Por Elsa Dorado de Revilla / Publicado en el periódico El
Diario el 28 de Agosto de 2012.
El escultor indio Francisco Tito Yupanqui, descendiente
directo de la dinastía Inca, desde niño buscaba interpretar aquel “Ave María”
escrito en el escudo de armas que el emperador Carlos V concediera a sus
antepasados. Su más grande ideal era tallar la imagen de la Madre
celestial para que presidiera el altar de la humilde capilla de su pueblo
natal. Había en lo profundo de su alma un artista en potencia, pero sus manos
rudas dedicadas al trabajo del campo, nunca habían realizado una obra de arte.
No se sabe si guiado por revelaciones celestiales o
simplemente dando rienda suelta a su imaginación, Tito Yupanqui puso manos a la
obra el año 1580, para cuyo efecto ensayó su soñada escultura usando arcilla, y
luego de arduo trabajo la vio concluida, aunque tosca e imperfecta. Pese a
ello, fray Antonio Almeida la recibió, colocándola en uno de los altares del
templo.
Posteriormente el cura Antonio Montero la desalojó, con
público desaire para el improvisado escultor. El hecho provocó una positiva
reacción en Yupanqui, quien se impuso la tarea de modelar una nueva imagen para
solicitar autorización del Obispado de La Plata para fundar la Cofradía de la
Virgen de la Candelaria, deseo que orientaría la búsqueda de nuevos horizontes…
Potosí, enclavada en la dura cordillera serena y luminosa en
abierto desafío a los cerrados cendales del aire frío de la puna, se levanta a
4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Ciudad madre, surco y semilla de
la historia colonial, a quien el rey Carlos V le otorga el título de Villa
Imperial con un emblemático blasón, a cuyo pie se lee “Soy el rico Potosí, del
mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes, envidia soy de los reyes”. En su
apogeo la hospitalaria ciudad, con callejas retorcidas y monumentos que llevan
más de cuatro siglos de historia, se había convertido en una urbe de singular
importancia para el mundo, donde deseosos de riqueza, acudían azogueros,
nobles, aventureros y artistas de valía, añadiendo la influencia española a la
cultura ancestral un sello, en el que confluía arte, tradición, hombre y
paisaje. Es allí donde Yupanqui dirige sus pasos para plasmar su obra.
El maestro Diego Ortíz acogió a Tito como ayudante en su
taller de escultura, atendiendo su ruego para aprender el arte de tallar. Tanto
fue su interés, que a corto plazo logró notables progresos que le hicieron
pensar que podía iniciar su trabajo por cuenta propia. Buscó por toda la ciudad
una efigie de la Virgen que le sirviera de modelo, tomándolo de la Candelaria
del templo de Santo Domingo.
Grabó la imagen en su memoria e inició su obra sin desmayo
ante los primeros fracasos, rehaciéndola cuantas veces fuese necesario en el
improvisado taller: un reservado de aguayos en su propia pieza, iluminada por
una ventana desde donde se veía majestuoso y multicolor, el imponente cerro del
Sumak Orko. En su obra empleó como material característico en la imaginería
indígena de la época virreinal: el maguey, formado por tallos unidos en forma
de haz y luego cubiertos con tela encolada. En labios de Yupanqui, el poeta
pone estos versos:
“por ser preciosa madera e incorruptible ésta imagen desbastadas
las cortezas del corazón he labrado…”
Tres intentos angustiosos, hasta ver concluida la obra que
recordando la alusión de Pablo VI: “es la realidad objetiva de lo antiguo y de
lo nuevo” sintetiza el misterio, Yupanqui tropezó con muchos contratiempos, que
comenzaban con la imposición de algunos obispos y concluían con la burla de
otros talladores. Nos atrevemos a pensar que tal vez por tanto sacrificio, el
rostro de la virgen tenía la hondura, profundidad y serenidad de quien acepta
con estoicismo el dolor humano.
Cabe aquí recordar la cita del gran poeta boliviano Franz
Tamayo, cuando escribe estos versos:
“Fue el arte una cadena donde cada eslabón es una pena. Y
antes que jugo de sus nudos brote cantó el peñasco y floreció la arena”…
La imagen presenta manto que cae desde la cabeza y
descendiendo sobre los hombros se recoge en torno a los brazos. La túnica
muestra una rigidez acentuada que apenas se rompe al monto en torno a los
brazos, sosteniendo con el izquierdo la imagen del Niño junto a su pecho y en
la mano derecha la candela y la canastilla. Un detalle interesante que corrige
su estatismo es el gesto un tanto manierista del Niño, que se retuerce como
tratando de escapar de los brazos de la madre, con la cabeza inclinada hacia abajo
en violento escarzo. El rostro es lo más característico de la obra: boca
amplia, nariz recta, ojos grandes y los párpados un tanto bajos. A decir del
padre Calancha “ninguno acaba de entender la maravilla que encierra aquel
rostro sobrenatural”…
Aunque toda la faz tiene expresión indígena con aire de
serena majestad, los esposos José de Meza y Teresa Gisbert consideran que por
la técnica empleada “responde en líneas generales a la escultura andaluza de
fines del siglo XVI, recordando por su arcaísmo a las imágenes de Roque
Balduque, escultor flamenco que trabajó en Sevilla hasta 1560. Hay cierto
parentesco entre la Virgen esculpida por Yupanqui y la Virgen con el Niño de
San Vicente de la Calzada, obra de Balduque. Sin embargo el parentesco es más
estrecho con los escultores sevillanos posteriores, sobre todo aquellos que
reciben el influjo de Juan Bautista Vásquez como Jerónimo Hernández y Gaspar de
Águila”.
