LAS ÚLTIMAS HORAS DE VIDA DE PEDRO DOMINGO MURILLO Y LOS PATRIOTAS PACEÑOS DEL 16 DE JULIO DE 1809


Por: Luis F. Sánchez G. (*) / Pagina Siete, 14 de julio de 2018 // Este artículo fue tomado y disponible en: http://www.paginasiete.bo/gente/2018/7/14/la-fuente-magna-el-episodio-final-de-los-revolucionarios-de-1809-187098.html

Es una especie de desfile que desciende lento con dirección a los cadalsos levantados en la esquina sur de la plaza, entre el espacio abierto por soldados en formación. Lamentable es el espectáculo, esa marcha hacia la muerte. No tanto por su tétrica naturaleza, sino por el aspecto de los marchantes, con muestras de haber sido torturados y recibido toda clase de maltratos. No obstante, y pese a estar cargados de grillos con cadenas y verse sometidos a vejaciones y humillaciones, puede distinguirse destellos de orgullo, resignación y entereza en sus miradas. ¿Y cómo no, si marchan al encuentro del Supremo Hacedor bien confesados, comulgados y con los óleos de la extremaunción, todavía húmedos en la frente y manos?... 
A cada condenado, aparte de algún familiar, le acompaña un camilo de aquellos “frailes de la buena muerte”, que ora y le reconforta el ánimo con sus palabras. 
Encabeza el cortejo El mazamorra Cosío, montado en una mula llevada de la brida por un soldado. A la altura de la puerta principal de El Loreto, el cortejo se detiene porque Cosío debe ser paseado por debajo de las horcas, mientras se escucha el redoble de las cajas. Así se hace.
El momento es aprovechado por el siguiente: Pedro Domingo Murillo, atado a la cola de una mula para despedirse de su hija. Tomasa está arrodillada en el suelo abrazándole las rodillas, sin poder balbucear palabra, mientras su padre es liberado de grillos y cadenas, y desatado de la mula. El hombre, cuyo rostro está extrañamente sereno, bien afeitado y con el cabello peinado con moño hacia atrás –como solía hacerlo siempre–, acaricia la cabeza de su hija hablando quedamente: 
- Hija mía… ¡Hasta el valle de Josaphat!... Has sufrido tanto como yo. Huye de La Paz, sin mirar a tus espaldas– le dice con voz clara, entregándole un anillo envuelto en su pañuelo.
- ¡Tata!… ¡Papito!
- Adiós, hija querida –y mirando suplicante al fraile, su confesor, quien le acompaña–: Padre, le encomiendo a mi hija y toda mi familia –los vientos de la banda han empezado nuevamente con la lenta melodía de la Cantiga fúnebre, esa pesadísima marcha ceremonial española.
- Así lo haré, hijo mío. Por esta cruz que besas –Murillo está besando el crucifijo puesto frente a su rostro–, te juro que lo haré… Benediximus vobis, in nomine Patris, et fili… –le bendice, para reemprender ambos la marcha hacia el cadalso.
Dos soldados han separado a Tomasa de su padre y la alejan de las filas, gimiendo   ella. Cuando se da cuenta, está sentada al borde de la fuente, atrás de las tropas, con una joven enlutada que la consuela. Es Julia de Vera, que ha dejado su cómoda posición balconera para acompañarla. 
Murillo camina ahora bien erguido y casi orgulloso. Muy diferente al tembloroso, sucio, dubitativo y recién torturado declarante en el juicio. …Misericordia, Dios mío, por tu bondad, / por tu inmensa compasión borra mi culpa; / lava del todo mi delito, / limpia mi pecado… Los versos del Salmo 50 –el Miserere– brotan automáticamente de sus labios susurrantes, mientras dura su lento caminar. 
Pues yo reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado: / contra ti, contra ti solo pequé, / cometí la maldad que aborreces… Pasa sin mirar a los ocupantes de la tribuna oficial y asciende lentamente las improvisadas gradas de madera del cadalso, seguido del fraile: Ecce enim in iniquitáte generátus sum, / et in peccáto concépit me mater mea… El camilo continúa con el Miserere en latín… Ecce enim veritátem in corde dilexísti... De pie, frente a sus jueces y verdugos, Murillo espera que las flautas de la banda del Regimiento de Azángaro cesen con su melodía, así como el rezo de su confesor. 
Sabe que el protocolo en estos casos respeta el último alegato, las últimas palabras del condenado, por lo general dirigidas a pedir la gracia o perdón de los mortales o encomendar el alma al Todopoderoso. Cuando cesan las oraciones y melodía, y se preparan los tambores para el redoble, intuye Murillo que ha llegado el momento. Entonces, en increíble gesto de olímpico desprecio, se vuelve, dando la espalda al gobernador, fiscal y cabildantes, poniéndose de cara hacia la gente que le mira desde los demás sectores de la plaza, y a sus compañeros de infortunio que esperan su turno encolumnados paralelamente a la acera de El Loreto.
