Fuente: Del libro “Historia de Tarija II” - Edgar Ávila
Echazú / Cántaro, El País de Tarija, 12 de diciembre de 2021. / https://elpais.bo/cultura/20211212_capitulo-xxvii-celedonio-avila-aniceto-arce-y-el-dictador-linares.html
¿Qué había sido de la vida del general Celedonio Ávila, una
vez que José María Linares se apoderara del poder?
El nuevo presidente civil de facto; el primero en la
historia boliviana, si se exceptúa a Mariano Ricardo Calvo, que lo fue por
breve tiempo en ausencia del Mariscal Santa Cruz y con todas las normas
constitucionales; Linares, pues, no se olvidó de quienes tanto se
comprometieron en su andanzas golpistas. Nombró al general Avila “Jefe Superior
Militar de los Departamentos del Sur”, en octubre de 1857. Este cargo, a pesar
de la delimitación de sus funciones en el sur del país, le obligaba a estar más
tiempo en el norte, lo que es muy típico de nuestra Historia alógica por
excelencia. Y parece ser que el maduro soldado se vio afectado por la altura; o
acaso se cansó de los enredos de los políticos norteños, y puede ser que del
mismo clima altiplánico. Por todo ello, solicitó su retiro. Linares se negó a
concedérselo; y más bien, teniendo en cuenta la salud de don Celedonio, lo
designó Prefecto y Comandante de Santa Cruz, porque “no puede permitir su
retiro y exige sus servicios”, en enero de 1858. (Nota: En febrero del mismo
año, por una decisión pontificia de Pío IX, Tarija es reincorporada al
Arzobispado de la Plata. El primer vicario foráneo fue don Baltasar de Arce,
tío de Aniceto Arce).
El general Avila ejerció su cargo en santa Cruz, y en 1859
volvió a su anterior función. En octubre del mismo año fue sucesivamente
Prefecto de Potosí y de Chuquisaca, hasta noviembre; mes en el efectivamente
enfermó. (Nota: En ese año de 1859 murió don José Miguel Velasco. Había nacido
en Santa Cruz, en 1795. Fue uno de los personajes que, más que todo por su
espíritu conciliador y su dedicación a las empresas de consolidación de la
República, ocupó un lugar imprescindible en los trastornos políticos; como que
fue cuatro veces presidente, siempre por breves períodos). Además debió pesar
en su ánimo los extremos de la conducta del Dictador, que no podrían traer sino
consecuencias desastrosas para la Nación; sin que ello significara que se
retirara del barco a punto de hundirse exclusivamente para salvarse solo, ya
que si algo lo caracterizó era su fidelidad a las causas a las que adhirió;
como que aceptó nuevamente hacerse cargo de la Prefectura de Tarija, en
reemplazo de otro patricio local: don Sebastián Cainzo. (Nota: En agosto de
1860, a los treinta y cinco años de fundada la República que fue creación suya
y de sus colegas charquinos, falleció don Casimiro Olañeta. Aún hoy continúa
siendo considerado el político boliviano más controvertido del siglo XIX, así
como ejemplo de ese espécimen tan común en la historia de la humanidad: el
inteligente adulador, poseedor de un finísimo sentido de los exactos momentos
en que se debe abandonar e injuriar a quien se hubo servido. Estuvo
emparentado, por línea materna, con la familia de los marqueses de Tojo, y con
Miguel de Güemes; así como fue sobrino del famoso, y fiel hasta la obcecación,
general realista Pedro de Olañeta. Se educó en Córdoba y en San Francisco
Javier, Comenzó su carrera político-administrativa como Secretario y, luego,
Fiscal de la Audiencia de Charcas. Después fue ministro de varias carteras en
los gobiernos del Mariscal Sucre, José Miguel de Velasco, Santa Cruz, Ballivían
y Linares.)
A esa altura de nuestra historia, don Celedonio Avila y
otros líderes tarijeños de los años revolucionarios y de la consolidación
republicana, como Bernardo Trigo, Timoteo Raña, el mismo general Burdett
O'Connor y, desde luego, don Felipe de Echazú, van a pasar a un meritorio
segundo plano con la preponderancia que ganan otras personalidades, como es el
caso de Aniceto Arce y Narciso Campero.
Don Aniceto Arce nació en Padcaya, el 17 de abril de 1824.
