Por: Edgar Ávila Echazú / Publicado en el periódico El País
el 15 de marzo de 2015.
Si algo hay que lamentar es la poca -o ninguna- importancia
dada a la descripción de la vida social de Tarija por parte de nuestros
historiógrafos. En los documentos recientemente publicados tampoco se
encuentran relaciones de consideración sobre las formas sociales y la cultura
de los diferentes estamentos sociales de cada período histórico. Como en otras
materias -la economía, sobre todo-, no nos queda si no inferir de los viejos
recuerdos y de una que otra narración, conservadas por los milagros de la memoria
colectiva, los principales caracteres de las relaciones sociales del siglo
XVIII en Tarija; las que, en su mayoría, poco variaron inclusive hasta nuestros
días, en ciertos sectores debido a la obstinación de los hábitos formativos de
todo grupo humano.
Esto último es patente en dos extremos de la escala social
más fuertemente apegados a lo tradicional: entre las llamadas clases altas y
bajas, o por lo menos en sus representantes viejos y jóvenes de las familias
tarijeñas más antiguas que, como bien lo saben los sociólogos, procuran
instintivamente conservar ciertas normatividades heredadas con su ideología
social; pervivencia fácil de observar en el culto a la tradición de los
ancianos artesanos, funcionarios y pequeños propietarios rurales -algunos de
los cuales ostentan apellidos de indudable prosapia histórica-, y ni qué se
diga en los chapacos viejos, habitantes de los lugares más alejados de nuestro
territorio.
¿Cuáles son, pues, esos caracteres que nos diferenciaron y
nos diferencian todavía de otras sociedades bolivianas -y al mismo tiempo nos
une con otras-, porque no son privativos nuestros esos condicionamientos?
Antes de nada, el lenguaje, o la naturaleza de su desarrollo
entre nosotros. El castellano sonoro, de inflexivos y matices claros, rudos y
melodiosos a la vez; esa forma expresiva tan abierta que ha condicionado
precisamente el hablar y obrar expansivo generador de ese singular sentido de
la cortesía y la generosa hospitalidad, así como la comunicatividad que, en el
campo, se hace una necesidad de la vida solitaria y se vuelca en las
manifestaciones de afecto a la persona humana; sentimiento acentuado por una
ancestral inclinación a la caridad y al respeto a todo individuo que nos
inculcó el cristianismo. Respeto y caridad y afección sentimental al individuo
-a la persona según la acepción humanista cristiana-. Profundidad de las
expresiones en la relación amorosa; y el candor e ingenuidad de ánimo que
muchos compatriotas tomaron como simpleza de espíritu y hasta inocencia mental.
Y claro es que eso último dio lugar a una real carencia de
carácter, a una especie de blandura que linda con la indiferencia o con la poca
sensibilidad que algunos han querido explicar cómo nacidas de la “facilidad” de
la vida, el desconocimiento de las angustias y dolores de la extrema
explotación y de la negación de la condición humana, características de las
sociedades norteñas. Sensible para la expansión de los sentimientos, franco en
su expresión, fácil para el olvido de los rencores, paciente para los agravios;
valiente pero no temerario; de una gran entereza para el sufrimiento;
tolerante, crédulo y confiado en extremo -porque no hace uso de la malicia
resentida, pero sí, de la suspicacia natural en todos los campesinos del
mundo-; bondadoso sin mala fe, el tarijeño no hacía alarde ni se enorgullecía
de esos dones que, con la herencia cultural y con las relaciones sociales nada
adversas, sin enfrentamientos de clase acervos, ni antagonismos agudos de
intereses económicos, -precisamente hasta el siglo que examinamos-, llevaba
consigo como algo innato.