Sus ojos brillan como nunca en su rostro moreno, cuando arenga gritando: - ¡Compatriotas!... –ha levantado una mano hacia el cielo–. ¡Yo muero, pero la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar!... ¡Viva la libertad! 
Las cajas redoblan, presto y al mayor volumen posible. Tarde, porque la gente ha quedado impactada con el desafío. No tarda el verdugo en hacerle girar el cuerpo, atarle las manos atrás de la espalda, ponerle la negra capucha “de la misericordia”, acomodar la soga en su cuello y ordenar a su auxiliar accionar el mortal artefacto. 
El cuerpo del mártir queda colgado. Pendula un poco y sus últimos estertores no son ruidosos, ni grotescos. 
Varios gritos femeninos provenientes de la fuente de agua y del atrio de la Catedral se imponen al redoble de los tambores; y, entre el resto de la gente, la vocinglería que ha empezado no se acalla cuando siguen, entre vientos y redobles, las demás ejecuciones: Basilio Catacora, Buenaventura Bueno, Melchor Jiménez y Mariano Graneros, en ese orden, son ahorcados. Siempre a los sones del consabido redoble de cajas. 
Cuando es el turno del Flaco Figueroa –último entre los condenados a horca–, se rompe el cordel con el tirón, cayendo el hombre al piso. Rápidamente el verdugo decide aplicarle el garrote, que también está erigido al lado de la última horca. Empero, por la extrema delgadez del cuello, le queda grande la soga al condenado, que está pataleando buen tiempo, sin dejar de emitir horribles sonidos. 
 Ante tal situación, no le resta más al verdugo que sacar un afilado cuchillo y degollarlo, provocando, al brotar la sangre en chorros, una sangrienta escena, propia de un matadero. Cuando el verdugo acaba con el defensor de Chacaltaya, buena parte de la multitud de curiosos ha abandonado o está saliendo de la plaza. Asqueada ha quedado la gente por el grotesco espectáculo y no es mucho ya el público, ni hay tampoco esa sonrisa de beneplácito en los rostros de los realistas cuando son pasados a garrote Apolinar Jaén y Gregorio Lanza.
Para Sagárnaga se ha sentenciado la previa degradación por tratarse de un oficial activo de la milicia real. El acto no es largo: un oficial que rompe su sable y un soldado que le arranca los galones y botones de la casaca azul. Su estrangulamiento no es presenciado por su hijo José Miguel, quien le estuvo acompañando hasta el pie del cadalso. El niño ha sido sacado del lugar por el camilo confesor de su padre y está rezando ahora abrazado a Tomasa Murillo y Julia de Vera en la fuente. 
La primera parte del espectáculo culmina cuando Cosío es “paseado” otra vez por debajo de los ahorcados. Ha durado mucho más de una hora y, quizá por vez primera en los anales de la ciudad, las campanas de la Catedral y de las otras iglesias han dejado de llamar a las oraciones del Ángelus, al mediodía. Atinada iniciativa esa, de campaneros y sacristanes, porque hubiera sido sacrílego invocar a oraciones cristianas que hablan de amor al prójimo y perdón en medio de tanto salvajismo legal e institucionalizado. 
La segunda parte de la “función” está prevista para la tarde, aunque con variantes en el programa: habrá azotes al indio Catari y a los mestizos Maidana, Peralta e Hinojosa: 200 chicotazos al primero y cien a cada uno de los otros tres, lo que garantiza bastante profusión de sangre. Finalmente, algo que nadie quiere ver: el descuartizamiento de algunos de los cadáveres, separándoles las cabezas para que, a la hora del toque de vísperas, estén colgando de sendas picas en lugares predesignados de los alrededores de la ciudad. 
Con semejante “programa”, a muy pocos de los que se están retirando de la plaza después de mediodía se le antoja volver al lugar, por lo que no se espera muchos espectadores. Excepto la tropa, que deberá permanecer formada hasta el final. Varios de los oficiales se quedan formando corrillos o grupos de conversación. En uno, que se ha organizado al borde meridional de la fuente de agua, se encuentra el teniente Andrés de Santa Cruz.
Julia de Vera, que ha quedado sentada en una de las gradas del otro extremo de la fuente de agua, junto a Tomasa y Miguelito Sagárnaga, ha captado la inquisidora mirada del joven oficial. Es cuando los ojos de la doncella se encuentran con los de Andrés, quien, sudoroso y con los ojos enrojecidos, ha estado observando las ejecuciones desde su puesto en la formación; y la mira ahora, a una distancia de pocas varas. Nada se atreve a decir, ninguno. Ni siquiera una señal de saludo o cortesía hay entre ellos… ¿Vergüenza del joven por estar la damisela junto a la gente “alborotadora”?... ¿Ó por formar él entre las filas de los ajusticiadores?...

(*) Luis F. Sánchez G.  es general del servicio pasivo, autor de la inédita novela histórica La fuente magna.

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