Al amanecer del 2 de noviembre de 1879, el vigía de los
fuertes de Pisagua anunciaba buques a la vista. Era la escuadra chilena que se
acercaba conduciendo a su bordo, 15 mil hombres de desembarco, destinadas a
comenzar las operaciones militares por tierra, sobre las fuerzas
perú-bolivianas, escalonadas entre Arica, Pisagua e Iquique.
Se encontraba entonces el puerto guarnecido apenas por dos
batallones bolivianos, el "Victoria" y el "Independencia",
compuesto cada uno de ellos de cuatrocientas plazas, y una Columna de
voluntarios de las salitreras de Tarapacá.
A la aproximación del enemigo, estos cuerpos tomaron sus
respectivas posiciones. El "Independencia" y la Columna en la playa,
y el "Victoria" coronan do el cerro que domina el puerto de Pisagua.
A las siete de la mañana rompió sus fuegos la escuadra
compuesta de diez y nueve buques, sobre los fuertes peruanos, consiguiendo
desmontar antes de una hora los pequeños cañones con que estaban artillados.
Una vez franca la entrada echaron al agua gran des balsas y
todos sus botes. Los llenaron de soldados y erizados de bayonetas caminaron
rápidamente sobre la Costa.
No se oía ni un sólo tiro, nada que manifestara intención de
resistir, por parte de los que defendían la plaza. Creían ya los asaltantes que
el enemigo había fugado, dejándoles libre el campo, cuando un trueno espantoso
que retumbó en el espacio, vino a sembrar la muerte entre sus filas. Eran
ochocientas bocas de fuego que amenazaban disputarles palmo a palmo, el terreno
que sus padres les legaron.
Empezó entonces el combate, con extraordinario ardor por
ambas partes. Los soldados que tripulaban las embarcaciones, caían muertos para
servir de pasto a los peces, como cae las mies cortada por la guadaña del
segador.
Largo tiempo duró así el combate; los unos tratando de ganar
tierra, y los otros resueltos a morir an tes que consentirlo, se sumergían
hasta el pecho en el agua con el ansia de alcanzarlos de más cerca. Los
chilenos muertos en gran número en sus balsas, sus botes agujereados,
zambullendo muchos de ellos en el mar, no pudiendo resistir por más tiempo,
volvieron sus caras hasta llegar a sus buques. Allí se rehi cieron y ayudados
por la poderosa artillería de su escuadra que despedía una lluvia de granada
sobre la costa, volvieron de nuevo a la jornada.
Llenos de coraje los nuestros peleaban como leones. Entre
los combatientes se distinguía un jefe que de pie sobre un peñasco, infundía
aliento a sus solda dos, y un corneta que no dejaba de tocar ataque. Ese jefe
era el Comandante Cleto Pérez. Ese corneta uno de nuestros cholos bolivianos.
Las bombas llovían, y muchas veces vieron al co mandante y
al corneta, desaparecer envueltos en una nube de polvo, pero se disipaba éste y
el corneta seguía tocando, y el comandante aparecía siempre de pie en la punta
más alta. El combate era cada instante más san griento; protegidos los chilenos
por las metrallas de sus buques, atacaban por todos lados con extraordinario
impetú; no era posible resistir por más tiempo el número. En vano los soldados
del "Independencia" socorridos después por dos compañías del
"Victoria", hicieron prodigios de esfuerzo; yacían casi todos
muertos. Los pocos que sobrevivían peleaban con la desesperación del que
prefiere la muerte a la derrota.
Al pie de la roca, estalló en ese instante una bomba, que la
levantó convertida en fragmentos. Cuando se disipó el polvo, ya no volvió a
tocar más el corneta, ni el comandante apareció tampoco.
Mientras tanto los chilenos lograron desembarcar
convirtiéndose la batalla en lucha de gladiadores.
Muy poco duró el combate en otros terrenos. Los bolivianos
se contaban por cientos, y los chilenos por miles. Quedó pues, el campo para
ellos. Desde entonces no se oían mas que tiros dispersos de rifle y gritos de
agonía. No se perdonaba a nadie; no había cuartel.
En esos momentos, en que los soldados se ponen ebrios de
furor, se dirigía una partida al mando de un sargento a la oficina del
telégrafo, donde sabían que se había depositado gran número de heridos. La
puerta que estaba cerrada, la hicieron saltar hecha astillas, y se lanzaron
adentro como tigres sedientos de sangre. Los ruegos de los moribundos, los
gritos de muerte, las blasfemias de los soldados. Las detonaciones de las
armas, todo, todo, se mezclaba allí inferma confusión. Entre tanto el sargento
descubrió uno de los ángulos de la habitación a un Jefe de alta graduación. Se
preci pitó sobre él, y poniéndole la boca del rifle sobre el pecho le dijo:
"Hinquese Ud. -a lo que el Jefe le con testó: "Para morir jamás se
hinca un boliviano"- En el acto quitó el rifle al sargento y cuadrándose
excla mó: "Ni un chileno mata a un boliviano valiente" y ordenó a su
tropa que lo llevaran inmediatamente a la ambulancia. Este jefe era el
comandante Cleto Pérez, a quien su gente lo condujo a ese lugar como el más
seguro con la pierna hecha pedazos por los cascos de una granada.
II
Algunos días después desembarcaban prisioneros en la rada de
Valparaíso, el comandante Pérez y el bravo teniente Valle, hijo único, de una
de las familias más distinguidas de La Paz, y que con heroíco valor combatió en
Pisagua defendiendo su Patria.
Fueron conducidos en seguida a uno de los hospitales de
Valparaíso, donde se les atendió con esmero. Después de algún tiempo,
resolvieron los médicos que era indispensable amputarles la pierna fracturada,
porque de otro modo era imposible su curación.
El comandante Pérez era el primero en quien debía
practicarse esta operación. Tenaz fue su resistencia, y sólo a las repetidas
instancias de sus médicos cedió, manifestando extraordinaria serenidad.
Durante la acción del cloroformo, daba voces de mando,
alentando a sus soldados en el combate. Ora imaginaba triunfantes a los suyos,
y manifestaba de la manera más viva su placer Ora presenciaba su derrota y
entonces lleno del dolor daba gritos de desesperación.
Cuando volvió en sí, se incorporó, miró con desprecio la
pierna separada de su cuerpo y gritó con toda la fuerza de sus pulmones -
¡¡Viva Bolivia!!
Pasaron apenas ocho días. En un carro fúnebre de última
clase, se depositaban en la puerta del hospital de Valparaíso, envueltos en una
sábana blanca, los restos mortales de un hombre.
Eran los del comandante Cleto Pérez, que había muerto
delirando con su Patria, y que entonces sólo, sin que nadie derramara una
lágrima, marchaba a la última morada.
Poco después le seguía su compañero el teniente Valle.
(Nota publicada el 5 de agosto de 1896 de autoría de Walter
Salinas. Extraído del libro "Relatos heroicos de la Guerra del
Pacífico", Edgar Oblitas Fernández.
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