Por Gabriel Mariaca Iturri y Guillermo Mariaca Iturri / Pagina
Siete, 8 de abril de 2018. / http://www.paginasiete.bo/rascacielos/2018/4/8/cambio-de-guardia-el-entierro-de-lechin-175510.html // Fotos: Juan
Lechín Oquendo.
Eran cerca de las 7 de la noche del 29 de agosto de 2001. La
Plaza Villarroel de la ciudad de La Paz olía a flores, todavía se escuchaba el
eco de las multitudes y nosotros seguíamos suspendidos en nuestra propia
perplejidad. Dos horas antes, este lugar había sido escenario de un hecho
histórico sin precedentes en la historia boliviana.
Era la primera vez que el pueblo enterraba en una tierra que
sentía propia a uno de sus héroes, casi cincuenta años después de aquel hecho que
inauguraría definitivamente el rostro moderno de Bolivia: la Revolución de
abril de 1952. En el Mausoleo y Museo de la Revolución descansaba ya el cuerpo
de Juan Lechín Oquendo, el Maestro, dirigente indiscutible de la Federación
Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, desde 1944, y de la Central Obrera
Boliviana desde la Revolución.
Ninguno de los protagonistas fundamentales de abril había tenido el privilegio
de un entierro de estas características. Siles Suazo, Paz Estenssoro, Wálter
Guevara, Carlos Montenegro, Augusto Céspedes, descansan lejos de este panteón,
como si el territorio simbólico de la Revolución no hubiera tenido un
reconocimiento pleno, no hubiese sido sentido por el pueblo como suyo.
Parecería que la conspiración de los fantasmas de la oligarquía los hubiera
desterrado nomás del abrazo del pueblo, y los líderes intelectuales del 52
terminaron enterrados en el espacio que finalmente les correspondía, el espacio
de lo privado.
Al fin y al cabo, el pueblo entierra en la tierra que nos
pertenece a todos a los héroes que han nacido de él mismo. Nuestros héroes,
sólo entonces se convierten en un arma que nace de nuestra memoria.
Pero la memoria no basta como no basta el testimonio. Por
eso, cuando los líderes mueren, las élites se conmueven. Cuando mueren los
héroes, el pueblo se desgarra. Y como si el proceso revolucionario de la nación
moderna no hubiera estado del todo cerrado sin la presencia del cuerpo de
Lechín, el pueblo se apropió de su único héroe moderno y lo enterró en el Museo
de la Revolución, ese espacio que sentía comunitariamente suyo. Porque aún si
únicamente en esos momentos la voz del pueblo era la voz del pueblo, esa voz
enterró al Maestro y esa voz cantó su muerte.
Dicen que la muerte iguala a todos; quizá por eso el
acompañamiento al féretro rebalsó de anécdotas reveladoras de cierto gesto
altiplánico que cuando venera a sus muertos busca una reconciliación con su
pasado. Juan Claudio, el hijo, recibió el abrazo de decenas de personas que
estuvieron con su padre o se vincularon con un pedazo de nuestro pasado. Allí
estuvo presente, habiendo llegado de Potosí, la nuera de María Barzola. “Cómo
no iba a venir Juanito”, le dijo abrazándolo y con los ojos llenos de
recuerdos. U otra, “soy la hija de Luis Gayán Contador, vengo a darte mis
pésames”. Gayán Contador, una de las figuras tristes de la represión
movimientista que en algún momento se opuso a Lechín, estuvo presente a través
de su hija, como un reconocimiento más allá de la revancha política.
O Freddy Márquez, el único sobreviviente de la pandilla Los
Marqueses, que en julio de 1971 había dirigido la toma de la Universidad Mayor
de San Andrés al frente de un grupo fascistoide, opositor de la Asamblea
Popular que dirigía Lechín. Cuánta gente más, con una historia en la espalda,
buscó ese momento para exorcizar su pasado, para calmar, recordar, reconciliar,
ampliar sus voces internas, sus ecos, sus recuerdos, su conciencia intranquila.
