LAS DOS CARAS DE LA MONEDA INDEPENDENTISTA LOS EJÉRCITOS AUXILIARES ARGENTINOS

 


Por: Ricardo Ávila Castellanos.

El primer Ejército Auxiliar, al mando del jurista Juan José Castelli, antiguo estudiante en la Universidad de “San Francisco Xavier”, después de haber vencido a los peninsulares en la batalla de Suipacha, ingreso a Potosí en noviembre de 1810 a paso triunfal, pues los montoneros y los patriotas urbanos habían liberado Chuquisaca, Potosí, Cochabamba y La Paz. Los argentinos fueron recibidos, entusiastamente, por sus amigos y partidarios alto-peruanos. Potosí era entonces una ciudad con muchos godos, propietarios de minas y negocios comerciales. Castelli quiso vengar a Murillo y sus compañeros y mando ejecutar al Presidente de la Audiencia, Nieto, al Intendente de Potosí, Francisco de Paula y Sanz y al general realista José de Córdova. La reacción utilizo este hecho para desprestigiar a los auxiliares y estos aumentaron el caudal del descrédito, con abusos callejeros contra los ciudadanos del común. Castelli, que era de ideas radicales, paso a Chuquisaca donde dicto varias reformas políticas y sociales avanzadas, ordenando la liberación de los indios y la terminación del pongueaje, en lo que fue un precursor de Bolívar y de la Reforma Agraria de 1953. Pero, en un medio de españoles y criollos que vivían de la servidumbre gratuita, sus ideas cayeron mal. Luego al llegar a La Paz, Castelli y Monteagudo ignoraron los preceptos rituales de la Semana Santa de 1811, pasando por ateos.
El armisticio que el ejército argentino pactó con Goyeneche, de 40 días, no fue observado por ni uno ni por otro. En Guaqui, los auxiliares fueron derrotados por los realistas en toda la línea, comenzando el repliegue de los perdidosos hacia Chuquisaca y Potosí, donde los resentimientos contra ellos ya eran fuertes. En agosto, hubo un incidente sangriento, por lo que los expedicionarios abrieron fuego contra los potosinos, los que también se armaron y produjeron una pequeña guerra civil, en la que los argentinos fueron prácticamente masacrados y terminaron con más bajas que en Guaqui: 150 soldados argentinos perecieron en las calles de Potosí. La falta de tacto de Castelli daba el fruto amargo de la desunión entre los patriotas.
El colmo de la provocación tonta a los altoperuanos llegó cuando el Comandante auxiliar, en ausencia del jefe, Juan Martín de Pueyrredón, luego de haber intentado la reconciliación, opto por pedir cuatrocientas mulas con las que se llevó los caudales de la Casa de la Moneda, entre gallos y medianoche.
Las tropas de Goyeneche tomaron el Alto Perú y el General Pío Tristán llego hasta Salta y Jujuy y quiso apoderarse de Tucumán. La defensa argentina, a cargo del General Manuel Belgrano derroto a los españoles, en tierra salteña, en febrero de 1813. Ante la derrota, Goyeneche evacuo Potosí y se replegó al norte.
El general Belgrano, al perseguir a los realistas del virreynato de Lima, ingreso en el Alto Perú. Sus hombres formaron el segundo Ejército Auxiliar argentino.
Belgrano, con gran inteligencia, se comportó en Potosí en forma correcta y sus soldados evitaron los abusos y destemplanzas. Las heridas del pasado se restañaban. El nuevo comandante de las fuerzas armadas realistas, sucesor de Goyeneche, Joaquín de la Pezuela, consideró que la mejor defensa era el contra-ataque y resolvió dirigirse al sur para presentar batalla. El segundo de Belgrano, Díaz Vélez, pidió a los montoneros que cooperaran y Padilla estuvo en Vilcapujio con muchos indios voluntarios. Pezuela ganó la batalla y consolidó su victoria en forma aplastante en Ayohuma (o Ayoma), en noviembre de 1813.
Los desbandados se recluyeron en Potosí, siendo bien recibidos por la población. Belgrano, para aligerar su impedimento en el retorno a las Provincias Bajas, repartió sus víveres entre la gente pobre de la ciudad, pero, en el momento de la salida, Díaz Vélez quedó encargado de un plan insensato, que destruiría todo el prestigio del Segundo Ejército Auxiliar; la voladura de la Casa de la Moneda, impedida a último momento por un vecino: otra vez la brecha entre argentinos y altoperuanos quedó abierta.
