DESPUÉS DE LA MUERTE DE GERMAN BUSCH, LOS GENERALES DE LA “ROSCA MINERA” TOMAN EL PODER



Fuente: El Presidente Colgado. De: Augusto Céspedes.  / Editorial “Juventud” La Paz – Bolivia. (Capitulo 1 Los Generales de la Oligarquía) // Fotos: Carlos Quintanilla, Bernardino Bilbao Rioja y Enrique Peñaranda. 

Iniciaba el alba el celaje rojo del disparo que atravesó la cabeza del Presidente Busch y aún no se había disipado el humo de la pólvora cuando los generales en tropel invadieron el Palacio de Gobierno de La Paz y sentaron al general Quintanilla en el sillón del agonizante.
Estos generales eran los lacayos armados del trust Patiño, Aramayo y Hochschild quienes retomaban el control absoluto de la producción minera y se ataban la servilleta al cuello para banquetearse con las utilidades de la guerra.
La Segunda Guerra Mundial, como la Primera, incorporaba a Bolivia en el bando aliado, en función de proveedora obligada de materias primas estratégicas para defender al Continente del “nazi-fascismo”.
El 23 de agosto se suicidó Germán Busch. El 29, Adolfo Hitler desencadenó la guerra mundial. Para apreciar los efectos de aquella coincidencia que relaciona el azar con el sino, y a Boüvia con el devenir mundial, es preciso pensar que Bolivia, la más íntima de las naciones de América, privada de costa marítima, amurallada en el oeste por los Andes, y cerrada en el Oriente por las selvas, está ligada a las metrópolis capitalistas por la cadena de la producción de minerales que vence su aislamiento geográfico. De ahí que al empezar en agosto del 39 la ofensiva del Tercer Reich en Polonia, simultáneamente el capitalismo internacional inicia un nuevo asalto a la producción boliviana.
El suicidio de Busch resultó tan oportuno para los Grandes Mineros que aun hoy hace presumir un estratégico asesinato que suprimió, en el minuto preciso, al audaz capitán que había proyectado la ingerencia del Estado en las exportaciones mineras. El mal rato que este presidente diera a las empresas les enseñó a tomar más precauciones en el reajuste del mecanismo político que los protegía en el saqueo del estaño, el wolfram y todos los materiales estratégicos producidos por Bolivia. La inesperada rebelión de Busch, aunque fulmíneamente frustrada, así como la inquietud ebullente en ciertos círculos de excombatientes y de la clase media que denunciaban día a día la causa del malestar nacional en la dictadura de los Barones del Estado, aconsejaron a estos explotadores la necesidad de resguardarse con toda su maquinaria: los partidos tradicionales, la prensa, la diplomacia y los generales. Como correa de trasmisión, la Masonería.
El trust minero no admitía la eventualidad de que sus beneficios de guerra peligraran porque un gobierno, siquiera relativamente patriótico, tuviera la ocurrencia de decretar impuestos o aumentar gravámenes. El Superestado precisaba un gobierno benévolo ante el robo, un presidente propio, respetuoso del tabú de la contabilidad de las grandes empresas, dispuesto a imponer al país el trabajo forzado en defensa de la Democracia, constitucional para legalizar el ausentismo y dispuesto a acallar protestas por cualquier medio. Un gobierno así no podía ser sino de un militar ya que sembrada la crisis en los “grandes partidos” por el desastre del Chaco, el Ejército no se había resentido y, más bien, la derrota había tenido el efecto de prorrogar su función de mando desde la campaña hasta las oficinas de La Paz.
Los cerebros de la Minería habilitaron entonces, en su fábrica de proceres, el departamento de generales. Hubo que recomponer los pundonorosos que había, los del Chaco, y repintar sus colosales figuras melladas por la espalda, pero que por delante ofrecían apariencia intacta con las gorras blancas bordadas en oro que disimulaban el cercenamiento de la caja  craneana. La gorra sustituía con ventaja el frontal y parte del occipital.

