Tarata, en Cochabamba, además de ser un hermoso pueblo típicamente virreinal,
con discretos aditamentos republicanos, fue -y lo sigue siendo- el lugar donde
se consumía con más fervor la chicha; una bebida de lejanísimo origen que
algunos quechuas, castigados o simplemente llevados a la frontera noreste del
Kollasuyu en calidad de mitayos y yanaconas, llevaron consigo y a la que tenían
en tal alta estima que, con su magra dieta alimenticia, constituía el sustento
de su fortaleza física y espiritual más preciado. Esta bebida tiene una vital
importancia en la conformación de la personalidad de varios políticos. Tal el
caso del llamado “Capitán del Siglo”, el general Mariano Melgarejo; en gran
medida el paradigma del soldado cholo republicano: de gran apostura,
extrovertido, de imaginación febril; de una vitalidad masculina asombrosa;
fuerte como una roca; inquieto por su individualismo libertario; empeñoso,
audaz, aventurero o “grosero y aguerrido”, como dijo de él don Alcides
Arguedas. Hay que añadir que también fue fiel a sus cariños adolescentes y gran
amante de su patria con el más colorido sentido folklórico.
Este Don Mariano nació precisamente en Tarata, en un hogar humilde del pueblo,
en 1820. José Fellmann Velarde dio el apellido del padre: Valencia, un
blancoide que se habría negado a darle su nombre. Recibió alguna benevolente
educación de parte de uno que otro fraile del convento de San Francisco; se
dice que por un obscuro favor de la familia Ballivián, origen cierto o dudoso
de su admirable adhesión yanaconezca al general Ballivián y sus descendientes.
Alguno de ellos, o el fraile que conoció el fantástico temperamento del
adolescente Mariano apadrinaron su ingreso en el ejército. Debió tener una
excelente memoria, a más de ser muy avispado, porque ni en el cuartel, o en los
diversos cuarteles donde se crió y vivió hasta sus posteriores destinos en
diferentes ciudades, jamás olvidó las enseñanzas recibidas en el convenio de
Tarata; como no olvidó tampoco su afición al canto y a la composición de
yaravíes, cuecas y romanzas; y para esto último no hay duda que tuvo que
aprender algo de música y de versificación. Con ese bagaje, y no se debe
descartar ciertas lecturas, el Melgarejo “ignorante y absolutamente desposeído
de toda cultura intelectual”, según Arguedas, sí logró poseer ciertos barnices
culturales que acomodó y desarrolló con su nada común intuición. Desde luego
que no leía ni a Shakespeare ni a Víctor Hugo, ni a Platón o a Andrés Bello.
Pero no sería raro que conociera el Quijote.
Todo esto viene a cuento de la afirmación de José Fellmann Velarde: “No fue, en
honor a la verdad, el monstruo ignorante que, según ha pasado a la historia,
surge de la nada, siembra la destrucción y vuelve a la nada otra vez”.
“Existían testimonios, dignos de crédito, que lo describen afable cuando quería
serlo, y cartas de su puño y letra, redactadas sensatamente y con menos errores
gramaticales que las de muchos doctores que eran sus contemporáneos. En la otra
cara de la medalla, sin embargo, era irresponsable, caprichoso y cuando lo ganaba
la ira o lo dominaba la bebida (¡la dichosa Chicha!, agreguemos nosotros), cosa
frecuente, se convertía en un ser primitivo, brutal. Sin otra ley que sus
instintos. Tal caracterización vale también para otras personalidades de
nuestra historia, que no se educaron en los cuarteles. Velarde añade que
Melgarejo tenía “una pésima opinión de la humanidad en general”. ¡Qué excelente
artista o escritor testimonial pudo haber sido si hubiese accedido a superiores
grados del conocimiento cultural! En consecuencia, con esa opinión suya, el
mismo Velarde dice que “las masas, para él, constituían sujetos de dominio y no
objetos de odio”. Y si fue así, hacía honor a la regla de Oro de la práctica
política.
Lo cierto es que ya en 1841, en su calidad de sargento, se sublevó en la
frontera del Perú por la causa de José Ballivián. Y siguió con gran bravura en
Ingavi. En 1838, como hemos indicado, estuvo en Montenegro; por lo tanto,
estuvo destinado en Tarija antes de ser sargento. El presidente Ballivián, lo
destinó preferentemente a lugares alejados, conociendo sus tendencias. En
nuestra Villa, donde regresó luego de Ingavi, se distinguió por su gentileza y
sus arrestos de varón enamoradizo. Gran serenatero y bien parecido, conquistó a
una señorita Rojas y se la llevó a La Paz. No sabemos si ella era pariente de
la famosa Manuela Rojas, amante del Mariscal Sucre y de Casimiro Olañeta.
Más tarde, después de haber andado a lo largo y ancho de Bolivia, y de
intervenir en un golpe contra Belzu, al que odiaba y, de seguro, en el fondo,
admiraba, habiendo sido condenado a muerte y perdonado por el Tata, todo por su
amor al general Ballivián, en 1857, y quizá antes, se vuelve ardiente
partidario de Linares; y en las postrimerías del gobierno del Dictador se
declara su enemigo, y como coronel colabora al presidente Achá. AI igual que
con la familia Ballivián, el oficial Melgarejo estuvo íntimamente unido con la
del general José María de Achá. Más que como paisano suyo, fue poco menos que
adoptado por doña Gertrudis Antezana, esposa de Achá. Antes de que ella
muriera, hubieron desinteligencias notorias entre Melgarejo y Achá, por los
rumores de una relación amorosa del primero con la Antezana, quien falleció en
agosto de 1864. El presidente destinó a Melgarejo a Santa Cruz perentoriamente;
pero éste dio largas a su posesión de Comandante de la Plaza. Esos sucesos
fueron contemporáneos con la convocatoria a elecciones, para las cuales Achá
había apadrinado al general Sebastián Agreda, con el consiguiente resentimiento
de Melgarejo.
Sin embargo, Melgarejo decidió apoyar al general Agreda (Nota: Arguedas dice de
Sebastián Agreda que “era, físicamente, un hombrecito de talla diminuta, bien
conformado, esbelto dentro de su pequeñez, muy moreno, de bigote cano y
corto...Hombre rudo y de un coraje temerario”, como lo demostrara en
Montenegro.) Seguramente ante el temor de la candidatura de Belzu. Noticia ésa
que despertó otra vez la pasión popular y las esperanzas de sus nunca
desmentidos partidarios. A esas candidaturas se añadió la del general Adolfo
Ballivián, niño mimado de los “rojos” Linaristas. Ballivián había realizado una
eficaz campaña a través de su correspondencia con sus amigos de todo el país:
militares, funcionarios civiles, terratenientes e industriales mineros. Ellos,
con ese apoyo, instrumentaron un real complot subversivo que fue descubierto
por el gobierno (a pesar de la desidia que venía demostrando Achá, sus
colaboradores no eran ni ingenuos ni faltos de perspicacia). Se tomó preso al
coronel Eliodoro Camacho y a Lisando Peñarrieta. “Un capitán Ávila, en
inteligencia con los sindicatos y miedoso por la situación de sus amigos, y de
su propia persona, no vio más recurso de salvación que comunicar todo el plan a
Melgarejo, quien sublevó a un regimiento en la mañana del 28 de diciembre y,
con su ayuda, pudo apoderarse de las tropas de guarnición”, acota Arguedas. Lo
demás es bastante conocido.
