LAS HUELLAS DE GERMÁN BUSCH


Por: Darwin Pinto / Artículo originalmente fue publicado en El Deberde Santa Cruz.

Germán Busch atendió bellaco y locuaz a los invitados para la cena en su casa; tomó, cantó, tocó la guitarra, bailó con su mujer, le tiró piropos y habló con amigos muy queridos, pero después de la fiesta, esa madrugada mientras revisaba el despacho presidencial en el estudio de su casa recibió un tiro en la cabeza.

A las 5 am, tras despedir a los últimos invitados, algo indispuesto por unos anónimos en Cochabamba y porque esa tarde le habían sacado un diente sin anestesia, entró al estudio para trabajar, pero lo siguieron quienes serían los únicos testigos de los hechos en esa madrugada maldita: su cuñado, el coronel Carmona, y su concuñado, el mayor Goitia. A Busch no le gustó: ¿Por qué no me dejan solo?

Tras el tiro tumbó la cabeza sobre el escritorio mirando a la derecha, hacia el lado de Carmona, quien en sus declaraciones, ante la Fiscalía, diría que con Goitia trataron de quitarle su pistola Colt para que no se matara, pero no pudieron. Es decir, Busch sentado venció a dos recios ex combatientes del Chaco que forcejeaban para quitarle el arma que sostenía con una mano, los engañó (suéltenme, ya estoy calmado) y se voló la madre. También es difícil pensar que alguien haya dado una fiesta en su propia casa con su arma en la cintura.

Según la bibliografía consultada, Carmona declara que tras el tiro tomó la Colt que había caído al suelo y la puso sobre el escritorio, algo muy conveniente para explicar sus huellas en el arma homicida. Luego Goitia se desmayó como si nunca hubiera visto a un hombre agonizante. Todo tan extraño.

El coronel Busch tenía 35 años al morir, había dado tres golpes de Estado sin derramar sangre; la Asamblea Nacional lo había convertido en Presidente a los 33 años, el más joven. Dos meses antes de su muerte había asumido la dictadura como única forma de enfrentar a los Barones del Estaño que lo atacaban a través de sus sirvientes: partidos tradicionales que habían cambiado territorio por libras esterlinas e intelectuales a sueldo que escribían saetas venenosas contra Busch, quien sabía pelear de frente, pero no estaba listo para las sutilezas miserables de la sucia politiquería altoperuana.

Amanecía el 23 de agosto de 1939 y ese sol de invierno alumbraba el magnicidio más trascendente de la historia de un país marcado por la violencia política, en donde Busch no era ni el primero ni sería el último gobernante muerto en el poder. Antes, Melgarejo había matado a Belzu delante de todo el mundo, y después una turba había colgado a Villarroel en aquel faro de plaza Murillo. A diferencia de los otros, Busch fue herido de muerte en su casa tras nacionalizar las divisas mineras de los Barones del Estaño. Había enfadado a los dueños de Bolivia y lo sabía.

La versión oficial dice que se suicidó y listo. Una versión a la que se llega casi sin investigación policial, ya que al día siguiente de los hechos el jefe de la Policía fue destituido, confinado a Charagua y reemplazado por un subteniente.

Que Busch salga vivo de una guerra de 90 mil muertos y se mate siendo presidente, no es muy lógico. Tenía muchas razones para estar vivo: era presidente, padre de tres hijos y una cuarta en camino; admirado por el pueblo (no hubo entierro más multitudinario que el suyo), pagaba su casa con un crédito (tenía el sueño de un hogar), era joven y estaba en el lugar ideal para conseguir su anhelo: la independencia económica de Bolivia.

Por otro lado, tenía enconados enemigos por las medidas impuestas en su gobierno (1937-1939) como la creación del Banco Minero, el primer Código de Trabajo, la Constitución del 38; la abolición de la esclavitud, las regalías del 11%, la vinculación férrea de Santa Cruz con Brasil y Argentina, la firma de la paz con Paraguay, quien debió devolver a Bolivia 20.000 kilómetros cuadrados (que incluye a Puerto Busch) como condición de paz impuesta por él. Si no, les dijo: “Le echamos de nuevo”, que en camba vernáculo significaba reiniciar la guerra.

Pero la que creo fue la razón de su muerte se dio 66 días antes de esa madrugada fatal. El 7 de junio del 39 nacionalizó las divisas de los barones de la minería y en su discurso de anuncio dejó claro que corría peligro:“Si a causa de esto cae mi gobierno, lo habrá hecho al amparo de una gran bandera”. Tal vez pensó que sólo lo derrocarían, no tomó en cuenta la amenaza del barón Hochschild cuando dijo que, “puede que Busch me haya perdonado, pero yo no lo perdono a él”. Germán había ordenado fusilarlo por traidor, pero luego anuló la orden. No es poco que te amenace así uno de los tres amos del país.

Germán dejó salir de su boca un gruñido que ya no era de este mundo mientras agonizó por 9 horas en el hospital General antes de morir. A las 6 am, cuando Enrique Baldivieso que había sido su vicepresidente llegó a Palacio para hacerse cargo, halló un nuevo gobierno presidido por el general Quintanilla, cuya primera medida fue, sí señores: devolverle a los Barones las divisas mineras. Si esto no es lo que parece, entonces no sé qué es.

Germán Busch es el presidente más enigmático de nuestra historia y aunque sus medidas fueron revertidas, su semilla brotó poderosa con la revolución del 52, impulsada por colaboradores suyos como Carlos Montenegro o Víctor Paz, revolución que transformó al país para siempre y que el 9 de abril cumplió 67 años.

Hoy en el lugar donde estuvo la casa de Busch se levanta un hospital psiquiátrico, un acto de justicia poética, de ironía del destino o de metáfora cruel que pinta de cuerpo entero al acto de locura e impunidad que un amanecer de agosto sucedió allí.

Disponible: https://www.eldeber.com.bo/opinion/Las-huellas-hondas-del-centauro-del-Chaco-20190412-0016.html

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