Mujeres indígenas de la región andina de Bolivia. |
Por: Leny Chuquimia / Página Siete de La Paz, publicado hoy 31 de octubre de 2021.
La Paz, 27 de julio de 1702. Un grupo de hombres irrumpen en la casa de Josepha Apaza, en el cerro que se levanta detrás de la iglesia de San Francisco. Mientras es apresada y encerrada en un depósito, la mujer de unos 35 a 38 años trata de saber qué pasa, pero no logra entender ni explicar nada, porque sólo habla aymara.
Dicen que realizó una curación a un niño utilizando una serie de “instrumentos maléficos sin el mínimo temor a Dios ni a la santa Iglesia Católica”. Dicen que guarda dos cráneos a los que les prende velas para vengarse... dicen que es una bruja, la primera en Nuestra Señora de La Paz.
Hoy el único testigo de este hecho es un manuscrito del juicio que se siguió a Josepha Apaza y su cooperante Sebastián Arroyo, entre julio de 1702 y junio de 1703. El documento de 28 fojas, todas con una caligrafía típica de la época y difícil de leer, se encuentra bajo custodia de la Biblioteca Central de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), junto a otros 3.500 documentos similares e invaluables.
Esta joya histórica es la única referencia sobre la presencia de una bruja (personaje del acervo cultural europeo), en esta región del continente.
Pero, ¿realmente existieron brujas en La Paz? ¿qué hizo Josepha Apaza para ser acusada por hechicería?
Según algunos autores, en Europa, sobre todo en la parte norte, entre los siglos XV y XVIII, alrededor de dos millones de mujeres fueron asesinadas bajo la acusación de ser brujas, sin más indicio que ser mujer. Su holocausto empezó en 1486, con la publicación del libro Malleus Malleficarum o Martillo de las brujas, un compendio que prácticamente era un código penal y procesal.
En sus páginas explicaba qué era la brujería, por qué era un delito y cómo debía perseguirse. Su contenido era claro, estaba dirigido a la persecución de las mujeres, a quienes consideraba “seres inferiores” con los que al demonio le era más fácil lidiar.
El perfil era bastante amplio, mujeres de muy avanzada edad, muy atractivas, muy pobres, solteras o viudas que cumplían determinadas actividades.
“Las parteras son las que causan mayores daños (…), cuando no matan al niño, entonces, obedeciendo a otro designio lo sacan fuera de la habitación, lo levantan en el aire y lo ofrecen al demonio”, señala el libro.
Es por eso que entre las acusadas y condenadas por brujería se encontraban mujeres que se desempeñaban como matronas, perfumistas, curanderas, consejeras, cocineras y campesinas que realizaban actividades con base en sus saberes, además de mujeres que buscaban independencia y libertad sexual.
En esta región, el caso de Josepha es el único. Por su condición de mujer indígena y la práctica de sus costumbres, no escapó de estas acusaciones.
“De acuerdo al documento sobre su juicio, Josepha fue tipificada de bruja porque en su habitación tenía yerbas, hilos de colores y dos cráneos. Ella vivía en el centro de ciudad, pero del lado indígena donde había gente pudiente, pero también estas personas que no eran brujos, pero que practicaban curaciones con yerbas, etc.”, explica la directora de la Biblioteca Central de la UMSA, Marilín Sánchez.
Según las declaraciones, dentro de la casa de Josepha había un altar, en él se encontraba un cráneo humano rodeado de velas, yerbas y botellas con varios preparados. También había lanas blancas, negras y de colores, además, de recipientes con quinua y coca.
En el patio se encontró un hueco donde estaba enterrado un segundo cráneo. Éste estaba en un bulto con chuño, cabellos, coca, quinua y restos de un “cuy muerto” envuelto en lana. “Son instrumentos maléficos usados sin temor a Dios”, insistían sus acusadores.
“Sí se encontró una calavera en el interior de su casa, pero nunca entré y la puerta siempre estaba cerrada. Las indias e indios eran las que entraban ahí”, declaró uno de los primeros convocados a su juicio y cuyas palabras fueron plasmadas en el legajo.
Varios de los testigos eran indígenas que no hablaban más que su lengua materna. Fue por eso que se pidió la presencia de dos intérpretes: Melchor de Torres y Marcos Durán, lo que dilató el proceso.
Entre los tantos declarantes estaba el cacique Francisco Quispe Condori, quien en favor de Josepha indicó que las calaveras no eran de ella. Sostuvo que Apaza las recibió de su padre cuando éste murió y que ella sólo realizaba sus costumbres.
Han pasado casi 320 años y la escena del crimen descrita por los testigos es igual a la de las tiendas de las chifleras que hoy se acomodan en el Mercado de las Brujas. Josepha no era más que una mujer que -como toda indígena- conocía de yerbas y practicaba rituales de agradecimiento a la tierra, ceremonias que hasta ahora son tan comunes para ch’allar una casa, para levantar una construcción o para pedir salud o prosperidad.
“Por esto mismo se inició a Josepha un juicio criminal que la sentenció como a una bruja”, resalta Sánchez.
“La buscaron para curar a un niño de unos siete años, Eusebio; ella, por su amor de madre, sólo trató de calmar su dolencia” señala parte de una declaración hecha por Sebastián Arroyo, presunto cómplice de Josepha.
En noviembre de 1702, luego de cinco meses de encierro Apaza y Arroyo aceptaron ante sus intérpretes que sí poseían los cráneos y todos los insumos, que para sus acusadores eran usados para realizar hechizos. Sin embargo negaron que se trate de brujería.
Aunque su defensor, Andrés de Ayala, pidió reiteradamente la absolución de ambos, por considerar que no había pruebas de que hicieron mal alguno a su prójimo, las autoridades determinaron que sí se trabaja de hechos de brujería.
El 23 de junio de 1703, tras un año de investigaciones el juez Gregorio Pacheco decidió sentenciar a Josepha. Dictó que se le dieran 50 azotes en público. Adicionalmente, los dos cráneos que tenía en su poder debían ser enterrados en un lugar santo.
Para Sebastián la pena fue menor. Se le sentenció a 25 azotes dentro de la cárcel donde permanecía recluido, para evitarle la vergüenza pública. Para ambos se advirtió que si reincidían serían azotados 200 veces mientras eran sacados por todas las calles de Nuestra Señora de La Paz.
Entre las historias que se tejen en torno a Josepha hay quienes dicen que el pequeño era su hijo y que ella sólo realizó una mesa para llamar su ánimo. Otros conjeturan que era el benjamín de su compadre, quien luego la acusó.
Lo cierto es que después de ese episodio ella y Sebastián desaparecieron. No hay registros sobre si la condena fue cumplida o no. Ni tampoco hay datos sobre si hubo algún caso similar.
De ella sólo queda el registro de su juicio y el mercado de chifleras que se levantó donde supuestamente vivía.
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