TRAIGO LAS MANOS DEL CHE EN LA MALETA… ¿LAS QUIERE VER?


La historia detrás del operativo que permitió que las manos mutiladas del guerrillero lleguen a Cuba.
Es el 30 de diciembre de 1969 y Juan Coronel Quiroga se deshace de las palabras con la urgencia de quien busca alivianar la carga que le aprisiona. No es para menos. El miembro del Partido Comunista de Bolivia (PCB) ha recorrido con sigilo y en silencio medio mundo para llegar hasta Budapest, llevando a cuestas un peso descomunal: un frasco de vidrio en cuyo interior yacen las manos del guerrillero Ernesto Che Guevara.
¿Las quiere ver?, inquiere. Y su interlocutor, Sándor Varga, queda perplejo. El funcionario del gobierno húngaro ha sido designado por sus superiores para recibir en el aeropuerto al insólito viajero boliviano, pero nada le habían advertido sobre la necesidad de verificar la macabra encomienda. La curiosidad le invade, pero sabe que no hay tiempo que perder. A las manos del Che aún les espera un largo y peligroso periplo hacia Moscú y, desde allí, a su destino final: La Habana, Cuba.

"¿Ustedes se llevan las manos?"

Las manos del Che viajan, inertes. Suspendidas en un líquido parduzco de formol que las preserva de su destino final. Viajan, pesadas. Pero su peso no reside en su masa sino en su hálito simbólico. Son el único vestigio físico que queda de aquel médico argentino que a finales de los años 50 se enroló en la rebelión liderada por Fidel Castro para terminar con la dictadura de Batista y levantar las banderas socialistas en Cuba. Que fue ministro de la Revolución, que combatió en el Congo y que abanderó la utopía del "hombre nuevo". Que decidió abandonar la comodidad que su figura le confería en La Habana para cargar a cuestas con su asma y con su fusil para encarar una aventura armada en un rincón olvidado de Bolivia.
Las manos viajan, mutiladas. Pero su peregrinar se inició dos años atrás, el 10 de octubre de 1967, un día después de que el guerrillero fuera ejecutado por el Ejército boliviano. El Che había sido vencido. Pero su muerte resultó no ser suficiente, las circunstancias exigían aún más. Desde La Paz se ordenó el inmediato cercenamiento de las manos del guerrillero muerto, un dictamen que por más macabro que parezca tenía un propósito estratégico dentro del ajedrez político que se jugaba en plena Guerra Fría. Para las autoridades bolivianas y estadounidenses era indispensable verificar la identidad del guerrillero. Bolivia debía demostrar que había cumplido la misión y Estados Unidos tenía que cerrar cualquier posibilidad que le permitiera a Fidel Castro desmentir la muerte del Che, lo que podría mantener encendida la chispa insurgente en el continente.
El general René Barrientos gobernaba el país y era consciente de que la tarea de identificación debía ser cumplida de inmediato. Incluso llegaría a sugerir que se cercenara la cabeza del guerrillero para mandársela a Fidel, idea de la que fue disuadido por sus subalternos. Se optó entonces por la amputación de las manos, tarea que fue cumplida por el cirujano Moisés Baptista el 10 de octubre, en Vallegrande, luego de la presentación del cadáver a las agencias de prensa internacionales en la lavandería del hospital Señor de Malta.
Para garantizar el proceso de identificación, Barrientos ya se había puesto en contactó con su par argentino, el general Juan Carlos Onganía, quien ordenó el inmediato apoyo de la Policía Federal. Así, el 12 de octubre de 1967 arribó a Bolivia un grupo de expertos munido del único registro dactiloscópico que existía de Guevara en Argentina. Se trataba de impresiones que habían sido tomadas en octubre de 1947 y que se hallaban archivadas en el legajo de identificación personal 3.524.272.
Los peritos dactiloscópicos Juan Carlos Delgado y Nicolás Pellicari y el perito escopométrico Esteban Rolzhauzecomenzaron su labor la mañana del sábado 14 de octubre en instalaciones del cuartel general de Miraflores, en La Paz. Las manos reposaban dentro de una lata de pintura que había sido rellenada con formol. Al extraerlas, los expertos notaron que los dedos del Che tenían las crestas papilares casi destruidas, no contaban con depresiones ni surcos. Esto les obligó a adherir a los dedos una película de polietileno entintada para después pegarlas a fichas especiales que fotografiaron para poder realizar el examen.
Ocho horas de trabajo les tomó confirmar la identidad. Tras firmar el acta oficial y las copias respectivas a los extenuados investigadores argentinos les asaltó una inesperada pregunta lanzada por un oficial boliviano: "Bueno, entonces, ¿ustedes se llevan las manos?".
Pasa que para los vencedores ya no existía valor alguno en aquellos órganos amputados. La misión se había cumplido a cabalidad y los “verdaderos” trofeos de combate ya habían sido repartidos entre la cúpula militar y los agentes de la CIA. El foco guerrillero que amenazaba con manchar de rojo al continente había sido derrotado y el cuerpo de su líder, desaparecido. El mensaje a Fidel Castro y a sus seguidores en Sudamérica resonaba contundente. Los gobiernos de Estados Unidos y Bolivia celebraban.