LA TOMA DEL PODER
Mariano Melgarejo pues, defenestró al general Achá, permitiéndole, pero, que se
exiliara. Muchos de sus allegados, sobre todo militares, optaron por servir al
nuevo caudillo; que desde Cochabamba, iba a protagonizar uno de los episodios
más cruentos de nuestra historia. El cual, aún hoy, no está lo suficientemente
esclarecido, en parte porque quienes lo relataron de segunda mano, con su carga
de fantasía y de odio, y, por otra, que los que sí fueron testigos tal vez a
sabiendas o por obscuros intereses políticos, lo desfiguraron o encubrieron en
esa nebulosa testimonial “los latifundistas” y los constitucionalistas rojos, quienes
primeramente “habían empujado a Melgaren> con la esperanza de que les sacara
las castañas del fuego y facilitara un gobierno, el de Adolfo Ballivián de tipo
aristocratista extremo, exclusivo y personal, como los de José Ballivián y de
Linares”.
Lo evidente es que Melgarejo se hizo llamar desde entonces “El vencedor de
Diciembre”. Nombró, como primera medida gubernamental, secretario suyo a
Mariano Donato Muñoz. Este abogado no gozaba, ni de lejos, de la estima de sus
colegas, ni menos de los rojos y demás políticos a los que Melgarejo dio la
estocada. Muñoz nació en Sucre, en 1823. Estudió en su famoso Seminario; una
institución que podía vanagloriarse de haber preparado a clérigos y
profesionales, unos de límpida trayectoria, otros ya no tanto. Luego se graduó
en la Universidad de San Francisco Javier. Fue profesor en varios colegios y
Censor de la Academia de Práctica Forense. En 1848 trabajó en el parlamento
como primer Redactor de las Actas Congresales. Un año después desempeñó el
cargo Oficial Mayor de Instrucción Pública, y en 1861 fue Auditor de Guerra, y
Prefecto de Tarija, suponemos que en 1862; aunque se sabe que estuvo en la
Villa en 1850. Ejerció el cargo de Prefecto también en Oruro y Cochabamba;
gozaba, en consecuencia, de la confianza de Achá y, desde luego, de la de
Melgarejo. Pero, anteriormente, en los congresos de 1855 y 1857, fue senador.
En 1858 estuvo desterrado en el Perú, obviamente por orden de Linares, y no
obstante, regresó el mismo año para servirlo. Durante el gobierno de Melgarejo,
además de Secretario de la Presidencia, se desempeñó como Ministro de
Relaciones Exteriores y de Gobierno, a más de Presidente del Consejo de Estado.
En 1879, estaba en Moliendo, como agente aduanero. Terminó su vida en el
modesto cargo de Director de Correos, gracias a don Aniceto Arce. Murió en
1894. Esos últimos cargos de don Mariano Donato Muñoz demuestran o bien que no
fue deshonesto en el ejercicio de poner o que acaso había despilfarrado los
supuestos regalos y prebendas de su amigo el “Capitán del Siglo”. Un caso
patético y estrafalario el de su existencia.
Ahora bien, Melgarejo toma Cochabamba y se apodera del poder, el 28 de
diciembre de 1864. Y recién en marzo del año siguiente se encamina a La Paz a
desbaratar la sublevación instigada por Lucas Mendoza de la Tapia; quien, como
Presidente del Consejo de Estado de Achá, creía ser el legítimo sucesor del
gobernante que ya ni siquiera de nombre lo era. Pero esa bravuconada legalista
muy poco cuidado le suscitaría a Melgarejo. A lo largo de su gobierno demostró
un desprecio total por esas, para él, ridículas actitudes democráticas. Lo que
sí le preocupó, en esos días, de reales “idus de marzo”, es saber que el Tata
Belzu, que hacía unos meses había llegado de Europa al Perú, se acercaba con el
olor del incienso popular a La Paz.
En esta instancia entra a la escena política, o mejor dicho, al juego de
opereta de ese tiempo, un paisano nuestro que, después, tendría una
participación descollante en la historia boliviana de los últimos años del
siglo XIX. Se traía del general Narciso Campero. Don Narciso fue hijo de don
Felipe Campero, posiblemente, a su vez, hijo natural del III marqués de Tojo y
Yavi (se llamaba y apellidaba Juan José Manuel Genaro Fernández Campero Martiarena,
este III marqués); por lo tanto era hermanastro del IV Marqués, el famoso
coronel que apoyara la causa emancipadora, el padre de Fernando, de quien ya
nos hemos ocupado antes. Este Felipe, nacido en 1763, y fallecido en Tojo, en
1828, “fue padre natural, en Florencia Leyes, de Narciso Campero”, según el
genealogista argentino, don Isidoro Quesada. Narciso nació, en Tojo, el 28 de
octubre de 1813. Al igual que su hermanastro Fernando, tenía una innata
vivacidad y la cabeza caliente. La hermana de don Felipe, doña Calixta, fue
madre de la famosa literata tarijeña, doña Lindaura Anzoátegui, con quien casó
Narciso, a pesar de ser su media sobrina. (Y a esta altura nuestra relación de
los parentescos de los dichos Campero, viene a ser semejante a la de los Buendía
garcíamarqueanos).
En suma, el IV marqués, recogió en su hogar al niño Narciso, que vivió en Tojo
hasta 1825. Año en que lo llevan a Chuquisaca. Allí estudió leyes, y, a poco,
ingresa al ejército. En 1838, participó en la campaña de Montenegro. Pero, poco
antes, se sabe que estuvo en las campañas crucistas, y que gozó del aprecio del
Mariscal Andrés de Santa Cruz, seguramente porque éste conoció a su tío y sabía
de los antecedentes ilustres de toda su familia. En esas lides tuvo como
compañero de armas a otro aristócrata: José Ballivián, y, desde luego, también
a Manuel Isidoro Belzu; y lo fueron asimismo sus paisanos Celedonio Ávila,
Camilo Moreno de Peralta, Sebastián Estenssoro y el uruguayo- tarijeño Timoteo
Raña. Luego, combatió con honores en Ingavi. Por todos esos antecedentes estuvo
en el entorno palaciego del general Ballivián; y como allegado a éste también
debió enterarse de las desdichas del hogar de Belzu. En ese ambiente, y debido
a algunos lazos familiares, hizo amistad con la mayoría de los emigrados
argentinos.
Ballivián nombró secretario de la Legación Boliviana en España a Narciso
Campero, cuyo Ministro era José María Linares. Después se trasladó a Francia,
donde estuvo un tiempo en la Academia Militar de Saint-Cyr. Como buen alumno de
esa institución, fue invitado como observador, imaginamos, de la campaña de
invasión del ejército francés a Argelia y Marruecos. Cuando regresó a su
patria, se alejó del ejército mientras duraron los gobiernos de Belzu y
Córdova; y en ese lapso de tiempo se dedicó a negocios mineros, posiblemente a
instancias de su pariente Gregorio Pacheco. El Dictador Linares lo reincorporó
al servicio de las armas, como comandante del Batallón “Sucre”, encomendándole
la organización de un comando de ingenieros y de la infantería. Luego, como
Prefecto de Potosí, fue apresado por algunos sediciosos belcistas; ocasión en
la que tuvo que sufrir un simulacro de fusilamiento; y, como si no fuera poco,
lo torturaron, sin que lo doblegaran. A la caída de Linares, retomó a su hacienda
de “El Salvador”.