El ejército realista llego hasta el norte argentino, donde el General José de San Martín derrotó a Pezuela en la batalla de Tucumán. En 1815 cobraron auge y se generalizaron las guerrillas en Charcas, llegando a su climax ofensivo, poder y extensión, en 1816, año en que las fogatas de los cerros, las señales de humo, el anuncio de los pututus y el japapeo de los guerrilleros (una especie de grito ululante, como el de los pieles rojas), abarcaban de la cordillera al valle y del valle al llano, en la más vasta insurrección rural desde 1781.
El General José Rondeau quedo encargado de conducir el tercer Ejército Auxiliar Argentino hacia el Alto Perú. En abril de 1815, los argentinos derrotaron a los realistas cerca de La Quiaca, en Puesto del Marques, pero el General Rondeau, a quien sus tropas llamaban “buen José” y “mamá”, que todo lo permitía, no persiguió al enemigo. Tampoco tenía con quien hacerlo, pues sus hombres se hallaban con frecuencia ebrios. Pezuela y su lugarteniente, Pedro Antonio de Olañeta, retiraron sus fuerzas hasta Oruro. Los montoneros ocuparon Potosí y Chuquisaca, recibiendo cordialmente a los argentinos. Otra vez la debilidad de Rondeau consintió en que sus hombres se entregaran al abuso.
En La Plata, se reunió una asamblea popular y un nuevo Cabildo, eligió a Manuel Ascencio Padilla como jefe militar y civil de la capital y las provincias. Padilla encargó las labores de jefe civil al ciudadano patriota Juan Antonio Fernández, pero, Rondeau desconoció a la nueva autoridad, designando, por su parte, al Coronel Martín Rodríguez. En Potosí se constituyó una Comisión de Recuperación, que se ocupó de ubicar y confiscar las alhajas y las monedas de plata de los habitantes, pretextando que eran bienes de emigrados realistas, con lo que se cometieron graves injusticias y se abrió paso a una desenfrenada corrupción de los oficiales argentinos encargados del acopio.
Martín Rodríguez y su gente se dedicaron a esta lucrativa cacería de dinero y artículos suntuarios para su propio provecho, en La Plata, avivando fuertemente los rescoldos del pasado y originando nuevas vaharadas de repudio a los auxiliares. Además, Rodríguez que, fuera de deshonesto, tenía una ambición carente de olfato político, se lanzó a ejecutar un sainete de mal gusto: obligó a la Intendencia de Chuquisaca a proclamar el sistema federal de las provincias del Río de la Plata y se auto-nombró Supremo Director de la Federación. Tuvo que ser depuesto, y en su lugar, trajo la tranquilidad Juan Antonio Fernández.
Durante siete meses, las fuerzas argentinas remolonearon en preparativos de nunca acabar. Esta pérdida de tiempo de los patriotas fue utilizada magníficamente por los españoles, que se alistaron de modo puntual. Rondeau se decidió, al fin, a atacar, y luego de festejos de despedida, sus soldados salieron hacia el norte completamente ebrios. Pezuela ganó la partida en Venta y Media, y cuando los argentinos viraban hacia Cochabamba, los realistas los sorprendieron cerca de esta última ciudad, en Sipe Sipe, el 29 de noviembre de 1815, terminándolos sin atenuantes. Se considera este descalabro como el peor de todos los sufridos por los Ejércitos Auxiliares que llegaron al Alto Perú. Rondeau logró escapar con dos o tres de sus compañeros, siendo la desbandada general de los sobrevivientes. Así, terminó deslucida y sin gloria, la intención de los criollos de las provincias bajas de liberar a las provincias altas.
Ningún documento tan descarnado en su sinceridad y tan revelador en su franqueza, como las Memorias del general argentino José María Paz, quien acudió al Alto Perú, siendo joven oficial, a órdenes de Belgrano y Rondeau. El relato está lleno de colorido y el pundonoroso militar no vacila en hacer severos juicios sobre la conducta de sus compañeros de armas. Rememorando la retirada después del combate de Ayohuma, cuando por poco, él y su hermano terminan lanceados por el enemigo que les pisaba los talones, reflexiona Paz:
“No puede menos de contristarse la imaginación de un argentino y de un soldado de los primeros años de la guerra de la independencia, considerando lo poco que han servido para su país y para esos mismos soldados aquellos sacrificios y ver que solo sirvieron para allanar el camino a otros guerreros más afortunados y facilitar su carrera a los Santa Cruz, a los Gamarra y otros muchos que hicieron la guerra más obstinada a esa misma Independencia, de que ahora son los grandes dignatarios y los verdaderos usufructuarios, mientras que los más antiguos y los más leales soldados de la gran causa de América arrastran una penosa existencia en la oscuridad, la proscripción, la miseria y el olvido”.2
Y más adelante, al recordar una de las pocas acciones felices del ejército que comandaba Rondeau, la del Puesto del Márquez, Paz señala sin embargo, condolido:
“Nunca he visto, ni espero ver un cuadro más chocante ni una borrachera más completa. Como indique más arriba, los licores abundaban en el campo enemigo; y el frío, la fatiga de la noche antes, las excitaciones de todo género convidaban al abuso, que se hizo del modo más cumplido. Debo hacer justicia a los oficiales, pues, con pocas excepciones, no se vieron excesos en ellos.