De todas maneras, los especialistas concluyen su aporte,
diciendo: “La virgen está concebida con una distancia con que debieran ver los
indígenas las cosas divinas, que proviene de los tiempos anteriores a la
conquista. Yupanqui, por el tiempo que le cupo vivir, participó de una
concepción religiosa aún pre colombina que era ajena, por esencia, al espíritu
humanista del siglo XVI ”. He ahí, la novedad que despierta en aquella época el
sincretismo americano que inaugura su famosa obra.
La política incaica, para asegurar la sumisión de los
territorios que iba anexando al imperio, consistía en trasladar de una región a
otra a los “mitimaes” que eran grupos étnicos o familiares no todos
provenientes de la misma región a fin de establecerlos en pueblos distantes que
inspiraban poca confianza al gobierno central. A estos advenedizos, se los
consideraba de la sociedad alta denominada “Hanansaya” (los de arriba), para
diferenciarlos de los naturales del lugar “Urinsaya” (los de abajo). En la
distinción, todos los privilegios eran para los primeros y las cargas para los
segundos, originando este criterio clasista numerosos conflictos entre ambas
parcialidades.
Pese a que la evangelización ya se había extendido a
comienzos de la colonia, desterrando los ídolos paganos que formaban parte de
la religión panteísta que antes prevaleciera, la división entre estas parcialidades
se iría acentuando en las márgenes del Titicaca, donde los del barrio de abajo
no aceptaban la imagen elegida por los del alto para entronizar a la Virgen de
la Candelaria como Patrona del pueblo entonces llamado Santa Ana de Copacabana
(fundado en 1572 como reducción uro por Pedro Ortíz de Zárate, según Ramos
Gavilán); habiendo rechazado la talla de la Candelaria labrada por Francisco
Tito Yupanqui, por desconfiar que las manos rudas de un nativo puedan modelar
obra digna de veneración, prefiriendo se la traiga desde España o se la
encargue a algún artista hispano de renombre. En cambio, los lugareños desde
tiempos anteriores habían propuesto que se entronice como Patrono a San
Sebastián.
Al prologarse las disputas entre ambos bandos, la desmoralización
había cundido, esperándose que solamente una fuerza sobrenatural mediara para
aliviar el conflicto. Por aquellos tiempos, en el agro la falta de lluvias y la
helada amenazaba con la pérdida de las sementeras, por lo cual al fracasar las
rogativas a San Sebastián, los lugareños, se inclinaron por orientar su súplica
ante la imagen de la Candelaria per suadidos que febrero era el mes apropiado,
al atribuir a la Virgen cualidades de fecundidad similares a los de la
Pachamama.
Así aparece la talla de la inspiración de Yupanqui, cual
manifestación divina que aliviara sus aflicciones, disipando los conatos de
resistencia de la parcialidad de los urinsaya. Para ello, sin duda, ayudaría
mucho la licencia para la fundación de la Cofradía de la Virgen de la
Candelaria, otorgada por el Obispo de La Plata monseñor Alonso de Ramírez
Graneros, convertido en su principal devoto, pues el alba del 2 de febrero de
1583 se revistió de luz y resplandor, con el clamor triunfante ante el paso de
los portadores de la sacra imagen y su séquito, correspondido por ecos de
llanto, oraciones y canticos de la muchedumbre que salía a su encuentro.
Instalada sobre un humilde altar de adobes su belleza
celestial, fue celebrada su entronización para convertirse desde entonces en la
Virgen Morena del lago sagrado de los incas, siendo hoy como ayer, santuario y
consuelo de los romeros que acuden desde las más diversas latitudes del mundo,
cantando:
“A tus pies madre llega un infeliz cargado de angustias y de
penas mil…”
-Fragmento de la conferencia que dictara la desaparecida
escritora en el Íbero Club de Bonn (Alemania) el 18 de abril de 1984.
(Ilustraciones del libro ¨El calvario del escultor de
Copacabana¨ de Marcelo Arduz Ruiz).
No hay comentarios:
Publicar un comentario