CARLOS QUINTANILLA, EL PRIMERO

El primer general montado en el taller estañífero fue Carlos Quintanilla, destituido por Salamanca en la guerra del Chaco, pero de función tan obsecuente con la oligarquía que devolvió todo el poder a ésta, traicionando al pueblo desde una Presidencia que solo la Rosca le reconoció. Cuando Busch agonizaba, Quintanilla por el solo hecho de ser Comandante en jefe del Ejército, se proclamó Presidente provisorio, con uso de la medalla de Bolívar que aunque simboliza la tradición legal, la usan todos los asaltantes del Palacio Quemado. “Entre soplos de dolor y envuelto en el estandarte de la Patria —dijo— acaba de extinguirse trágicamente la vida del más grande ciudadano boliviano, estadista visionario y enérgico, el más grande y esclarecido defensor de los derechos del Estado y los intereses del pueblo” ... “Mi gobierno continuará las directivas y las orientaciones de la política social y económica del gobierno del coronel Busch”, frases histriónicas que empezó a desmentir desde el primer momento. Juró cumplir el decreto del 7 de junio —con el que el presidente suicida pretendió someter las divisas de la exportación minera al control del Estado— y lo derogó un mes después, de acuerdo con los patrones mineros.
Para traicionar a Busch muerto, el general Quintanilla usó la bandera de la “restauración del orden constitucional” tan conveniente a los intereses de la Rosca que, en premio, dos senadores proyectaron su ascenso nada menos que a Mariscal, rango que desde Andrés de Santa Cruz y Braun —militares vencedores de batallas—, nadie había alcanzado en Bolivia. Pero la Rosca quería glorificar la felonía como un mérito de guerra. La proposición senatorial falló entre cuchufletas y epigramas populares, entre ellos el menos agresivo, el siguiente:
“Es don Carlos Quintanilla
un general matagato,
mariscal de pacotilla
que al correr perdió el zapato”.
Mediante Quintanilla el Superestado restauró sus privilegios financieros y aseguró el estatuto del ausentismo, preparando en sincronía con la gran prensa “el encarrilamiento en las formas democráticas” , según el tropo de un célebre canciller de la dictadura y chambelán de la democracia.

LA PALIZA AL GENERAL BILBAO RIOJA

No obstante esta metáfora del “encarrilamiento” antes de empezar a practicar las buenas costumbres se cometió con carácter preventivo “y por esta sola vez” —como dirían ciertos decretos de emergencia— un acto de malevaje criollo digno de los pasadizos palatinos de los Borgia o los Anjou. El general Bilbao Rioja, comandante en jefe del ejército y presunto candidato presidencial, convocado por el presidente Quintanilla al Palacio, no fue recibido por éste que fingía presidir su consejo de ministros, sino por un grupo de forajidos que en la escalera lo “majaron” según la locución popular paceña, lo majaron al general a golpes para luego atarlo y embarcarlo en un autocarril reservado a Arica. (25 de octubre de 1939).
Desde Arica el general Bilbao dirigió un manifiesto en que relata: “En circunstancias en que bajaba del tercer piso por las estrechas escalinatas, fui atacado de hecho, violentamente, por unos veinte policías y militares disfrazados de civiles, pertenecientes a la “guardia de Honor” del presidente, todos ellos tarijeños. Los veinte gansters criollos armados de pistolas, laque y manoplas, se lanzaron furiosamente contra mi persona reduciéndome a la impotencia en pocos minutos de lucha desesperada de mi parte. Como consecuencia recibí: tres heridas en la cabeza, fractura del vomer, dos dientes destrozados, contusiones en la cara y en todo el cuerpo, quedando ensangrentado. La cuadrilla al mando de un capitán de la “Escolta de Honor”, se apoderó de mis prendas personales, entre estas una cartera con 1.500 pesos, una pistola de bolsillo, una pluma fuente, un reloj pulsera, un aro de matrimonio y todos los documentos que llevaba conmigo”.
“El atraco —prosigue el general— se consumó con pleno conocimiento del Consejo de Ministros, cuerpo de edecanes y guardia del palacio (1). Dos horas después, desvestido del uniforme de general, aumentadas las ligaduras en todo el cuerpo, amordazado y vendado, me trasladaron a un automóvil previamente dispuesto frente a la entrada de la policía (2).
Semejante atraco sirvió al gobierno restaurador para echar sobre la víctima la responsabilidad de haber atentado contra la paz pública.
El Canciller voló a Cochabamba para aplacar a los militares con una “documentación” probatoria de las intenciones funestas del héroe del Chaco. Los oficiales de línea abandonaron a su líder. Los únicos leales resultamos once oficiales de reserva que tratamos de armarnos en el Colegio Militar. Fuimos perseguidos, confinados y señalados como enemigos del orden ideal proclamado por los seráficos editoriales de la prensa sensata.