“En las inmediaciones de La Quiaca, tres o cuatro leguas del Puesto del Márquez, había otro cuerpo enemigo, cuyo número no sabíamos y que no hizo sino presentarse en las alturas, para servir de apoyo y reunión a los fugitivos. Es probable que si doscientos hombres nos atacan en aquellas circunstancias, nos derrotan completamente. Los nuestros, a la presencia lejana de aquella fuerza, volvieron al Puesto del Márquez, en el mismo desorden que habían perseguido. Vueltos al campo, siguió la embriaguez, y cuando llegó el ejército, que serían las nueve o diez de la mañana, parecía más una toldería de salvajes que un campo militar.
“Dispénseme la acritud con que me expreso, porque ese día ha sido uno de los más crueles de mi vida. Veía en perspectiva todos los desastres que luego sufrió nuestro ejército, y las desgracias que iban de nuevo a afligir a nuestra patria. Era yo joven, era un simple capitán, y el interno que tomaba en el éxito de la guerra y de la gloria de nuestras armas, era una pasión ardiente que me agitaba. Mi compañía estaba de servicio, y como, aunque se había desorganizado también, no había participado tanto en el desorden, quizá por haber ido en la reserva, si no fue algo por mi constante cuidado, pudo dar las guardias avanzadas que se establecieron a nuestro frente. El servicio se relevaba por las tardes y a la hora de la lista reclamó con exigencia que fuese otra compañía a mudar a la mía, pero aún a esa hora los vapores alcohólicos no se habían enteramente disipado y no se podía emplear a unos hombres que con trabajo se sostenían en pie. Como yo repitiese mis reclamaciones al teniente coronel, coronel graduado Balcarce, se exasperó al fin y se denegó con amargura. Comprendí que el participaba de mis sentimientos, aunque los guardaba en su interior”.3
Prosigue Paz, en otra parte de su Diario, al referirse a la derrota sufrida por los patriotas en Venta y Media, cuando los restos del ejército argentino perseguido por Pezuela, huían a Chuquisaca, en medio de una “espantosa nevada” lo que les salvó de su aniquilación completa:
“Yo en un estado de bastante postración a causa de mi herida, tuve que ser de los primeros. Se me instó para que fuese a Chuquisaca y lo rehusé obstinadamente, conducido por un excesivo pundonor. Muchos jefes que con el mayor escándalo llevaban concubinas, tuvieron también que hacerlas adelantar con los bagajes; de modo que se vio el estrecho camino que seguíamos atrabancado de enfermos, de carga, de equipaje y de mujeres de distintos rangos (permítaseme la expresión) a que Servían y acompañaban escogidas partidas y soldados. La primera Jornada, después que salimos de Chayanta, fue en un lugarejo miserable de donde apenas había dos o tres ranchos, que estaban, cuando llegué, atestados de gente y cuando pedí víveres y forrajes para mis cabalgaduras, me contestó el indio encargado de suministrarlos, que no los había, porque todo lo habían tornado los soldados que traía la coronela tal, la teniente coronela cual, etc. Efectivamente vi a una de estas prostitutas, que además de traer un tren que podía convenir a una marquesa, era servida y escoltada por todos los gastadores de un regimiento de dos batallones y las demás, poco más o menos, estaban sobre el mismo pie. Esto sucedía mientras los heridos y enfermos caminaban, los más a pie, en un abandono difícil de explicar y de comprender”. 4
La batalla de Sipe Sipe hizo eclosionar el descontento de los guerrilleros, que ayudaron con hombres, armas, bagajes y cabalgaduras a Rondeau, el que luego de incorporar a los irregulares a sus regimientos había desparramado a los jefes de las republiquetas, para que no le hicieran sombra. Si antes las ciudades se volcaron contra Castelli y Belgrano (en menor grado contra este último, que fue el mejor de los jefes argentinos), ahora el campo se sublevaba contra Rondeau.