Descendía de una familia vallisoletana. Uno de sus miembros, Pedro José de
Arce, vino a América a comienzos del siglo XVIII, y fue el fundador de dos
ramas de un patriciado criollo (con padres españoles) que se establecieron en
la Villa de Tarija. Uno de los hijos de ese Pedro José, debió ser el segundo o
el tercero don Agustín, parece ser que no se le dio muchas preeminencias por
aquello de los mayorazgos, y por eso se afincó para siempre en Padcaya. Un hijo
suyo don Diego Antonio de Arce, ingresó a la milicia Real y casó con doña
Francisca Ruíz de Mendoza; ambos fueron los padres de Aniceto. Luego don Diego
se pasó a las filas de los patriotas emancipadores, y desde 1824 se
instaló en una propiedad suya, en la localidad de Charaya, donde murió en 1811
Aniceto vivió la vida de un niño campesino en Charaya y en
Padcaya. En esta última localidad estudió las primeras letras. Su madre lo
envió luego a Tarija, bajo la custodia de un pariente del padre, el sacerdote
franciscano Baltazar de Arce. Este poco logró, sino enseñarle algo de Latín y
Retórica, o sea, las reglas gramaticales del buen decir. El pequeño e
introvertido niño de las breñas padcayeñas aprendió todo eso, pero con mayor
gusto y dedicación la aritmética y algo de las tendencias romántico panteístas
del buen fraile y los acendrados dogmas de la religión católica que nunca
olvidó. En Tarija se volvió más comunicativo y adquirió unos aprestos de
conductor de sus condiscípulos; como buen camorrero que era en ciertas
ocasiones. Ya tenía la contextura física que lo caracterizaría, a más del
empecinamiento y la firmeza de sus decisiones. Macizo, de gruesos huesos, de
regular estatura y cabeza grande. En los trances de la guerra con la Argentina,
en 1838, el adolescente regresó a Charaya, pero con el que sería más tarde su
cuñado, Manuel Baca, concurrió a la batalla de Montenegro. Allí conoció al
general Otto Felipe Braum, quien le tomó gran estima.
En ese año murió su madre, y el tío franciscano lo envió a
Chuquisaca, a la casa de una familia tarijeña de apellido Mora. Se le concedió
entonces una beca para estudiar en el Colegio “Junín”, gracias a las gestiones
de su hermano mayor, Miguel de Arce. Este, terminados sus estudios en el
Seminario de Sucre, fue cura de Toropalca, y después Rector del mismo
Seminario, y más tarde, diputado. En el Colegio “Junín”, Aniceto, por sus
conocimientos matemáticos y para ganarse unos pesos, ofició de profesor de sus
condiscípulos menores, además de reemplazar a sus propios profesores.
Pese a su inclinación por las ciencias, más que por las
Humanidades, en el colegio y en la Universidad, adquirió una mediana cultura
general, a la vez que por sí solo ampliaba su formación científica.
Coexistencia de ambas tendencias en muchos de sus compañeros abogados como él
que también resultaron, al mismo tiempo, médicos, físicos e ingenieros, como
fue el caso de Agustín Aspiazu, docto en las ciencias jurídicas, la
cosmografía, sismología y geografía, o el de José María Bozo, un naturalista de
primera. Así pues, en el colegio, Aniceto Arce se graduó con honores y medalla
incluida en matemáticas y distinción en ¡música!. Esto último tal vez por los
ancestros artísticos de la mayoría de los tarijeños. El acucioso y gran
biógrafo de Arce, el historiador Ramiro Condarco Morales, anota un dato, de
esos no muy curiosos en nuestra historia: sus compañeros de colegio fueron
Donato Muñoz, el más tarde famoso eminencia gris de Melgarejo y también Prefecto
de Tarija, y José María Pizarro, un empresario minero que anduvo por California
en los tiempos del descubrimiento de sus yacimientos de oro.
Aniceto Arce regresó a Tarija a los 19 años. Y a poco de
estar en la Villa, se alistó en la expedición que organizaba el coronel Manuel
Rodríguez Megariños, que también por entonces era Prefecto del Departamento.
Sobre Megariños hemos dicho algunas cosas, precisamente sobre su actuación
militar y exploradora en el Chaco. Pero no mencionamos que como autoridad
gubernamental en la ciudad se preocupó por la higiene pública y el ornato de la
Villa. El hizo construir, por ejemplo, el Mercado Central y unos baños públicos
ubicados en las vecindades del Molino. El coronel explorador fue uno de los
precursores de la exploración de los ríos y asimismo de la consolidación de la
soberanía boliviana en los no bien delimitados territorios del Chaco Boreal. La
expedición a la que se agregó el joven Aniceto Arce, tenía como objetivo todo
aquello, pues estuvo bien armada y contaba con el trabajo de los prisioneros
peruanos de las batallas crucistas y de los que se tomaron en Ingavi.
