Fuente: Anécdotas de Cochabamba. De: Ramón Rocha Monroy / Los Tiempos,
Septiembre de 2011. // Foto: El Cronista junto a don Atilio y su señora, doña
Nelly Montaño, en su casa de Punata.
Un 26 de febrero de 2008 murió a sus 81 años don Atilio de Sucre Rodo,
tataranieto del Mariscal de Ayacucho y de Manuela Rojas, en Punata, donde
residía, y allí fue enterrado con honores. El 2007, este Cronista convocó a un
equipo de producción de Telesur, Venezuela, que llegó para entrevistarlo, bajo
la dirección del periodista boliviano Marco Santiváñez.
Conocí a don Atilio gracias a un estudio genealógico sobre la descendencia de
Antonio José de Sucre que hizo la profesora Elvira Zilvetti.
Ya tenía noticia de Manuela Rojas, la bella y guapa tarijeña que conquistó al
Mariscal y le dio un hijo, Pedro César, en junio de 1828, precisamente cuando
el Mariscal convalecía de una herida en el brazo derecho que le hicieron
durante el motín de aquel año. Había leído la biografía de Casimiro Olañeta
escrita por don Joaquín Gantier; pero el estudio genealógico me dio otras
precisiones, y una de ellas, la más valiosa, fue la noticia de que don Atilio
vivía en Punata y gozaba de buena salud.
Desde entonces lo visité varias veces y gocé de su hospitalidad. En la sala de
su casita en Punata hay una fotografía de su abuelo, también llamado Antonio
José de Sucre, un militar gallardo que ostenta barba similar a la de Miguel
Grauya p a rece también en un mosaico junto al Presidente Mariano Baptista,
pues en esa gestión seguramente fue un alto jefe militar. Este Antonio José era
hijo de Pedro César Sucre Rojas, y allí arranca el linaje de don Atilio.
Don Atilio nació en San Lorenzo, Tarija. Fue preceptor y de ese modo lo
designaron director de la Normal Rural de Vacas. El amor de Nelly Montaño lo
hizo radicar en Punata y se trasladó a la Normal de Paracaya. A Dios gracias
dejó descendencia, hijos y nietos que prolongan la memoria del Mariscal.
Los vecinos de Punata lo recuerdan como un hombre alegre y afable, amable y
cantor. Me sorprendió que vivieran como el hecho más natural junto al
descendiente del máximo héroe de la independencia americana.
Cuando llegó el equipo de Telesur, de Venezuela, a conocer a don Atilio, lo
encontramos en la puerta de su casita, viviendo la vida apacible de la Perla
del Valle. Los venezolanos no podían convencerse de la austeridad y sencillez
con que vivía el tataranieto de Sucre. Me dijeron que Santander, Páez, Flores y
otros generales de la independencia, habían recibido justa recompensa en
tierras y fortuna que hoy gozan sus descendientes. Don Atilio vivió de su
jubilación como profesor.
Guardo un recuerdo inolvidable del día en que le llevé mi novela ¡Qué solos se
quedan los muertos!, sobre la vida de su tatarabuelo. No me convencía de mi
buena estrella al contemplar a don Atilio con el libro en las manos. Como ya
era anciano, me urgía la edición, pero a Dios gracias pude entregarle y
festejar con él un sueño realizado.
Felizmente nuestra bella y dulce Punata le dio hospitalidad durante medio
siglo. La tierra que vio nacer a fundadores de la patria como Andrés María
Torrico y a precursores de la revolución, como Gualberto Villarroel, tenía que
darle una vida amable al tataranieto del héroe. Aquella vez me acompañó mi
viejo amigo y profesor don Alberto Rodríguez Méndez, ex Rector de la
Universidad de San Simón y pudimos compartir con don Atilio el secreto de su
longevidad: el maravilloso néctar del maíz.
LA TATARABUELA DE DON ATILIO
En un gesto poco frecuente para la época, dos hijas solteras se avecindaron en
Chuquisaca, la primera, María Agustina Salomé, y la segunda, Manuela de la
Concepción, nacida en 1809. Ambas llegaron a la ilustre ciudad en 1818; eran
hijas de José Rafael Rojas y de Dolores Bazquez, (sic). Manuela tenía por
entonces sólo nueve años. Dura debió ser la vida de ambas, porque Rafael Rojas
era hermano, o primo, de Manuel y Ramón Rojas, guerrilleros de la independencia
que combatieron junto a Eustaquio Méndez, El Moto, y a Güemes. No era algo
raro, seguramente eran criollos, de sangre española, pero sin patrimonio. Las
hijas nada menos que de Ñuflo de Chávez, fundador de Santa Cruz, purgaron en el
convento de las Carmelitas, de Chuquisaca, la tristeza de no tener dote; se
hundieron en el claustro porque su padre no había hecho fortuna.
