Por: Javier Badani / Extracto de su blog: javierbadani.blogspot.com
La violación, tortura y asesinato de María Cristina, de
cuatro años, conmocionó a la población boliviana en 1972. El caso abrió
entonces el debate sobre la pena de muerte, mismo que derivó finalmente en el
fusilamiento del asesino de María Cristina: Melquiades Suxo, el último
boliviano en morir bajo la pena capital. El debate sobre esta forma de
"castigo" se reaviva hoy ante la ola de violencia criminal que vive
el país. Es por eso que vuelvo a publicar este reportaje que fue publicado en
La Razón y que indaga en la historia de las ejecuciones y la normativa de la
pena de muerte en Bolivia.
"Un trago”. Ése es el último deseo de Melquiades Suxo
Quispe antes de morir. Son las 5.10 del jueves 30 de agosto de 1973. La Paz
dormita aún, mientras el campesino de 54 años sorbe un gran vaso de singani
Tres Estrellas. A unos metros de su celda, en el sector ‘La Muralla’ del penal
de San Pedro, se preparan los hombres que dentro de unos minutos acabarán con
su vida: un pelotón de fusilamiento conformado por 10 gendarmes.
Ninguno de los protagonistas de esta historia lo sabe, pero
Suxo se convertirá en el último boliviano en ser ajusticiado de forma legal,
bajo el castigo de la pena capital. El anuncio de la sentencia, meses antes,
había polarizado al país. Unos se mostraban en contra y, los más, a favor del
fallo judicial. Notas de análisis y peticiones de clemencia dirigidos al
presidente de facto, Hugo Banzer, cargaron de tinta las páginas de la prensa de
la época. Pero el destino de Suxo estaba sellado. Nada podía aplacar los deseos
de venganza y la indignación generalizada que provocaba el recordar su crimen.
“El delito múltiple en que incurrió Suxo es horrendo, propio de la voracidad
morbosa de un ignorante o de un criminal nato”, se escribió un día antes del
fusilamiento en el periódico El Diario.
Originario de Pacajes, Melquiades trabajaba como recolector
de arena en Chuquiaguillo. Domiciliado en Alto Miraflores, Suxo vivía junto a
sus dos hijos: Nazario (17) y Dionisia (14). “Por una serie de factores dignos
de ser analizados por especialistas en problemas psiquiátricos, padre e hijo
habían hecho de Dionisia el blanco de torpes instintos sexuales”, se lee en los
antecedentes del caso, recuperados en la investigación monográfica La pena de
muerte en la legislación boliviana, realizada por el abogado Alan E. Vargas
Lima.
Según las investigaciones policiales, en 1972 (no se
menciona la fecha exacta) los Suxo secuestraron a María Cristina Mamani Leiva
(4). Padre e hijo ultrajaron por varios días a la niña, hasta que ésta murió el
martes 8 de octubre. Su cuerpo fue encontrado abandonado un día después. La
necropsia practicada a la víctima reveló el horror que vivió en la casa de los
Suxo. El forense Emilio Guachalla informó a las autoridades judiciales que
María murió por un shock traumático crónico múltiple, “a raíz de los
innumerables castigos y vejámenes que sufrió”. Recibía alimentación defectuosa
y al mismo tiempo era “castigada con severidad y sadismo”. Así lo evidenciaron
las marcas de objetos contundentes, hebillas de correa y mordeduras en el
cuerpo de la occisa. Asimismo, se constató la total ruptura del himen de la
niña a consecuencia de los reiterados y continuos estupros de que fue víctima
por parte de Melquiades y de Nazario.
Tras 11 meses de juicio, en diciembre de 1972, se dictó
sentencia: “En nombre de la nación boliviana y por la potestad que ella le
confiere (...) se condena a Suxo a la pena de muerte mediante fusilamiento a
efectuarse fuera del radio urbano y cerca del lugar de los hechos, en forma
pública por su condición de autor principal de la comisión de los delitos de
violación y asesinato”. Su hijo, Nazario, fue condenado a 20 años de
confinamiento, por ser menor de 17 años. Y Dionisia recibió cuatro años de
reclusión por el delito de rapto.