Resumiendo, Megariños vigiló la construcción de fuertes en Chimeo y Aguairenda,
donde se aprovisionó de madera para las balsas que navegarían en el Pilcomayo.
En esta tarea le ayudaron los chiriguanos que llevaron esas barcas hasta lo que
es hoy Puerto Megariños, conocido también como Bella Esperanza, en las márgenes
del Pilcomayo; aparte de fundar una colonia llamada Villa Rodrigo, que luego se
denominó Caiza. Desgraciadamente las balsas o barcas tenían demasiado calado, y
por esto no fue posible navegar en ellas sino por breves trechos.
Arce tuvo funciones de ingeniero empírico. Y poco después
volvió a participar en la subsiguiente expedición encomendada por el presidente
Ballivían al holandés Enrique van Nivel; la que tuvo mayor suerte que la de
Megariños, ya que arribó a los 20°, 10° de latitud en Cavayurepotí.
Terminada esa expedición, que le proporcionó valiosas
experiencias utilizadas en su destierro en tierras el Guanay, Aniceto Arce tuvo
otras no muy felices. Un desafortunado amorío con una señorita a la que su
primer biógrafo, Ignacio Prudencio Bustillo, llama solamente “Carmen”, la que
lo había rechazado por ser ¡”un ñato rechoncho y moreno”! A esa edad y en esos
tiempos, debió ser semejante desdén cosa de difícil olvido. Pero el tesonero
Arce decidió olvidar a la desairosa niña con el consuelo de las matemáticas,
agregando a esos estudios los de trigonometría y, algo más humano, los de
música. Sobre esta última ¿fue don Aniceto un buen, regular o modesto
intérprete? Dependería de las circunstancias inspiradoras, pero ya es bastante
que todo un serio matemático, ingeniero y minero, a más de político, haya sido
músico; cosa que en esos dichosos y fieros tiempos tampoco era inusual, por
otra parte.
El olvido debió ser rápido y eficiente, porque en 1845
estaba cateando minas en las cercanías de Tarija; y con toda probabilidad lo
único que encontró fueron fósiles. Como éstos no le interesaban, regresó a
Sucre a recibir su título de abogado, ya en 1847, entretanto se ganaba la vida
otra vez como profesor en el Colegio “Junín”. En esas instancias, a
requerimiento del gobierno, colaboró al economista José María Dalence, autor de
un “Bosquejo Estadístico de Bolivia”. Poco después volvió a la hacienda paterna
de Charaya, en el Valle de la Concepción, seguramente para unas fugaces
vacaciones. Pasadas éstas trabajó como Secretario de la Prefectura de Tarija, y
entonces sí doblegó a la orgullosa y misteriosa Carmen; tanto que tuvieron un
hijo.
En el Congreso convocado por Belzu en 1850, participó Arce
como diputado por Tarija, a los 26 años. La mayoría parlamentaria belicista
aprobó, como se ha dicho antes, insólitas medidas punitivas contra los
conjurados en el atentado de Morales y con todos los sospechosos. Incluso el
presidente del Congreso, general Laguna, fue fusilado. Lucas Mendoza de la
Tapia, Evaristo Valle y Esteban Rosas salieron por los fueros y mandatos
constitucionales, y nuestro paisano hizo causa común con ellos. Pero no habían
terminado de exponer sus catilinarias todos ellos fueron apresados. Bien
engrillados como se acostumbraba, se los desterró al Guanay, una zona de
bosques malignos de la provincia Larecaja de La Paz. Allí convivieron, o mejor
dicho, sobrevivieron acompañados por los mosetenes. Más resistente que sus
compañeros de proscripción, Arce se hizo pronto amigo de esos mosetenes, y con
la guía suya y por sus conocimientos descubrió, entre las areniscas del río
Guanay, pepitas de oro; y al cabo de un tiempo acumuló algunas onzas. Con el Dr.