¿Quién en su sano juicio querría guardar aquel macabro resabio de barbarie? Nadie, excepto Antonio Arguedas Mendieta, ministro del Interior boliviano.

La redención de Arguedas

Antonio Arguedas, ¡vaya personaje! Admirador de la revolución cubana y, a la par, agente de la CIA en Bolivia. Marxista declarado y, a su vez, verdugo de varios miembros de la izquierda boliviana. Su vida fue tan novelesca que sorprende que su historia no haya impregnado la inventiva literaria.
Militante en su juventud del Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR), Arguedas se unió a la Fuerza Aérea como radio operador. Siempre inquieto, decidió estudiar Derecho y abrirse puertas en la azarosa política boliviana. Ese andar lo llevó a sumarse al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), partido del que llegaría a ser diputado. Fue uno de los pilotos encargados de traer del exilio al líder de este partido, Víctor Paz Estenssoro, para que asumiera el mando del país. Pero cuando éste fue derrocado por el general René Barrientos, Arguedas no dudo un segundo en pasarse a las filas del gobierno militar, bajo el aval de Washington, que desde 1964 lo había reclutado como informante en Bolivia.
Como ministro del Interior, Arguedas tuvo conocimiento de todas las operaciones militares y policiales que llevó adelante el gobierno de Barrientos para destruir el movimiento guerrillero liderado por Guevara. Y a su mando estuvo la persecución de militantes de izquierda ligados al accionar guevarista en el país y la represión a centros mineros para evitar la irrupción de nuevos focos insurgentes. Pero tras la muerte de Guevara, Arguedas buscó redimirse, presionado –como aseguraría décadas después- por su familia y cansado tanto por la intromisión “imperialista” de Estados Unidos en Bolivia como por la errática conducción del país por parte de sus pares militares.
Nunca sabremos si el arrepentimiento de Arguedas fue real o no. Lo cierto es que fue el principal responsable de la entrega a Fidel Castro, en enero de 1968, de una copia fotostática del diario de campaña del Che. Mientras el documento volaba hacia La Habana, el aún ministro del Interior escapaba hacia Chile y, desde allí, a Inglaterra. 
Seis meses después, Castro publicaba el diario al igual que lo haría la revista Rampards, en EEUU. La cúpula militar boliviana jamás le perdonaría esta traición y desde entonces Arguedas viviría entre la persecución y el exilio, pero siempre tentando su suerte retornando esporádicamente al país.
A mediados de 1969, Arguedas fue víctima de un atentado en La Paz. Temiendo por su vida, pidió asilo en la Embajada de México. Horas antes de partir nuevamente hacia el exilio se contactó con su viejo amigo, Víctor Zannier –que ya le había colaborado en el traslado de las copias del diario del Che-, para encomendarle una pasmosa misión: desenterrar las manos de Guevara, que desde octubre de 1967 se hallaban enterradas en su dormitorio, en su casa, y asegurarse luego de que éstas llegaran a poder de Fidel Castro.
Ese sería el último acto de reparación de Arguedas. Luego de años peregrinando por México y Cuba, regresaría al país a finales de los años 70, cuando una endeble democracia arrancaba el poder a los militares. No pasaría mucho tiempo para que Arguedas se metiera en conflictos. La Policía lo acusó de ser parte de una célula delincuencial que secuestraba a empresarios en La Paz. El grupo, denominado C-4, supuestamente le habría declarado la guerra al castrismo, a los narcotraficantes y a la corrupción. Arguedas pasó a la clandestinidad desde donde se puso a planificar una revolución que jamás llegaría a ejecutar. En febrero de 2000, la tragedia le tocaría definitiva. Una dinamita le explotaría en el cuerpo en circunstancias que aún hoy son motivo de polémica. Arguedas tenía 71 años.

