Susana Osinaga, una de las enfermeras que lavó el cadáver
del Ché, en Vallegrande.
Jaled Abdelrahim / Madrid
/ Página Siete, 17 de septiembre de 2013.
Julia Cortez entró en la
escuelita porque quería ver al "monstruo”. Los milicos y la CIA llevaban
tanto tiempo tratando de dar con él… Y ahora estaba allí, detenido, en La
Higuera, encerrado en su diminuta escuela. A esa aldea boliviana de poco más de
50 almas, perdida en la montaña, ella había llegado hacía no muchos meses para
ser la maestra.
"Tenía 19 años”, cuenta lento esta mujer de 65 años. "Yo ni siquiera
sabía cómo se llamaba el preso. Lo que nos habían dicho desde meses atrás es
que era un cubano comunista que venía a Bolivia a imponer sus ideales y a
hacernos daño. Que era el jefe de unos guerrilleros que asaltaban y violaban.
Que llevaba una coraza y un casco y que era imposible que muera”. No pudo
resistir la tentación de ver al villano, al animal enjaulado, a ese tipo que
más tarde supo que se llamaba Ernesto Guevara.
"El Che estaba sentado en una silla al lado izquierdo de la pieza, detrás
de la puerta, a oscuras. Le alumbraba una vela”, relata esta docente jubilada,
acomodada en el sofá de su casa en Vallegrande, 45 años después. "Llevaba
una manta sobre las piernas y con eso tapaba la herida de bala que tenía del
combate en la Quebrada. Estaba pálido, deteriorado, sin higiene, aunque trataba
de demostrar firmeza”.
El guerrillero acababa de ser capturado. La maestra entró porque el centinela
que vigilaba le había dado permiso para ojear. Eso hizo. "Esperaba otra
cosa, ese hombre no daba miedo”, cuenta que pensó. Entonces Guevara levantó el
rostro para mirar a la persona que había venido a observarlo: "Se saluda”,
dijo él. Ella no supo qué hacer y se marchó corriendo.
La campaña
Era un 9 de octubre de 1967 y la cacería que habían llevado a cabo durante los
últimos 11 meses el Ejército boliviano y la inteligencia estadounidense se
cerraba en brindis. Del comando de 52 guerrilleros con el que había contado el
Che en este país para tratar de derrocar la dictadura de René Barrientos y
avivar la mecha que hiciera triunfar la revolución de Latinoamérica -la que él
mismo había prendido en Cuba-, ya no quedaba nadie.
Todos habían muerto en combate, o fusilados, pocos pudieron huir y alguno había
desertado. Liquidada la parte del grupo que había tratado de abrirse camino por
Río Grande, el último halo de resistencia liderado por Guevara se extinguía un
mes después en un valle llamado la Quebrada del Churo, a las faldas del monte
espeso donde se ubica La Higuera. Allí, a la escuelita de esta aldea,
trasladaron al líder comunista herido.
El silencio del insignificante habitáculo aún hoy impone. Sus paredes, su piso
y su techo están renovados. Conserva su emplazamiento, sus ínfimas dimensiones
y algunas de las sillas y pupitres de madera carcomida donde permaneció sentado
el comandante durante el arresto. La cabaña entonces tenía el suelo de tierra.
El que volvió a pisar Julia cuando horas más tarde de su primer encontronazo
con el mito fue avisada por los militares de que el prisionero pedía verla.
"No sé por qué quiso verme a mí, pero pasó eso. Yo ni quería”, prosigue
esta anciana de ojos negros, recuerdos intactos y tono severo.
- ¿Qué le dijo?
- Que si era la maestra y que si había escrito yo en la pizarra "angulos”
sin acento, que eso era una falta de ortografía.
- Tenía carácter.
- Sí, ya lo creo que tenía. Pero era algo más.
- ¿Qué más?
- No sé bien cómo hacerlo entender. Mire, yo lo que tenía ante mis ojos era un
hombre pálido, sucio, sentado y herido -afloja la aspereza de su rostro Julia-,
pero no entiendo por qué no podía verlo así. Era raro. Con todo eso, era
fuerte, firme, atractivo. Empezó a hablarme...
- ¿De qué?
- Fueron unos diez minutos. Me empezó a contar que él y sus guerrilleros habían
venido a Bolivia a luchar por los débiles. Que había llegado el momento de que
los pobres vencieran a los ricos. Que nosotros teníamos que luchar... Me
hablaba de sus ideales.
- ¿Y qué pensó usted cuando escuchó todo eso?
