Por: Juan Carlos Salazar del Barrio / Este artículo fue
publicado en Pagina Siete el 8 de junio de 2017. / http://www.paginasiete.bo/especial01/2017/6/8/filipo-vendaval-140447.html
Si los vendavales tuvieran nombre, como ocurre con los
huracanes, alguno de ellos llevaría el de Filipo. No es difícil imaginarlo
acudiendo agitado, con el aliento entrecortado y el cabello alborotado, al
llamado de la sirena del sindicato de Siglo XX, "la sirena que lloraba a
los mineros muertos” tras las masacres, o levantando en vilo a las asambleas
clandestinas del Nivel 411 de interior mina, en plena represión militar. O
también, si se quiere, en la quietud de la reflexión ideológica que precede a
toda tormenta política.
Quienes lo conocían lo describían como un volcán, en estado
de latencia o en plena erupción, dependiendo de las características del duelo
dialéctico o de los interlocutores del debate asambleario. "Lobo
estepario”, como lo definía Carlos Mesa, o simplemente "loco”, como se
autocalificaba, Filipo siempre estaba al borde del estallido o en plena
ignición, no sólo por la pasión con la que defendía sus ideas, de frente y sin
tapujos, sino porque, como él mismo decía, a fuerza de vivir al límite, había
perdido el miedo.
Con ese talante se enfrentó a las dictaduras, a los
neoliberales y al gobierno de "un proceso de cambio que no cambia nada”, a
lo largo de 60 años de intensa vida política y sindical.
"Estos cojudos piensan que nos vamos a rendir, pero no
saben contra quienes están luchando”, me dijo refiriéndose a los militares el
día que me lo encontré en la puerta de San Juan de Dios, a mediados de la
década de los 60. Una hora antes había salido en libertad del Panóptico
Nacional, en plena dictadura barrientista. Llevaba un pequeño atado de ropa
debajo del brazo como único equipaje tras una larga estancia en San Pedro,
víctima de una de las tantas intervenciones del Ejército en las minas.
"Invitame un café y un cigarrito, cojudo, y te cuento
todo”, me dijo. No tenía un peso en el bolsillo y caminaba sin rumbo fijo.
Fuimos por la avenida Camacho hasta el Café La Paz. Yo quería que me contara su
experiencia en la prisión, pero como era su costumbre, durante la conversación,
no habló de sí mismo, sino de la insurrección proletaria con la que soñaba y
que, a su juicio, estaba a la vuelta de la esquina.
Filipo hablaba poco de su vida privada, porque, desde que se
inició en la lucha social y política al salir de la adolescencia, vivió para
militar y militó para cambiar una realidad que le parecía históricamente
anómala y profundamente injusta.
De hecho, contra lo que pudiera suponerse, en sus extensas
Memorias de un combatiente no existe un solo apunte sobre su vida privada ni
sobre su abultada carrera sindical y política, pero sí una profunda reflexión
sobre su evolución ideológica y la del movimiento obrero, que es, a su manera
de ver, lo único que cuenta en la vida de un revolucionario.
Hijo natural de Celia Escóbar y hermano por parte de madre
del ideólogo trotskista Guillermo Lora y del líder minero César Lora (además de
Carmela, Betty y Gloria Lora Escóbar), Filemón nació en Uncía en 1936. Tuvo una
infancia y una adolescencia difíciles, una época a la que él casi nunca se
refería. Su vida, tal como la contaba, empezó a los 18 años, en 1953, cuando
salió del orfelinato Méndez Arcos de La Paz, donde estudió la primaria y la
secundaria. Fue cuando se acercó a su hermano César, por quien llegó a sentir
verdadera veneración. "César me recibió con un abrazo ya que yo había
dejado el internado del Méndez Arcos, en el año 1953, porque había cumplido los
18 años de edad”, recordaría años después en su libro Semblanzas, donde dejó
retazos de su propia biografía.
A César ayudó, entre 1953 y 1954, en las labores agrícolas
de la finca de su padre, Enrique Lora, llamada Umirpa, "un pequeño
latifundio” ubicado cerca de Panachi, a 60 kilómetros de Uncía. En esa época
solía acompañar a su hermano a la feria de Wañuma, cerca de Poroma, arreando
ganado para venderlo en Uncía, hasta que ambos, Filipo, primero, y César,
después, recalaron en Catavi, cuando el padre de los Lora, debido a su avanzada
edad, abandonó Umirpa para instalarse en Llallagua.