Los abogados de Suxo apelaron el fallo, pero éste fue
ratificado por la Corte Suprema. Los expedientes del caso pasaron entonces a
manos del presidente Banzer, única autoridad habilitada para conmutar dicha
pena. Pero, el 28 de agosto de 1973, el Mandatario determinó “que se cumpla y
ejecute la sentencia (...), junto al sincero deseo de que la majestad de la
justicia boliviana consiga con sus fallos la vigencia del respeto a la vida
(...), resguardando sobre todo a la mujer y a la niñez boliviana”.
A las 5.30 del jueves 30 de agosto, Suxo inicia el camino
hacia la muerte. En el patio de ‘La Muralla’ le aguardan los 10 guardias a
quienes segundos antes se les distribuyó 10 cartuchos: cinco de fogueo y cinco
de guerra. A las 5.45 todo acabará para Melquiades, cuando el jefe del pelotón
de carabineros le dispare en la cabeza el tiro de gracia. “La imagen de una
niña maltratada, la sombra de un delito monstruoso parecía mitigar la
responsabilidad de los representantes de la ley que dejaban translucir una pena
que ni siquiera pudo ocultar la palabra del ‘deber cumplido’”. (Crónica
publicada en el periódico Hoy, el día de la ejecución).
LA MUERTE LLEGA POR TELEGRAMA
El ajusticiamiento de los revolucionarios paceños de julio
de 1809 quizá sea el hecho más conocido sobre la historia de las ejecuciones en
el país. Los protomártires de la Independencia fueron ejecutados bajo las leyes
españolas, normas que permanecieron vigentes aún en la naciente República. Uno
de los primeros decretos emitidos para el nuevo Estado sancionaba con la
ejecución a los funcionarios públicos que “hayan corrompido su conducta”. Y la
primera Constitución Política del Estado (CPE), en 1826, estableció la
prerrogativa presidencial para conmutar o cambiar este castigo por otro menos
severo. El Código Penal de 1834 estipuló el ajusticiamiento en las faltas de
mayor gravedad, especialmente a los que iban en contra de la seguridad del
Estado, asesinato, parricidio y traición a la patria.
“La pena de muerte se aplicaba con un ritual horroroso,
puesto que establecía que la forma de ejecución sea el garrote y
supletoriamente el fusilamiento, en la ciudad, villa o cantón donde se haya
cometido el delito; practicado públicamente entre las 11.00 ó 12.00 en lugar
donde puedan estar muchos espectadores. Se debía notificar la sentencia de
muerte al reo 48 horas antes de su ejecución, quien además debía ser conducido
con grillos, los ojos vendados y con una cadena de hierro pendiente del cuello;
desde la salida del reo de la cárcel hasta el lugar de ejecución debería reinar
un gran silencio interrumpido solamente por las oraciones del reo y de los
sacerdotes. Una vez consumada la muerte, el cadáver debía quedar expuesto al
público en el mismo sitio de la ejecución, hasta la puesta del sol”, se lee en
el trabajo realizado por Vargas Lima.
Luego de varias reformas, la CPE de 1961 estableció que en
Bolivia “no existe la pena de muerte” y aplicó como sanción máxima los 30 años
de presidio sin derecho a indulto. Seis años después, la nueva Carta Magna se
cambió al textual: “No existe la pena de infamia, ni la de muerte civil”. Según
el abogado Vargas, al no mencionarse de forma expresa la prohibición a la
privación de una vida por vía penal, se dio lugar a dudas y tergiversaciones.
“En 1971, cuando ingresó el régimen militar de Banzer, lo primero que se hizo
fue dictar un decreto donde se restableció la pena de muerte en determinados
delitos.
Amparado en ese decreto fue que se impuso la sentencia a
Suxo, dejando de lado a la propia Constitución”, aclara.
Sin embargo, tras la ejecución de Melquiades y la polémica
causada por este hecho, las autoridades judiciales empezaron a tomar más
atención al precepto establecido en la CPE, referida a dictar como pena máxima
30 años de presidio. “De forma gradual se sustituyó la pena capital.
Actualmente, la legislación boliviana no prevé la pena de muerte. Asimismo, la
nueva CPE establece textualmente la prohibición de penas que vulneren la vida
del ser humano, garantizando así el derecho a la vida”, agrega el experto en
leyes.