ENRIQUE PEÑARANDA IDEAL PARA EL SUPERESTADO

La restauración rosquera se afirmó con aquel recurso de maleantes. El atropello que sufrió Bilbao, alucinado con la sucesión legal que le habían ofrecido en un principio Quintanilla y otros rosqueros, no se explica porque Bilbao hubiese presentado un programa alarmante para la Gran Minería, sino porque en sí acusaba dos defectos: su carácter hosco y su grado de jefe de la Legión de Excombatientes que acuartelaba la vanguardia de un vago y desorientado nacionalismo. La Rosca en su tabla de valores exigía un ciento por ciento de inercia. Fue por tal causa que se acordó entonces de Enrique Peñaranda, un general siempre bien hallado en avatares de desventura. En 1933, después de la catástrofe de Alihuatá y Campo Vía le había llegado la noticia de que estaba nombrado comandante en jefe del ejército. Ahora un amigóte le despertó en su finca de Ilabaya para decirle que se trasladara urgentemente a La Paz, que se necesitaba un presidente El militar más identificado con el desastre del Chaco como jefe supremo del ejército y que por toda expresión vital exponía una despreocupada y bien nutrida somnolencia resultaba el presidente ideal para el Superestado. El inescrupuloso metro de la Rosca aquilataba precisamente sus deficiencias como condiciones óptimas para hacerle su mandatario. Para el Superestado la mejor cualidad en un jefe del Estado era no tener ninguna. Aplicando los métodos de su contabilidad fraudulenta en que las ganancias figuraban como pérdidas, la minería invertía también la valoración política, imponiendo sin pudor cifras u hombres sobre la opinión pública.
Por su parte, Peñaranda con la indiferencia del predestinado a altísimos cargos, utilizando a puro instinto su apariencia inofensiva, se dejó desplazar hacia arriba. Su selección por el Superestado superó los pronósticos, ya que su increíble candidatura consiguió todo el acatamiento de los círculos civiles con excepción del de izquierda internacional. Bien es cierto que todo fue elaborado en conciliábulos que aspiraban a lotearse esta res entre ellos, alejados absolutamente del pueblo a quien no se le dio ninguna vela en la procesión.
El partido socialista le brindó la primera proclamación, pero Peñaranda aceptó sólo ser nombrado por la “Concordancia” de liberales y republicanos, todos feroces antimilitaristas hasta ese rato.
Entre estos, los legatarios de Salamanca —como Demetrio Canelas a quien, cuando Busch los destituyó en el corralito de Villamontes, Peñaranda amenazó personalmente con “colgarle de las pelotas” (3) — no hicieron sino una fugaz mueca de desagrado. El esqueleto de Salamanca se revolvió en su mausoleo, pero sus favoritos aparecieron colaborando a Peñaranda en los cargos de mayor confianza y Canelas llegó a proferir esta sentencia: “Lo único que yo pido a cada uno de los miembros del gabinete es que sepan inspirarse en la persona y la conducta política del general Peñaranda” (4).
Los grandes partidos y sus pontífices se le adhirieron; se inclinaron ante él los más notables editorialistas, oradores e historiadores, sin vergüenza de haberle citado solamente como a protagonista de anécdotas bufas, y los salones de la oligarquía abrillantaron sonrisas para solaz del tosco provinciano, segunda vez agraciado por la lotería. Honraban al emblema, al representante del amo minero.
Para la clientela electoral, además de la figuración criolla que pintaba a Peñaranda como el humilde y sencillo soldado que había compartido penurias con el pueblo en el Chaco, la propaganda se ocupó de exhibir sus virtudes principales: su bondad y su honradez. (Ya se verá después el usufructo que logró la oligarquía de estas virtudes humanas).
Los escenógrafos de la sencillez del general le escribían discursos en los que figuran frases como la que cita emocionado uno de sus biógrafos más gordos: “Necesito indulgencia para mi lenguaje de soldado”, aunque el mismo discurso, un poco más allá descubre el retorícismo fátuo del secretario cursilón: “Alihuatá y Muñoz, ambos puntos, fueron las polarizaciones del desastre” o “M¡ política, más que política de doctrina, es política de intención ética” o “Estamos viviendo una época de dramáticas tensiones e impostergables apremios”, etc.
No hay tal lenguaje de soldado. Peñaranda caracterizaba más bien la falta de sencillez, de la que sólo resguardaba el as ­ pecto físico, cubriendo su astucia mestiza sedienta de honores inmerecidos, con discursos que le escribían los pendolistas de la minería y emponchándose en una inexpresividad silenciosa y un mutismo inaccesible que le ahorraban los riesgos de la conversación. Cuando se le hablaba, el general no hacía más que sonreír mecánicamente para dar a entender que había entendido.
En definitiva la estrategia del Superestado, en marzo de 1940, consiguió 58.000 votos para Peñaranda, sin vicepresidente y candidato prácticamente único ya que el opositor Jósé Antonio Arze, sin ninguna probabilidad de triunfo, se colocó al frente al solo objeto de valorizarse con el título de candidato a la presidencia ante ciertas centrales stalinistas de Latinoamérica. Se le opuso también con un manifiesto valiente y violento el joven excombatiente Rafael Otazo quien lanzó esta sentencia: “La elección del general Peñaranda sería el más tremendo error en que pueda incurrir el país”. El desconciento del público confundido por la gran prensa “encarriladora ’ de esta democracia de bufetes y de banquetes, dio como fruto que Peñaranda para presidente y Otazo para diputado ganaran en La Paz casi con el mismo número de votos. José Antonio Arze recibió más de 10.000 votos de los centros de trabajadores mineros y de los universitarios. Los partidos tradicionales (liberales, republicano — saavedristas y republicano— genuinos) se repartieron amigablemente las diputaciones y senaturías.

