Imagen: Soldados bolivianos en la guerra con Chile.
Por: GUSTAVO RODRIGUEZ OSTRIA /
RABONAS: LAS MUJERES VAN A LA GUERRA DEL PACIFICO (PRIMERA PARTE)
Las narrativas sociales y las crónicas de guerra que aluden a las tropas bolivianas y su permanencia en Tacna y el sur de Perú en 1879-1880, no describen al numeroso componente femenino que precedía o, en su caso, se apostaba detrás de la tropa en marcha: “Las rabonas”.
La tropa boliviana que marchó a los campos de batalla del sur peruano era una estructura compleja, una suerte de columna móvil que se desplazaba por los campos hacia las batallas. La presencia masiva de las mujeres y sus familias, quienes estaban fuera de su mando y alcance jerárquico directo, pintaban al Ejército con las características de una tropa de familia. Las “rabonas” —llamadas así porque iban a la cola o rabo de la columna castrense— fueron una pieza vital para que la armazón militar funcionase. Se trataba de una práctica antigua que puede registrarse incluso en los ejércitos de la época colonial. Ellas cumplieron un rol fundamental en el cuidado, aprovisionamiento y cocina de la tropa. Recorrían las campiñas aledañas, para conseguir por cualquier medio, por las buenas o las malas, alimentos y sustento vegetal y animal para sus familias. Se trasladaban a pie con sus bártulos y su familia,toda tentativa de dispersarlas o prohibir su presencia fue inútil; sin ellas se decía que las deserciones y el descontento aumentaban por lo que los altos jefes castrenses no tenían otro remedio que tolerarlas y en su caso agasajarlas, quizá a regañadientes.
Convivían junto a sus compañeros en los precarios campamentos militares, compartiendo miserias, temores, amores, recriminaciones y alegrías. Pese a su estratégico rol para el funcionamiento de la organización armada, no figuraron en los partes ni registros militares oficiales, de modo que su número y sus nombres se han hundido en el torbellino del tiempo.
Esposas, amantes o hijas de los combatientes en su gran mayoría eran mujeres indígenas y mestizas de habla quechua y aimara, pertenecientes a los sectores más pobres y excluidos de la aristocrática sociedad boliviana. Ellas financiaban sus actividades con los “socorros” (adelantos diarios) de sus compañeros. Para ganar unos centavos oficiaban de vendedoras callejeras, sentadas en calles y parques, como era frecuente en Bolivia, pero no en Tacna donde perturbaban el tránsito urbano.
A diferencia del Ejército peruano que disponía de una logística centralizada y una cocina para alimentar diariamente a sus integrantes, el de Bolivia no contaba con Intendencia ni “rancho” común y se dejaba que cada oficial o soldado resolviera por su cuenta cómo y qué llevarse a la boca, y por tanto dependía de su “rabona”. Ellas hallaron modos y astucias para relacionarse y regatear con comerciantes locales y extranjeros. Acudían a sus tiendas de “La Recoba” o se movilizaban al puerto de Arica y la zonas rurales aledañas con el mismo objetivo. Cocinaban usando la “salvajina” o Siempre Viva, una planta rastrera—en verdad la única que crecía en el desierto— venciendo la sequedad de los arenales que se extienden en las agrestes alturas de la ciudad. Probablemente utilizaban también excremento seco de llamas, mulas y caballos. Si tenían suerte se procuraban ramas y palos, pero en general la madera era cara y relativamente escasa en la zona. Con cualquier recurso sus marmitas y ollas se calentaban para disponer de alimento o alguna infusión siempre lista y a temperatura conveniente.
Así lograban que durante todo el día y la noche las fogatas ardieran en los campamentos que lucían a la distancia como tintineantes estrellas.
Las “rabonas” preparaban alimentos para su compañero de vida y si sobraba lo ofrecían al resto de la tropa. Otras en cambio oficiaban de “vivanderas” especializadas que se dedicaban casi exclusivamente a vender sus platos y bebidas a sus clientes o “aparceros” para ganarse unos pesos. Los platos más solicitados y degustados eran las espesas “laguas” y “chairos”, “ranga-ranga”, “chupes”, “cuatro cosas”, “posckoapi”, “sajrahora” y los asados de pescado como de carne vacuna; esta última llegaba de los valles cercanos o en recuas traídas desde el norte argentino.
LAS RABONAS EN LÍNEA DE COMBATE EN EL SUR DEL PERÚ (1879 1883) / Parte II.