No conocemos las exactas razones de un posterior viaje de Campero a Europa;
seguramente sería debido a sus negocios mineros. A su regreso, en marzo de
1865, en el barco se encontró con un pasajero bien conocido: el mismo Tata
Belzu. El general Campero escribió más tarde una especie de memoria de ese
episodio de los servicios que tratan de la toma del poder por parte de
Melgarejo, y la muerte, o asesinato de Belzu. (Nota: El escrito de don Narciso
se intitulaba “Recuerdos del regreso de Europa a Bolivia”, y fue editado en
París, en 1874). De acuerdo con esos escritos, dice que llamó la atención una
inequívoca transformación espiritual operada en el viejo caudillo que, sin
embargo, convivía con su antigua animosidad acomplejada contra los políticos de
su época. En cuanto a la primera, se trataba de una superación cultural que,
sin duda, la demostraría sin gran alarde ante Campero; aunque éste no la
menciona. El historiador Alberto Gutiérrez, afirma que Belzu, en su estadía de
diez años por varios países de América y Europa “sintió la necesidad de
instruirse, de conocer la historia del mundo y de colocarse al nivel de los
estadistas que había tratado en sus excursiones de uno y otro continente. Es
notorio que adquirió una lujosa biblioteca, formada con obras de los clásicos y
de los literatos más afamados de la nueva escuela” (Nota: Don Alberto Crespo,
en su excelente estudio “Los exiliados bolivianos -Siglo XIX”, piensa que
muchos de los libros, y sobre todo una colección de la “Revista de Dos Mundos”,
en la que colaboraron literatos, filósofos y científicos del post-romanticismo
francés, pertenecieron en su origen a Belzu. La mayoría de esos ejemplares pudo
ser encargada por el Tata durante su gobierno y, otros, los adquiriría en
Europa. ¿Llegarían en su equipaje, cuando desembarcó en Tacna, a comienzos de
marzo de 1865?).
Preocupado o no por el arribo de Belzu a Bolivia, Narciso Campero dudó de los
nuevos méritos suyos. Voló a La Paz y allí se enteró que los rojos linaristas y
sus compadres mineros habían decidido elegir al tarateño, dado el peligro que
supuestamente representaba Belzu si entraba a Bolivia. Con este pensamiento
alcanzó a Melgarejo en Caracollo, el 23 de marzo, y se pone a su servicio. El
caudillo lo nombró de inmediato Ayudante General del Estado Mayor del ejército
que ya pisaba los talones de Belzu, pero el Tata el día anterior había entrado
a la ciudad, siendo recibido con el entusiasmo fervoroso de los paceños que, en
andas, lo condujeron al Palacio de Gobierno.
Melgarejo bajó desde El Alto, el 24. Sus tropas estaban armadas con las nuevas
carabinas “Springfield”; y, al igual que su jefe, ya bastante bebidos; por lo
tanto nada podría detenerlos. Pero no contaron con la idéntica fiereza de los
pobladores de La Paz y de algunos oficiales adictos al Tata, los que
construyeron barricadas y se apostaron en todos los balcones de la ciudad a
esperar al “Héroe de Diciembre”. El combate comenzó en la mañana y al atardecer
los corajudos soldados de Melgarejo quisieron retirarse. Pero éste representó
un acto digno de un general romano: amenazó con suicidarse si no lo seguían.
Mientras tanto reinaba una irrefrenable algarabía de todos los que creyeron
haber vencido a sus tropas. Los que acompañaron a Melgarejo lo hicieron por
entre la multitud, sin duda azorados. En tal confusión Melgarejo aprovechó tal
euforia y entró al Palacio de Gobierno por una puerta que no era muy usada.
Subió las gradas del hall, seguido por Campero y otros oficiales y precedido
por unos coraceros. Un civil intentó detenerlos, y uno de los coraceros lo
abatió de un tiro de su carabina. Al oír ese disparo y el consecuente barullo
Belzu y sus acompañantes se asomaron a las gradas. Belzu vio a Melgarejo y
Campero, y no dudó, al parecer, que venían a entregarse. Con un gesto muy suyo,
abrió los brazos para recibirlos, y entonces sólo vio un fogonazo y escuchó el
disparo de la bala que lo tumbó ya moribundo en uno de los peldaños. Campero,
tomó uno de los brazos de Melgarejo y con él a rastras huyó por la misma puerta
por donde habían ingresado al Palacio. Y es en ese trance que el tembloroso
“Héroe de Diciembre” habría dicho la tan mentada frase (que algunos quieren
hacerle pronunciar en los balcones del Palacio de Gobierno ante la multitud):
“Con que Viva Belzu, ¿no? ¡Belzu ha muerto! ¡Veremos quién vive ahora!”.
Campero siempre afirmó que no fue Melgarejo quien disparó a Belzu, sino uno de
sus fusileros; aserto suyo que dio pie a otras opiniones que la historia no
aclaró jamás. El entierro del Tata Belzu congregó a todos los paceños; excepto
a los hombres de Melgarejo que, con él a la cabeza, retornaron al Palacio de
Gobierno para no abandonarlo durante seis años.
TARIJA Y MELGAREJO.
Melgarejo fue colaborado inmediatamente por el antedicho Mariano Donato Muñoz,
Jorge Oblitas, que también estuvo con Achá; José Rosendo Gutiérrez, el poeta
Ricardo José Bustamante, el historiador José Domingo Cortés, Aurelio Sánchez,
cuñado y también yerno suyo; y único caso en la historia nuestra ¡por el
Ministro Plenipotenciario de Chile!, Aniceto Vergara Albano. Todos los
historiadores bolivianos dicen que Vergara Albano fue, en efecto. Ministro de
Hacienda, pero Herbert S. Klein, rectifica este aserto: el chileno habría
declinado el nombramiento de Melgarejo y, en cambio, sí aceptó ser su
Representante Financiero en Santiago. Pero como tal y dada la amistad que los
uniera al “Capitán del Siglo” y al diplomático chileno, ella no fue muy
benéfica para nuestro país. El secretario de Vergara Albano, Carlos Walker
Martínez, escribió unas memorias sobre el periodo gubernamental de Melgarejo y
sobre otros aspectos de Bolivia que todavía constituyen un testimonio fiable.
Vergara Albano jugó en el entorno del presidente Melgarejo un triste papel,
lindante con el de un payaso en las constantes orgías celebradas en el Palacio
de Gobierno; aunque es lícito dudar ahora que ellas hubiesen sido tantas y al
menor pretexto, como dijeron Alcides Arguedas y otros investigadores de su
escuela.
En mayo de 1865, Melgarejo salió de gira por todo el país, con el ánimo de
enterarse de las necesidades regionales; pero, en el fondo, en son de conseguir
mayor gloria personal. No acababa de alejarse de La Paz, cuando los periodistas
Alejo y Cirilo Barragán, en connivencia con Evaristo Valle y el coronel Casto
Arguedas, dirigieron una revuelta popular. Todos ellos eran belcistas, aunque
Arguedas fuera por un tiempo enemigo del Tata. Y lo mismo sucedió en Oruro, una
vez que Melgarejo dejó la ciudad para encaminarse a Potosí. Los disidentes
orureños no las tenían todas consigo, y concluyeron uniéndose a los paceños.
Adolfo Ballivián ofreció su colaboración a Arguedas, pero éste no la aceptó. El
27 del mismo mes, se alzó también Potosí; y cuando Melgarejo llegó allí se
enteró de otro motín en Oruro, esta vez dirigido por Francisco Velasco y un Dr.
Vásquez, al que se adhirió otro movimiento en Cochabamba. Melgarejo envió a un
cuñado suyo, el coronel Rojas, y los pobladores del Valle lo rechazaron.
Entretanto los conjurados de La Paz debilitaron su unión con inútiles
desinteligencias y rencillas localistas, a pesar de haber sido nombrado
Arguedas “Jefe Superior de la República” -un título absurdo en tales
circunstancias. Eso ocurrió el 9 de julio. En el sur se produjeron otros
pronunciamientos, bajo la conducción de Ildefonso Sanjinés y José María
Santivañez; y como si fuera poco, en Cobija Ladislao Cabrera dirigió otra
insurrección.
