Este artículo y con ese título fue publicado en el periódico
“La Razón” el 19 de marzo de 1967, por el ex combatiente Saturnino Rodrigo, en
homenaje a la SECCIÓN DE HIERRO, que durante el masivo ataque del enemigo
invasor a su sector, se inmoló en su trinchera.
Lo describe de este modo:
Terminaba el año 1934 y las fuerzas bolivianas retrocedieron
hasta llegar a las proximidades de Villamontes donde encontraron las primeras
estribaciones de la cordillera y se atrincheraron en una línea ininterrumpida
de casamatas y nidos de ametralladoras; las fuerzas bajaban desde la cumbre
misma de la Cordillera de Aguarague y pasando por el Pilcomayo llegaban hasta
la población de Yacuiba.
El ejército paraguayo envió todo su poderío hacia
Villamontes con el propósito de apoderarse de esa plaza y cortar todo medio de
comunicación del ejército boliviano. ¡Villamontes iba a decidir la guerra!!!
Desde los primeros días de 1935, ambos ejércitos comenzaron
a tomar contacto en escaramuzas aisladas; los unos apresuraban la construcción
de sus defensas y los otros la llegada del grueso de sus efectivos.
La defensa de tan importante plaza boliviana fue encomendada
al coronel Bernardino Bilbao Rioja, el que se preocupó de convertir la primera
línea de defensa, en un baluarte inexpugnable y tan fuerte, que resistió
dieciocho ataques consecutivos de las tropas de Estigarribia sin ceder ni un
solo momento. Todavía ahora puede verse la línea atrincherada con algunos de
sus puestos de combate, los que vistos desde la altura, parecían gigantescos
galápagos prontos a partir en una carrera desenfrenada por el bosque.
Cada cincuenta metros se alzaba un nido de ametralladoras y
entre cada nido, la trinchera estaba erizada de puestos individuales para los
fusileros y los metrallistas; los cobertizos fueron construidos con troncos
recios de árboles y disimulados con ramas, malezas y tierra donde crecía la
hierba delante de estas defensas.
El campo estaba cubierto de alambradas de púa, de pozos y
estacadas para detener los asaltos y delante de todo esto, el campo de tiro
completamente libre de árboles, ofrecía un terreno ideal para la visibilidad
del adversario.
Durante el largo asedio a Villamontes, esa línea llamada “el
velo”, se convirtió en una verdadera “Línea Maginot”, con calles subterráneas,
jardines cultivados y habitaciones amuebladas, con muebles hechos por los
soldados en sus largas horas de espera…
EL 20 DE FEBRERO.
Desde mediados de febrero arreciaron los encuentros entre
ambos ejércitos combatientes, las fuerzas paraguayas atacaban incesantemente en
operaciones de sondaje, tratando de descubrir un lugar débil y arremeter por
allá, romper la línea e irrumpir en la plaza.
Los servicios secretos bolivianos anunciaron que entre el 18
y 20 de febrero se llevaría a cabo un ataque monstruoso, con la intención de
definir la guerra. El coronel Bilbao reforzó los sectores de mayor peligro y
esperó con calma que se produjera el ataque. (El aviso provino desde Buenos
Aires y como otras anteriores informaciones, fue proporcionado por uno de los
dos eficientes oficiales argentinos al servicio de la Legación boliviana,
quienes ocupaban puestos claves dentro del Estado Mayor argentino que
planificaba las operaciones militares paraguayas. Nota del transcriptor).
Nadie durmió la noche del 19 en las líneas; ¿cómo iban a
hacerlo si estaban en el cráter de un volcán cuyas entrañas ya bramaban
estremecidas?
¡Las cuatro de la mañana!!!
El horizonte era una pálida pincelada de luz entre el
follaje de la selva, tras el silencioso armonioso de la noche, de improviso comenzó
a estremecerse el monte, sacudido por un fuerte fuego de hostigamiento que
partía de las líneas paraguayas: las ametralladoras tableteaban inclementes y
su fragor arreciaba de momento en momento, hasta confundirse con el ronco
acento de los obuses lanzados desde el corazón de la selva se abrían paso en la
claridad lechosa del amanecer y en ambos campos su bramido se confundía con los
ayes lastimeros de los heridos, mientras los bólidos de los morteros amasaban
la tierra inocente con las entrañas sangrantes y la carne tierna de los
combatientes.
