EL ATENTADO CONTRA MANUEL ISIDORO BELZU Y EL FUSILAMIENTO DEL PRESIDENTE DEL SENADO NACIONAL

Fuente: Drama y Comedia en el Congreso – De: Moisés Alcazar. // Foto: Manuel Isidoro Belzu Humerez (1808-1865), Ilustración de from L'Illustration, Journal Universel, No 512, Volume XX, December 18, 1852. / Getty Images.

El 15 de agosto de 1850, la Convención Nacional investía del mando constitucional al general Manuel Isidoro Belzu, en medio del boato al que se habían acostumbrado los caudillos militares de esos tiempos convulsionados y dramáticos. Solemnemente coloco el Presidente de la Asamblea, don Juan Crisóstono Unzueta las insignias presidenciales al gobernante, mientras los concurrentes al Palacio Legislativo de Sucre batían palmas y vociferaban entusiastamente, subyugados por la innegable popularidad del Mahoma Boliviano.
Recomendó el Presidente Unzueta, al colocar a Belzu la medalla del Libertador, "una juiciosa economía en los gastos", "proteger y hacer prosperar la agricultura e industria, distinguir y honrar la virtud y los talentos", "reprimir los avances de la arbitrariedad y detener la depravación en las costumbres y la moral”.
Psicólogo sutil, Belzu no desperdiciaba oportunidad para halagar la vanidad de las masas. Por eso, antes de referirse a los deberes de gobernante que acaba de jurar, cree indispensable ponderar las virtudes del pueblo que logró fanatizar hasta delirio con la habilidad de un hipnotizador, pues con fervor alucinado le adoraban fanáticos, casi con devoción religiosa, porque cada gesto, cada ademán del popular caudillo, enloquecía a esas muchedumbres ignaras, veleidosas y proteicas, guiadas por su instinto emocional.
"La República -decía patético- que desciende de ese pueblo de gigantes, no ha desmentido su noble origen; nosotros la hemos visto ejecutando prodigios de civismo y de heroica abnegación en defensa de su libertad contra los tiranos del orden, contra la anarquía". "Conozco, señores, -proseguía con afectada modestia- conozco y me hallo penetrado las grandes obligaciones que la patria impone a su primer magistrado político; confieso que ellas son superiores a mis débiles fuerzas". "Pero, señores, la patria me llama. Su prosperidad y su gloria fueron el único objeto de mi ambición.
Era impresionante la escena en el abigarrado recinto engalanado con los emblemas patrios, repleto de corporaciones oficiales y público ansioso, subyugados por la palabra encendida y emocionada del caudillo brillante de condecoraciones y entorchados, alto, delgado, pálido, cuyos ojillos de brasa y la negra y risa da barba le daban "la fineza de una figura de Cristo concebida por el genio atormentado de algún Montañez criollo". ¡Imagínesele en todo el esplendor de su poderío, tocado de modestia, el gesto y el ademán estudiados, galvanizando a esas almas sencillas con la fuerza magnética de su torrente oratorio subyugante y aleccionador!
Cuánto fanatismo despertaba ese hombre que bien pudo gloriarse de haber hecho eterno el más inconstante de los sentimientos humanos, el amor popular. Porque Belzu era el caudillo popular por antonomasia. Representaba un ídolo para las masas subyugadas que le veían como la encarnación de sus ideales y el símbolo de sus aspiraciones. Aclamado con frenesí, el fanatismo llegaba a límites increíbles. Con arrobamiento casi místico, sus parciales, esos cholos de faz bronceada y pelos ásperos, agrio el gesto y duro el ceño, miraban y admiraban al Mahoma, redentor de sus injustas pretericiones. En su concepción apasionada teníanle por un predestinado, dotado de dones celestiales que podía atraer hasta la lluvia bienhechora cuando sus campos y sembradíos se mustiaban por la sequía pertinaz. Después de Dios creían en su santidad, en su talento de conductor y estadista, compactándose las legiones fervorosas cuando los "aristócratas" atentaban contra el poder o la vida de su ídolo.