Pero como la muerte iguala sobre todo a los vivos, allí
también estuvieron, desde sus ventanas y con pañuelos blancos, con la amargura
desamparando sus rostros, niños y ancianas, beneméritos y estudiantes
universitarios, comerciantes minoristas y empresarios. Cuando el féretro del
Maestro pasó por el Mercado Yungas, más de una veintena de vendedoras que rememoraba
su antigua conciencia de barzolas salieron de sus puestos y le rindieron su
homenaje echando flores y uniéndose a las glorias. Necesitaban convocar el
mito de un proletariado anacrónico que a esas alturas ya había sido profanado
por los movimientos sociales del siglo XXI: “¡Gloria a Lechín!”, “¡viva la
Federación de Mineros!”, “¡viva la Central Obrera Boliviana!”. Incluso una
anciana, con la voz cascada por tanta lucha acumulada, gritó la consigna más
popular de los años juveniles del MNR: “¡abajo los cachorros de la Rosca!”. Era
la memoria de los momentos heroicos; era también la inevitable evidencia de su
pérdida definitiva.
Dos cachorros de dinamita anunciaron la llegada del cortejo a la Plaza
Villarroel a las 5 de la tarde.
Cómo no, las dinamitas. Cómo no un minero con las dinamitas
en bandolera anunciando la entrada de este hombre a su morada definitiva. El
cuerpo de Lechín ya no le perteneció a su familia. El féretro fue
insurreccionalmente asaltado por el pueblo mismo que, junto a los mineros, se
agolpó inmediatamente alrededor de él para enterrar un proceso trascendental de
nuestra historia. Lo subieron por las gradas del mausoleo y lo depositaron en
su interior, donde los murales de Alandia Pantoja y Wálter Solón se
convirtieron más que en escenografía, en imagen viva e instantánea, un repaso
condensado de la historia del Maestro.
Juan Claudio esperó que el pueblo le rindiera homenaje a su
padre. Parado en la puerta trasera del mausoleo recibió interminables
condolencias. Cuando llegó Mónica Medina, quizá el último amor de Don Juan,
llegó también la memoria de las pasiones del Maestro. Fue la última mujer que
lo besó horas antes de morir. Si Don Juan estuvo tanto tiempo con
nosotros, fue también por ese apego a la vida y a sus placeres. Esa energía que
le da sentido a nuestras pasiones y que nos hace humanos, y a la vez, como lo
reconocería él mismo, esa fuerza que en la vida de un político lo traiciona.
Mónica le hizo rememorar esas pasiones, y con su compañía le recordó que él
era, sobre todo, un hombre que resistía.
009 era su número de Carnet de Identidad. Nacido en Corocoro un 19 de mayo de
1912 y de profesión minero. No sabemos si ese año es el correcto. Muy
probablemente sea 1914 el año verdadero de su nacimiento, pero al final qué importa
esa clase de verdad de calendario en la vida de un político como Lechín. Lo que
importa es lo que queda en la memoria del pueblo porque sobre eso construimos
nuestra historia. Con su vida aprendimos que para combatir el olvido es
necesaria la memoria y es necesaria la pasión. Con su entierro recordamos que
es necesaria la solidaridad. En todo caso la democracia minera estará aquí para
recordárnoslo.
El cortejo fúnebre había partido de la Plaza Murillo a las
tres y quince de la tarde. Cerca de las siete de la noche la guardia de
trabajadores mineros todavía custodiaba el ataúd. En ese momento, ingresó al
mausoleo otra guardia de honor. Era la guardia de la Policía Militar. Y
entonces sucedió. Se cuadraron ante los mineros y dieron parte sobre su intención
de reemplazarlos. Estos aceptaron y entonces se produjo el cambio de guardia.
¿Cuándo los militares se cuadraron ante los mineros? ¿Cuándo los mineros
aceptaron las intenciones de los militares? Ahí, en ese gesto, se pudo
comprender que el mito de un hombre como Lechín, fundado en la generosidad
personal y política, pudo más que sus maniobras de dirigente sindical y
candidato partidario. De haber estado vivo en ese momento y de no haber
aceptado un minero ese cambio de guardia, con seguridad Lechín le habría
espetado: “Oye, no seas crudo. ¿No ves que éste es otro mundo?”.
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