Referencias
(1) Entre esos Ministros presentes se hallaba el Canciller Ostria Gutiérrez que contempló impasible la pateadura al "símbolo del heroísmo boliviano en la guerra del Chaco”, cual califica el mismo al general Bilbao en la página 354 de su libro "La Cruz de Solivia'’.
Nota a la 2a ed.— El militar y escritor nacionalista René López Murillo, observa a este respecto que no se puede tocar campanas y estar en la procesión. Se puede, cuando la procesión se realiza en el mismo recinto, o sea el Palacio Quemado donde los ministros fingían sesionar, oían los gritos que lanzaba el general asaltado y levantaban la voz para apagarlos.
(2) El Presidente Quintanilla se consideró libre de culpa publicando que había mandado el nombramiento de Agregado Militar en Londres y 5.000 dólares al malferido general.
Dijo también, en su mensaje al Congreso, que ante la evidencia de la ‘‘culpabilidad del general Bilbao”... "he debido aceptar aquellos actos de represión material, por mucho que no estén conformes con mi naturaleza y convicción, así como con los preceptos del culto a la amistad. Me decidí a ello ante la convicción de que el bien de la patria y la normalidad de sus instituciones exige todo sacrificio”, (incluso el de la alevosía palaciega).
(3) Véase ‘'Masamaclay” de Roberto Querejazu, entre los más recientes relatos del "corralito de Villamontes”.
(4) Redactor de la Cámara de Diputados, noviembre 1943.

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