Con todo, las primeras décadas de la historia boliviana
están plagadas de ejecuciones, gran parte de ellas impulsadas por el rencor
político. Uno de los mandatarios que más utilizó este castigo fue Mariano
Melgarejo. Lo hizo, por ejemplo, en contra del periodista Cirilo Barragán en
1865, por criticar desde sus páginas al régimen del tarateño. Ese mismo año, el
médico potosino Daniel Bracamonte logró salvar de este castigo a un capitán de
apellido Hoyos, que se había levantado en armas contra Melgarejo. Tras sofocar
la insurrección en el combate de la Cantera, “el Presidente se encontraba
encerrado en su habitación (en Potosí) sufriendo una intensa neuralgia en el
pómulo derecho. Bracamonte ingeniosamente llegó ante el general y sin darle
tiempo a nada, ofreció curarle en 10 minutos. ‘Cuidado con lo que ofrece
doctorcito —dijo Melgarejo—; porque si usted no cumple, lo hago fusilar aquí
mismo. Pero si me cura, lo hago a usted general, ministro o lo que sea’”, se
narra en el estudio escrito por José Montero, publicado en los Archivos
bolivianos de historia de la medicina. Según este texto, Bracamonte infiltró
opio en la zona dolorida y en 10 minutos Melgarejo se mostró relajado. En
retribución, el galeno consiguió la indulgencia para Hoyos.
Ya en el siglo XX, el gabinete del presidente Germán Busch
votó para decidir la ejecución del barón del estaño, Mauricio Hochschild. Éste
se había revelado en contra de la determinación gubernamental que obligaba a
los empresarios a entregar sus divisas mineras al Estado. La reunión del
gabinete de julio de 1939 quedó plasmada en un acta oficial. En el documento se
describe el momento decisivo del encuentro cuando Busch concluye: “Hay cinco
ministros (que votan) por la muerte y otros cinco, por la prisión. Como
presidente de la República, yo doy el voto decisivo: Mauricio Hochschild será
fusilado a las seis de la madrugada”.
Los ministros —incluso los que votaron a favor del
ajusticiamiento— emplearon las próximas horas para convencer a Busch del efecto
que causaría en el país y en el extranjero un fusilamiento por delitos de orden
económico. “Y consiguieron salvarle. Quizá esa frustración hizo que el
Presidente se suicidara unos meses después, en agosto de 1939”, escribió
Fernando Díaz Plaja, 40 años después.
Quien no logró la indulgencia presidencial —y ni siquiera un
juicio— fue el sacerdote Severo Catorceno, acusado de violar a una niña de
siete años en Arampampa. “Cuando Busch recibió el telegrama del Intendente de
Policía de Potosí con la noticia, montó en santa cólera y ordenó (también por
telegrama) el inmediato fusilamiento del cura. La orden se cumplió al amanecer
del día siguiente, en la pampa de San Clemente, delante de numeroso público.
Más tarde se comprobó que Catorceno era inocente”, escribió Roberto Querejazu
Calvo en su libro Llallagua.
LA MALDICIÓN DE JÁUREGUI
El antiguo Código Penal boliviano establecía normas para
cuando los sentenciados a la pena capital por un mismo delito eran tres o más
personas. No todos sufrirían tal pena y para ello la ley establecía un sorteo.
“Si los reos condenados no llegaren a 10, morirá uno solo; si llegaren a 10,
morirán dos; si llegaren a 20, morirán tres, y así sucesivamente, por cada 10
se aumentará uno. Y los demás, a quienes no les llegaba la suerte, sufrían la
pena de 10 años de presidio”. Para el sorteo se colocaba en un ánfora tantas
papeletas como reos sentenciados habían. En cada papeleta se escribía el nombre
del condenado; se llamaba a una persona del público para que vaya extrayendo una
por una las papeletas, y la última que quedaba al final, era la que
correspondía a la persona que debía ser ejecutada, se explica en La pena de
muerte en la legislación boliviana.
Un caso inédito para la justicia boliviana se dio en el
proceso de Mohoza, que duró más de cinco años (1899-1905). 250 indígenas de
cuatro ayllus de Mohoza (Inquisivi, La Paz) fueron juzgados por la matanza de
un escuadrón liberal aliado, la noche del 28 de febrero de 1899, en el marco de
la revolución federal y la rebelión indígena de Pablo Zárate Willka. El
veredicto final fue de 32 condenas máximas. Las ejecuciones tuvieron lugar en
la misma plaza de la población paceña.
