a aprehender a los culpables. Me
anoté: era ingenuo e impetuoso. Ni tanto aventurero, pero se dio el desafío y
lo tomé. Mi madre lloraba mientras hacía un amarro con platillos maternos y con
pito, polvo de maíz endulzado que sirve como alimento y deleite al mismo
tiempo. Cuando llegamos a Morochata, caminaba cansina una procesión con el
féretro del difunto Mercado. Se había cometido un crimen y llegábamos para
castigarlo. Ceguera juvenil o simplemente tonterías de niños de clase media
trasladados a un mundo que conocían de soslayo, de un exterior casi mimado que
los hacía disfrutar del campo sin adentrarse en los detalles de la tragedia
social.
Don Joaquín se ha ido a hacer la siesta. Converso unos
minutos con las dos hijas presentes y hago también un paquetito con mis páginas
garabateadas y la pequeña grabadora que me sirve para no olvidar. Volveré
mañana, aviso, lunes, después de la siesta.
Lo esperamos para el té. A las cinco.
PERFIL
Don Joaquín es un hombre de 84 años. A pesar de que las
décadas lo han encorvado un poco, se nota que hubo gran vitalidad y sólido
físico en su metro setenta de estatura, por encima de la media nacional. Su
cuna no lo integró con la aristocracia valluna, pero menos lo puso con los del
montón. Hidalgos, los nombraron en la colonia, y en ese vocablo se reconocían.
Es afable, incluso cuando sus ojos verdes parecen incendiar el
derredor. Nariz aguileña, casi de judío, suele decir. Tanto que en una ocasión,
con un primo suyo, rubicundo como rabino de Cracovia, persiguieron al nazi
Klaus Barbie en la plaza principal de la ciudad. Lo insultaban en alemán
¡Scheisse! y el enano no atinó más que a correr, creyéndose atenazado por
espectros.
Tuve setenta primos, murmura con tristeza; ninguno está ya.
Y desentierra historias que bien conformarían un libro. Me estremezco al pensar
que la vida es muy injusta, que se escribe, narra, relata, una mínima parte de
lo que se debiera, que con el último suspiro de cada uno de estos ancianos se
pierde para siempre una historia oral, algún secreto cuya importancia jamás
sabremos. Pero no puedo elucubrar acerca de la eternidad. Debo viajar pronto y
le pido que sigamos, para terminar, en unos días más, nuestra conversación por
teléfono.
La casa de atrás es agradable, pequeña y acogedora. La
dispersión de los hijos por el mundo se presenta en chucherías de lugares tan
lejanos como Lesotho; otros cercanos con nombres sonoros: Curitiba, Managua…
Los libros se apilan en polvosos estantes cerca de la lavandería. Mi vista
capta algunos lomos con letra suficientemente grande para que los vea. Remarque
y Böll, Guillermo House y Hemingway. No dispongo de tiempo, sin embargo, para
abrir una sin duda amplia senda de recuerdos que no corresponden ahora acerca
de lo leído.
El octavo de trece hijos. Número cabalístico que dejó a tres
con vida mientras el tifus, el sarampión, un resfrío, se llevaban a los otros.
Peso de muerte o vaho vivificante. Depende por donde se mire. En Bolivia la
muerte azotaba a todos por igual.
Volvamos a lo anterior, don Joaquín, que casi anochece.
BOXEO E IDIOSINCRASIA
Insiste en contarme más de sus actividades boxísticas. Sé
que me alejo del tema de la explosión rebelde de 1947 en Ayopaya, pero también
asumo que todo tiene interés.
Se levanta y tuerce hacia la derecha pasando por la cocina.