Cuando llegó Sucre a Chuquisaca, se le acercó Casimiro Olañeta y le presentó a
Manuelita, que tenía 16 años. Le dijo que era su novia, aunque ya se había
casado con su prima, que era doña María Santiesteban. El amor cayó como un rayo
y Sucre, joven oficial, se enamoró de Manuela Rojas, para consternación de
Casimiro Olañeta que sufría cómo se la volaban. Hay historiadores serios, entre
ellos, Joaquín Gantier, que explican la inquina de Olañeta con este episodio.
Quizá las cosas fueron más complejas, pero algo debió trabajar en el ánimo de
Olañeta para odiar a Sucre y comandar el motín del 18 de abril de 1928 en el
cual hirieron al Mariscal en el brazo. Debió ser un episodio muy doloroso
porque le extirparon 18 esquirlas de hueso, en una época en la que no había
anestesia, y cuando Ga marra invadió el país desde el Perú, se lo llevaron en
rehenes y cabalgando pese al dolor del brazo. Pasó el incidente y Sucre se
reponía en Ñujchu, en junio, cuando lo visitó Manuela Rojas para mostrarle al
fruto de su amor. El Mariscal no dudó en llevarlo al bautismo y le puso el
nombre de Pedro César Sucre, de quien descendía directamente mi amigo Atilio.
Cuando Sucre se fue del país, Manuela volvió al cobijo de Olañeta y tuvo un
hijo con él. Olañeta era tan tortuoso que le puso a la criatura el nombre de
Jano Tañelao. Pero Manuela lo llamó Casimiro. Casimiro y Pedro César crecieron,
y pronto llegaron a nueve hermanos, todos de apellido distinto. Hay que ponerse
en el lugar de Manuela Rojas, que vivió en una época difícil, sobre todo para
una joven soltera, y sin embargo supo sobreponerse. La última pareja que tuvo
fue el Doctor Cabero, ministro de la Su p rema, con quien se casó in articulo
mortis, y heredó de él algunas posesiones.
Entonces hizo un testamento en el cual revela cuántos hijos tuvo, nueve, y
quiénes fueron sus padres. Por entonces tenía sólo cuarenta años. Así era la
vida en esos tiempos.
Se me agolparon esos recuerdos contemplando el rostro en paz, la serenidad del
rostro de Atilio de Sucre en su ataúd. Cuando escribía una novela sobre la vida
de su ilustre tatarabuelo, me inquietaba la posibilidad de no publicarla en
vida de Atilio, pero Dios me dio el privilegio de llevarle el primer ejemplar y
de rociarlo con la mejor chicha punateña. Hoy murió, cosa que nos va a pasar a
todos, pero tengo la esperanza de que estemos en paz.
ENCOMIO DE ATILIO DE SUCRE
Hace una semana sentí honda consternación por la muerte de Atilio de Sucre Ro d
o, tataranieto de Antonio José, que se veló y enterró en Punata, donde vivió 53
años. Conocí a su hija, Teresita, el mismo nombre de la hija que tuvo Antonio
José en Quito con Ma riana Carcelén.
Ocho años antes me enteré de la existencia de don Atilio por un estudio
genealógico que me obsequió Elvira Zilveti de Peñaranda, cuando fui a Sucre, un
tres de febrero, cumpleaños de Antonio José, a dar dizqué una conferencia sobre
tan augusto personaje.
Mis amigos chuquisaqueños, que son de fiar, llenaron el auditorio de la
Prefectura. Al fondo de la sala repleta veía a muchos investigadores gringos
que me intimidaron. Entonces resolví pre venirles que yo no era historiador, ni
investigador, ni siquiera una persona seria. Les dije que únicamente trataba de
escribir una novela sobre la vida (y la muerte) de Antonio José. Para mi
alivio, los investigadores gringos desalojaron la sala y quedamos en familia.
Entonces me atreví a leer un par de capítulos que eran lo único que había
avanzado en el plan de la novela.
Al término, el Doctor Samos y un caballero, ejecutivo de la Fundación La Plata,
a quien le decimos Chulupía y ostenta el ilustre apellido Urriolagoitia, me
llevaron a una whiskería amable en la cual desagitamos (como decía Alfredo
Medrano) botellas del sustancioso elíxir escocés.
Allí me llegó el estudio genealógico de doña Elvira, a quien nunca acabaré de
agradecer, y la calidez de mis amigos chuquisaqueños me animó a proseguir en mi
intento de novela.
El Dr. Samos es un personaje. Cada vez que mencionaba el nombre del Mariscal
(que mencioné muchas veces), el Dr. Samos se ponía de pie y al final resumió:
"Hace 40 años que honro la memoria del Mariscal poniéndome de pie cada vez
que escucho su nombre". Me acusó de olañetista y le expliqué la prudencia
con que abordé al personaje porque era chuquisaqueño. Entonces me dijo: "Ha
de saber que los chuquisaqueños nos dividimos en dos grupos, sucristas y
olañetistas. Y no nos dirigimos ni el saludo."