Sabía el caudillo obtener ventajas de esta veneración departiendo familiarmente con esas turbas subyugadas por la figura de su héroe. Si en el carácter era suspicaz y desconfiado, en el trato con sus parciales mostrábase llano y simple, siempre dispuesto a la tolerancia con sus desbordes y las explosiones sanguinarias de su angustia contenida. Su niñez, mordida por la injusticia, condújole por el áspero sendero de la miseria. Era pues un desheredado al que atenaceaban extrañas ideas que poco a poco tallaron su recia personalidad, templándola en el infortunio. Su vida inclinada instintivamente al afán reivindicatorio de las mayorías preteridas, representaba la expresión viviente de la acción puesta al servicio de la causa, salpicada de odio y grandeza. En los combates interiores que retorcían su espíritu en sombras y deslumbramientos. Encontrabanse, en choques violemos, los extremos opuestos de la nobleza dignificadora y el encono envilecedor.
En la sesión del 6 septiembre, veinte días después de la solemne ceremonia, la Cámara de Senadores rechazó el pago de 167.328 pesos que, en concepto de indemnización por el saqueo de su casa comercial de Cochabamba, efectuado por las turbas en marzo de 1849, había solicitado el Coronel Agustín Morales, vuelto al país al amparo de un decreto de amnistía. Creyó ver la influencia de Belzu en la actitud del Ministro de Hacienda, don Rafael Bustillo, que expresó en el debate su opinión contraria al proyecto aduciendo que las masas desbordadas eran irresponsables. Fuertemente enconado por la negativa. Morales ideó su plan de venganza, resuelto a ponerlo en práctica inmediatamente.
Ese mismo día, el Coronel Manuel Laguna fue elegido Presidente de la alta corporación y, en ese carácter, siempre deseoso de mostrarse obsecuente con el mandatario para ganar sus favores, se hizo presente, horas después de su elección, en la casa de gobierno en momentos en que Belzu disponíase a dar su paseo habitual por la ciudad y sus alrededores.
Oriundo de Chuquisaca. Laguna inició su carrera al finalizar la administración del Mariscal Santa Cruz. Soldado valiente, ganó sus grados con facilidad y rapidez, cuando la vida nacional se desenvolvía al impulso de las dictaduras militares surgidas del motín cuartelero. Había presidido el Consejo de Guerra que juzgó y condenó a la pena capital al súbdito francés y coronel ecuatoriano Carlos Wincedón, ejecutado en plaza pública, una mañana de abril de 1849, inculpado de ser agente revolucionario del general Ballivián. Elegido Senador Nacional en esos tiempos de predominio de las castas militar y eclesiástica. Laguna asumió el primer puesto directivo en la Cámara de Senadores al segundo mes de sus funciones.
Acompañó Laguna al Presidente y al edecán Ichazo que se encaminaban al prado de la capital. A la entrada del arbolado paseo reunióseles el Coronel Morales y casi simultáneamente se aproximaron al grupo dos individuos -Juan Sotomayor y José Siñani, estudiantes flagelados por orden de Belzu, según algunos historiadores-, y a quemarropa disparó el primero su arma de fuego contra Belzu. El sorpresivo ataque determinó gran confusión entre los acompañantes, pues Laguna y el edecán sólo atinaron a huir despavoridos cuando vieron tendido al Presidente, a quien Morales, que venía montado, trato de ultimar con los herrados cascos de su caballo; luego Siñani, en acceso de furor homicida, intentó degollarlo con el cuchillo que llevaba al cinto, y ya hendíase la afilada hoja en el cuello del caudillo, cuando detúvole Morales:
-¿Para qué? ¡Bien muerto está!
Y disparó una vez más su arma en la misma cabeza del pobre Belzu. Después galopó por la ciudad, gritando, afiebrado de entusiasmo, que Bolivia era libre porque el tirano había sucumbido por su mano...