En términos generales, las condiciones materiales favorables
de la existencia de una pequeña población -y el trabajo social también-
cohesionadas por una cultura unificadora que mantuvo sus caracteres sin grandes
convulsiones sociales -cultura heredada con las prerrogativas raciales del
español medieval- hicieron ciertamente indolentes a los tarijeños, dados al
ocio o a “la holganza” según lo advirtió Pino Manrique. Por eso en muy raras
ocasiones han mostrado la tenacidad del esfuerzo constructivo comunitario;
insuficiencia esa del individualismo que, sin duda alguna, da razón de su
negligencia en relación al empuje y empeño de lucha del norte.
En cuanto al físico, éste evidencia también a las claras los
caracteres de la psicología social, o al menos los manifestaba hasta no hace
mucho en las regiones rurales y en algunos sectores de la población urbana; así
como sucedía, y sigue sucediendo en los habitantes del Chaco que han conservado
-digamos en forma más pura- aquella conformación psíquica cultural, excepción
hecha del influjo del ingrediente guaraní tanto en el físico como en el
lenguaje: el chaqueño de cepa es menos extrovertido, lo que se refleja en lo
cerrado y adusto del rostro, es más contemplativo, cauteloso y de pocas
aseveraciones en el hablar; lo cual no significa que sea en extremo hosco y
huraño, que no lo es, pues tiene como signo de honor ancestral la misma viveza
de espíritu en la amistad y4a hospitalidad. Por término medio, altos y de bien
proporcionada estructura física, espigados, de mirada franca y acogedoras
sonrisas, frentes amplias y abultadas, cabellos abundantes, narices rectas o
curvas, labios carnosos y de llana y fértil barba; troncos ágiles, brazos
largos y piernas firmes, aquellos tarijeños mostraban la irresistible
contextura de los abuelos andaluces, castellanos, extremeños, vascos, gallegos
y catalanes. Y para afirmar más esa herencia estaban los modismos y usos de los
arcaicos vocablos de su lengua. Herencia, además mucho más acentuada que la de
sus ancestros nativos.
En un pueblo de no más de dos mil habitantes, el orden
colonial se manifestaba en las bien delimitadas funciones de las instituciones
jurídicas, políticas y eclesiásticas, que tenían su expresión diferenciadora y
“democrática” en el Cabildo. El máximo representante político administrativo
era el Corregidor; pero a raíz de la instauración de las intendencias, lo fue
el subdelegado del Intendente -en este caso de la Intendencia de Potosí, bajo
cuya jurisdicción estaba Tarija, desde 1783-; llamándose “Partido” a la
jurisdicción de ese subdelegado. Este personero tenía las mismas atribuciones
de los antiguos corregidores, esto es, fiscalizaba la administración y
ejecutaba las reales ordenanzas y leyes. Pero, en la práctica, el poder de
decisión estaba en el cabildo, donde se trataban los intereses del “común” o de
la población de la Villa; aunque, para ser más preciso, tales intereses eran
más de los que tenían representación en el Cabildo, es decir, de los españoles
y criollos: de los terratenientes, comerciantes y profesionales. Hacia fines
del siglo, parece que se tomó en cuenta también los intereses de los mestizos
con poder económico y de probada ascendencia criolla, o al menos éstos tenían
voz en ciertas decisiones de los “capítulos” o Consejos deliberantes. No
obstante, la marginación en el Cabildo de la mayoría de los mestizos -
artesanos, comerciantes contrabandistas y pequeños propietarios-, obedecía a
que ellos no poseían rentas fijas que igualaran a los de los estamentos
superiores; sin embargo, desde que se instaló el Cabildo -en los lejanos
tiempos de la fundación de la Villa de San Bernardo-, se procuró dictaminar
irrestrictamente en todo aquello que correspondiera al bien común: el de todos
los pobladores de la Villa -tal como lo señalaban algunas leyes indianas-.