Doña Epifania, la cocinera, a media luz alista sus cosas para partir. Joaquín
saca con dificultad un manojo de llaves de su pantalón color crema. Y trae un
fólder con recortes de periódicos, revistas, fotos ajadas. Pegados con cera
bruta en papel sábana, escoge una serie de recortes separados con liga. Es una
crónica del periodista argentino Horacio Estol sobre Luis Ángel Firpo, El toro
salvaje de las pampas, a quien idolatré, explica. Hojea, vuelca algunas hasta
que encuentra lo que me quiere mostrar. Firpo llegó a Bolivia en 1923, cuenta,
luego de su combate con Dempsey, a quien tiró fuera del cuadrilátero de un
puñetazo. Le robaron la pelea, repite, como lo han ido haciendo desde siempre.
Aunque admiro a Jack Dempsey y creo que no hubo otro mejor, salvo Louis o
Marciano, me hubiese encantado que Firpo lograra el campeonato. El árbitro
retrasó la cuenta, dio tiempo al norteamericano de recuperarse y luego masacrar
a su rival. Pero el cuerpo del campeón volando por sobre las cuerdas ya le
había ganado a Firpo su condición de mito.
Estol narra que invitaron en La Paz, después de una odisea
de viaje, al Toro salvaje a dar el puntapié inicial de un importante partido de
fútbol. El empresario, temeroso de que sucediese algo con su inversión más que
con el deportista, lo prohibió. Envió a otro del grupo. El pueblo, supongo que
después del evento, reaccionó. Marchó en manifestación por la urbe reclamando
la cabeza de Firpo que había afrentado a los paceños. En la entrada del hotel
se apoderaron de un sparring negro de la delegación y lo obligaron, poniéndolo
al frente, a vilipendiar en voz alta a su patrón y amigo mientras daban vueltas
a la plaza.
Salieron a tomar el tren porque había que marcharse. Pero en
la estación reconocieron por su tamaño al boxeador y se armó la batahola.
Manifestantes coreaban castigo para el soberbio. Entonces Firpo subió a una
tarima y discurseó, que él hubiese querido asistir pero que se lo impidió el
productor. La ola indignada daba muertes al segundo y vivaba a Firpo ahora. Dio
la casualidad de que por allí pasaba un célebre personaje boliviano: el gigante
Camacho. De inmediato, la manifestación se convirtió en fiesta y quisieron que
se agarraran a golpes Camacho y Firpo allí mismo. La gente vivía dispuesta al
circo. Felizmente terminó bien. No sabemos cómo con exactitud porque faltaban
páginas o secciones de la revista Aquí está, donde Estol escribía. Se habían
despegado y solo quedaba un pedazo de cera oscuro y duro como moco antiguo.
Le hago leer esto –me mira a los ojos– para que comprenda la
complejidad de esta gente, que es la mía y a quien entiende alguien nacido
aquí. Para los de afuera somos un misterio. Tal vez por ello el encanto. Mi
esposa cordobesa –nacida en Rafaela pero afincada en Córdoba– no cesaba de
decir en las reuniones sociales que yo, su marido, parecía un personaje
escapado de Dostoievsky, por lo contradictorio, lo impredecible, lo energúmeno.
LOS SUBLEVADOS
Indios y mineros encontraron puntos comunes de protesta. La
muerte del coronel Mercado mostraba la arista de una roca de extraordinarias
dimensiones que comenzaba a moverse, o, mejor, que se reanimaba, siglo tras
siglo. Los sesenta voluntarios de la Maximiliano Paredes miraron pasar el
féretro cubierto con una bandera como debiera corresponder a los héroes. Nada
sabían acerca del difunto, ni quién era ni qué hizo. El ataque se estrellaba
contra la institución en particular y contra la sociedad bien en general.
Merecía punición y desaire. Caso contrario crecería como una avalancha de
piedras, práctica de guerra de los guerrilleros republicanos contra la corona
goda, aprendida de la indiada carente de recursos para tener armas. Palancas
hechas de ramas reemplazaban a los cañones. Con ellas movían las piedras y las
desbarrancaban con horrísono ruido.