Las “rabonas” (y las “vivanderas”) fueron piezas fundamentales en la armazón logística del Ejército de Bolivia, que se desplazó a la ciudad Tacna y el sur del Perú. Una parte, cuyo número no es posible determinar, se asentó en Tacna y los valles de sus alrededores, pero otras acompañaron a sus compañeros a recónditos y desolados lugares como el pequeño puerto de Pisagua, rodeado de arena y mar. Cuando Chile inició su ofensiva terrestre y el 2 de noviembre de 1879 tomó este puerto peruano se hizo de casi un medio centenar de prisioneros bolivianos, pero también prisioneras entre las “rabonas”, quizá un quinteto que no lograron huir porque sus compañeros estaban heridos. Ellos y ellas fueron trasladados a Copiapó, en pleno desierto de Atacama. Allí podían moverse con independencia, pero sin salir de sus límites. Permanecerían hasta octubre de 1885, cuando varias mujeres fueron liberadas. Gregoria Arce de Cochabamba y su hija, no se sabe si procreada en cautiverio o antes. Damiana Vargas y Eulalia Peña viudas de soldados del batallón boliviano “Victoria”, cuyos compañeros murieron en Copiapó. Lo propio ocurrió con Manuela Díaz, viuda de un soldado del “Independencia”. Todas oriundas de Cochabamba.
¿Participaron las “rabonas” en el combate, armas en ristre? No hay datos que lo confirmen. No fueron pues similares a las “soldaderas” en la revolución mexicana de 1910. Una excepción pudo ser la “fiera” Claros oriunda de Cochabamba, compañera de un sargento, la que pidió al presidente Hilarión Daza, un arma para acompañar a la columna. Daza accedió y le otorgaron un fusil y un puesto en filas. Nada más se sabe de ella, pero de seguro se replegó desde Camarones, y sin combatir, con el resto de la tropa en noviembre de 1879.
Lo ocurrido en las alturas de Tacna el 22 y el 26 de mayo de 1880, permite observar el comportamiento de estas mujeres al filo del combate. Durante el primer día, en una pequeña escaramuza de cañoneo, según el testigo Manuel Claros: “Una vivandera Lorenza (cochabambina) había venido a fila del combate, a vender panes, cigarros, fósforos, etc. Allí estaban comprando cigarros dos (soldados) cuando la bomba cayó al extremo de la pollera de la mujer, enterrándola con una columna de tierra; ésta restregándose los ojos decía en quichua: “señor tome su medio de cambio”
Cuatro días más tarde, la gran batalla, el joven subteniente Daniel Ballivián del “Colorados” narró la emotiva presencia de una “rabona”, mientras las balas de cañón llovían peligrosas sobre las posiciones peruano-bolivianas. Ella, como todos los días, llevaba alimento al campamento. “Era la del sargento Olaguibel, que llegaba con una ollita de barro con las puntas del paño en que iba envuelta. Venía desde Tacna trayéndoles su almuerzo a su compañero. Después de saludarse, la mujer procedió sin dilación a vaciar en un plato el contenido de la olla, mientras el sargento aprisionaba en sus robustos brazos al niño que besaba y acariciaba con ternura. Cuando le hubo alcanzado el plato colmado de un sustancioso chairo, la rabona tomó, a su vez, al niño en un brazo sujetando al mismo tiempo el rifle del hombre con la mano que quedaba libre. Terminado el almuerzo, hombre y mujer se confundieron en un estrecho abrazo de despedida, después del cual ella volvió a presentarle al niño para que lo besara por última vez y echándoselo en seguida a la espalda cogió el lio(atado) con una mano y emprendió rápidamente viaje de regreso a Tacna”.
Concluido el combate, como a las 15 horas, y replegadas las vencidas tropas boliviana-peruanas, más tarde y los días siguientes, las “rabonas” de sectores populares volvieron al ensangrentado campo dominado por Chile a buscar a su gente. Ignacia Zeballos de la Cruz Roja de Bolivia, las describió con tristeza: “Mujeres vestidas con mantas y polleras descoloridas, algunas cargando una criatura en la espalda llevando un niño en la mano, circulaban entre los cadáveres; encorvadas buscando al esposo, al amante o quizá al hijo, que no volvió a Tacna. Guiadas por el color de las chaquetas, daban vueltas a los restos humanos y cuando reconocían al que buscaban, caían de rodillas a su lado”.
Las “rabonas” eran, sin duda, compañeras de vida y muerte.
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