Este oficial escribió un oficio a Manuel Ascencio Padilla desde la Plata, por donde pasó de retorno a sus lares, el 7 de diciembre de 1815 en el que le pedía “redoblar sus esfuerzos para hostilizar al enemigo”. Expresando el resentimiento de los combatientes altoperuanos Padilla le contestó en tono fuerte el 21 del mismo mes, planteando por primera vez la autonomía de las provincias altas. Esta notable carta constituye uno de los documentos fundamentales del separatismo altoperuano.
Por la importancia que tiene para la historia ulterior, en cuanto revela ya una nueva mentalidad de los jefes guerrilleros altoperuanos, vale la pena conocer párrafos de la carta de respuesta:
“Señor General:
En oficio de 7 del presente mes, ordena usted hostilice al enemigo de quien ha sufrido una derrota vergonzosa: lo haré como he acostumbrado hacerlo en más de 5 años por amor a la independencia, que es la que define el Perú, donde los peruanos privados de sus propios recursos no han descansado en 6 años de desgracias, sembrando de cadáveres sus campos, sus pueblos de huérfanos y viudas, marcados con el llanto, el luto y la miseria: errantes los habitantes de 48 pueblos que han sido incendiados; llenos los calabozos de hombres y mujeres que han sido sacrificados por la ferocidad de sus implacables enemigos: hechos el oprobio y el ludibrio del Ejército de Buenos Aires, vejados, desatendidos sus méritos; insolutos sus créditos y en fin el hijo del Perú mirado como enemigo, mientras el enemigo español es protegido y considerado: Si señor, ya es llegado el tiempo de dar rienda suelta a los sentimientos que abrigan en su corazón los habitantes de los Andes, para que los hijos de Buenos Aires hagan desaparecer la rivalidad que han introducido, adoptando la unión y confundiendo el vicioso orgullo, autor de nuestra destrucción.
... La justicia de nuestra causa y nuestros sacrosantos derechos, vivifican nuestros esfuerzos y nivelan nuestras operaciones contra esta generalidad de Ideas. El gobierno de Buenos Aires manifestando una desconfianza rastrera ofendió la honra de estos habitantes, las máximas de una dominación opresiva como la de España, han sido adoptadas con aumento de un desprecio insufrible; la prueba es impedir todo esfuerzo activo a los peruanos, que el ejército de Buenos Aires con el nombre de auxiliador para la patria se posesiona de todos estos lugares a costa de la sangre se sus hijos, y hace desaparecer sus riquezas, niega sus obsequios y generosidad.
“Los peruanos a la distancia solo son nombrados para ser zaheridos. ¿Por qué haberme destinado al mando de esta Provincia amiga sin los soldados que hice entre las balas y los fusiles que compre a costa de torrentes de sangre? ¿Por que corrió igual suerte el benemérito Camargo mandándolo a Chayanta de Sub-delegado dejando sus soldados y armas para perderlo todo en Sipe-Sipe? ¿Olvídase muy en buena hora el empeño del Perú y sus revoluciones de tiempos inmemorables para destruir la Monarquía? ¿Si Buenos Aires es el autor de esa revolución, para que comprometernos y privarnos de nuestra defensa? El haber obedecido todos los peruanos ciegamente, el hacer sacrificios inauditos, haber recibido con obsequio a los Ejércitos de Buenos Aires, haberles entregado su opulencia, unos de grado y otros por fuerza, haber silenciado escandalosamente saqueos, haber salvado los ejércitos de la patria ¿son delitos? ¿A quienes se debe el sostén de un Gobierno que el se acuchilló? ¿No es a los esfuerzos del Perú que ha entretenido al enemigo, sin armas por privarle de ellos los que se titulan sus hermanos de Buenos Aires?
“Y ahora que el enemigo ventajoso inclina su espada sobre los que corren despavoridos y saqueando, ¿debemos salir nosotros sin armas a cubrir sus excesos y cobardía? Pero nosotros
somos hermanos en el calvario y olvidados sean nuestros agravios, abundaremos en virtudes.
Vaya usted seguro de que el enemigo no tendrá un solo momento de quietud. Todas las provincias se moverán para hostilizarlo; y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos para que usted vuelva entre sus hermanos. Nosotros tenemos una disposición natural para olvidar las ofensas: quedan olvidadas y presente. Recibiremos a usted con el mismo amor que antes; pero esta confesión fraternal, ingenua y reservada, sirva en lo sucesivo para mudar de costumbre-, adoptar una política juiciosa, traer oficiales que no conozcan el robo, el orgullo y la cobardía. Sobre estos cimientos sólidos levantaría la patria un edificio eterno. El Perú será reducido primero a cenizas que a la voluntad de los españoles. Para la patria son eternos y abundantes sus recursos, usted. es testigo. Para el enemigo esta almacenada la guerra, el hambre y la necesidad, sus alimentos están mezclados con sangre y, en habiendo unión, para lo que ruego a usted. habrá Patria.
