“¿Han visto a ese capitán Barrientos por aquí?”, preguntaba
un investigador policial del Gobierno de Mamerto Urriolagoitia, en septiembre
de 1949, a un campesino de Tarata.
“No papituy, pero si aparece lo vamos a azotar y a colgar.
Bien lo conocemos, como el diablo es…”, respondía el provinciano en quechua.El
emisario gubernamental no imaginaba que dentro del poncho, bajo el sombrero y
calzando ojotas, estaba el piloto de caza, ‘brevetado’ dos años antes en la
academia Randolph Field de los EEUU: René Barrientos Ortuño.
Pero bien se sabe que la situación dio un gran giro tres
años más tarde. El 9 de abril de 1952 la más célebre insurrección popular de la
historia boliviana tomaba Palacio Quemado. Seis días después, llegaba a la sede
de Gobierno, desde el exilio y en medio de una apoteosis popular, el presidente
Víctor Paz Estenssoro.
Junto al jefe emenerrista estaba Barrientos, que había
pilotado la nave que recogió a Paz en Buenos Aires. En ese momento ambos ni se
lo imaginaban, pero ya el destino se encargaría de hacer que compartieran el
poder, aunque también que se lo disputaran.
Los giros de la historia
En 1952, Barrientos, institucionalmente, era muy poco frente
a Paz Estenssoro. Sumaba entre los escasos militares que prohijaba la
revolución. Las multitudinarias milicias armadas y la Policía que sustentaban
al régimen del MNR habían virtualmente desmantelado a las Fuerzas Armadas. El
poder se convertiría para el resto de la década en un monopolio exclusivo, pero
cada vez más peleado, del círculo de los caudillos movimientistas.
Once años más tarde desde el círculo surgían atentados. El
24 de febrero, el flamante general Barrientos recibía una ráfaga de
ametralladora al salir del domicilio de su hermana. Un jeep plomo
inmediatamente huyó del lugar. La suerte jugó a favor del militar, el proyectil
que llegó a su pecho fue frenado por su brevet de aviador. Tiempo antes, un
disparo le había herido el glúteo, pero las malas lenguas habían atribuido el
hecho a algún marido celoso. Esta vez, el caso abría más preocupación.
La historia había dado otro giro. René Barrientos era el más
joven de los generales que encabezaban a las FFAA de la Revolución, tenía 44
años. Osado, carismático y dicharachero, había consolidado el espíritu del
cuerpo castrense y no pocas simpatías fuera. Mientras, Paz apostaba a ser
reelegido y pleiteaba furiosamente con Hernán Siles Zuazo, Juan Lechín Oquendo
y Wálter Guevara por la hegemonía emenerrista.
El régimen había perdido marcadamente apoyo en la sociedad.
Por eso los caudillos miraban de reojo al joven general. Sin duda, uno de ellos
se había atrevido a gestar las acciones más violentas.
La imagen del general aviador había empezado a proyectarse
ya dos años antes, cada vez con más fuerza y con sus siempre sonados
desplantes. Así, por ejemplo, a fines de 1961, los políticos creyeron que les
llegó la oportunidad para opacar la imagen de Barrientos. El 14 de octubre,
semana aniversario de la Fuerza Aérea Boliviana (FAB), 20 cadetes saltaron
desde un avión Convair C-47 iniciando una demostración de comandos
aerotransportados. Tres no pudieron activar a tiempo sus paracaídas y murieron.
El grueso de las tintas y la saliva de la política y los medios cargó contra
Barrientos Ortuño. Las hipótesis de negociados y compra irresponsable de equipo
en mal estado golpearon duramente el creciente perfil político del comandante
de la FAB.
La explicación del jefe militar fue extremadamente práctica.
“Convocó una conferencia de prensa en la base aérea y nos mostró los paracaídas
de los muertos. Luego dijo: ‘Escojan uno, cualquiera’. Alzó el que señalamos,
pidió que lo acompañáramos y poco después se lanzó desde el avión con el que
habíamos elegido”, recordó en el año 2007 Juan León, por entonces periodista
que cubría las informaciones de Palacio para el matutino Presencia.
La aclaración ‘comando’ de Barrientos se convirtió en un
boomerang contra las expectativas de los líderes políticos. Apenas el
paracaídas tocó tierra, decenas de soldados y oficiales lo levantaron en
hombros. La osadía le granjeó notable popularidad en las clases medias, y en
las filas militares.
Tras el salto de octubre, apenas unas semanas más tarde,
recibió dos sintomáticas condecoraciones: la Orden de Gran oficial de las FFAA
bolivianas y la Legión al Mérito de la Fuerza Aérea de los EEUU, donde años
antes había sido becado. Para este último acto llegó a Bolivia el general
Leland Estrahathan. Sin duda, todo un preanuncio poco advertido por el mundo
político.