Con relación a otros centros urbanos -y ni qué se diga con
las zonas rurales del norte-, en Tarija funcionaba una real democracia
-selectiva en los asuntos ordinarios- con las limitaciones de la época. En el
Cabildo se dirimían incluso cuestiones de orden jurídico que pasaban a la
ejecución del Subdelegado -al que en varios papeles se continúa llamando
Corregidor- Por ello, los alcaldes, de primer y segundo voto, eran considerados
de mayor prestigio que los propios funcionarios reales: el subdelegado, los
jefes de milicias, los escribanos públicos, el Tesorero de la Real Audiencia,
etc.
Al lado de esos poderes -y con igual y a veces con mayor
preeminencia e influencia social- se encontraba el de la Iglesia, o de sus
representantes: el vicario foráneo (las divisiones jurisdiccionales de la
iglesia contemplaban aún las “Provincias” y Tarija pertenecía a la Provincia
franciscana de Charcas), que casi siempre era el párroco de la matriz o
catedral; los guardianes de los conventos y los demás curas de los otros
templos. En realidad, y en plena época de las reformas administrativas
liberales, que trajeron consigo el conocimiento -aunque fragmentario- de la
ciencia, la política y la cultura de la Ilustración -que rechazaba y combatía
muchos de los dogmas religiosos del catolicismo oficial-, en la efervescencia
de las ideas autonomistas moderadas, el clero con todas sus jerarquías:
arzobispos, obispos, diáconos, priores, párrocos, sacerdotes misioneros y curas
de la ciudad y del campo, continuaba teniendo mayor control e influjo social
que todos los demás poderes políticos y económicos civiles. Ese control se
manifestaba en las relaciones sociales y más aún en las domésticas. Es por ello
que en Tarija, como en otras villas y ciudades del Virreynato del Río de La
Plata, o más correctamente en todo Charcas, seguía predominando el orden social
y la cultura conventuales; sobre todo en los estamentos altos de la sociedad
tarijeña. Ninguna actividad escapaba a la anuencia de la Iglesia para ser
legitimada como beneficiosa a toda la población. Tal vez las actividades del
comercio, y ciertas disposiciones del cabildo y del subdelegado, que más
concernían a trámites legales, no precisaban de la sanción aprobatoria
eclesiástica.
Y, naturalmente, esas medidas de vigilancia y aprobación de
actos, eran dictadas en forma individual y bajo las normas de los consejos
morales de conformidad con las pragmáticas religiosas de convivencia. La
observancia de la moral católica regía toda la existencia de la Villa; y esa
moralidad estaba presente en las maneras de comportamiento, del hablar y del
vestir y en la observancia del culto: rezos en las casas, asistencia a las
misas, actos litúrgicos y contribuciones a las fiestas patronales, como las de
“San Bernardo Abad”, en la Catedral y la Plaza Mayor, “San Roque”, en el barrio
“alto” del mismo nombre, “San Juan Evangelista”, en la capilla de la Loma de
San Juan; “San Francisco”, en la Basílica del mismo nombre; “San Plácido”, en
una nueva plazuela; “San José”; amén de otras festividades: Navidad y Año
Nuevo, con las adoraciones; Carnaval, que más era festejado en las chacras y
fincas vecinas a Tarija por su carácter pagano; “La Santa Cruz”, etc. En suma,
en toda manifestación colectiva de la sociedad, jamás dejaba de estar la
presencia vigilante o indulgente de la Iglesia. Y esas celebraciones, mitad
litúrgicas mitad folklóricas, eran de origen español, con algunos elementos
coreográficos y musicales nativos. En ellas, como ocurre hasta hoy en día, participaban
las autoridades religiosas, civiles y militares, y las señoras y caballeros de
la más distinguida prosapia y de variados medios económicos; los de mayores
posibilidades financieras y aquellos que se empeñaban en cuerpo y alma para
serlo, ejercían los grados de las cofradías, alféreces, etc., costeando esos
festejos en competencia con los gremios que tenían como patrones a uno de
aquellos santos. Los “señores”, codo a codo en el “común”, terminados los actos
religiosos, intervenían en las posteriores exaltaciones de las ventas y
cantinas del Barrio Alto, donde se originaban las muy democráticas uniones que
incrementaban la población mestiza.