El mismo 9 de julio, mediante un comicio popular, el Cabildo Abierto declaró:
“Que el gobierno dictatorial de diciembre, emanado de un motín de cuartel, ha
destruido todos los elementos del orden social de la República”. Y que “desde
este momento desconoce ese gobierno irrisorio”. Una calificación que debió
sacarle roncha al asediado Melgarejo. Los tarijeños eligieron Prefecto al
general Celedonio Ávila y Comandante de la Plaza a José Hilarión del Carpió. El
anterior Prefecto, Fernando Campero, con su característica inestabilidad,
sabedor de la pronta aproximación de una columna del ejército de Melgarejo,
huyó a la Angostura, una de sus haciendas, y, luego, a la Argentina. La columna
era más que eso. Se trataba de una división al mando del general José Manuel
Ravelo, y encontró a la Villa llena de barricadas. La más combativa, y que
resistió a los soldados de Ravelo con admirable audacia, estuvo defendida por
alumnos del Colegio Nacional San Luís. Después de un fiero combate, el general
Ávila y sus escasas tropas se retiraron a Santa Ana, perseguidas por las que
mandaba el veterano Ravelo.
A don Celedonio no le quedó hacer sino lo que hizo antes Fernando Campero: se
exilió en la Argentina; esto es, en Yavi. Y allí por un tiempo vivió en la
miseria más degradante. Y todo por el recelo y el encono de Melgarejo, A tal
extremo llegó la pobreza de don Celedonio, semejante a la de su esposa en
Tarija, que su sobrino, don Bernardo Trigo, hijo del general, acudió a Donato
Muñoz, a quien conociera en Cobija. El secretario de Melgarejo intercedió por
el viejo general, y el mismo Melgarejo instruyó a la prefectura de Tarija se
levantara el exilio, aceptando la garantía de Trigo y el compromiso de Ávila
para no inmiscuirse en la política. El oficio de Melgarejo estaba fechado el 25
de mayo de 1867. Cuando Don Celedonio regresó a Tarija se recluyó en su
propiedad de Santa Ana durante todo el tiempo que gobernó Melgarejo.
Volvamos a 1865. El general Melgarejo, desde Potosí, llevó a sus más que bravos
soldados a Cochabamba. Encontró a la ciudad desierta, y retornó a marchas
forzadas a la Villa Imperial, ya convertida en el bastión más fuerte de la
insurrección. En esa circunstancia, Mariano Baptista, al frente de los rebeldes
del sur, entró en Potosí para reforzar a la población en armas, qué contó casi
de inmediato con otros contingentes del general Achá, Sebastián Agreda y Adolfo
Ballivián. Baptista persuadió a los discordantes Sanjinés y Flores para que
dejaran sus rencillas y contribuyeran a la defensa de la ciudad. Fue entonces
que Melgarejo, con una saña inaudita, luego de tomar la Villa Imperial, batió a
sus opositores en la Cantería, el 20 de agosto de 1865. Famosa batalla esa a la
que siguió un salvaje saqueo y las más bárbaras tropelías de los soldados y
oficiales melgarejistas. El “Capitán del Siglo”, que así comenzó a ser
denominado, ebrio e iracundo como nunca, asesinó al poeta Néstor Galindo, hijo
de una de las damas cochabambinas que intercediera ante Belzu para que no
fusilara al entonces rebelde Melgarejo.
Después de esas atrocidades. Melgarejo con sus ministros permaneció tres meses
en Potosí, decretando ominosas exacciones a la población para aprovisionar a sus
soldados.
En ese interregno, el 25 de septiembre, en la ciudad francesa de Nantes,
falleció Andrés de Santa Cruz Calahumana, a los 73 años. Sus últimos años de su
vida los dedicó al servicio de su país como diplomático, especialmente en
Francia y la Santa Sede. Enterado de la toma de Mejillones por Chile, en 1863,
no se cansó de aconsejar a los bolivianos con sabias medidas para enfrentar ese
grave problema; entre ellas insistió en la necesidad de comprar buques de
guerra, aunque no estuvo de acuerdo con los términos del fracasado empréstito
gestionado por don José Avelino Aramayo. No tenemos noticias cómo reaccionaría
Melgarejo y su gabinete cuando supieron esa lamentable muerte, que seguramente
conocerían antes de retirarse de Potosí. Pero en Tarija, una vez anoticiados de
ella, todos sus pobladores debieron sentirse muy conmovidos dado el respeto y
el cariño que se seguía guardando al Mariscal Santa Cruz.
Mientras Melgarejo preparaba su campaña punitiva contra La Paz, en la ciudad
los desacuerdos y rencillas de los insurgentes llegaron a tal extremo que el
coronel Arguedas ordenó la confinación de Alejo Barragán, del cual recelaban
los ballivianistas. Ante el calor de las protestas, Arguedas marchó con sus
tropas a Oruro, y enfrentó a Melgarejo en Letanías. Melgarejo lo venció
fácilmente, con su invencible infantería y el empuje de su caballería. El
prudente Achá prefiguró la derrota y prefirió eludirla. Ballivián y Baptista
emigraron casi de inmediato a Europa; el segundo se fue como delegado de los
negocios de Aramayo. Aniceto Arce, que no se había comprometido en aquellos
desgraciados sucesos, dedicó todo su tiempo exclusivamente a la organización de
la empresa minera de Huanchaca. La Paz, vencidos sus desunidos defensores en
Letanías, se rindió incondicionalmente a Melgarejo, que entró en ella con el
orgullo incontrastable de haber merecido recién el título de El Capitán del
Siglo.
MELGAREJO Y LOS EMPRESARIOS MINEROS.
Hoy se sabe que el gobierno de Mariano Melgarejo fue uno de los más favorables
para el desarrollo de la minería nacional. Por eso tuvo el apoyo -no muy
ostensible, es cierto-, de la que ya se denomina “oligarquía” minera; la cual,
en buenas cuentas, antes de relacionarse con los capitales extranjeros, se
sustentaba de la oligarquía terrateniente que desde entonces se colocó a la
zaga de los empresarios industriales, dada su mentalidad ancestral retrógrada.
Y así se explican también varias de las medidas de la gestión de Melgarejo,
mejor dicho, de sus ministros. Sobre todo la arremetida contra el inmovilismo
del agro altiplánico y de los valles nororientales.
El gran despegue de la minería boliviana se vio favorecido por la incorporación
de las inversiones de capitales ingleses y norteamericanos en las empresas
chilenas y peruanas y en menor medida en la minería boliviana, durante la
década de 1864 a 1874. Esos capitales y la sagacidad de los industriales
chilenos, hicieron que florecieran las exportaciones a través de los puertos
del Pacífico sur: del guano, el salitre y de la plata de Caracoles. Hay que
remarcar que, si bien Atacama, con el puerto de Mejillones, pertenecía
indiscutiblemente a Bolivia, y en esa región había algunas limitadas empresas
explotadoras del salitre y del guano, éstas ni de lejos podían compararse y,
menos competir con las chilenas y peruanas. De ahí que es más que meritoria la
tarea de los Aramayo, Pacheco y Arce dentro de los áridos límites de la
explotación minera en las zonas altiplánicas y sus periferias del sur. Trabajos
esos de los que nos ocuparemos más adelante.