Maravillosa forma de la lealtad y el espíritu de partido que yo no compartía
porque para escribir una novela hay que prestar voz a todos los personajes y no
parcializarse con ninguno. Regla de oro.
Por el estudio de Elvira Zilveti conocí una personaja (SIC), de nombre Manuela
Rojas, que se merece una larga investigación y una novela bien escrita sobre su
vida. Era mujer brava, a quien ningún hombre alcanzó a desbravar. Tuvo nueve
hijos de nueve padres distintos.
¡Pero qué padres! El primero fue Antonio José de Sucre, con quien procreó a
Pedro César, de quien desciende don Atilio; el segundo apellidaba Olañeta,
porque la niña volvió a los brazos del ilustre fundador de la República; luego
hay Aparicios, Berdecios… hasta que Manuela se casó, in articulo mortis, con un
magistrado de la Corte Suprema de apellido Cabero. Él le legó propiedades y
alguna fortuna. Entonces Manuela dictó su testamento, manifestando los nombres
de sus nueve hijos y los apellidos de sus nueve padres. Maravillosa mujer
independiente, en una República que proclamaba su independencia. Sobre eso voy
a seguir mañana.
Vaya uno a saber por qué dos hijas solteras se avecindaron en Chuquisaca, la
primera, María Agustina Salomé, y la segunda, Manuela de la Concepción, nacida
en 1809. Ambas llegaron a la ilustre ciudad en 1818; eran hijas de José Rafael
Rojas y de Dolores Bazquez, (sic). Manuela tenía por entonces sólo nueve años.
Dura debió ser la vida de ambas, porque Rafael Rojas era hermano, o primo, de
Manuel y Ramón Rojas, guerrilleros de la independencia que combatieron junto a
Eustaquio Méndez, El Moto, y a Güemes. No era algo raro, seguramente eran
criollos, de sangre española, pero sin patrimonio. Las hijas nada menos que de
Ñuflo de Chávez, fundador de Santa Cruz, purgaron en el convento de las
Carmelitas, de Chuquisaca, la tristeza de no tener dote; se hundieron en el
claustro porque su padre no había hecho fortuna.
Cuando llegó Sucre a Chuquisaca, se le acercó Casimiro Olañeta y le presentó a
Manuelita, que tenía 16 años. Le dijo que era su novia, aunque ya se había
casado con su prima, que era doña María Santiesteban. El amor cayó como un rayo
y Sucre, joven oficial, se enamoró de Manuela Rojas, para consternación de
Casimiro Olañeta que sufría cómo se la volaban. Hay historiadores serios, entre
ellos, Joaquín Gantier, que explican la inquina de Olañeta con este episodio.
Quizá las cosas fueron más complejas, pero algo debió trabajar en el ánimo de
Olañeta para odiar a Sucre y comandar el motín del 18 de abril de 1928 en el
cual hirieron al Mariscal en el brazo. Debió ser un episodio muy doloroso
porque le extirparon 18 esquirlas de hueso, en una época en la que no había
anestesia, y cuando Ga marra invadió el país desde el Perú, se lo llevaron en
rehenes y cabalgando pese al dolor del brazo. Pasó el incidente y Sucre se
reponía en Ñujchu, en junio, cuando lo visitó Manuela Rojas para mostrarle al
fruto de su amor. El Mariscal no dudó en llevarlo al bautismo y le puso el
nombre de Pedro César Sucre, de quien descendía directamente mi amigo Atilio.
Cuando Sucre se fue del país, Manuela volvió al cobijo de Olañeta y tuvo un
hijo con él. Olañeta era tan tortuoso que le puso a la criatura el nombre de
Jano Tañelao. Pe ro Manuela lo llamó Casimiro. Casimiro y Pedro César
crecieron, y pronto llegaron a nueve hermanos, todos de apellido distinto. Hay
que ponerse en el lugar de Manuela Rojas, que vivió en una época difícil, sobre
todo para una joven soltera, y sin embargo supo sobreponerse. La última pare j
a que tuvo fue el Doctor Cabero, ministro de la Suprema, con quien se casó in
articulo mortis, y heredó de él algunas posesiones. Entonces hizo un testamento
en el cual revela cuántos hijos tuvo, nueve, y quiénes fueron sus padres. Por
entonces tenía sólo cuarenta años. Así era la vida en esos tiempos.
Se me agolparon esos recuerdos contemplando el rostro en paz, la serenidad del
rostro de Atilio de Sucre en su ataúd. Cuando escribía una novela sobre la vida
de su ilustre tatarabuelo, me inquietaba la posibilidad de no publicarla en
vida de Atilio, pero Dios me dio el privilegio de llevarle el primer ejemplar y
de rociarlo con la mejor chicha punateña. Hoy murió, cosa que nos va a pasar a
todos, pero tengo la esperanza de que estemos en paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario