Este artículo fue extraído de: http://www.elortiba.org
La frase que el Che le dijo a su verdugo, narrada por el
militar boliviano en su reporte, pasó a la historia.
Con las manos temblorosas de inseguridad el militar lo
barrió con dos ráfagas. Cuenta que iba titubeante, quizás por el alcohol que
había bebido, quizás por el miedo, porque sobrio no encontró valor para cumplir
la orden de asesinar a Ernesto Che Guevara.
El verdugo fue un joven suboficial boliviano, Mario Terán,
quien aquel 9 de octubre de 1967, dudó 40 minutos antes de disparar.
“Sus ojos brillaban intensamente”, contó Terán a la Revista
Paris Match en 1977.
“Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me
dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el
arma. ¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!
Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y
disparé la primera ráfaga.
El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se
contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la
segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya
estaba muerto”.
Corría el año 67, la revolución cubana estaba en plena
efervescencia, su ejemplo podía intoxicar a medio continente, como una epidemia
de romanticismo libertario y eso Estados Unidos no podía permitirlo.
Las órdenes de la CIA llegaron rápido al Gobierno de Bolivia
que organizó a un grupo de ‘rangers’ para capturar a los portadores del
desorden.
Al mando del comando especial para cazar al Che, iba el
capitán Gary Prado, quien se precia de haberlo capturado y lava sus culpas al
asegurar una y mil veces que lo entregó vivo. Es posible.
El capitán Prado capturó al Che, tras semanas pisándole los
talones. El Che había escrito en su diario: …“Ahora sí el ejército estaba
mostrando más efectividad en sus acciones y la masa campesina no ayuda en nada
y se convierten en delatores”.
Casi presentía el final, pero no huyó despavorido, si no que
insistió a pesar de estar acorralado, sin refuerzos, sin medicinas; algo
inexplicable para su perseguidor que lo califica de “error”.
“Sabían que el ejército se les estaba viniendo encima. En
vez de dispersarse y decir bueno, hasta otro día camaradas, dejamos los
fusiles, nos compramos un pantalón y una camisa, nos sacamos la barba y sálvese
quien pueda. No, siguieron marchando”. (Entrevista a Gary Prado, en ‘Página12’,
agosto 18, 2006).
El día 8 de octubre eran un puñado de guerrilleros que
avanzaban por la Quebrada del Yuro, una zona montañosa e inhóspita, donde el
Che con el arma inutilizada y herido en una pierna fue hecho prisionero junto a
dos de sus compañeros.
Esa misma tarde se enteraban en la capital boliviana. Sin
perder tiempo los generales llevaron a votación qué hacer con el hombre más
buscado de América. La decisión fue unánime: ejecutarlo. Sería rápido y
silencioso. Evitaría alborotos innecesarios y no daría tiempo a que la opinión
internacional se movilizara.
Era el fin... ¿O el principio? del Che...
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