Herbert S. Klein aclara algo poco explicitado por nuestros investigadores, al
menos aquellos de las cinco primeras décadas del presente siglo, El interés de
los invasores en la explotación minera, venía de perlas a la crónica indigencia
de las arcas fiscales bolivianas. Y en lo que se refiere a las “entregas” del
territorio nacional por parte de Melgarejo, que más bien debía achacarse a sus
más sabidos ministros, y no así como se dijo, a la influencia de la oligarquía
minera; sobre tales pignoraciones de nuestro territorio, el economista e
historiador norteamericano dice; “Los historiadores y escritores bolivianos han
condenado con razón al gobierno de Melgarejo por haber vendido sistemáticamente
el país al mejor postor; pero cabe dudar si otros regímenes habrían sabido
resistir tales requiebros (alude a las propuestas inversoras de capital), con
un fisco que llevaba unos cincuenta años de estancamiento (lo cual nos parece
excesivo, porque con la administración de Santa Cruz no fue del todo así) y con
una oficialidad insaciable en su afán de poder”. Klein nos afirma asimismo de
una verdad insoslayable: “Se pude dudar seriamente acerca de si la nueva élite
minera se preocupó lo más mínimo por las gigantescas concesiones hechas a los
capitalistas extranjeros o por otros aspectos de la política gubernamental que,
en su esencia, acabaron con todos los intentos anteriores de lograr un control
mercantilista, bien por lo que se refiere a la industria minera, bien a la
protección de las industrias nacionales”. En cuanto a lo primero, se debe
recordar algunas gestiones patrióticas de ciertas personalidades que, en la
prensa y en el Parlamento, sí llamaron la atención, criticaron y se opusieron a
esas “gigantescas concesiones”. Y, en lo segundo, ello obedeció precisamente a
la mentada avidez de poder de los áulicos de Melgarejo y a los desaciertos de
sus colaboradores.
Algo más sobre las ventas depredadoras del territorio nacional llevadas a cabo
por el gobierno de Melgarejo. Y se trata nada más que de una necesaria rectificación,
debida al acucioso periodista Ramiro Prudencio Lizón, dado a conocer en un
escueto artículo: “El mito de las pérdidas territoriales de Bolivia” que hasta
hoy, creo, no ha sido enmendado. Prudencio Lizón arremete contra nuestro apego
acrítico a “inventados mitos”, “lamentablemente imbuidos de un sentimiento
negativo que afecta hasta hoy a todo nacido en este suelo”. Entre esos mitos
está “la convicción de que Bolivia ha perdido por la culpa de sus cinco vecinos
una superficie territorial superior a la que actualmente tiene”. De esas
pérdidas aquí nos interesa la que fue a parar a Chile: “Se dice, en primer
lugar, que Chile nos habría arrebatado unos 12.000 kms2. Esta suposición
descansaría en los derechos teóricos que Bolivia había poseído en el Litoral
hasta el río Salado (27° de latitud sur). Pero pocas veces se menciona que
Chile aducía tener derechos hasta el paralelo 23°. Además esos títulos
nacionales no tenían tan sólidos fundamentos, ya que posteriormente se situó el
límite en el río Paposo (paralelo 25,5°). Lo evidente es que el territorio que
perteneció a Bolivia en el Litoral estaba regulado por el tratado de 1866
(firmado por Melgarejo), ratificado por el de l874 (firmado por Frías) que
fijaba la frontera en el paralelo 24°. Por lo tanto, el territorio perdido no
fue de una dimensión de 158.000Kms2 (hasta el río Salado) o de 120.000Kms2
(Hasta el Paposo), sino de 80.000Kms2 (territorio comprendido entre el paralelo
24 hasta el 21.5).
Esta aclaración, desde luego, no exime a Melgarejo ni a sus ministros de su
ineptitud negociadora, ni menos de su impavidez; por más que, según lo
expresado por Klein, era muy difícil resistir a los dineros que pagaron tales
concesiones. Queda claro, además, que ellos utilizaban no tan sólo la
ignorancia en esas materias de Melgarejo, sino que lo manejaban a su antojo,
dejándole eso sí que se regodeara con sus bravuconadas alcohólicas que
solamente atemorizaban a sus oficiales y a sus idealistas opositores.
Prudencio Lizón afirma lo ya escrito por nosotros, y por los historiadores
argentinos, cuando rebate la opinión de ciertos ignorantes: que la Argentina
nos arrebató la puna de Atacama y parte del Chaco central; olvidando que el “el
departamento de Tarija, junto con el Chaco central, no pertenecía a Bolivia en 1825”.
Y desecha que “nuestro país tuvo que ceder la puna de Atacama a la República
Argentina (según el Tratado de 1889) con el fin de reconocer definitivamente el
dominio boliviano sobre Tarija”. Haciendo un recuento entre lo cedido (puna de
Atacama, 30.000 kms2) y lo obtenido (Tarija, 37.000 kms2), se puede afirmar que
Bolivia logró un “superávit” (si es que es permisible este término económico)
de más de 7.000 kms2”. Repetimos que no conocemos ningún escrito que haya
rebatido las conclusiones de Prudencio Lizón; y quien desee analizarlas con el
rigor historiográfico necesario, debe estudiar todos los tratados
internacionales que haya firmado Bolivia.
En 1866 los ministros de Melgarejo le convencieron de las supuestas bondades de
un Tratado a firmarse con el gobierno chileno. Nuestros historiadores dicen que
ese convencimiento se debió a las artes amistosas de su apreciado ex-ministro,
el chileno Vergara Albano. Dicho convenio solucionaba el anterior contencioso
habido a raíz de la toma de Mejillones por los chilenos. Pero implicaba
conceder a Chile todo el territorio que se encontraba debajo del paralelo 24. A
propósito de ese verdadero tejemaneje, Roberto Querejazo Calvo trae a colación
otra artimaña de los chilenos: “Vergara Albano, sin duda alguna obedeciendo
instrucciones de su gobierno, no tuvo escrúpulos en proponer que Chile y
Bolivia se aliasen en una campaña bélica contra el Perú para arrebatarle sus
territorios de Tarapacá, Tacna y Arica, para que Tarapacá quedase como
propiedad chilena y Tacna y Arica como propiedad boliviana”. Y lo anota
basándose en una declaración de Donato Muñoz, carta mediante al representante
nuestro en Lima, Zoilo Flores. A todo eso, vino a inmiscuirse un tal barón
francés Arnous de la Riviere, que decía ser representante de otro compatriota
que ofreció 250.000 pesos oro “por un millón y medio de toneladas de guano de
Mejillones”. Como la propiedad del mismo era discutida entre Chile y Bolivia,
proponía dar a cada país una mitad de esa suma”. Querejazo acota que dicha
proposición fue aceptada por las dos naciones. Lo cierto es que ella, la
propuesta, “sirvió de pauta para la resolución del problema limítrofe. Verguía
Albano propuso que si Chile se consideraba dueño de territorio atacameño hasta
el grado 23 y Bolivia hacía lo propio hasta el grado 25, ¿por qué no transar y
fijar la frontera entre las dos repúblicas en el medio, en el grado 27?. Ahora
bien, como el guano de Mejillones estaba entre los grados 23 al 24, o sea, en
el territorio que sería boliviano, ¿por qué no convenir en que el rendimiento
económico de la explotación de ese guano y minerales que se descubriese en él
se dividiese en partes iguales entre Bolivia y Chile? Igualmente, el
rendimiento de la explotación de guano y minerales que se descubran en el
territorio chileno de los grados 24 al 25 también se dividiría entre ambas
repúblicas”.