Pero Belzu no había muerto. Salvó milagrosamente del atentado, pues si bien las heridas revestían gravedad, ninguna era mortal. Tres indígenas, mudos y azorados testigos del sangriento drama, condujéronle a una choza y allí le prestaron los primeros auxilios hasta que recobrara el conocimiento.
Dramática fue la reacción de las turbas al conocer el inicuo atentado. En procesión multitudinaria lleváronse al ídolo, crispados los puños, el gesto provocativo, la mirada siniestra, rugiendo amenazantes: "¡Viva el tata Belzu, viva nuestro Dios!".
Al día siguiente, 7 de septiembre, el Congreso dirigió dos airadas proclamas a la Nación y al Ejército, suscrita por el Presidente Manuel Laguna, aturdido testigo de la agresión al Jefe del Estado. Las proclamas daban cuenta del atentado "atroz y sin ejemplo en los anales de la historia", frustrado, felizmente, por la "Providencia que vela por los destinos del inocente". Desatábase luego en una sucesión de denuestos contra "el insigne traidor Agustín Morales" que para salvación de la Patria no ha conseguido su siniestro propósito, pues, decía, "vive el General Presidente".
Las proclamas fueron seguidas de las facultades extraordinarias con que se investía, desde ese momento, al gobierno, declarando suspendida la vigencia de la Constitución Política del Estado...
La diligencia del Congreso en condenar el atentado y su actitud servil al investir al Ejecutivo de las extraordinarias facultades, no le valieron de nada. Su presidente -Laguna- fue sometido a prisión, medida de la que dio cuenta en una breve comunicación al Congreso. Los Representantes Mendoza de la Tapia y Castaños, protestaron vehementemente por el atentado contra el jefe del alto cuerpo legislativo, sin conseguir nada ante la consigna de la abyecta mayoría.
Pasaron de un centenar los confinados y desterrados a lugares malsanos, entre los que se encontraban mujeres y sacerdotes. Durante varios días y noches púsose sitio a la casa de Benito López, pariente cercano de Morales, con ese empeño y esa crueldad que se pone en la caza del hombre. ¡Homo homini lupus! Rendido por hambre fue capturado, y aunque el proceso no comprobó ninguna participación de López en el sangriento atentado, inculpado de haber hecho un "ademán significativo" a Laguna, interpretado por los jueces como santo y seña, el infeliz fue pasado por las armas con mil protestas de su inocencia. Nada consiguieron las gestiones empeñosas de las damas más distinguidas de la saciedad chuquisaqueña, el llanto desesperado de la madre, los ruegos de la esposa del condenado, porque el implacable Téllez "buscaba medios de recomendarse ante Belzu".
Morales, "el insigne traidor", no pudo ser hallado, pero fue condenado a muerte por el Consejo de Guerra y puesto fuera de la ley por el Congreso.
El Ministro de Guerra, General José Gabriel Téllez, a cargo del Poder Ejecutivo mientras se restableciese la salud de Belzu, tenía, al decir de autorizados historiadores, el oculto propósito de suprimir a Laguna, sucesor legal del presidente titular en caso de muerte, para que, apartado este obstáculo, corresponda la presidencia a él, en su carácter de jefe del Gabinete. Y Téllez logró influenciar al Consejo de Guerra compuesto por el Coronel José Miguel Barrón, sargentos mayores José Bacarreza, Fabián Saravia, Prudencia Barrientos, Belisario Canseco, Juan G. Seoane, capitán José María Calderón y el Fiscal Antonio Vicente Peña, obteniendo que Laguna fuera sentenciado y ejecutado el 19 de septiembre en el prado de Sucre, en el mismo lugar donde Belzu había caído víctima de Morales y los dos estudiantes.