“De otro modo los hombres se cansan y se mudan. Todavía es tiempo de remedio: propende usted a ello si Buenos Aires defiende la América para los americanos y sino... Dios guarde a usted muchos años.
Laguna, Diciembre 21-1815
Manuel Ascensio Padilla 5
El llamado “cuarto” ejército auxiliar argentino, fue en puridad, un destacamento comandado por el Coronel Gregorio Araoz de La Madrid, cuya temeridad no iba pareja a su pericia. Sin embargo, obtuvo en la Tablada, cercanías de Tarija un espléndido triunfo sobre el gobernador español Mateo Ramírez y su segundo el Cnl. apellidado Malacabeza, atrincherados en la villa. La Madrid contaba con el apoyo incondicional de los guerrilleros tarijeños, Moto Méndez, Francisco de Uriondo y otros varios. La capitulación española, después de feroz combate, se produjo en el campo de las Carreras, en el barrio de la Pampa, el 15 de abril de 1817. Se rindieron tres tenientes coroneles, junto al gobernador Mateo Ramírez y Andrés de Santa Cruz, que después llegaría a ser presidente de Bolivia, 27 oficiales y 274 soldados, con un parque de 400 fusiles, 19 pares de pistolas, 20 sables, 47 lanzas y 5 cajas de municiones.
Alentado por este triunfo, La Madrid, continuó hacia el norte y fue rechazado en La Plata, sufriendo una derrota final en Sopachuí, de donde retornó al cabo de unos meses de aventuras a las provincias bajas.
Ramos Mejía, a quien se ha citado en el capítulo anterior, insiste certeramente en que la revolución fue obra de la multitud, por sobre la impericia o mediocridad de sus jefes:
“Hasta que llegó el general San Martín —escribe— los ejércitos eran únicamente muchedumbres uniformadas que operaban con el instrumento de la sugestión y de su estrategia perturbadora. Suipacha, Salta, Tucumán, que fue, esta ultima como ninguna otra, de singular trascendencia política, no fue la obra del talento militar, sino de la imprevista aparición de ese curioso personaje, que peleaba como nadie lo había hecho hasta entonces.
“Rondeau, la más indigente inteligencia de nuestra historia militar derrotado en Sipe-Sipe, entre otras razones por haber desconocido la naturaleza especialísima de su ejército multitud; Belgrano, el ecuestre bachiller, como le llama Groussac con poco respeto, pero con mucha verdad; el cachafaz de Sarratea, que confundía un canon con un arado y que verosímilmente no distinguió jamás un sable de un paraguas, Balcarce, Ocampo, Díaz Vélez, Alvarez, La Madrid, apenas si eran, en el arte de la guerra, simples analfabetos frente a los veteranos de Bailen y Zaragoza, a quienes vencieron casi siempre por inaudita ironía de la suerte. A ese respecto, todo ello y los demos que figuran vencedores de los mejores ejércitos, son grandes y hasta venerables mas que por el pensamiento, por la acción y el siempre fecundo sacrificio a que se entregaron con una magnanimidad que asombra...
“La revolución argentina, insistiremos en lo que ya dijimos, es la obra más popular de la historia
y la menos personal de toda la América Latina. ¿A quien puede señalarse como encarnándola? ¿Cuál es el providencial cuya ausencia o presencia la haya hecho vacilar o adelantar? ¿San Martín? ¿Belgrano? ¿Guemes? Desaparecieron todos ellos y la revolución siguió su curso imperturbable. El factor personal no es aquí, como en el otro extremo de América, un hecho indispensable. Bolívar es allí genuina encarnación: con él aparece y con las alternativas de su suerte personal, los eclipses y los brillos de su estrella que siguen un paralelismo constante, oscila la suerte y la prosperidad de la revolución”. 6

Los Oficiales del Rey

Se había dicho ya de los caprichos y vericuetos por los que la historia hace jugar a los hombres papeles que no habrían soñado, que incluso habrían abominado; y tal es el caso de los oficiales realistas que sostuvieron la causa del Rey, en el Alto Perú. La guerra enfrentó a dos poderes centrales: el del Virreinato de Lima y el gobierno republicano de Buenos Aires. En esta última capital, en los medios independistas, dominó la tesis de cambiar el lejano poder monárquico de España, por una monarquía nativa o mediante la imposición de algún príncipe europeo que se aviniera a gobernar in situ. El propio San Martín no fue ajeno a esta idea, Los nuevos dirigentes bonaerenses, soñaban con conservar los límites antiguos del Virreinato, pero no en pie de igualdad entre la capital y el interior sino con el predominio de Buenos Aires. La unidad argentina no pudo lograrse sino en 1861, después de prolongada guerra civil y desmembraciones. Antes se había emancipado el Alto Perú y a esa secesión siguieron Paraguay, Uruguay y Tarija, este último departamento que por razones históricas y de afinidad política y geográfica, se sintió siempre vinculado a Charcas. Los herederos de la revolución de mayo de 1809 en Buenos Aires, querían sustituir a los funcionarios españoles pero preservando los privilegios del Virreinato.