Tan grata sería esa solución que, el 10 de agosto de 1866, se firmó el
correspondiente tratado, con estas “cláusulas principales: 1° La línea de
demarcación de los límites de Bolivia y Chile en el desierto de Atacama será el
paralelo 24 de latitud meridional. 2° La República de Bolivia y la República de
Chile se repartirán por mitad los productos provenientes de la explotación de
los depósitos de guano descubiertos en el territorio comprendido entre los
paralelos 23 y 25 de latitud meridional, como también los derechos de
exportación que se perciban sobre los minerales extraídos del mismo espacio de
territorio. 3o serán libres de todo derecho de importación los productos
naturales de Chile que se introduzcan por el puerto de Mejillones”. Imaginemos
la felicidad y el consiguiente jolgorio de Melgarejo y de sus avezados
ministros con tan magnífico convenio. Querejazu Calvo dice “El presidente
Melgarejo dijo que establecía una vinculación tan estrecha entre esos países
que, en el futuro, iban a vivir como dos hermanos que comparten de un mismo
pan”. Y no dudamos que así lo creía el buenazo Capitán del Siglo. Y concluye:
“El Tratado de Límites con Chile de 1866 fue aceptado con el beneplácito de
Bolivia porque, aunque significaba renuncia a una mitad de los ingresos
fiscales que generaba el guano de Mejillones, obligó a Chile a retirar su
ocupación de ese lugar, retrocediendo del paralelo del grado 23 al paralelo
24”.
Digamos, de pasada, que detrás de ese acuerdo estaba el capitalista yanqui
Armand Meiggs y el coronel George Church, estrechamente relacionados con la
casa inglesa Gibbs y la chilena Concha y Toro. Meiggs y Church obtuvieron
concesiones más que favorables y prometieron poco menos que los tesoros de las
mil y una noches; así, construir vías férreas, organización de empresas de
navegación en el Beni y campañas de colonización. Desde luego que nada de eso
cumplieron, pues ellos como otros muchos capitalistas de la época nunca fueron
gentiles benefactores de países infradesarrollados como el nuestro. Otros, sin
embargo, por angas o mangas, sí trajeron tecnologías avanzadas y capitales que,
en manos de los Arce, Pacheco y Aramayo, contribuyeron al efectivo progreso
nuestro, o, al menos, abrieron las sendas para que Bolivia ingresara a la
civilización decimonónica. El gobierno de Melgarejo, como continuó sucediendo
con todos los subsiguientes, se encontró con algunos recursos para cancelar sus
deudas internas, y nada más. O, mejor dicho, se enmarañó en la tela de araña de
las concesiones obligadas que abrían hoyos sólo rellenados con empréstitos
propios del espíritu piratesco de la mayoría de esas empresas.
Klein anota que no se permitió entonces “la entrada de empresarios extranjeros
a la industria minera altiplánica”, la que permaneció “reservada” a los
inversionistas extranjeros bolivianos. Tal vez fue una medida de corte
proteccionista y algo patriótica. Pero, como se ha dicho, los mineros por su
cuenta consiguieron capitales y tecnología que aprovecharon bien, y no como lo
hacía el Estado. Tan bien que, aunque sea en modestas medidas, las relaciones
comerciales entre las zonas mineras suyas y el sur de la República no sólo
mejoraron sino que proporcionaron varios cambios sociales y económicos, y hasta
culturales, en Tarija.
El mismo investigador también apunta lo siguiente. Un año antes de firmado el
Tratado con Chile, esto es, en 1865, firmó otro con el Perú, por el cual se
obtuvo “Uso libre del puerto de Arica” y el cobro “de impuestos peruanos en
Cobija, recibiendo a cambio un cánon fijo de 450.000 pesos anuales de las
aduanas de Arica y Tacna”; lo cual abrió “las puertas a las manufacturas
peruanas sin restricción alguna”. Seguidamente, vinieron los desastrosos
convenios con el Brasil, en 1868. Y, el mismo año, con la Argentina (julio de
1868) que consignaba acuerdos de comercio y navegación con esa República; Klein
dice de ambos que Bolivia obtenía “derechos de libre tránsito fluvial al
Atlántico, a cambio de privilegios arancelarios para la importación de bienes
de aquellos dos países”. Que se sepa, tales beneficios nunca pudieron
efectivizarse.
Regresemos nuevamente a Prudencio Lizón. Nos recuerda que, a todo lo largo del
siglo XVIII, y en los primeros tiempos de la creación de la República, los
brasileros, mediante sus partidas piratas de “bandeirantes”, no cejaron en sus
ambiciones de apoderarse de territorios bolivianos, ya que llegaron a las
nacientes del río Madeira. Un Tratado en 1867 (¡otra vez los listos ministros
melgarejianos a la carga!), “reconoció esos asentamientos brasileros en el Arce
y en el Matto Grosso”. Sin embargo, ese tratado “tuvo el mérito de haber puesto
límite a la expansión brasilera”. Y, por lo tanto, sólo se puede considerar
como verdadera pérdida territorial lo que el Brasil conquistó posteriormente. O
sea, el territorio del Acre (188.000Kms2)”. ¡Nada menos!
En el problema ancestral de las relaciones estatales con el agro, Melgarejo, o
sus inefables colaboradores, creyeron dar fin con ese dilema de la forma más
capciosa y burda, instaurando medidas reguladoras dizque de la propiedad rural.
El decreto de l866 no hizo sino despojar la tierra de los ayllus a sus
legítimos dueños: los comunarios. Bolívar legitimó esa propiedad, y el Mariscal
de Zepita la desechó para regresar al tributo virreinal. En el primer año del
gobierno de Melgarejo, el gravamen fiscal rural continuaba siendo de vital
importancia. Con la explotación guanera y salitrera, fue decayendo, y, lo peor,
muchas de las tierras comunarias, debido a la mantención de los sistemas viejos
de cultivo, propias para las magras necesidades de una población estacionaria,
no podían alcanzar los niveles precisos para el desarrollo nacional y menos aún
para solventar los gastos fiscales. El decreto de Melgarejo dictaminó que las
propiedades comunarias, esto es, las tierras pertenecían al Estado. Si los
ayllus querían legalizar su propiedad debían comprarlas, dándoseles un plazo de
60 días; sino lo hacían, el Estado estaba en su derecho de subastarlas. Desde luego,
aquí entraron a saco los comerciantes cholos y los terratenientes, incluso los
que no poseían grandes bienes, aprovechando que los indios ni siquiera habían
tenido noticias del término perentorio para readquirir sus tierras. Fue tal la
reacción, gracias en parte a las protestas de la oposición, que el mismo
Melgarejo canceló esa desvergonzada confiscación; pero, a espaldas suyas, se
procedió a esas ilícitas compras.
Y finalicemos esta larga relación. Y acudimos otra vez a Klein, que nos informa
de lo subsiguiente. El apoyo el libre comercio, se dio en virtual cancelación
del monopolio estatal de los minerales, que hasta entonces sujetaba a los
mineros. “Durante su gobierno (el de Melgarejo) las compañías mineras mayores,
como la Huanchaca de Aniceto Arce, obtuvieron exenciones que les permitieron
exportar por su cuenta la plata al mercado internacional. Así pues, desde los
años sesenta el porcentaje de la plata extraída que compró el Banco de Rescates
bajó en picada y terminó el control efectivo gubernamental de los precios de la
producción nacional. Con estas medidas Melgarejo satisfizo la demanda más
importante de la nueva élite minera”.
EL CHACO Y TARIJA EN TIEMPOS DE MELGAREJO.
LA ECONOMÍA DE LA REGIÓN.
EXPEDICIONES COLONIZADORAS.
Desde la década de 1840 a 1850 el Estado trató de incorporar en el ejército a
los guerreros de las etnias del Chaco; y, lo que importaba más, alentar y
garantizar su colonización. Es decir, convertir a la zona en productora
agrícola e intensificar el crecimiento de la ganadería; en vista de que algunos
ganaderos y comerciantes argentinos buscaban lo mismo para su propio provecho.
Todo esto dio origen al recelo de esas etnias que, efectivamente se enfrentaron
a la acción colonizadora por el consecuente y previsible despojo de sus
tierras. En 1843, el coronel Magariños, al mando de la Comandancia Militar del
Sur, logró un acuerdo de paz con los chiriguanos, muchos de los cuales
convivían en las misiones franciscanas. En ese tratado se estableció que, tanto
los chiriguanos y otras comunidades dejarían en libertad a los comerciantes y
colonizadores en sus trabajos. Muchos de estos eran terratenientes de las
regiones más cercanas a los valles centrales de Tarija, Donde aprovechaban sus
pastos para la cría de los ganados y la eventual explotación maderera. El nieto
del general Bernardo Trigo, que ostentaba el mismo nombre, siguiendo todavía
los cautos pasos de su abuelo, ganó algo en el Chaco; y en la primera mitad del
siglo XIX, viajó a Buenos Aires en busca de capitales. En la Tarija central y
en sus zonas adyacentes, sus pobladores manteníanse con la producción agrícola
autosuficiente y en el comercio tradicional. El gran Chaco constituía pues un
mercado natural para esos tarijeños como para otros habitantes del sur del
país; a pesar de su no muy extensa población; o, quizá, precisamente por esto.
Situación que permitía la colonización creadora de apertura de mercados que, en
los tiempos a los que nos referimos, eran propicios a los productores textiles.
Pero, de acuerdo a lo ya antes examinado, las etnias se oponían a todos esos
trabajos. Unas más que otras. Los tobas, hasta fines del siglo XIX, continuaron
con esa actitud. En cambio, los chiriguanos parecían haberse integrado al mundo
de los blancos; o acaso ocurrió que al dejar el nomadismo de los tobas y
aceptar algunos beneficios del cristianismo, prefirieron vivir cerca de las
misiones e inclusive de los fortines militares. Es por eso que se hacen
frecuentes las guerras internas entre ellos y las tribus errabundas.
En el período gubernamental de Melgarejo cambió ese estado de cosas, a raíz de
los embates de los colonizadores y hacendados. Así se dieron casos de malos
tratos a los tobas y otras tribus por parte de algunos misioneros que ya no
poseían el antiguo espíritu fraterno, la paciencia y el valor de la mayoría de
sus predecesores. Para colmo se acentuó la postulación de la secularización de
las misiones, y según algunos documentos, recopilados por E. Lánger en el tomo
V del “Corpus Documental”, quienes apoyaban esa política recibieron el
beneplácito y la contribución armada de tales etnias. Aspectos estos que
veremos en otras páginas.
No habiendo tenido éxito otro convenio de 1859, desde el año siguiente se
reiteran las órdenes a los comandantes políticos y militares para realizar
expediciones de verdaderas reducciones de los grupos rebeldes tobas, que se
habían dado al robo de ganado y excursiones depredadoras en las misiones y
fuertes. Los misioneros, en especial fray Giannelli y Alejandro Corrado, que
luego sería el cronista oficial de la Orden franciscana, ejercieron el papel de
mediadores en los conflictos mencionados. Los enfrentamientos entre el ejército
y los naturales de ese tan vasto territorio, como era lógico, trajeron
desgraciados abusos de los soldados y oficiales; pues, aparte de masacrar a los
guerreros expoliaban a los indefensos familiares raptando mujeres jóvenes para
destinarlas al servicio doméstico gratuito o para esclavizarlas en los
fortines. Téngase en cuenta que entonces el ejército estacionado en Tarija, del
que se desprendían esas expediciones punitivas, poseían armamento más eficaz y
oficiales y soldados veteranos en esas lides; y, lo que interesa recalcar, el
desarrollo de la explotación minera requería ganado y otras especies que los
colonos y hacendados vendían a las minas.
En uno de esos sucesos tuvo notoria actuación otro destacado tarijeño del siglo
pasado: el coronel Miguel Estenssoro. Nacido en la Villa de Tarija, en 1827, en
un hogar de vieja prosapia, ingresó en el ejército y en él siempre se
distinguió por su inteligencia y bondad. Su primera participación política fue
la de su adhesión al doctor José María Linares, actuando en el golpe de estado
de septiembre de 1857. Caído el Dictador, no quiso aceptar nada del gobierno
provisional; y sólo en 1862, una vez constitucionalizado el mandato de Achá,
obtuvo pleno reconocimiento de sus méritos profesionales. En 1863 fue
incorporado en la expedición exploradora del Chaco organizada por el Dr.
Sebastián Cainzo. En esta campaña actuó también otro oficial que pronto tendría
relevancia en la política nacional: Hilarión Daza. Como ésta, a lo largo del
siglo se sucedieron otras expediciones de las que daremos cuenta más adelante.
Pero, dejamos constancia que sobre la que dirigió Sebastián Cainzo, inexplicablemente,
sólo hemos encontrado menciones mucho más escuetas que las que hemos anotado.
CAÍDA DE MELGAREJO.
Al fin y al cabo, perdido en su casi demoniaca pasión por Juana Sánchez, preso
en los delirios alcohólicos (uno de los cuales le llevó asesinar a su edecán, y
otro, a permitir que mataran ignominiosamente a un pobre loco), y en las
marañas de sus ministros; ya impotente para ejecutar sus maniáticas repulsas
contra ciertos politicastros; y, de seguro, cansado del incienso y la falsedad
de los aduladores palaciegos, en escasos momentos de lucidez, sabiéndose un
instrumento de los designios de todos ellos; cosa ésta comprobada en la
instauración de la Asamblea de 1868, la que aprobó todos los tratados con
Chile, Argentina y el escandaloso con el Brasil. (Nota; En opinión de Enrique
Finot, la Constitución de 1868 “fue un código calcado sobre las constituciones
de los Estados Unidos, Suiza, Brasil y la República Argentina, y formó la base
de las que posteriormente han sido votadas para Bolivia; pero fue un enunciado
teórico, pues con ella o sin ella el gobierno de Melgarejo no tuvo freno. Ese
estatuto, además, restringía las garantías individuales, (una constante en los
anteriores, si se recuerda bien) en una forma que, si era consecuencia lógica
de las circunstancias y de las condiciones del país, consagraba las
arbitrariedades de un gobierno despótico y tendía a justificarlas”. Quizá por
ello, “el bravo guerrero de los Andes” la menospreció tanto, como mero producto
de la obsecuencia de quienes en tan poca estima tenía”. Ver también las páginas
281- 82 de la “Historia general de Bolivia”, de Alcides Arguedas, edición de
1922.
Melgarejo, a más de conservar a todos los ministros de la Corte Suprema de
Justicia, como Torrico y Pantaleón Dalence, se rodeó de algunas personalidades
todavía no consideradas ni bien ni mal por los viejos políticos, como es el
caso de sus colaboradores José Rosendo Gutiérrez, que terminó oponiéndose al
Tratado con el Brasil y se autoexilió en el Perú; Miguel de Lastra, el escritor
Julio Méndez y el cura Remigio Revollo; todos los cuales fueron muy sensibles
al halago y a los influjos de los más connotados terratenientes y de los
grandes mineros, José Avelino Aramayo y su hijo, de Portugalate y el Real
Socavón; Gregorio Pacheco, el dueño virtual de Guadalupe; Matías Arteche, de
Aullagas; y de Aniceto Arce, de Huanchaca, quien que se sepa no era muy dado a
esos juegos. Juan Ramón Muñoz Cabrera fue otro obsecuente suyo, y a él se le
debe el título de “Capitán del Siglo”. Y en la Asamblea de 1868, Melgarejo tuvo
como fieles panegiristas a personajes tan encumbrados como Isaac Tamayo,
Federico Diez de Medina, Mariano Ramallo, el poeta, y Juan Francisco Velarde.