Pueblo a pueblo
Paz Estenssoro apeló entonces a su proverbial cálculo
político: el 5 de abril de 1964 proclamó el binomio Paz (Presidente) –
Barrientos (Vicepresidente) como candidatos por el MNR. En la campaña, el
fluido quechua del aviador abriría un largo romance con las organizaciones
campesinas, sobre todo de los valles.
La relación se había invertido. Esta vez Víctor Paz conducía
la nave estatal, pero las masas esperaban a René Barrientos. Por ello, apenas a
tres meses de haber asumido el poder, el 4 de noviembre de 1964, cazas A-T6
(como el que hoy se exhibe en la avenida Paz de Tarija) y Mustang P-51
bombardearon el cerro Laikakota. Allí resistían las últimas milicias que
respaldaban a Paz Estenssoro mientras éste huía del país.
La toma efectiva del poder no resultó fácil. Los generales
formados en torno a la Guerra del Chaco, encabezados por Alfredo Ovando,
reclamaban su primacía. La generación gestada por el MNR, liderada por René
Barrientos, les plantaba cara. El general de aviación ideó entonces una de las
figuras más singulares de la historia política no sólo boliviana: “Seremos
(Ovando y él) copresidentes”, anunció el 5 de mayo de 1965.
Ovando, adusto y cerebral, se aferró al poder entre Palacio
y las comandancias militares. Barrientos se subió a un helicóptero, donado por
EEUU, y se jugó a conquistar para sí cada pueblo del país.
Alcaldía tras alcaldía, concentración tras concentración, la
figura se calcaba: cientos de personas de toda edad corrían a dar encuentro a
la libélula de metal y gasolina. El copresidente repartía balones y uniformes
de fútbol, víveres, útiles escolares y hasta dinero en efectivo. Luego brindaba
con chicha, guarapo o coctel, bailaba y era bañado con serpentina y
mixtura.
“¿Qué le hace falta a tu hospital?”, le preguntó un día, en
la yungueña Coroico al médico de provincia Alberto Sagárnaga Dalenz. “Rayos X,
general”, respondió el galeno. “¿Trescientos dólares?, ya. Toma. Cuando vuelva,
me muestras las facturas y el equipo”.
Sin duda, su mayor conquista fueron las masas indígenas del
occidente del país. En ese marco, articuló el Pacto Militar – Campesino que
apuntaló su régimen. “Ustedes pueden esperar media hora, porque ellos han esperado
400 años”, respondió en una oportunidad a sus ministros. Éstos le habían
reclamado discretamente porque el gabinete se había retrasado debido a la
visita de un grupo de dirigentes aymaras.
Pero fue en una concentración del valle alto cochabambino
donde pronunció una frase sólo vencida el 22 de enero de 2006. “En La Paz me
dicen que no puedo quedarme tranquilo. Yo sólo voy a estar tranquilo cuando un
indio de poncho y ojota esté en el poder”, expresó ante una multitud delirante.
Sin embargo, Barrientos fue también directo al apuntar hacia
sectores “dirigidos por comunistas” que se le oponían. Ya de principio lanzó
una dura medida contra los mineros: la rebaja del 30 por ciento de los
salarios. Inició así una guerra abierta contra el sindicalismo y la izquierda.
Sus tensas visitas a las minas legaron otros recuerdos particulares donde
demostró su reconocida sangre fría.
Allí lo probaron con diversos grados de fuego. “Sólo es
amigo del minero quien se sienta a la mesa y come la comida del minero”, le
dijeron desafiantes en Catavi. Luego, como a varias otras autoridades, que
antes hasta habían huido, le fue servido un plato de fricasé con una triple
dosis de picante. “¿Me pueden invitar más llajuita?”, solicitó tras empezar a
comer generosas cucharadas del compuesto gastronómico.
“Sólo es amigo del minero quien maneja dinamita”, le retó
otro día un dirigente mientras encendía un cartucho explosivo durante unas
negociaciones en Caracoles. Barrientos aceptó la entrega y dejó que el cabo
chispeante siga corriendo. Instantes más tarde, cuando casi todo su entorno,
incluidos los mineros había huido despavorido, mojó con saliva sus dedos índice
y pulgar. Finalmente apagó la mecha casi en solitario.