En 1815, por ejemplo, el gobierno de Buenos Aires a cargo del director Posadas, envió a Europa a Belgrano y Rivadavia para que propusieran al rey Carlos IV, la institución de un reino en las provincias del Río de la Plata, del que se haría cargo el infante don Francisco de Paula. Carlos IV accedió en principio, pero el resultado de la batalla de Waterloo, que le significaba la pérdida del apoyo de Napoleón, lo llevó a retractarse y apoyar nuevamente a su hijo Fernando VII, quien, según dijo, había mostrado tanto tino para gobernar.
Julio Méndez ofreció en 1888 una interpretación original que no ha sido debidamente considerada por los historiadores: que Bolivia es una creación también de los Goyeneche con Tristán, Pezuela con Ramírez, La Serna con Valdez, Canterac con Olañeta, pues el Alto Perú, según el notable escritor cochabambino, lucho esos años, doblemente: contra-España para dejar de ser colonial, y contra Buenos Aires para dejar de pertenecerle. Y en esa lucha, los oficiales realistas, sin pretenderlo, jugaron un papel notable. Dice Méndez:
“Nadie ha batallado tanto por el Alto Perú como el Gral. Pedro Olañeta. Quien esto escribe le ve tan alto que a Sucre, excepto en la escuela de política interior. Tan alto como a él en calidad de internacionalista, fundador de Bolivia, para quien incorporó Tarapacá en el Pacífico y recuperó Tarija, es decir el Gran Chaco con los ríos Paraguay, Pilcomayo y Bermejo en el Plata. La misma obra de Sucre con más el Litoral de Tarapacá, que entonces comprendía también el de Arica”. 7
Después de Goyeneche y de Pezuela, el comando supremo de los ejércitos del rey en el Alto Perú, cayó en manos del General Pedro Antonio de Olañeta, que era “un archiconservador, de mente estrecha. Rígido, pero de lealtad no vacilante”. El general Olañeta, como absolutista, era más papista que el Papa. El año del auge de las guerrillas (1816) arribaron de España brillantes oficiales de mente abierta, los liberales José de la Serna, José Canterac y Jerónimo Váldez, que ayudaron a sofocar a las Republiquetas. Estos españoles progresistas eran partidarios de la Constitución de 1812, la que no se animó a reconocer la igualdad de derechos de todos los hispanoamericanos ni el derecho a la separación de las colonias, pero que, con todo, era la mejor expresión de las corrientes renovadoras de la península.
Pero cuando se vuelve al planteo de Julio Méndez, quien sostenía que la guerra independista se libró, en el fondo entre dos virreinatos, cada uno de los cuales arrebato al otro una Audiencia: el de Lima, la audiencia de Charcas, el de Buenos Aires, la Audiencia de Chile. El primero hizo realista al Alto Perú, mientras Buenos Aires convertía en Republica a Chile y uno y otro modelo, habrían pervivido, según Méndez en las respectivas nacionalidades. Los principales descalabros argentinos frente a los realistas, empezando por el año 1811, en Guaqui, para concluir en Jujuy en 1821, son Sipe Sipe, Nazareno, Vilcapugio, Ayuhuma, Venta y Media, Viluhuma, Salo (1816), Tarija, Tojo, Río Negro, Río de las Piedras. La Capilla, Solpala, Recoleta de Chuquisaca, Sopachui, Santa Lucia, Misiones, Bermejo, Iraya. Mendez, cita a José Manuel Córtez, para añadir que este autor en su Historia de Bolivia, omitió muchos encuentros de menor importancia pero que no obstante, cita esta larga lista de reveses de las fuerzas altoperuanas independistas: Chacaltaya, Irupana, Pampajasi, Oruro, Pocona, San Sebastián de Cochabamba, Molles, San Pedrillo, Angostura, Pomabamba, Taravita, Molleni, campo Redondo, Ancucunima, Santa Elena, Quisiguara, Mojinete, Esmoraca, Cochinoca, Tejar, varias veces Chuquisaca, La Laguna, Arpaja, Tinteros, Canasmoro, Tecoya, Vi-tiche, Conception, Pilaya, Orosas, Arpaja, Campanario, Cullahuyu, Yeseda, Villar, San Lucas, Nuqui, Tarija, Pari, San Andres, Oran, Las Garzas, Chocloca, Tapacarí, Toco, Falsuri, Acchilla, Totoricoy, Colpa, Arque, Laguna, Paracato, Tarachi, Papamaragua, Aiquile, Leque, Mohoza, Rinconada, Alzuri, Palca.