- Verá, era inteligente, respetuoso, hablaba bien. Decía cosas con mucho
sentido. Lo cierto es que me quedaba parada mirándolo. No sé. Por lo que decía
y cómo lo decía más que por su aspecto. Pero también por su aspecto. Yo siempre
digo que era hermoso, bello. No era un monstruo. Pensé que tenía razón en lo
que hablaba.
A Julia le desapareció el miedo. Horas más tarde sintió el impulso de preparar
una sopa para llevársela al recluso. "El guardia me dio permiso para
entrar de nuevo”.
- ¿De qué era la sopa?
- De maní.
- ¿Le gustó?
- No lo sé, pero me dio las gracias.
- ¿Le habló de algo más?
- Sí, ahí fue cuando le hice la promesa. Se lo había prometido.
- ¿Prometer? ¿Qué le prometió?
- Estuvo hablándome otro ratito de su causa y yo le escuchaba. Estaba cómoda
hablando con él. Yo lo miraba todo el rato.
- ¿Pero cuál fue la promesa?
- Él me pidió que si podía enterarme, preguntando con disimulo a los militares,
qué iba a pasar con él. Le dije que lo iba a hacer. Quedé con él de volver a la
escuelita y contárselo. Se lo prometí, ¿sabe?
- ¿Lo hizo? ¿Se lo dijo?
- 20 minutos más tarde o algo así, desde mi casa, escuché disparos -entrecruza
Julia los dedos de las manos como haciendo resistencia al recuerdo-. Volví
corriendo a la escuelita y la puerta estaba abierta. Entré y él estaba allí,
tirado en el suelo. (…) No pude cumplir mi promesa.
- ¿Qué hizo cuando entró usted en esa escuelita y vio a Guevara muerto, doña
Julia?
- Para mí no era Guevara, era ese hombre que me había hablado y al que le había
hecho una promesa. Me quedé paralizada. No sé por qué. Me había entrado mucho
miedo. No podía ir ni quedarme. Estaba sola e inmóvil. Lo miraba. Cuando pude mover
las piernas, sin pensar, empecé a andar muy rápido hacia fuera del pueblo.
La ejecución
Ernesto Guevara había sido ejecutado. La rebeldía del combatiente más conocido
de todos los tiempos había terminado en el habitáculo donde esta sexagenaria
impartía sus clases de joven, ese día suspendidas por causas mayores.
Un miembro de la CIA -supuestamente- dio órdenes de asesinarlo disparándole del
cuello hacia abajo, ya que las radios llevaban desde el día anterior diciendo
que el Che había muerto en combate. Mario Terán, el suboficial del Ejército
boliviano que ofició de verdugo, entró con su fusil M-2 al aula y efectuó las
descargas.
Fueron dos ráfagas que le agujerearon primero las piernas y luego el pecho. Más
tarde, el suboficial relató aquel momento en una emotiva carta de
arrepentimiento (según publicaron algunos medios) en la que cuenta cómo al
ingresar en aquella escuelita el condenado se puso de pie, levantó la cabeza y
le lanzó una mirada que le hizo "tambalear por un instante”.
"Póngase sereno y apunte bien. Va a matar a un hombre”, le ordenó el reo a
su ejecutor. Terán fue quien, con la camisa impregnada "de miedo, sudor y
pólvora”, salió de allí tras finalizar su encargo dejando a su espalda "la
puerta abierta” que encontró Julia instantes después.
"Trajeron un cuerpo a la lavandería del hospital y me dijeron que lo
lavara, que era el Che Guevara. Pero yo no sabía quién era el Che Guevara. Qué
iba a saber”. Habla doña Susana Osinaga, una señora de 82 años sentada dentro
de una minúscula tienda de abarrotes. Le ha costado desvelar a la primera que
ella fue una de las dos enfermeras que lavaron el cadáver del revolucionario.
Doña Susana agarra la foto enmarcada que posee del cuerpo del guerrillero sin
vida. La imagen preside su pequeña tienda. No sabía ella cuando le encomendaron
aquella tarea a los 35 años que estaba enjuagando al que más tarde convertiría
en su santo. El cadáver del Che que aparece en la fotografía, una instantánea
replicada en todo el mundo, lo había adecentado ella. La anciana está
"orgullosa” de eso. Para inquietud de la versión oficial, insiste en que
en el cuerpo del rebelde no había varios, sino un solo agujero de bala.
- ¿Cuándo supo realmente la importancia del fallecido que usted limpiaba?
- Años más tarde, responde esta exenfermera de pelo grisáceo desde la banqueta
de su tienda de la que no se levanta, o no puede levantarse. "Aquí ha
venido harta gente a estrecharme la mano con la que lo lavé”, afirma y muestra
la extremidad de su cuerpo que es parte de la historia.
(Esta nota se publicó en
el diario español El País).
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