Por: Carlos D. Mesa G. / Extracto de su blog carlosdmesa.com.
Cada proceso político tiene sus héroes. Este, por supuesto,
también los tiene. Sus efigies pueblan el imaginario de lo que quieren
representar y para ello se levantan sus altares. Hay que decir que en una
nación tan proclive al olvido o a la indiferencia, a la falta intencional o no
de memoria histórica, son pocos los que quedan como referentes verdaderos y
permanentes de la construcción de la nación boliviana.
En tiempos en que el nacionalismo peca de excesos y
desmesuras que pretenden la sacralización de una forma política de origen
decimonónico, es complejo establecer una dimensión racional y sensata de un
pasado común que permita explicar lo que somos sin perder de vista nuestra
pertenencia a espacios mayores como los de América Latina y el extremo
occidente, de los que formamos parte indisoluble.
Los billetes son el refugio ideal para la transmisión de esa
imagen, aunque está claro que quienes los usan en el diario vivir se percaten
muy poco de quienes ilustran el papel moneda cuyo verdadero sentido está en el
valor que cada uno de ellos tiene como instrumento fundamental de una
determinada transacción.
Si nos remitimos a los sobrevivientes de esa imaginería no
podemos menos que aceptar la fuerza con la que se impusieron nuestros dos
próceres emblemáticos: Simón Bolívar y Antonio José de Sucre repetidos hasta la
saciedad desde que en 1827 apareciera la efigie de Bolívar en la primera moneda
de la República. Los libertadores dominan la iconografía de monedas y billetes
del país de manera obsesiva (alguien con causticidad recuerda que el mayor
mérito de ambos próceres parece ser el haber nacido fuera de Bolivia).
Llegaron a su turno Pedro D. Murillo, Germán Busch y
Gualberto Villarroel, es que la Revolución Nacional hizo su propio panteón. Se
incorporó entonces –no fue un detalle- la imagen de un indígena tocando el
pututu y otro de rostro firme y sugerente como símbolos de un protagonista
colectivo pero anónimo. En los años de la hiperinflación se incluyeron como
afirmación de una maldición a Eduardo Abaroa, Juana Azurduy (la primera mujer
en un billete si descontamos a los familiares de Patiño en las emisiones del
Banco Mercantil a principios del siglo XX), Andrés Santa Cruz y José Ballivián,
cuyos bustos duraron lo que el frágil valor de los billetes que los
canonizaron, unos pocos meses.
La democracia escogió un camino distinto, la valoración de
personajes más allá de la política: el industrial gomero Antonio Vaca Diez, la
narradora Adela Zamudio, los pintores Melchor Pérez de Holguín y Cecilio Guzmán
de Rojas, el jurista Pantaleón Dalence, el historiador Gabriel René Moreno y el
poeta Franz Tamayo. El mensaje era claro, debíamos entender que el ámbito de la
cultura y el pensamiento deben valorarse tanto o más que la propia política y
la épica militar.
El Banco Central anuncia ahora los billetes del “proceso”.
Bolívar y Sucre vuelven a la carga, cómo no. Los escogidos para los nuevos
altares de la patria se concentran en personajes del siglo XVIII y XIX, algunos
de ellos a caballo entre la leyenda y la historia. Túpac Katari, Bartolina
Sisa, Martín Uchu, Alejo Calatayud y Gregoria Apaza del siglo XVIII. Salvo
Calatayud todos indígenas y casi todos protagonistas de levantamientos
indígenas. Sucre, Bolívar, “Moto” Méndez, Pedro I. Muiba, José M. Baca, Juana
Azurduy, Vicenta Juaristi y Esteban Arze, héroes de la independencia. El único
personaje del siglo XX es Bruno Racua, el flechero de la guerra del Acre. Entre
1825 y 1911 no cabe nadie, menos aún en el periodo de 1911 a 2016 (asumiendo,
por supuesto, la poca elegancia de incluir a personajes aún vivos). La
recuperación de figuras indígenas y de mujeres (cuatro de catorce) es sin duda
justa e imprescindible en una relectura adecuada de nuestro pasado, pero aunque
sea en clave de mirada “plurinacional”, volvemos a ese anclaje en la epopeya
libertaria, como si esta fuera la única posibilidad de reconocer de manera
integral a los forjadores de nuestro presente.
Nadie hay que nos refiera al periodo prehispánico, Zapana
por ejemplo, o al periodo colonial, Bartolome Arzans por ejemplo, o al periodo
republicano, Andrés Santa Cruz por ejemplo, o al siglo XX, Víctor Paz o Juan
Lechín, por ejemplo. Apenas tres son los sobrevivientes del panteón de todo
tiempo: Bolívar, Sucre y Doña Juana.
El presente modelo político quiere perpetuar su sello, no
sólo a través de nuevos billetes a la imagen de su mirada del tiempo largo,
sino a través de las nuevas pirámides clavadas en el corazón de la ciudad que
es el que más fuerte late en el país, no otras que el nuevo Palacio de Gobierno
con el nombre de “Casa Grande del Pueblo”, que quizás representa más el alma de
una sola persona que la de quienes la votaron, y el nuevo Palacio Legislativo
para albergar en el lujo a los representantes populares, muchos de ellos
herederos de valientes y pobres luchadores como Pablo Zárate y Santos Marka.
--------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario