// Artículo tomado y
reproducido de: http://zorbaenfuga.blogspot.com/2012/01/el-quitacapas-y-la-estrategia-de-la.html
de: Jorge Luna Ortuño.
Comentario del libro de Javier Mendoza.
Jorge Luna Ortuño
El Quitacapas avanza ligero, con equipaje de mano, podría
decirse, en cuanto a lo que habita su interior. Lo específico de su rareza no
se puede encontrar en una virtud especial sino en la completa falta de
cualquier tipo de lastre ético y moral en su organismo. Todo lo que para otros
hombres de su época representaría algo serio y hasta sagrado, para él
sólo vale en función de sus valores de uso y de cambio. El Quitacapas es un
rústico antimetafísico. ¿Acaso puede considerar entre sus móviles el
patriotismo? Aborrece esa noción difusa. Donde sus bolsillos se pueden llenar
mejor, donde las mujeres caen más fácilmente en el lecho, donde los tontos se
prestan mejor a ser engañados, donde la vida se presenta más fácil y exenta de
esfuerzos, ahí lo llevan sus piernas nómadas y desenfadadas. Sólo así llega
hasta La Plata. Mendoza apunta: “A fines de abril estaba en Potosí donde conoce
al Jukucha, un vagabundo chuquisaqueño que le aconseja ir a La Plata
porque allí la vida era más fácil. Juntos deciden hacer el viaje (…) la semana
anterior al jueves 25 de mayo de 1809”. (p. 23).
¿Y qué hay del honor? Nada más lejano y ajeno para este
personaje. ¿Qué podría hacer él con algo tan abstracto? ¿Acaso podría comer o
beber algo con eso? Lo ve más bien como un estorbo; hay pocas cosas que detesta
tanto como la obligación y el compromiso. De él se puede decir lo mismo que
Stefan Zweig escribe en su caricatura burlona de Giacomo Casanova: “Con
todos los ácidos y sales, con escapelos y microscopios, se analiza este
organismo, por lo demás archisano, y no se descubre siquiera un rudimento de
aquella substancia que compruebe lo que se llama consciencia (…) Fragmento
psicológico donde se constata la falta completa del sistema nervioso ético”[1]. Aquello que
se ajusta a su propia conveniencia es lo único que tiene por rey y ley. “Si
se lo reprendiese por haber jurado en falso, solo contestaría asombrado: Sí,
sin embargo, yo no tenía dinero entonces”[2]. Pero es
justamente este perfecto vacío, esta falta de alma, la que la fortuna necesita
tener a su disposición en esta ocasión para que el movimiento libertario sea
posible.
Antes que pillo, malandrín, o malentretenido, el Quitacapas
es un aventurero, y como tal, desprecia las reflexiones y los cálculos
intelectuales. Lo que necesita es no dejar de moverse, hacerlo tan
despreocupadamente como un ciempiés. Sabe que la meditación prolongada
entorpece la sensibilidad directa, de la hora o de un lugar, con la que podría
oler una oportunidad y extraerle provecho. Jugador, apostador del azar, es el
destino el que se encarga de ponerlo entre sus cartas y barajarlo con los
sucesos de rebelión la noche del 25 de mayo en La Plata. Él simplemente está
donde las circunstancias lo colocan, y su único trabajo es colorearse entre
ellas. Está propiciamente en el espacio en el que los sucesos lo esperan para
terminar de conectarse y generar un acontecimiento. Los historiadores suelen
romperse la cabeza cuando se ven obligados a considerar el papel del azar y la
fortuna en sus cercenadas recapitulaciones de los hechos. Javier Mendoza se
detiene un momento en este asunto; recordando la perspectiva de la mayor parte
de los historiadores, dice cosas como estas: “la participación del azar en la
Historia (…) no constituye materia propia del estudio historiográfico”, “el
azar es acientífico”. (p.78) ¿Pero cómo podría captarse una existencia tan
esporádica, azarosa, y fulgurante con los lentes rígidos, cuadrados y
rectilíneos del historiador tradicional? Mendoza no puede evitarlo del todo,
pero es gracias a que se aparta un poco de esta posición formal que puede
concebir la idea, primero de reeditar el documento de la Causa escrito
por su padre[3], y luego de
enriquecerlo con una serie interpretaciones y aproximaciones en la tercera
parte del libro[4].
El documento del la Causa es insuficiente para retratar un
personaje tan insólito e imprevisible. Francisco Ríos, convertido en el
Quitacapas, transita por aquellas líneas que se le escapan a la historiografía;
ocupa espacios marginales, externos a las luces de los poderes establecidos.
Michel Foucault nos enseñó a ver aquelos mecanismos que los hacían saltar de su
ocultamiento, aunque sólo fuera por unos instantes gloriosos. Fácilmente el
Quitacapas podría haber sido incluido en los casos que trata en La vida de
los hombres infames, pues él también era “una de esas vidas que se inclinan a
producir efectos breves cuya fuerza se acaba casi al instante”; “un personaje
que no está destinado a ningún tipo de gloria, ni a dejar rastro; que en sus
desgracias, en sus amores y en sus odios hay un tono gris frente a lo que
normalmente se considera digno de ser narrado” [5].
A la hora de elaborar sus juicios, Mendoza no puede dejar de
lado su mirada convencional y juzgarlo con una vara muy parecida a la que lo
juzgó estrechamente en su tiempo. Intenta la objetividad, pero él mismo repite
el juicio al no poder desprenderse de una visión encerrada en el círculo de los
valores establecidos. Por eso parece hablar del Quitacapas desde muy lejos, a
distancia, con la frialdad de un médico, hurgueteando en su rareza con el palo
de una escoba. No quiere idealizarlo, pues le fastidia que no haya estado
imbuido realmente de ideas revolucionarias, pero tampoco quiere ignorarlo solo
por haber sido un pillo. Después de todo, le está sirviendo para escribir un
libro. Luego adelanta y reproduce el juicio: “Es un inevitable
protagonista que (…) guiado por sus propios antivalores, opuestos a los de la
sociedad en la que vivió, y a pesar de sus características antiéticas…” (pp.
85-86) Lo califica de antihéroe, y termina diciendo algo así: “No hay que
apresurarse en juzgarlo peyorativamente, pero qué maravilla que un tipo tan
bajo y tan vil, resulte un actor importante en sucesos tan nobles y heroicos”.
Algunos ecos de la voz de Foucault se escuchan en este libro
cuando dice: “En todas las épocas existen sectores oscuros ignorados por
la historia oficial donde medran lo diferente, lo suprimido, lo vetado y lo
prohibido de cada generación. Cuando esos elementos marginados son sacados a la
luz, reaparecen con ellos las huellas de los mecanismos de la prohibición, la
supresión y el castigo de cada época, que fueron sistemáticamente
invisibilizados a través de los tiempos”. (p.85) Pero más que alumbrar un
cierto dispositivo de poder, lo que termina abordando en su interpretación del
Quitacapas es la eficiencia de una astuta estrategia de resistencia: la doble
cara como parte esencial del levantamiento. Esto es lo más interesante del
libro de Mendoza: enfatiza la cuestión de la cara y la careta en este suceso:
la táctica del movimiento -llevado a cabo en dos actos, en La Plata y luego en
La Paz-, habría sido aparentar fidelidad al Rey Fernando VII (que yacía
cautivo), e ir en contra de los que eran favorables a las pretensiones de la
princesa Carlota. El objetivo inmediato era deshacerse de la máxima autoridad
de la Audiencia, Ramón García Pizarro, y del mayor representante de la Iglesia,
el Arzobispo Benito María de Moxó. Pero no podían ir frontalmente contra ellos,
pues darían la impresión de que caían en simple desacato y ofensa a la
autoridad, así que idearon una estrategia de ataque indirecta: acusaron a
estos dos viles personajes de ser traidores al Rey, justificando así su
revuelta contra ellos; así lograron encubrir sus verdaderas intenciones,
que consistían en lograr la independencia. En el fondo se apropiaron de la
misma estrategia que los sacerdotes idearon para investirse de poder y
entronarse como autoridades aceptadas. O acaso no es de este modo que el
sacerdote exhorta diciendo a sus fieles: “Me obedecerán, no por mí, sino porque
es la voluntad de Dios (o del rey) que me obedezcas, ya que lo represento a
él”. (Fundamentar un poder en base a una relación con algo que no existe). De
la misma manera la resistencia necesita apelar a algo superior y vocifera: “Ya
no los obedeceremos, pues han traicionado a aquello que está más arriba de
ustedes y es nuestro rey”. El movimiento utiliza una máscara, puesto que
incluso sonaban patrióticos, fieles al rey, cuando en realidad era lo
último que les importaba, y el gran símbolo de esta hipocresía fue el
Quitacapas. De modo que a éste insólito e infame personaje se lo juzga como
pendenciero, bribón, villano hipócrita, desleal, y con otras palabras
cariñosas. Llevando más allá lo que Mendoza no se animó a afirmar, habría que
decir que lo interesante del Quitacapas, es que nos hace ver algo nuevo de una
época pasada, pero además que testimonia una rara astucia de estratega,
aunque haya sido pasajera. Su arte fue el de quitar las capas y ponerse las
máscaras. Provocar, satirizar, escabullirse, volver a aparecer, irse,
mantenerse en movimiento, sin nada que lo ate a nivel
mental. Es sin duda, “un rebelde, un hombre pobre que se
resiste a aceptar el papel normal asignado a la pobreza y establece su rebelión
a través de los únicos recursos que los pobres tienen a su alcance: la fuerza,
el coraje, la astucia y la determinación[6].
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[2] Ibid, p. 83.
[3] Gunnar Mendoza, Causa criminal seguida de
oficio por el alcalde ordinario de la villa de Oruro contra Francisco Ríos,
alías el Quitacapas, por vago, malentretenido, y otros crímenes (1809-1811).
[4] Javier Mendoza
concluye: “Ante nuestra incapacidad para tratar racionalmente sistemas
complejos como lo casual y lo providencial en un mundo determinista, asoma las
antiguas fojas de la Causa, como una insospechada moraleja, la aceptación
juiciosa de la suerte y el destino como componentes tan innegables como
inexplicables de la vida y de la historia”. (p.78)
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