Caso aparte es el de Leonardo Sánchez, hermano de su esposa, y el de Aureliano
Sánchez, hermano de Juanacha. Compañeros de juergas, sicarios y hábiles
prebendalistas que, a la caída de Melgarejo, naturalmente lo traicionaron).
El Capitán del Siglo debió sentirse renacer, hallando ocasión para alejarse del
Palacio de Gobierno, al enterarse, ya a fines de aquel año, del levantamiento
de Sucre y Potosí, al mando de Mariano Reyes Cardona; y sobre todo por la
hazaña de quien le diera la noticia: Hilarión Daza, que en sólo 36 horas
recorrió los 688 kilómetros de la Capital a La Paz. Y sin embargo, no se movió
de la ciudad, encomendando a su hermano político, el general Rojas, que se
hiciera cargo de sofocar el alzamiento. Pero, en seguida, supo de otra
rebelión, en Cochabamba, donde Lucas Mendoza de la Tapia, experto ya en esos
andares sediciosos, tomó el mando dejado por Reyes Cardona. Estos movimientos
fracasaron, cuando Melgarejo en persona se puso en marcha a reprimirlos con su
invencible ejército. Se dirigió entonces a su ciudad natal, Tarata (a darse un
buen baño interior de chicha) Allí sus paisanos lo recibieron como al gran
capitán que era. Estuvo muy complacido por el homenaje que le brindaron los
frailes franciscanos; una vez que hiciera fusilar a uno de sus llegados, Luis
Losada, por creer que estuvo implicado en aquellas subversiones.
Volvió a La Paz, en febrero de 1869. Suspendió las garantías constitucionales y
adoptó llanamente la dictadura; o al menos él lo creía así. A comienzos de 1870
convocó a una Asamblea a realizarse en Oruro, con la intención de hacerse
nombrar Presidente Constitucional. A todo eso, como dice José Fellmann Velarde,
“El Litoral continuaba manando riquezas. El salitre comenzó a usarse como
abono, se descubrieron yacimientos de Bórax (sal blanca utilizada en medicina y
en la industria), nuevas salitreras junto al río Loa y lo que era mucho más
importante aún, el rico yacimiento argentífero de Caracoles. Entre los
concesionarios de esos yacimientos estaba Zoilo Flores, el periodista y
político, Manuel Barrau y Eduardo Avaroa. En el sur de la República, Avelino Aramayo
comenzó a exportar estaño.
Y entonces sí se produjeron una serie de sublevaciones, que terminarían, no sin
feroces enfrentamientos y masacres, con la dictadura del Capitán del Siglo.
Mendoza de la Tapia difundió un manifiesto reclamando el sacrificio del país
para derrotar al tirano y reinstaurar los derechos constitucionales. En
octubre, el general José Manuel Rendón dirigió el levantamiento de Potosí, en
connivencia con el general Narciso Campero; quien, desde el norte argentino, se
dirigió a Cotagaita. Esta vez Melgarejo organizó la resistencia con presteza.
Mientras en La Paz, Gregorio Pérez y el oficial José Manuel Pando
insurreccionaba algunos destacamentos con la plena anuencia de don Tomás Frías.
En noviembre, La Paz acogió con entusiasmo a otro importante conjurado: Agustín
Morales, nombrado Jefe Supremo de la “Revolución” y a Casimiro Corral, el
populista de gran ascendencia en la ciudad. Este había comprado ya modernos
fusiles en el Perú para los rebeldes.
Pero, el 28 de ese mes de noviembre, Melgarejo derrotó al general Rendón. Entró
a Potosí, y revivió sus hazañas brutales de 1865, con cuatrocientos muertos y
el consiguiente saqueo de la ciudad. Regresó a La Paz, con las acostumbradas
marchas forzadas, y con un pie herido. Más furioso que nunca por la traición de
Hilarión Daza que había aceptado una coima para pasarse al lado de los
revolucionarios paceños con el que sería famoso Regimiento “Colorados”.
Entretanto, Morales consiguió la colaboración de un curaca aymara: Santos
Willka, con el cual preparó la defensa de La Paz.
Con sus tropas agotadas; y ya al bajar a la ciudad, en el Alto, en la mañana
del 15 de enero de 1871, le avisaron que los rebeldes habían apresado a su
Juanacha. Y esta noticia sí que lo desmoronó; tanto que, a lo largo del
combate, a nadie de los suyos: sus soldados y Donato Muñoz, los únicos que no
lo habían abandonado, les fue difícil creer que ese ser abatido, pusilánime y
mudo, fuera el querido Capitán del Siglo. De ahí en adelante, los coraceros más
pelearon para conservar sus vidas que por defender pasadas glorias. Al
atardecer todo estaba consumado. Y en esos instantes. Melgarejo pareció revivir
y abandonó la ciudad como un real león herido, seguido de trescientos hombres.
Subió a El Alto, y en la inmensa y desolada altiplanicie no atinó sino a huir,
a uña de caballo, y a punta de sablazos y pistoletazos, de los miles de indios
que lo esperaban para ajusticiarlo. Las huestes de Santos Willka, en efecto,
acorralaron a los coraceros y a Melgarejo y masacraron con su odio ancestral a
casi todos sus soldados, al son de los broncos, aterradores sones de los
pututos. El Héroe de Diciembre, tal un demonio, pudo deshacerse de los
indígenas; y al cabo de una verdadera pesadilla, atravesó la frontera con el
Perú con tan sólo cinco de sus hombres.
Y cuando los paceños festejaban el fin de la dictadura, se supo en la ciudad
que, en Alcapani, en las vecindades de Potosí, el último cuerpo del ejército
melgarejista, al mando del general Agreda, había sido vencido por los soldados
y combatientes civiles de Chichas, Cinti y Tarija, comandadas por Narciso
Campero, y el anteriormente derrotado general Rendón. Ese combate ocurrió el 17
de enero de 1871.
En cuanto al resto de la tragedia melgarejiana, corresponde a una patética y
humillante historia. En Lima, sin dineros ni amistades, acaso más solitario que
en su niñez en Tarata, acudió a reclamar algo de los caudales que regalara con
tanta largueza a Juanacha y a su hermano Aurelio (ya que éstos también se
habían refugiado en el Perú). En verdad, más que el dinero que precisaba para
sobrevivir, lo que anhelaba Melgarejo, con desesperada pasión, era recuperar
tan siquiera un poco de cariño de la que había amado con inextinguible frenesí.
Ella no accedió ni a verlo ni menos a sus pedidos, bien custodiada como estaba
por su hermano. Y como en todo drama, se dieron unos pasos de caballeresco
tono. Hubo un juicio que jamás se definió. Y la noche del 23 de noviembre de
1871, Mariano Melgarejo, lastimosamente ebrio, intentó entrar en la casa de Juanacha.
En el zaguán se trabó en una disputa con Aurelio Sánchez que, además de innoble
y desagradecido, no era sino un cholo cobarde. Detuvo al todavía fuerte
Melgarejo y en ese entrevero terminó por dispararle un certero tiro. El Capitán
del Siglo, murió en la más absoluta soledad, en una mísera covacha al día
siguiente.
Del libro: “Historia de Tarija” de Edgar Ávila Echazú Capítulo XXIX. // Foto:
Alrededores del centro de Tarija, Bolivia. principios del siglo XX.
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