Facundo Carmona y la ayuda de los nativos, organizó una atrevida y exitosa
fuga, hasta la localidad de Apolo; Carmona se quedó allí ejerciendo su
profesión, y Arce mediante mil peripecias, pudo arribar a Puno, y después a
Copiapó, en Chile, gracias a la administración rigurosa de su oro. En
Chañarcillo se explotaban unas minas de plata, y en unos valles vecinos, Arce
se dedicó, primero, a granjero. Y en esos trabajos conoció y se hizo amigo de
los abogados y banqueros chilenos Edwards, Concha y Toro, Gallo, Cuadra,
Pereira y Cousiño, que estaban invirtiendo sus dineros en la explotación de
cobre y plata. Por instancias de éstos, es que Aniceto fue formándose como
experto cateador e ingeniero minero. Lo hizo tan bien que pronto lo contrataron
como administrador de una de las minas de Chañarcillo. Pasado un tiempo más, se
relacionó con el experimentado empresario boliviano Avelino Aramayo que lo
llevó a Potosí como administrador de la Compañía Minera del Real Socavón, en
1854. Al año siguiente ya era socio de otra compañía, Antequera de Oruro, y
asimismo del Real Socavón en 1856. Fueron esos años los del gran impulso dado
por los pioneros y visionarios de la minería boliviana: los Aramayo, padre e
hijo y Mariano Argandoña, que contribuyeron al renacimiento de la explotación
minera desde más o menos una década antes, sobre todo en los yacimientos de
Oruro y Potosí. En ese proceso que revolucionaría la economía nacional, Aniceto
Arce tuvo un papel protagónico. Con su mente y temperamento analíticos, con su
bien cimentada experiencia y siempre renovados conocimientos, y en especial con
su visión empresarial, a los 32 años era alguien a quien se respetaba y
admiraba; cosas éstas no comunes en esos competitivos quehaceres; y en verdad
en ninguna actividad creadora que se desarrolló en Bolivia. Con tales bagajes,
Arce publicó un periódico científico: “El Minero”, en 1855. En él abogó por la
creación de una Escuela de Minas, para capacitar a los futuros profesionales
que tanta falta hacían para el desarrollo industrial boliviano, al mismo tiempo
que hacía conocer los adelantos tecnológicos de la explotación minera; y en la
páginas de esa publicación fue el primero en reconocer el valor de las medidas
gubernamentales que beneficiaban a la minería, dictadas por el presidente Jorge
Córdova.
Tan apreciado era entonces Aniceto Arce que, en enero de
1856, se casó con Amalia Argandoña, hija de Mariano de Argandoña y Luisa
Revilla. Apadrinó el matrimonio nada menos que don Avelino Aramayo. ¡Lejos
quedaban los tiempos de miseria y sacrificios de la niñez, adolescencia y
primera juventud del tarijeño de la también lejana Padcaya! Y a ese
acontecimiento le siguió la larga aventura y el prodigioso trabajo que lo
conduciría a la creación y sostenimiento del emporio de Huanchaca, o Wanchaka
de los aymaras. Pero, para nuestros propósitos de esta relación cronológica
sería extendemos demasiado en esta gesta de la revolución industrial boliviana,
Quienes deseen hacerlo, deben acudir a la erudita y magnífica biografía de
nuestro paisano escrita por Ramiro Condarco Morales. Por lo tanto, dejamos a
don Aniceto en los prolegómenos de sus más grandes triunfos como empresario
minero, para examinar sus contemporáneas actuaciones políticas.
El 14 de enero de 1861 se llevó a cabo el aleve golpe de Estado
que defenestró al Dictador Linares, mediante la “traición” de sus más íntimos
colaboradores; Ruperto Fernández, José María Achá y Manuel Antonio Sánchez. Ese
golpe mereció tal calificativo -el de traición- porque se produjo no bien
anunciara Linares su firme intención de convocar un Congreso ante el cual
presentaría su renuncia, con el consecuente llamado a elecciones. Ahora se sabe
que más que cansado y reconociendo su impotencia para resistir la serie de
asonadas y sediciones que, no por sofocadas, era previsible continuarían con el
apoyo del ejército y de los ballivianistas, expresando el repudio general a la
dureza del Dictador, éste se sentía agotado por sus males físicos. Lo curioso
es que, al ser depuesto, halló refugio en la casa de José Ballivián, de la que
salió sin que se lo molestara para exiliarse en Tacna, el 19 de enero.
Hay que tener muy en cuenta que Linares, poco antes, había
sido convencido por sus amigos Tomás Frías, Evaristo Valle, Lucas Mendoza de la
Tapia y Mariano Baptista, de la imperiosa necesidad de renunciar, pero de
conformidad a los mandatos constitucionales. La orden suya para convocar al
Congreso no fue obedecida por su Secretario Ruperto Fernández, debido a que,
con Achá y Sánchez, tenían todo preparado para dar su golpe. Fernández, según
aseveran la mayoría de los historiadores, alcanzó a tener tal influencia y
poder en el ánimo de Linares, que a él se le deberían algunas de las decisiones
más discutidas que adoptara el Dictador, como por ejemplo el fusilamiento del
sacerdote Porcel y de otros rebeldes. Pero si ganó tal ascendencia en Linares,
no se debería exclusivamente por haber sido un inteligente y excelente
funcionario, dados sus conocimientos de las leyes, entre otras cosas, sino
porque tendría mayores méritos humanos que despertaron la emotividad del
austero Linares, quien lo honró con su cariño de padre.