En esta ocasión los mineros encabezaban el levantamiento, y
disponían de temible dinamita. Algunos venían de la mina Kami, en el sur de la
provincia; los más, del altiplano. Cuando Joaquín describe las noches en que
acurrucados y juntos entre sí por el frío los soldados –en lo que fuese una
escuela y hoy hacía de cuartel– miraban las cimas de los cerros alrededor
iluminados por explosiones, mientras lúgubres pututus [instrumento de viento
andino] convocaban a las huestes invisibles y aterrorizantes de poncho y
abarca, no puedo evitar pensar en el Fausto de Goethe y las luminarias de la
noche de Walpurgis. No lo digo. Eso traería una discusión literaria que no
viene al caso. Indígenas y proletarios entonces. Vale la pena escribir que
había una clase de férreas convicciones revolucionarias, y combatiente de larga
práctica. No se trataba de un hecho aislado, de un cráneo machacado imitando un
crimen común. Pero no lo discutían ni soldados ni oficiales; es posible que ni
lo supieran. Existía una guerra de razas, más que de clases. No significaba un
nuevo amanecer, era normal.
CONSECUENCIAS
La rebelión de 1947 fue otro hecho premonitorio de la
eclosión social de 1952, la llamada Revolución Nacional. Hubo muertos,
bastantes en Tapacarí, pero los disturbios no alcanzaron magnitud
revolucionaria. Síntomas y manifestaciones, año tras año, mes tras mes, hasta
consolidarse en el movimiento posterior de masas indicado, que trajo mejoras
pero que también inició otro tipo de manipulación del indio boliviano que nunca
ha tenido, ni siquiera ahora, autonomía y decisión en gran escala.
EL VIAJE
Me da pena partir, pero debo retornar a mis obligaciones en
el periódico. A lo largo de los días me he ido acostumbrando a la amistad de
esta gente, su bonhomía, la tibieza de sentarse bajo el sol, al lado de un
humeante té, a conversar sobre historia viva. Ni siquiera diré que se trata de
un ambiente bucólico, pero de pausada dinámica, como si el alto enrejado que
protege la casa del cotidiano cochabambino, nos aislara del tiempo.
Continuaremos por teléfono, un par de llamadas por día que según Joaquín han de
aliviarle la jubilación. Muy lúcido para un hombre de su edad, leído, me incita
a pensar que esta cita y este argumento abrirán otros: sabrosos, brutales,
entretenidos como las digresiones pugilísticas.
INSURRECCIÓN
Con los acordes de un bolero de caballería, el cuerpo del
coronel asesinado fue bajando la calle del pueblo. Luego a montarse de nuevo al
camión rumbo a Chinchiri, justo al frente de la sangrienta Yayani. Habilitaron
una escuela para alojarnos. Algunos bancos de madera astillada y vieja se
apilaban en el rincón.
Piso de tierra apisonada, helada. Al anochecer caía la
niebla. Por el solitario ventanuco se observaban blancas volutas de aire
congelado. La neblina asomaba desde los picos y bajaba a veces con increíble
rapidez. Al cabo de dos días, meábamos sangre. Por enfriamiento, decía el
suboficial enfermero y repartía pastillas. Disparos aislados sonaban hacia
Yayani, donde se habían apostado los carabineros. Nosotros debíamos aguardar al
Regimiento Camacho, Primero de Artillería, de Oruro. El sitio de reunión se
acordó en el puente Yakanko. Esperamos por horas y nada. El oficial a cargo
pidió un voluntario para dejar un mensaje a los artilleros debajo de una roca
que se observaba en el borde opuesto. Para cruzar el puente. No era otra cosa
que una tronca atravesada. Debajo se oía el estruendo del torrente. Caer
implicaba muerte y olvido. Nadie podría recuperar el cuerpo. Apolinar Holguín
Espinoza, de Itapaya, camino de Capinota, dio un paso. Lo vimos balancearse en
el vacío abrazándose como perezoso de los bordes de la húmeda corteza. En un
papel, el militar había escrito un mensaje cifrado. Cómo sabrían los del
Camacho que estaba debajo de esa piedra es algo sin respuesta.