Poco después de salir del Méndez Arcos, en 1954, conoció y
estrechó la mano de Juan Lechín, junto con un compañero, Jaime Romero,
militante del Partido Comunista, en la plaza de Oruro. "Ustedes deben ser
trotskistas o comunistas”, les dijo Lechín, al puro "olfato”, dejándolos
perplejos. Tras criticar a comunistas y trotskistas, algo que el "maestro”
haría toda su vida, les dio un consejo: si querían ser revolucionarios, debían
ir a trabajar a las minas.
Y así lo hicieron. Filipo se presentó ante Sinforoso
Cabrera, quien ejercía el cargo de Control Obrero del sindicato de Catavi, de
la mano del padre de un amigo, para pedirle trabajo. De esta manera entró a la
empresa de Catavi como "copajuro” de la sección de Bienestar. Su trabajo
consistía en "limpiar las chimeneas de las casas de los altos empleados e
ir a las canchas a recoger la siembra de papas para la empresa”.
Un año después, en 1955, los jóvenes Escóbar y Romero
llegaron a la dirección sindical, como secretarios de Cultura y Actas,
respectivamente, en una fórmula encabezada por Irineo Pimentel y Federico
Escóbar Zapata, ambos comunistas, quienes se convertirían poco tiempo después
en los líderes históricos de Siglo XX. "La izquierda, por vez primera,
desplazaba al MNR de la dirección sindical”, recordaría Filipo.
La mina fue su hogar, el sindicato, su escuela, y César
Lora, su maestro. A César lo tenía como referente y verdadero guía. No ocurría
lo mismo con su otro medio hermano, Guillermo, líder del Partido Obrero
Revolucionario (POR) e ideólogo del trotskismo, de quien siempre estuvo
distanciado por razones políticas y, probablemente, también familiares, y a
quien criticaba por haberlo "borrado” de su monumental Historia del
movimiento obrero.
La represión de mayo de 1965 y el asesinato de César,
ocurrido dos meses después, el 29 de julio, marcaron su vida y la del
proletariado minero, porque empujaron a los sindicatos a la vida clandestina.
En una multitudinaria asamblea realizada en el Nivel 411 de interior mina fue
elegido, junto a Isaac Camacho, ambos trotskistas, al frente de la dirección
clandestina de Siglo XX.
A partir de ese momento, ambos vivieron en interior mina,
porque era "el único refugio seguro” y porque era "la única manera de
estar en contacto directo con los propios trabajadores”, ya que para entonces,
según recordaba Filipo, los campamentos mineros se habían convertido en
"simples campos de concentración”, con "más soldados armados que
mineros”.
A la represión de mayo y septiembre de 1965 se sumó la
masacre de San Juan de 1967, con centenares de muertos y heridos. Entre fines
de junio y principios de agosto de 1967, su compañero de partido y testigo del
asesinato de su hermano César, Isaac Camacho, fue detenido, asesinado y
desaparecido. Filipo fue confinado en el oriente. "Fueron los años más
difíciles de mi vida”, me dijo en una ocasión, al recordar los "años de
plomo” del barrientismo.
Vivió su momento de gloria en el congreso minero de Siglo
XX, en mayo de 1970, como uno de los autores de la Tesis Socialista de los
mineros, continuadora de la Tesis de Pulacayo, y la Asamblea Popular,
instaurada bajo el gobierno del general Juan José Torres, en mayo de 1971.
Tras el derrocamiento de Torres, Filipo inició un largo
proceso de autocrítica sobre el papel de la izquierda, incluido el de su propio
partido, por no haber sabido distinguir las dos caras de la moneda, la
democrática y la fascista, y haber caído en el ultraizquierdismo "al
estilo de don Guillermo (Lora)”.
Filipo admitió que la izquierda se equivocó cuando sostuvo,
en vísperas del derrocamiento del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR),
que todo era preferible a que Víctor Paz Estenssoro siguiera en el Gobierno; al
rechazar el cogobierno con Torres, pensando que la Asamblea Popular era un
"sóviet” y que Torres era el "Kerensky nativo”, y al plantear la
consigna "ni reformismo ni fascismo” durante el precario gobierno
democrático de Hernán Siles Zuazo.
"Por no comprender el peligro del fascismo,
contribuimos indirectamente a la instauración de las dictaduras militares en el
cono sur del continente”, escribió en uno de sus libros. Como dijo Carlos Mesa,
Filipo "percibió (con lucidez) los errores de una izquierda que parecía
enamorada del suicidio”.
La reflexión llevó a Filipo a postular "la reciprocidad
y la complementariedad entre opuestos”, en oposición a la lucha de clases, idea
con la que llegó al Movimiento Al Socialismo (MAS), como mentor de Evo Morales,
pero no logró convencer al líder cocalero. Así como admitió los errores
históricos de la izquierda de la que fue parte, dijo que el peor error que cometió
en su vida fue "elegir a Evo”.
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