El antihéroe del che Guevara
Conquistó a algunos sindicatos, pero eran tiempos de
efervescencia social y los conflictos no dejaron de acentuarse. A mediados de
1966, mientras caminaba con una delegación de ocho militares, fue rodeado por
un grupo de mineros armados en Cami (Cochabamba). “Habrá nomás que combatir”,
respondió a uno de sus asustados secretarios. Sostuvo personalmente una
balacera hasta que tropas militares llegaron al lugar.
Su faceta más cruel tampoco se dejó esperar. Ya desde
Palacio, el 24 de junio de 1967, ordenó la toma de minas y desató la masacre de
San Juan con 27 muertos reconocidos oficialmente. Hubo muchos más, hasta 300,
según diversas denuncias. Allí los obreros porfiaban en sus demandas sociales y
habían decidido apoyar con el fruto de una jornada de trabajo a la naciente
guerrilla de Ernesto “Che” Guevara en el oriente del país. En fuentes
gubernamentales se aseguró que los mineros declararon la región “territorio
liberado”.
Barrientos también tuvo serios roces con la izquierda
fortalecida en las universidades. Un día de mayo de 1966 apareció en un foro
sobre hidrocarburos que se desarrollaba en plena Universidad Mayor de San Simón
(Cochabamba). La sorpresa desató una guerra entre silbatinas y aplausos, y
máxima tensión. Semanas después repitió la experiencia en La Paz. Esta vez,
mientras cruzaba el atrio universitario, jugó a desentenderse del peligroso
pedrón que cayó cerca suyo, tras ser lanzado desde diez pisos arriba.
Desde el 3 de julio de 1966 no fue más copresidente. Su
popularidad había opacado a Ovando y derivado en elecciones que el general de
aviación ganó con el 66 por ciento de los votos. Apenas ocho meses más tarde,
en abril de 1967, llegó la hora en que su guerra a la izquierda le daría fama
mundial. Fiel a su temperamento, el general también quiso enfrentar al Che
Guevara y su guerrilla “en persona”.
Recorrió la zona de combate armado con una subametralladora
en varias oportunidades. El 9 de octubre de ese año Guevara cayó herido. René
Barrientos, junto a los generales Juan José Torres y Alfredo Ovando decidieron
que se lo victime.“Murió en su ley, como un valiente”, respondía cuando le
preguntaban su opinión sobre el guerrillero convertido en mito
planetario.
Pese a su victoria antisubversiva, el molde democrático le
empezó a quedar incómodo. Un MNR intrigante y una izquierda en acelerado
crecimiento empezaron a presionarlo incesantemente.
Sus políticas desnacionalizadoras de las minas y el gas, la
masacre de San Juan le resultaban difíciles de defender.
Surgieron denuncias mayores, como el tráfico de armas a
favor de Israel, caso que generó tiempo después una ola de sangrientos
atentados. En julio, el diputado Marcelo Quiroga Santa Cruz planteó un juicio
de responsabilidades, el primero de la historia a un presidente en ejercicio.
Barrientos soslayó entonces las formas y confinó a Quiroga y a quienes apoyaban
el proceso en el inhóspito Alto Beni.
Entre marzo y abril de 1969, la tensión empezó a acentuarse
en las calles. El general advertía sobre “complots de la plutocracia, la
izquierda y el movimientismo”. A principios de abril, le confió a su secretario
privado, Fernando Diez de Medina, su temor a un inminente “baño de sangre”.
Mientras las fuerzas sindicales convocaban a una vigorosa movilización para el
1 de mayo, en los pasillos del poder corrían rumores. Unos anunciaban que el
Presidente se declararía dictador en las siguientes horas. Otros aseveraban que
ciertos sectores militares se habían acercado a la izquierda.
El domingo 27 de abril de 1969, el helicóptero presidencial
cayó cerca de la población de Arque (Cochabamba). La versión oficial explicó
que la hélice se había enredado en unos cables de transmisión eléctrica. Otras
fuentes hablaron de disparos furtivos. La incógnita de si fue un magnicidio
nunca logró ser despejada.
Una multitud de proporciones sin precedentes despidió al
caudillo militar en La Paz. Varias otras surgieron en el trayecto del tren que
llevó su féretro hasta Cochabamba. La muerte marcó una profunda recurrencia. Su
último viaje lo devolvió muy cerca de su tierra natal (Tarata) y a los valles
donde se había hecho caudillo. Ese vuelo permitió también a los líderes del MNR
retornar a disputarse los espacios de un poder que les parecía arrebatado para
siempre.
(Con Datos de “El General del Pueblo”, Fernando Diez de
Medina; “Barrientos, Paladín de la Bolivianidad”, José Llosa; “Dichos y hechos
de Barrientos”, J.Jordán; e “Historia de Bolivia”, Mesa-Gisbert).
Publicado en El País el 9 de Noviembre de 2015.
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