Debajo de la cama

Las manos del Che viajan, clandestinas. Su travesía depende de un pequeño ejército que ha sido movilizado por los servicios secretos de Hungría, la Unión Soviética y Cuba para garantizar su buen arribo hasta La Habana. Entre aquellos efectivos están los bolivianos Juan Coronel Quiroga y Víctor Zannier que después de varias semanas de viaje por distintas rutas, al fin, se han reunido en Moscú. Es el 4 de enero de 1970.
Han pasado seis meses desde su primer encuentro en La Paz, cuando Zannier reunió a Coronel y a Jorge Sattori -otro miembro del PCB- para comprometerlos a ayudarlo a realizar la delicada misión de trasladar los despojos hasta Cuba. Coronel, de 32 años y ferviente militante comunista, fue el elegido para actuar como "correo". Asumió la tarea sin chistar muy a pesar de saber que los sistemas de Inteligencia bolivianos monitoreaban cada paso de los miembros del PCB, cuyo accionar, además, había sido declarado ilegal en el país. 
Coronel se sentía capaz de campear los riesgos, sin embargo nada le había preparado para su primer encuentro con aquel frasco cilíndrico de 25 centímetros de alto por 18 de diámetro, sellado con lacre rojo. En su interior estaban unas manos robustas, cubiertas con bello fino. A la par, otro bulto que también se había logrado rescatar del dormitorio de Arguedas. Adentro, la mascarilla que los militares bolivianos tomaron del rostro del Che tras su ejecución. A Coronel se le había crispado la piel. Ante sus ojos aparecían fantasmagóricas las facciones grabadas de aquel líder político a quien tanto había admirado.
Coronel se cuestionará una y otra vez cuál el motivo por el que su partido decidió no apoyar a la guerrilla como se esperaba. No hallará respuestas, sí consecuencias.
Durante los próximos cinco meses, el bolsón de cuero con ambas reliquias quedarán bajo su resguardo, debajo de su cama, acompañando largos desvelos. Allí Coronel se cuestionará una y otra vez cuál el motivo por el que su partido no decidió apoyar como se esperaba a la guerrilla guevarista. No hallará respuesta, sí consecuencias. Una vez en Moscú, se le informará que el gobierno de Cuba no permitirá su ingreso tal y como se había planificado. Para La Habana, Coronel era uno más de los traidores del Che. No había vuelta que dar, la travesía de Coronel había llegado a su fin.
Las manos viajan, atemporales. Cargadas de historia pero inútiles ya. Ni amar ni herir están a su alcance. Son órganos deshabitados. Las partes faltantes de un cuerpo desaparecido que todos reclaman. Son manos muertas que de una forma extraña lograrán trascender el tiempo. Lo sabe muy bien el boliviano Víctor Zannier, ahora encargado de resguardarlas en su último tramo. Sentado en el avión, con la valiosa maleta a sus pies, cavilará sobre en el largo periplo que han tenido que recorrer desde aquel rincón olvidado de Bolivia. Pensará en la locura de Arguedas, en la tristeza de Coronel, en cómo habrán sido las últimas horas de vida del Che. Y repasará una y otra y otra vez más las palabras que solemne expondrá al comandante Fidel cuando le toqué tenerlo en frente. Quiere estar a la altura de las circunstancias en las que le ha puesto la vida. Y así llegará el 6 de enero de 1970, el día en que las manos de Ernesto Che Guevara, al fin, reposarán en casa: La Habana.

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