Fue impresionante la ejecución del militar-legislador. Con el escalofriante ritual prescrito por el Código Penal, se condujo al reo cargado de grillos, mientras repercutía en el medroso silencio del camino que recorría el condenado, el fatídico redoblar del tambor. Laguna subió al patíbulo "digno y sereno", sin que su entereza hubiera flaqueado un solo instante. Obedeciendo a esas ineluctables leyes del destino, ocupaba, condenado por otro Consejo más cruel, el trágico tablado que un año antes ocupara, por su mandato, el gallardo Wincedón. Todo esto ha debido pasar por su pensamiento en desfile vertiginoso y fugaz. Allí frente a él estaban ocho bocas siniestras, perdidas como puntos negros, que escupirían el plomo que ha de acribillarle. Ni una mueca de odio ni de flaqueza; quizás una mirada de perdón para sus asesinos. Un piadoso pastor de almas confortólo en ese último y doloroso trance, hasta que la descarga fatal tronchó la vida del coronel...
El terror no tuvo límites. La furia vengadora erguíase amenazante y la ola de sangre enrojeció una vez más las páginas de nuestra pobre historia. La vida de un adversario estaba a merced de una delación, de una venganza, de un pretexto cualquiera. Y se enlutaron los hogares y las lágrimas corrieron abundantes e inconsolables, sin que nada, ni súplicas ni llanto, pudiera conmover el duro corazón de los vengadores.
Nutrida de traiciones y deslealtades se muestra la historia política de Bolivia. La delación, principalmente, hizo correr abundante sangre, muchas veces inocente. Siñani, el compañero del estudiante Sotomayor en la sangrienta aventura, había conseguido burlar la furia persecutoria viviendo durante dos años como bestia fugitiva acorralado en sótanos húmedos o espesos matorrales, hasta que una denuncia inhumana hizo dar con su escondite y el infeliz fue sentenciado a muerte. Junto al cadalso quiso limpiar la conciencia y confesó su culpabilidad en el atentado contra Belzu, aclarando que el infortunado Benito López era completamente inocente y, por tanto, injusta su inmolación.
A los cinco días del fusilamiento de Laguna, el 24 de septiembre, los diputados Lucas Mendoza de la Tapia, Evaristo Valle, Esteban Rojas, Calixto Clavijo, Aniceto Arce y Nicolás Burgoa, proyectaron restablecer "el régimen constitucional de la República", derogando la ley aprobada el 7 del mismo mes, que otorgó al Consejo de Ministros la plenitud de los poderes.
Mendoza de la Tapia fundamentó el proyecto con gran coraje, mostrándose decidido y animoso. Con palabra cálida y vibrante supo señalar el peligro que entrañaba el conceder poderes tan extraordinarios: "Si dejásemos suspensa la vigencia de la Carta -decía el tribuno entre otros vehementes conceptos- habríamos arrojado sobre el país una plaga más tremenda que la revolución misma, porque la potencia de que se puede abusar es sin duda una plaga aun más terrible".
Gobierno y diputados reaccionaron violentamente ante la inesperada actitud. Una lluvia de injurias se desató sobre los proyectistas, pidiéndose a gritos el fusilamiento de los "traidores". Y era don Pedro Sáenz, diputado gobiernista, uno de los más exaltados:
"¿Temen -decía- los cómplices del asesinato ser descubiertos en su delito y por eso quieren quitar al gobierno la acción de vigilar sobre sus operaciones? Si por encubrir sus crímenes o por complacer a sus pretensiones temerarias pudiéramos sancionar el proyecto presentado, ¿cual sería la suerte de la República, del gobierno y si se quiere de nosotros mismos? ...y no tratemos sino de expurgar la nación de estos asesinos, que andan diseminados, asediando la víctima que han de sacrificar”.
Estas palabras enardecieron más los ánimos de los representantes y del público convenientemente aleccionado. Tendiéronse los puños amenazantes sobre el salón de sesiones, mientras trenzados a golpes rodaban por el suelo los diputados, enceguecidos de furor, y era aquella una batahola que amenazaba culminar en la tragedia. Pero el Consejo de Ministros, siempre dispuesto a los caminos radicales, envió un piquete de soldados "armados hasta los dientes" que extrajeron violentamente a los siete proyectistas en medio de aullidos de cólera e insultos soeces llevándoselos a la prisión cargados de barras y grillos.