Era el 12 de febrero de 1947, en los bajíos de Chinchiri.
Verano lluvioso, como suele ser.
Alma en pena
Dirán que las difíciles circunstancias causan alucinación
colectiva. Quizá. Absortos, tristes por la inacción regresábamos a la escuela
cuando bien nítidos, a las cinco de la tarde, oímos lamentos con voz femenina.
Lo primero fue pensar que algún indio borracho golpeaba a su esposa. Bajamos a
la quebrada de donde habían salido, abriendo las matas con bayonetas, listos
para ensartar al cabrón capaz de semejante barbaridad. No había nadie. Los
arbustos luego del alboroto retornaban a su mutismo, apenas movidos por la
brisa fría del atardecer. Al sentirla, suave, penetrando por los resquicios del
uniforme, se nos pusieron los pelos de punta y comenzamos a retroceder. Ya en
la cuesta le contamos a un mulero lo sucedido. Ah, dijo, es la tal, y echó un
nombre; a la pobre la mató su esposo a hachazos; desde entonces pena.
Lugar maldito. De pronto no veíamos a un palmo por donde
caminábamos. Apresurados, nos arremolinamos ante la puerta de la escuela para
entrar cuanto antes, a refugiarnos en un café que no era café sino una infusión
de cáscaras. Pero sabía a gloria. Y el hombre desconocido de un costado y del
otro, se convertía en garantía solidaria de no hallarse solo. Comenzaba, como
con reloj, el amedrentamiento de los alzados haciendo explotar dinamita. Pensé
en mi madre, en casa, en lo lindo que sería estar parado en la puerta de la
Lanza mirando a los ya pocos transeúntes volviendo a sus techos.
COMIDAS
Mote y papa cocida. Mote negro, rojo, amarillo. Lawa [sopa boliviana].
Quesillo duro y quesillo fresco, comprado con el dinero de los reclutas. Una
bolsita de sal en medio, ensuciada por el toque colectivo, para esparcirla
sobre el montón de tubérculos amontonados sobre una manta en el piso. Comiendo
con la mano, chupándonos los dedos negros de una semana sin baño.
En el cuartel no era mejor. Luego del rancho a mediodía y
del de las seis, el sargento preguntaba quién quería cagar. Por lo general
íbamos todos, pero había que levantar la mano. El río Rocha, que es torrentera
y no río, corría detrás del cuartel. Se conocía como la hora del caguis, y en
sus orillas, en fila, nos despojábamos de las inmundicias mientras
fraternizábamos en sociedad. Los baños no se estilaban en la época. Incluso los
patrones cagaban en el corral, permitiendo a los chanchos alimentarse de eso en
un círculo vicioso. Con la temporada de lluvias, cuando el agua bajaba a
raudales, limpiando, podíamos bañarnos, observar las generosas tetas de las
lavanderas, que luego de dar de mamar al crío se quedaban a la intemperie,
goteando como pilas mal cerradas.
¿Quién y qué le traían de casa cuando no estaba de franco?
Mi padre, nunca mi madre. Platos locales: soltero,
sillpancho… y una jarra de api morado frío, como siempre me ha gustado.
Infantería, artillería, caballería. Cuando salí lo hice con
el grado de sargento segundo de artillería, comandante de pieza. Me comí una
empanada con la primera vendedora. No torné para mirar la puerta que permanecía
todo el día abierta y se cerraba en la noche. Era, para aprovechar el título de
un libro que está sobre mi mesa de noche, mi adiós a las armas.
EL CAUDILLO
No hubo uno, afirma Joaquín. No uno visible que recuerde.
Los focos eran dispersos, cada cual con sus jerarquías, seguro. Al menos en
Ayopaya.
No vimos combate. Los carabineros sí mataron a algunos.
Nosotros la pasamos masticando coca, mezclándola con llujt’a, ceniza con papa.