En esas festividades, además, se hacían patentes las
magnificencias filantrópicas de los potentados tarijeños, siempre pródigos
tanto en sus donaciones a los conventos e iglesias como en otras obras de
caridad pública. Don Francisco Gutiérrez del Dozal, el Alférez Real Antonio
Rodríguez de Valdivieso, Don Joaquín Tejerina, el cura Valdivieso de Santa Ana
y el marqués de Yavi y Tojo, Juan José Fernández de Campero, desde el siglo
XVII y en el que venimos examinando, mantuvieron esas fiestas. Y esto nos
prueba que el comercio agrícola-ganadero y la importación de artículos de lujo
(por el puerto de Cobija, en el Pacífico, y por el de Buenos Aires, en el
Atlántico) entonces había enriquecido a unos cuantos emprendedores criollos y
mestizos que superaron la modorra de sus ascendientes terratenientes; y, al
mismo tiempo, que existía mucha pobreza en la ciudad -fenómeno natural del
desarrollo incipiente del capitalismo-.
A pesar pues de ese adusto, primero, y luego cada vez menos
severo control moral de la Iglesia -ejercido no tan sólo en el confesionario,
sino en las visitas de los sacerdotes y curas a las casas de ricos y pobres y,
principalmente, en el Pulpito, esto es, ante toda la sociedad-, no se vaya a
creer que tal vigilancia fue de una rigidez y de una crueldad semejantes a los
castigos atribuidos a la entonces tan temida “Inquisición” o poco menos. No
hubo inhumanos tormentos ni crueldad mental a toda hora del día de algunos
religiosos. En verdad el funcionamiento del Santo Oficio -la Inquisición-
comenzó en 1687 en Tarija, y su primer alguacil Mayor fue Pedro Ortiz de Rosas;
pero para refrendar las leyendas sobre esa institución no hay datos y ni
siquiera se conservan noticias de los casos notables que se hayan tratado allí.
Los humillantes y tediosos interrogatorios, con aplicaciones de tormento
corporal, aunque no frecuentes, sí se llevaron a cabo en los centros de la
Inquisición de Lima, Chuquisaca y Potosí. En Tarija parece no haber intervenido
la Inquisición en las vidas familiares; de lo contrario habría llegado en la
tradición oral o en algún papel el malestar general de una siniestra
manipulación espiritual, cosa nunca encontrada al menos hasta hoy en día. Por
otra parte, se debe tener en cuenta que, en Tarija, el sacerdocio fue tolerante
con las debilidades humanas de una pequeña sociedad en la que tanto él como
todos sus miembros se enteraban de la vida y milagros de cada tarijeño. Si
existieron casos de curas o sacerdotes intolerantes y tal vez sádicos mentales,
fueron esos los típicos del inculto fanatismo. Pero hubo una evidente
disolución de la normatividad moral, quizá porque ésta propendía a la represión
sexual o se debía más a la miseria de algunos estamentos. Lo cierto es que el
Cabildo creó y sostuvo una “Casa de Corrección”, una especie de cárcel para
mujeres de vida escandalosa o de casadas que mal vivían con sus maridos, y
todas pertenecían al “bajo pueblo” -como se decía por entonces-.
La sociedad no contaba con muchos medios de expresión
cultural y pese a ello su existencia no fue abrumadoramente aburrida,
teniéndose en cuenta el carácter expansivo de todos sus componentes. Por más
que los márgenes provinciales de esa vida, donde el tiempo y sus sucesos eran
semejantes en su repetición de costumbres jamás cambiadas, los tarijeños
actuaban con pasión en toda manifestación colectiva: en las fiestas patronales
y paganas y en los mínimos acontecimientos públicos. No vivían, pues, recluidos
en sus hogares, y en la campiña jamás se excusaban de participar en todo
festejo tradicional.