El coracero que cargaba a Valle, sentíase fatigado por el peso y dió muestras de ese cansancio:
-¡Pesa usted mucho, señor! -le dijo.
Y el prisionero aprovechó de esta circunstancia para decirle entre festivo y severo:
-Soldado: acuérdate de esto para decir a la posteridad cuánto pesa un diputado liberal...
Después, un complaciente Consejo de Guerra formado por militares serviles condenó a la pena capital a Mendoza de la Tapia.
Se horrorizó el prócer al conocer la suerte que le esperaba, cosa bastante seria aun para esos tiempos semi-civilizados que corrían. Y la posibilidad de su inmolación produjo espontáneo movimiento en el pueblo y el Congreso, el que por intermedio del Senador Domingo Bustillos, virtuoso sacerdote, dejó escuchar su voz emocionada, clamando por la vida del condenado:
"Soy religioso, señores, tengo fe, -decía patético Bustillo- y parece que el mismo Dios me dice en este momento que debo esperar la salvación de la vida de un ciudadano por quien tanto me intereso como hombre, como eclesiástico y como miembro que como aquel ha pertenecido a un solo cuerpo". "Me dirijo solamente al corazón, al sentimiento humanitario de cada uno de los señores diputados, y creo que ellos como yo y como los ilustrados señores ministros que constituyen el Poder Ejecutivo, estarán animados de las mismas emociones que ahora se elevan en mi alma...".
No pudo más el buen sacerdote. Su discurso fue truncado por abundantes lágrimas, patético testimonio de su dolor. La barra, contagiada del sentimentalismo, pidió a gritos la aprobación de la minuta de comunicación. Pero el noble propósito estuvo a punto de malograrse. Pendía de un hilo la vida del hombre representativo, tribuna elocuente y patriota, y el afán dilatorio -mal endémico del Parlamento-, patentizábase con la palabrería inacabable cuando los minutos perdidos podían ser fatales, considerada la furia sanguinaria del Consejo de Ministros. Y sin embargo, continuó la perorata insulsa incidiendo sobre tema tan insignificante, cual era establecer si el pedido de conmutación de la pena del ilustre colega, debía o no considerarse en esa sesión de clausura...
Al fin apróbase la minuta que fue llevada, de inmediato, por una comisión compuesta por el Obispo Fernández de Córdova y los diputados Domingo Bustillo, José Villafán y Manuel Argote.
El Congreso y el sentimiento popular consiguieron su generoso propósito. Y Mendoza de la Tapia fue indultado, conmutándosele la pena de muerte por la de confinamiento a las hostiles y lejanas regiones del Beni.
Había mejorado entre tanto la salud de Belzu. Declarado fuera de peligro por los médicos, sus parciales enloquecieron de júbilo y el entusiasmo de los cholos explosionó incontenible. Reasumió el mando supremo mediante un pomposo decreto firmado por él y todo su gabinete, el 16 de octubre de ese memorable año de 1850. Y el decreto fue acompañado de una proclama, más pomposa aun, con invocaciones de la Divina Providencia.
El elegido de Dios había salvado. Pero no sólo la Providencia fue la autora del milagro; también contribuyeron los galenos que pusieron su ciencia al servicio del caudillo: justo era pues recompensarles. Otorgóseles a todos medallas de oro guarnecidas de brillantes y el Congreso, en el último día de sus labores, aprobó un proyecto declarando al principal de ellos, Ignacio Cordero, "patriota en grado eminente". Téllez tuvo su premio: fue ascendido a Mayor General.
No terminaron ahí las explosiones jubilosas por la salvación del amado caudillo. Un año después, el 6 de septiembre de 1851, el Parlamento aprobó, sin discusión, la siguiente ley:
"Se declara día cívico el 6 de septiembre, como aniversario de la salvación de la causa nacional y del Jefe del Estado, Capitán General Manuel Isidoro Belzu".

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