Al igual que sucedió con los campesinos, fue a través de un
sorteo que se selló el fatal destino de Alfredo Jáuregui, fusilado en El Alto
el 7 de noviembre de 1927. Jáuregui tenía 27 años cuando fue inmolado, pero su
vía crucis se había iniciado 10 años antes, cuando a los 17 años fue apresado,
acusado —junto a sus dos hermanos— de haber asesinado al general y ex
presidente José Manuel Pando. El cadáver del caudillo había sido hallado en los
barrancos del Kenko (La Paz) el 15 de junio de 1917. Un día antes, el militar
había iniciado un viaje desde su hacienda Catavi (Luribay) para asistir en La
Paz a la boda de su sobrino. La noticia de su muerte desató una batalla verbal
entre liberales y republicanos a través de la prensa. El Tiempo (liberal)
sostenía la tesis de un embarrancamiento accidental. Y La Verdad defendía la
idea de un asesinato político. Estas rencillas empaparon el proceso judicial e
influenciaron la sentencia final en contra de Jáuregui.
Las diligencias judiciales —que concluyeron durante la
administración republicana— llegaron a la conclusión de que la muerte de Pando
fue el resultado de un crimen. Según la investigación, el general había llegado
al anochecer al Kenko. Allí se encontró con Néstor Villegas y los hermanos
Jáuregui, que se encontraban bebiendo en una tienda junto al camino. Éstos
invitaron al general a desmontar y pasar a descansar un momento. Pero después
de un tiempo y viendo el estado de embriaguez de sus anfitriones, salió para
montar en su caballo y seguir a La Paz.
“En eso salieron Villegas, Juan Jáuregui, Alfredo Jáuregui,
Juan Choque, Saturnino Calle, Dolores de Jáuregui, Tomasa de Villegas y se pusieron
a discutir con el general que insistía en seguir su camino y ellos que trataban
de disuadirlo. Al fin de lo cual se habría producido una agresión al general a
quien habrían desmontado y metido a la tienda donde presuntamente lo apalearon
al extremo de producirle la muerte. Los sindicados arrastraron el cadáver hasta
el barranco de Huichincalla y luego bajaron al pueblo de Achocalla donde
siguieron bebiendo”. Esta breve narración de la diligencia judicial se halla en
el libro Vida y muerte de Pando.
Esta obra fue escrita por Ramón Salinas Mariaca, miembro de
la Corte Suprema en los años 70 y descendiente directo de Pando. El abogado
sostiene que la muerte del militar no fue el resultado de un crimen. Se basa en
una entrevista que tuvo décadas después del hecho con uno de los implicados en
el caso, Néstor Villegas. “(Pando) nos sorprendió, vimos que blanqueaba los
ojos, se ponía rígido y tieso y sin hablarnos cayó al suelo. (...) En nuestra
borrachera resolvimos sacar al general de la tienda y tirarlo a un barranco
para que no nos culpen de su muerte”, confesó Villegas en su lecho de muerte.
De ahí que, y después de analizar las muertes de los parientes próximos del ex
presidente, Salinas estableció que el fallecimiento de Pando se debió a un
derrame cerebral de origen apopléjico. El abogado menciona la muerte repentina
de la madre, del hermano, un hijo y varios sobrinos carnales de Pando, quienes
fallecieron con ataques cerebrales. Y concluye que “la cobardía moral de los
protagonistas de esa noche luctuosa y la sed de venganza de políticos que
vieron en el trágico hecho una bandera de lucha, se unieron para llevar al
patíbulo a Jáuregui, quien cuando la caravana de alcohólicos llevaba el cadáver
hacia el barranco apenas tenía 16 años”.
El 7 de noviembre de 1927, tras 10 años en la cárcel,
Alfredo Jáuregui se enfrentó al pelotón de fusilamiento. Lo hizo elegantemente
vestido y sin los ojos vendados. Unas 6.000 personas subieron hasta El Alto
para presenciar su muerte. “Los consejos del cura no te servirán”, le dijo su
abogado, al colocarle una sobaquera de cognac en el bolsillo. Sus últimas
palabras las dedicó para maldecir a quienes le condenaron, en especial al
fiscal Uría. Cosas del destino, años después el hijo de esta autoridad judicial
murió colgado, víctima de la barbarie desatada en julio de 1946.
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