La cultura y las ideas políticas de la intelectualidad
tarijeña
A los niños españoles que vinieron a Tarija y a los nacidos
aquí de padres hispanos, se les enseñaban las primeras letras: leer y escribir,
nociones de aritmética, el Catecismo y los elementos fundamentales de la
Doctrina Católica, en los conventos de Santo Domingo, de San Agustín o en el de
San Francisco, desde las primeras décadas del siglo XVII. El resto de lo que
forma parte de la cultura: normas de conducta social -lo que se debe o no hacer
en el círculo familiar y en la convivencia con los demás-, las tradiciones:
leyendas históricas de España y las nuestras; las reminiscencias de la memoria
indígena en boca de las mujeres yanaconas o negras de las casas de la Villa y
de las haciendas; las nociones del mundo que no se discutían y aquellas de la
experiencia palpable, así como el aprendizaje de los útiles mentales y manuales
de cada vocación o el de los oficios que se heredaban o se imponían para vivir,
y algunos conocimientos de la ciencia tradicional; todo eso, los niños lo
aprendían junto con otras
experiencias en su directa relación con los que no tenían
acceso a las formas superiores de la cultura, y con sus padres.
Más de un noventa por ciento de la población de la Villa y
de las zonas rurales, vivió con esos rudimentos culturales; que en el caso de
las mujeres fueron todavía más elementales, inclusive en lo que se refiere a
los conocimientos de la salud de su especie; todo eso bajo la principal premisa
de “educarles” en la obediencia o, mejor dicho, en la servidumbre intelectual y
física a los padres y maridos. Por ello, cuando alguna de esas mujeres -ya sea
por la irresistible voz del temperamento o por el también natural espíritu de
rebeldía-, renunciaba a la docilidad y a la complaciente ignorancia, se elevaba
por encima del término medio cultural de su sexo, colocándose a la altura
intelectual de los hombres privilegiados. Pero se trató siempre de
personalidades no comunes.
Con todas sus virtudes espirituales, llama la atención en el
tarijeño que no posea las facultades creativas de las que nunca carecieron las
sociedades andinas -como se evidencia en su arte, donde es notorio un poder
creador original-. Ya que hasta en la música hemos sido los complacientes
mantenedores y reiteradores de la herencia hispana, a la que muy poco hemos
agregado. Si todo esto de lo que venimos hablando era una constante de la vida
social nuestra hasta el final de la era republicana, los cambios de la
movilidad social operados en el presente siglo han transformado y distorsionado
los originales caracteres de nuestra cultura y, por lo tanto, la psicología
social del tarijeño ya no es la misma como la hemos descrito en el resumen del
siglo XVIII.
Desde principios del siglo XVIII funcionaban -dos o tres-
colegios particulares que ampliaban las enseñanzas básicas de los conventos y
parroquias. El bienestar y algún lujo de las casas grandes, permitió los
refinamientos de la cultura: vajillas hechas por orfebres famosos, muebles de
conocidos ebanistas, espejos europeos, cuadros y esculturas, instrumentos
musicales y libros que se ostentaban en las reuniones sociales; y,
naturalmente, ese bienestar dio ocasión para que los jóvenes criollos
estudiaran en la Universidad de Charcas o, a veces, en la de Córdoba; así como
que viajaran por el simple placer de adquirir conocimientos. Para estudiar en
esas universidades, se precisaba poseer no tan sólo dinero sino refrendar la
“distinción social”; por eso los mestizos no podían acceder a las llamadas
entonces “profesiones liberales o humanistas” -aunque a fines del siglo muchos
por su posición económica ya pudieron hacerlo-. Y ello explica también que
quienes sí tenían los medios suficientes y los privilegios sociales
tradicionales, al profesionalizarse defendieran ambas cosas.