Nos atemorizaban con historias, con la ferocidad de los trabajadores de las
minas de plomo, de cómo la indiada de Punacachi machacó la cabeza de un patrón
en una estancia, como se llaman las haciendas de altura. Seguro que los rebeldes
sabían más que nosotros de lo que pasaba en el país. No se hablaba de ello, ni
siquiera de quién se sentaba en la silla. ¿Hertzog? ¿Urrilagoitia? Qué más
daba.
Ante la inactividad, nos bajaron al valle, a la verde
Parotani donde ya el ejército se nos antojó jolgorio. Lo hicimos por Tapacarí,
atentos porque la rebelión indígena pululaba por los cerros. Ya tiempo de
carnaval, fines de febrero, quizá marzo.
Ayopaya, la tierra de mis ancestros fue difuminándose. Nunca
volví desde entonces. Una vez, enfermo de bocio tóxico y predicha mi muerte por
los médicos locales, retorné a la Argentina, con tres hijos a cuestas. Me
operaron gratuitamente, degollándome de oreja a oreja como puedes ver en esta
marca igual a la que deja la soga al ahorcado. Sobreviví. Había hecho un voto
de que si me salvaba iría en peregrinación al señor de Machaca, un Cristo negro
entre dos ángeles de pie, muy milagroso. No lo hice, y te digo que me hubiese
gustado hacerlo, más que por agradecer al santo, por conocer el lugar donde se afincaron
mis dos tías viejas, hermanas de mi madre, luego de los despojos de tierras que
les trajeron juicios y la reforma agraria. Anki y Uchipa les decíamos,
diminutivos de Angélica y Josefina. De ellas conservo este vaso de plata. [Leo:
Angélica, 1904].
TELÉFONO Y EPÍLOGO
Don Joaquín ¿me escucha bien? Sí, no hay novedades por aquí.
Rutina y cansancio ¿Y usted? Quedamos en eso de los caudillos, si recuerda. ¿No
hay nombres, al menos uno?
Cuando estábamos en Parotani nos informaron que traerían a
un maestro rural que andaba exacerbando los ánimos de la población nativa. Al
parecer era director en Tapacarí. Lo habían atrapado en la quebrada de Ramadas
los carabineros. Venía amarrado. Me ofrecí a escoltarlo hasta Cochabamba, a pie
el prisionero, unos cuarenta y cinco kilómetros. Dos otros voluntarios me
acompañarían, un tal Benjamín –se me ha borrado el apellido– que veinte años
más tarde sería picado a cuchilladas cerca de Vinto, por asuntos de
narcotráfico. Tenía una finca en Villa Tunari y fue de los precursores de este
negocio. Era beato, de oración y hostia. Del otro no tengo memoria, un muchacho
de Sucre, creo, pero no importa. Preparamos los caballos, agua y comida, y
partimos rumbo a la ciudad. Quisiera decirte la fecha, pero se atasca en la punta
de la lengua.
A empujones lo arreamos. El tipo intentó aleccionarnos,
llamándonos “juventud de Bolivia”, pero no le hicimos caso. Cállese, carajo de
mierda. Lo entregamos en Cochabamba a la Séptima División.
Aquella noche, orgulloso al menos de este breve e ínfimo
papel protagónico, me sorprendí de ver al rebelde paseándose ufano por la plaza
14 de Septiembre. Ignoro los detalles de lo que vino después. Sé que cuando
dejé el cuartel, luego de la negativa del milico de batirse conmigo, como
quisiera, a puño o a bala, agarré el terno con que me esperaban mis padres,
puse pistola al cinto, y me fui a Potosí a visitar a mi novia, una alemanita
interna del Colegio Alemán.
Me despido. El clic del teléfono suena como un corte en el
tiempo. Como periodista comprendo que no puedo ponerme nostálgico, perder
objetividad, pero en este momento me es imposible sortear esta sensación de
vacío.
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