El sector más fuertemente amagado era el del subteniente
Méndez Arcos, del Regimiento Campos 6 de Infantería.
Los morteros, los obuses y las ametralladoras paraguayos
vomitaban la muerte en una ola feroz e inmisericorde, con tal ímpetu que pronto
vencieron la resistencia de los defensores y en el lindero del campo de tiro
aparecieron los soldados de uniforme verde olivo, irrumpiendo al grito de:
¡Huija! IHuija! ¡Viva la patria!
En vano los nidos de ametralladoras segaron a los atacantes,
porque a los que caían sucedían otros, otros y otros.
!Huija! ¡Huija! ¡Viva la patria!
Y así, millares de hombres tomaron la trinchera, rompiendo
por primera y única vez un sector del campo atrincherado de Villamontes, en una
profundidad de un kilómetro, porque los defensores lograron rehacerse
prontamente y formar un bolsón defendido por fuerzas frescas.
Cuando después del combate se hizo un recuento de los
efectivos, el comando de regimiento comprobó que faltaba toda una compañía
comandada por el subteniente Félix Méndez Arcos; toda ella, incluida a su
comandante había quedado en el campo de batalla o había sido hecha prisionera.
Como este último no era posible, se evidenció que todos
habían muerto en sus puestos razón por la cual el Comandante de Regimiento
dictó la siguiente Orden del Día:
“ESTE COMANDO Y CON LA MANO EN LA VISERA, SE INCLINA
REVERENTE ANTE LA SECCIÓN DEL SUBTENIENTE FÉLIX MÉNDEZ ARCOS, POR SU HERÓICO
SACRIFICIO EN DEFENSA DEL SECTOR, EN LA MAÑANA DE HOY”.
Ni uno sólo de la “Sección de Hierro” había regresado del
combate.
LOS CADÁVERES.
Y durante un mes, día a día, momento a momento, la
artillería boliviana bombardeó el bolsón donde se hallaban las fuerzas
paraguayas.
Al amanecer del 16 de marzo, tras una operación minuciosa,
se inició la operación de rescate y rectificación de la línea. Al atardecer se
logró la reconquista del bolsón y la línea tomó su trayectoria anterior.
Cuando la calma retornó al campamento, se nos dio el aviso
de que los treinta y tres componentes de la Sección de Hierro estaban allá, en
el campo, insepultos, atestiguando su comportamiento heroico.
Fuimos a comprobarlo y efectivamente, allá estaban esos
treinta y tres valientes, llenando la selva con la terrible carcajada de sus
mandíbulas abiertas y descarnadas;: reían y reían; jamás mi corazón escuchó
carcajadas más atroces y terribles…
Y allí, ante nuestros ojos estaban esqueléticos: uno se
hallaba acurrucado dentro de su puesto de combate con sus manos aferradas al
fusil que todavía sujetaba con sus dedos descarnados. Otro que seguramente
estaba de pie cuando la bala lo abatió y le perforó el cráneo, permanecía con
los dientes mordidos y los puños crispados; los había de bruces, tendidos de
costado, en todas las posiciones en que los sorprendió la muerte.
Presos de respeto, silenciosos, avanzamos como a unos
cincuenta metros de las trincheras que escenificaron la epopeya y nos detuvimos
ante otro cadáver: era el del centinela, en cuyo bolsillo se halló el tesoro de
su nombre: EMILIANO COLQUE.
Y al regresar pasamos por en medio de un reguero de tumbas
paraguayas, en una hilera paralela a las trincheras bolivianas; las cruces
ortodoxas con las que los paraguayos señalaban sus sepulturas, abrían la piedad
inútil y silenciosa de sus brazos; todas eran toscas y humildes, una sola
blanca, de mayor tamaño que las otras, tenía escrito el INRI en el brazo
superior y en el más largo, de abajo, en letras de fuego decía:
“Soldado Clemente Hermosilla, falleció el 20 de febrero de
1935.- RI 3 “Corrales”, II Batallón, Compañía.- Pueblo Aregua. Q.E.P.D.”.
Las demás tumbas eran anónimas y sin embargo, los que se
pudrían debajo, fueron tan hombres como este otro, como Hermosilla.
Un poco más abajo, a la izquierda, el cadáver de Méndez
Arcos completaba el cuadro.
Pocos días después fueron recogidos a La Paz.
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