Sin embargo, el espíritu de la cultura y de la ciencia iluministas
era en todo universalista y democrático -o los más famosos filósofos y
científicos de la Enciclopedia francesa y los juristas y políticos de la
Ilustración, en sus escritos, tendían a dotar a sus enseñanzas de esos
fundamentos-; por lo tanto, en Charcas y Córdoba, y más que todo en las
bibliotecas particulares de esas ciudades -en Chuquisaca fue muy conocida la
del Canónigo Matías Terrazas, un sacerdote liberal-, los jóvenes tarijeños que
allá estudiaban, fueron revisando -el primer paso para la posterior crítica
analítica de su pensamiento- su bagaje ideológico; y los más sensibles e
inteligentes para darse cuenta de las realidades inexorables de la época, como
no podía ser de otra manera, desecharon todo aquello que se sostenía por la
sola ignorante tradición inmovilista en sus mentes.
En la misma Tarija esos jóvenes debieron enterarse de esos
principios, gracias al funcionamiento de un servicio de correos -de mensajeros
de a caballo-, que traía a la Villa correspondencia de La Paz, Cochabamba, Potosí
y Chuquisaca una vez al mes; así como llegaban de Salta, Jujuy, Tucumán y
Buenos Aires una que otra “Gaceta” -periódicos de aquellos tiempos- y libros.
En todas las colonias americanas soplaban aires renovadores que más eran
noticias orales, es decir, la comunicación que echaría por tierra las fronteras
mentales provincialistas. Y si no tenemos datos desde qué años ese reducido
flujo de la juventud tarijeña se dirige a las universidades de Chuquisaca y
Córdoba, no es aventurado señalar que éste comenzó antes de la primera mitad
del siglo XVIII; intensificándose esa concurrencia en los veinte últimos años
del siglo; pues para entonces ya había en Tarija, una brillante generación de
profesionales de Charcas, en te que se destacaban José Julián Pérez de Echalar,
los sacerdotes Ruiloba y Echalar, José Antonio de Larrea, Mariano Antonio de
Echazú y el mismo Marqués de Tojo.
La “Real y Pontificia Universidad Mayor de San Francisco
Xavier”, fue fundada en 1624 por los jesuitas, en base a la experiencia de un
Colegio de la Orden en el cual se impartieron no solamente conocimientos
básicos, sino que se enseñó quechua y aymara a los postulantes a sacerdotes, de
igual manera que lo hacían los “Convictorios” o colegios dependientes de la
misma Orden, en lo que se llenaban las deficiencias de la enseñanza impartida
en conventos y escuelas particulares. Pero el verdadero antecedente de la
Universidad fue el Colegio de “San Cristóbal”, convertido luego en Seminario, y
después el de “San Juan Bautista”. La Universidad instruía a sus alumnos en la
llamada “Humanitas Clásica”: Artes, Derecho, Teología y Medicina, o
“Cuatrivium”, a través de los grados a vencerse en Bachillerato, Licenciatura,
Magistrado o Doctorado. Ya en la cátedra de Latín se memorizaba -hasta el grado
de Licenciatura- la enseñanza era esencialmente memorialista y de ninguna
manera crítica, o se hacía memorizar a los alumnos, en arduas clases, pasajes
de las obras de Aristóteles y de la “Suma Theológica” de Santo Tomás de Aquino,
matizándose ese aprendizaje con el conocimiento de la Mitología Griega. La
cátedra de Artes licenciaba y doctoraba en Filosofía y Letras, como complemento
de la Teología; la de Derecho comprendía el Derecho Civil y el Canónigo. En esa
carrera se estudiaba el famoso “Trivum”: Gramática latina, Retórica y Lógica,
fundamentalmente para la Teología y el Derecho; y en la “Cuatrivium” posterior
se estudiaba Aritmética, Geometría, Música y Astrología. Sólo en la carrera de
medicina se dictaban las clases en castellano, y no en latín, como en todas las
otras.