Frente a las veinte derrotas argentinas y las sesenta y cinco de los rebeldes altoperuanos, Méndez enumera como victorias argentinas tan solo las de Suipacha, Cotagaita, Tucumán, Salta, San Pedrillo, El Bañado, El Rosario, El Volcán, Tolomosa, Pilcomayo y Tarabuco y como triunfos altoperuanos: Aroma, La Paz, La Florida, Presto, Cerrito, Santa Elena, Culpina, Tirahoyo, Tarabuco, Ayipaya, La Laguna. Y al número, se añade la importancia de las acciones que decidieron la salida definitiva de los argentinos de territorio altoperuano y el dominio español hasta el momento en que las tropas colombianas hacen retroceder al Virrey de Lima al Cuzco, y lo derrotan definitivamente en Junín y Ayacucho.
Méndez sostiene que en esos años, particularmente desde el armisticio de Salta (1821) y la muerte de Guemes a manos del valeroso y pertinaz coronel Valdez (“Barbarucho”), Pedro Antonio Olañeta, modelo, inadvertidamente, la nacionalidad boliviana, al arrancarla del control bonaerense.
Vida singular y apasionante, sin duda alguna, la del General Pedro Antonio de Olañeta, que bien merece los honores de una biografía. El hombre que tendría en jaque a los patriotas durante largos años (de 1810 en que abandona su almacén de mercancías en Chuquisaca y entra a servir al Rey, con el grado de Coronel, hasta 1825), era Vizcaino de nacimiento y tozudo como las gentes de su tierra.
“No era avariento ni le interesaban los honores y preeminencias personales —escribe Fernández Naranjo— Era supersticioso, carente de todo sentido de humor, empecinado, intransigente en sus convicciones de monárquico absolutista, y llegaba a tomar por realidades las elucubraciones de su imaginación exaltada y fanática. Peleo durante catorce años, según su propia admisión, incansablemente, afrontando todas las molestias, sufrimientos y penurias de la guerra, siempre a pie o a caballo, siempre en despoblado, ocasionalmente durmiendo en cama normal: por lo común en descampado, y sometido, en lo que se refiere a vituallas, vestimenta y alojamiento a lo que la vida de campaña pudiese depararle. No puede imaginárselo sonriente o decidor, sino al contrario, siempre tenso en el esfuerzo, encallecido en las penalidades, taciturno, reconcentrado y frenéticamente entregado a lo que creía que era su misión: hacer la felicidad de América por el sometimiento incondicional al poder absoluto del Rey”.8
Intransigente si, pero no cruel, por lo menos a la manera de Ricafort, Goyeneche, Aguilera, Tacón o Lavin que dejaron tan triste memoria. Olañeta era en cierto modo un hijo de la tierra que quería dominar, pues la conocía palmo a palmo y compartía con sus soldados, rancho y fatigas dando más de lo que exigía, siempre el primero en la vanguardia, o el último en la retaguardia, a la hora de retroceder. En tres ocasiones atacó a la ciudad de Salta y evitó varias veces, por su empecinamiento, su incansable tenacidad y su valor a toda prueba, descalabros que habrían acabado con la fuerza española. La Serna le debió la vida, después de la retirada de Salta, así como el caudillo argentino Güemes, la muerte, en otro asalto a la misma ciudad. Fernández Naranjo adelanta la hipótesis muy probable de que al final de sus días, Olañeta perdió contacto con la realidad, llegando al desvarió mental: no puede explicarse de otra manera su formidable pertinacia o el intento de hacer envenenar al Mariscal Sucre con un aventurero suizo. La historia, maestra en paradojas, quiso que el mas furibundo y recalcitrante servidor del Rey fuera también quien, llevado por su odio a sus compañeros de armas del Bajo Perú, a quienes calificaba de “masones” y “liberales”, provocara la dispersión del frente español y consiguientemente el desastre de Ayacucho. Su propia muerte, cuando los valerosos jinetes chicheños, que comandaba su segundo, el coronel Carlos Medinaceli, vuelven caras contra él, encierra una trágica grandeza, Esas tropas constituían la vanguardia de su ejército en retirada, y ante el desánimo de los pocos hombres que le quedan, Olañeta, el empecinado, sable en mano, cruza el río para enfrentarse a los que hasta unos días atrás lo seguían ciegamente. Un balazo da fin con su vida. El noble Sucre que tantos intentos había hecho para ganar a Olañeta a la causa de la Patria no pudo menos que lamentar las circunstancias de la muerte del viejo soldado y su férrea obstinación, más allá de toda esperanza.
