EL PONGUEAJE SEGÚN TRISTAN MAROF

Por: Tristan Marof - La tragedia del Altiplano. Buenos Aires / Editorial Claridad, 1935.

Si hay algo irritante en las costumbres bolivianas y que lastima el espíritu de dignidad, es el servicio de ―pongueaje, establecido por el conquistador y que a través de la república no se ha modificado. Descalificado el indio en su personalidad, sometido a castigos corporales, ha tenido que resignarse y aceptar de buen o mal grado el puesto humillante que le iguala al perro guardián. Porque no otra cosa es el ―pongo. Advirtiendo, desde luego, que el perro no goza en el altiplano de las granjerías y regalías de las casas ricas. El perro es un animal tolerado por su utilidad, para cuidar la hacienda o la casa, con la cadena de hierro al cuello. Esto mismo es el desgraciado ―pongo. Sirviente de ínfima calidad, sin derechos, pero con un rosario de obligaciones que no se terminan jamás. Hombre para todo servicio, bestia de soma, sobre quien recaen las más duras tareas.
Como el indio constituye una clase social inferior, el más pobre ciudadano tiene ―pongo, sino directamente, alquilado. En las casas ricas ocupan sus funciones dos o más ―pongos y se alimentan de las sobras; en las casas pobres, el ―pongo disputa los huesos a los perros.
Esta costumbre viene de muy lejos. Los conquistadores después de haber sometido a los nativos al filo de su espada, para los servicios domésticos, como es de regla, precisaban sirvientes gratuitos que, después de los ejercicios religiosos: el rosario y el avemaría, limpiasen los aposentos, guisasen la comida y se encargasen de todos los trabajos menores. Y nadie mejor para estos trabajos que los indios.
En la república, la vieja costumbre, lejos de desaparecer se arraigó Los mestizos emancipados en las luchas de la independencia eran demasiado altivos a insolentes para tales servicios. No quedaba sino sobrecargar el trabajo a los indios. Y la costumbre se convirtió en ―obligación. Semanalmente un indio debía venir del campo ,a la casona señorial, en turno riguroso, enviado por el capataz o el ―hilacata, a prestar sus servicios personales.
Las casonas del Alto—Perú son enormes, con el aspecto de castillos arruinados, anchas paredes de adobe, rejas coloniales, tres patios y corral, de estilo andaluz o castellano. Largos corredores silenciosos con arcos de punto entero y cuajados de tiestos con flores. La puerta de calle, tan grande y amplia como para que pueda pasar un coche o salgan a galope los caballeros. Un zaguán que sirve de vestíbulo, generalmente en penumbras, porque las hojas de las puertas de calle se mantienen semicerradas, tiene su utilidad. En la colonia fue lugar de cita, antesala del plebeyo que deseaba ver al señor. Hoy día, durante la república, es puesto de expendio de los productos de la hacienda.
Aquí está el ―pongo, con su rostro imperturbable, discutiendo con los transeúntes, pesando cargas de patatas, vendiendo quesos o fruta. De noche ese zaguán misterioso —en cuya pared de fondo generalmente un ángel mata al dragón— se convierte en dormitorio del ―pongo, el cual, sobre unos pellejos y cubierto con ―fullos (mantas de lana policromadas), duerme a instantes, turbado cada vez por los golpes de badajo que los señores noctámbulos dan contra la madera claveteada. Y el ―pongo, muy diligente, poniendo prisa, tiene que abrir la puerta, que pesadamente gira sobre sus enmohecidos goznes. Y en el silencio de la noche se siente el chirriar de viejas cerraduras coloniales, las voces de mando del patrón y el ruido de enormes llaves tan gruesas como puños y tan grandes como las de una Iglesia.
Estas enormes casonas, que llevan el polvo de los años, descuidadas y llenas de misterios y secretos, es muy natural que precisen un numeroso personal para su regular limpieza y elemental conservación, y nadie mejor que el indio para estos bajos menesteres. Además, su economía y sus cualidades de paciencia.
Solamente los ―intocables de Bolivia podían barrer corrales, desalojar letrinas, cuidar los animales domésticos y transportar sobre sus espaldas los productos, por las calles, como bestias de carga, porque, como se ha explicado en otra parte, la rueda hizo su aparición muy tarde en el altiplano; y hasta hoy, el coche ni el tren han podido competir con el motor de sangre que no cuesta nada y cuya alimentación depende de las sobras de todos y de una mísera parcela de terreno en el mejor de los casos.
Es natural y hasta comprensible que los señores feudales se sientan indignados cuando algún espíritu liberal hable de suprimir el ―pongueaje, costumbre sobre la cual descansa el servicio doméstico boliviano.
Es tan necesario y útil el ―pongo, que su explotación es un verdadero comercio. Así, en algunos diarios de La Paz encontramos estos anuncios: ―Se arrienda ‗pongo‘ con taquia. ―Se necesitan ‗pongos‘, etc. Ni más ni menos que en los tiempos de la esclavitud: ―negros robustos para todo trabajo, se venderán tal día. Y este comercio ―lícito, contrario a la constitución, no provoca la intervención de la justicia. Se da el caso —y se podrían señalar los nombres de patrones— que disponen de diez o más ―pongos y que los arriendan, beneficiándose personalmente con este lucrativo negocio. Y el pobre indio, sucio y miserable, para cumplir con su penosa ―obligación, so pena de ser eliminado de su parcela de terreno, tiene que ir a trabajar por una semana en las más rudas faenas: limpiado de pisos, barrido de las calles, cocina y lavado, transporte de muebles y, por último, durante la noche el cuidado de la puerta en su oficio de sereno.
Un criado tan barato no podía encontrarse sino en la raza indígena, a la cual se le desconocen los más elementales derechos. Ya hemos dicho que el ―pongo‖ se alimenta con las sobras o con la peor comida, disputando su presa a los animales. El ―pongo no exige cama ni cuarto; se tiende en cualquier rincón y a la menor llamada debe estar listo. El primero en levantarse y el último en acostarse. Desde el alba, sus ocupaciones están marcadas: prender el fuego del fogón, utilizando el combustible llamado ―taquia(sustitutivo de la leña y del carbón, y que no es otra cosa que el excremento de los llamas), preparar su comida, que consiste en una pobre sopa de maíz sin carne; regar las plantas, limpiar los caballos y su establo, mondar las patatas, y si le queda tiempo, desempeñar algunos encargos. Es un lujo en las casas bolivianas tener muchos ―pongos, igual que en el Oriente muchos sirvientes.
Este servicio denigrante, por otra parte, como todos los de su género, está sometido a una serie de penas y conminaciones en caso de no ser ejecutado a satisfacción. El indio jamás puede excluirse, permitiéndosele sólo por enfermedad o dificultad mayor, poner un reemplazante. Y así lo vemos llegar a la ciudad, todas las semanas, con un hatillo a la espalda, donde trae muchas veces su comida y el imprescindible combustible. porque es otra de las ―obligaciones y una de las más indispensables.
Por lo expuesto, el lector comprenderá lo arraigado de esta costumbre feudal en el altiplano, cuya abolición procuraría serios disgustos a los patrones, quienes en realidad imprimen la política desde sus puestos de diputados, senadores o presidentes.
Habría que creer en su magnanimidad y en su extremada filantropía para que los señores feudales extingan sus propias ventajas en homenaje al bienestar de los hombres. Pero conocemos el corazón humano y mucho más el egoísmo que anida en los del altiplano, para suponer tamaño desprendimiento. El ―pongueaje no puede ser abolido sino por la propia fuerza de la clase indígena.

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