Los estudios universitarios eran en verdad muy caros; aparte
de los gastos de la propia carrera, el titulado debía donar dinero para algunos
altares de la iglesia donde rendía una de sus pruebas de suficiencia, a más de
adornar la calle y la casa donde habitaba y costear una procesión el día de su
recibimiento. Luego de la Licenciatura se hacían prácticas en la Academia
“Carolina”, sin tes cuales no se podía ejercer la abogacía.
(...) Inmediatamente después de la expulsión de los
jesuitas, se fundó la Academia Carolina, en la que sustancialmente se
realizaban las prácticas forenses o la experiencia de los procedimientos
legales de la profesión de abogado. En 1789 se le concedió a la Universidad de
Charcas las mismas prerrogativas de las de Salamanca: sus grados y títulos
valían en cualquier lugar de América y España.
Hay que remarcar que en la Academia Carolina fue donde
conocieron los criollos de Tarija, como los del Alto Perú y del Río de La
Plata, las ideas filosóficas y políticas europeas dominantes entonces,
expuestas tanto en la ya famosísima Enciclopedia Francesa como en los otros
escritos de los filósofos y economistas ingleses. Montesquieu, Voltaire y
Rousseau, fueron los autores más leídos, siguiéndoles en popularidad Gabriel de
Mably y el Abate Raynal.
(...) Si no todos los universitarios de Charcas conocieron
directamente la Enciclopedia Francesa -la mayoría de ellos no hablaban
francés-, se enteraron de los asuntos principales tratados en sus 56 tomos,
admirando el racionalismo con que se examina todo lo concerniente a 1a sociedad
humana, especialmente lo relacionado con la existencia social y política. Los
futuros jefes de las revueltas autonomistas de 1809-10, hallaron en la
Enciclopedia y en los ensayos de los demás escritores de la Ilustración los
fundamentos de su lucha; el rechazo más radical al absolutismo -en este caso a
la monarquía española-, la creación de estados democráticos republicanos y el
pacto social: la delegación de la soberanía popular en manos de los que el pueblo
elige para gobernarlo. Aunque estos ideales sólo serán expresados en la segunda
fase de la guerra separatista. Aquellos jóvenes no estaban preparados todavía
para aceptar otras teorías de la Ilustración, y ni qué se diga de la concepción
materialista de los enciclopedistas que comenzaron repudiando toda revelación y
los milagros religiosos, desechando de plano la existencia de mundos
sobrenaturales.
(...) En suma, con todo ese bagaje intelectual, los
doctores, curas, médicos y militares tarijeños que pasaron por las aulas de la
Universidad de San Francisco Javier, trajeron a la somnolienta Villa de San
Bernardo ideas que cambiarían, aunque todavía no violentamente, sus existencias
en lo social y cultural. Introdujeron también los refinamientos de la sociedad
del siglo XVII: nuevos atuendos y maneras de llevarlos, formas de expresarse y
convencionalismos en las relaciones sociales, así como una elegante manera de
manifestar su repudio a la ignorancia y a las viejas supersticiones. Esa
cultura traída por los doctores tarijeños influyó ciertamente en la liberación,
tímida todavía, de algunas costumbres y usos sociales propios de la España
medieval. Alentaron, por ejemplo, el hábito de la lectura y el ansia de
conocimiento de otros jóvenes. Es por eso que, en su visita a nuestra ciudad,
El arzobispo de Charcas, Antonio de San Alberto, se encontró con que en Tarija
habían varios intelectuales que le hablaron en florido latín, haciendo gala de
las gentilezas típicas de los ya llamados “hijos del siglo de las luces”;
maneras sociales diferentes, desde luego, de la antigua, ruda y aldeana
hospitalidad y de la inocencia intelectual de sus mayores. Esas formas
culturales, además, liberalizaron a las mujeres del entorno oscurantista de sus
hogares, y por ello quizá muchas damas tarijeñas contribuyeron a la lucha
inmediata de sus maridos e hijos, esto es, proclamaron las ideas liberales.
1997 “Historia de Tarija”. Editorial Luis de Fuentes S.R.L.
2a edición.
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