A él pues, mucho más que a su falaz sobrino habría que reconocer como renuente fundador de la República.
En una obra sobre la estrategia militar de San Martín al par que rendir homenaje de admiración a la tenacidad de esos oficiales, se ofrecen algunas claves de su éxito:
“Es digno de observarse como un puñado resuello y capaz de oficiales peninsulares, completamente aislados de sus remotas bases, defendieron su causa tan brillantemente. Organizaban sus unidades para el combate, formando pequeños destacamentos combinados de las tres armas, de 1.500 a 2.000 hombres, sumamente ágiles y maniobreros; vivían sólo de la explotación de recursos locales. Supieron explotar superlativamente la resistencia física, frugalidad y bravura proverbiales de las razas indias y mestiza. Los soldados de caballería tenían, toda vez que era posible, dos caballos lo cual les permitía montar parte de la infantería cuando era necesario y aumentar su radio de acción y velocidad. Su disciplina de marcha fue enérgica y se hacían casi normalmente etapas de mas de 600 kilómetros, incluso de noche, al final de las cuales, con frecuencia, se empeñaban en combate.
“Sus capitanes, a partir del comandante en jefe se batían en primera línea, dando ejemplo de coraje, a veces llenos de heridas. Fueron feroces e inmisericordes con los vecinos, particularmente con los campesinos, mostrando un ensañamiento inhumano que está lejos de honrarlos... con estas tropas se apoderaron del bastión de los Andes y lo mantuvieron tenaz e inteligentemente”.9
La decisiva influencia de la actitud de Pedro Antonio Olañeta, en el triunfo de los patriotas, fue destacada reiteradas veces por Bolívar, quien, en la cuarta carta que le dirigió desde Bajo Perú (24 de diciembre de 1824), tratando de ganarlo a la causa de la independencia, le decía: “La victoria de Ayacucho nunca dejará de olvidar lo que debemos a usted, más que nunca nosotros debemos agradecer a usted por la oportuna diversión del ejército español que usted ha emprendido en el Alto Perú”.
Olañeta, zorro viejo, debió sonreír cazurramente, sin comprender la magnitud del desastre que había ocasionado, precisamente contra la causa que creía defender. Bolívar empleaba la política del palo y el azúcar: en caso de que fallaran sus seductoras misivas, Sucre debería cruzar el Desaguadero blandiendo el palo, Olañeta solo atinaba a ganar tiempo y contestaba sibilinamente.
Tenía la remota esperanza de que el barón de Eroles, nombrado como nuevo Virrey del Perú, llegaría oportunamente para ayudarlo. Fallaron sus cálculos pues nunca llego el auxilio y el se vio cada vez más solo. Murió al cabo en su ley, defendiendo valerosamente la causa de un rey que no merecía defensa alguna.

1 Mariano Baptista Gumucio, es historiador, periodista, miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.
2 Paz , José María, Memorias póstumas, Biblioteca del suboficial, República Argentina, Campo de Mayo, 1951, Tomo I.
3 Ídem. Se mantiene la grafía original.
4 Ídem.
5 Gral. Miguel Ramallo, Guerrilleros de la independencia, Gonzáles y Medina editores, La Paz, 1919.
6 Ramos Mejía, José, Las Multitudes Argentinas. Félix La Jouane, Editor. 79- Perú- 89. 1899. Se mantiene la grafía original.
7 Julio Méndez, Límites argentinos bolivianos en Tarija y Chaco, Imprenta de “El Comercio”, La Paz, 1888.
8 Nicolás Fernández Naranjo, “La vida extraña y trágica del Gral. Olañeta”, en la revista Khana de la Alcaldía de La Paz, mayo de 1958.
9 Lechín Suárez Juan, Estrategia del altiplano boliviano, Ed. “Los Amigos del Libro”, La Paz, 1975.
Este artículo fue publicado originalmente en El País de Tarija el 5 de mayo de 2019.

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Publicada por Historias de Bolivia en Jueves, 4 de marzo de 2021

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