Y en este punto, preciso es que rechacemos ese complejo
arguediano de satanizar, le venga o no le venga, a los gobernantes bolivianos
del siglo XIX, con más acidez si ellos eran militares, como ya lo hemos
anotado. Los denominados “agentes históricos”, caracterización que es algo
arbitraria porque nadie actúa como agente pasivo o inconsciente de esa entidad
o fuerza abstracta llamada Historia, sino que ella está conformada precisamente
por quienes por su voluntad, y desde luego por sus intereses que concuerdan con
otros semejantes, dirigen los sucesos históricos, según las delimitaciones
temporales específicas; esos protagonistas de los avalares y acaecimientos constituyentes
de “lo histórico”, no intervienen en ellos sólo por sus apetencias personales y
los demás intereses sociales y económicos predominantes de una época y sociedad
determinada; ellos no proceden en esos márgenes existenciales como expresión de
“lo negro” o de “lo blanco”, sin opción alguna a las medias tintas. Es decir,
en el caso nuestro al menos, no hubo ningún presidente, militar o no,
tajantemente “malo”, “inepto”, “ignorante”, puro defectos, con tanto color
despectivo descriptos por ciertos historiadores subjetivistas; mejor dicho, de
los repetidores de lugares comunes. Con todas sus limitaciones, ninguno de esos
gobernantes estuvo empeñado en hacer el mal y en destruir a nuestro país; y si
así lo parecía, era más por la malevolencia de sus opositores y también porque
en ese siglo, como en muchos aspectos en el nuestro, la esencial falta de
continuidad de las realizaciones de cada gobierno, contribuyeron a esas
nefastas contradicciones.
En lo que respecta al general Achá y Ruperto Fernández, se
llevaron a la tumba la inmoralidad de haber procedido como lo hicieron con
Linares: no permitiéndole que renunciara como era su propósito. Pero, aparte de
ese desdichado proceder, ¿no sería que la suplantación del Dictador obedecía a
la cuerda decisión de evitar mayores desafueros de Linares que, como él mismo
lo advirtiera, traerían dolorosos días al país? Y tampoco hay que descartar que
ellos, Achá y Fernández, más que nadie sabían que el desventurado presidente
estaba ya al borde de un colapso por sus irremediables dolencias y hasta por
los excesos de sus inhumanos actos. ¿Fue por todas esas desgracias que nadie,
ni siquiera sus ministros y admiradores, acudieron en su auxilio, durante esos
dramáticos, penosos sufrimientos físicos y los posteriores de índole económica
que sobrellevó con espartano silencio en su ostracismo? El testimonio
sobrecogedor de quien intentó paliar tales dolorosos trances, don Mariano
Baptista, es revelador del abandono por parte de aquéllos y, lo inexplicable,
de su propia familia. Linares falleció en las condiciones de la más oprobiosa
miseria en Valparaíso, el 23 de octubre de 1861.
Mientras tanto, el nuevo Presidente Constitucional, elegido
en la Asamblea instalada el 1° de mayo de 1861, el general José María Achá, en
junio designó como Ministro de la Guerra a don Celedonio Avila. Nombramiento
que, de acuerdo con Bernardo Trigo Pacheco, “sorprendió al viejo soldado, cuya
vida de honestidad era un dogma”. Vaciló en aceptar. El país atravesaba
momentos difíciles y su negativa podría importar algún entendimiento
subversivo. Además, Tarija, con sus mejores exponentes, le exigió prestar sus
servicios en “la reconstrucción nacional”. Sea como hubiese sido, el general
Avila fue posesionado de Ministro en agosto. Y una vez más le tocó desempeñar
un papel digno de su noble humanismo.
Antes de referirnos a esa actuación, anotemos lo siguiente.
Defenestrado Linares, se instauró un “Triunvirato” gubernamental formado por
Achá, Fernández y Sánchez. Cesó en sus funciones tal gobierno tricéfalo a los
cuatro meses, con la muerte de Sánchez. Achá convocó a una Asamblea
Constituyente, que efectivamente reformó la Carta Magna por séptima vez, pero
sin reformas substanciales. En las primeras deliberaciones de la Asamblea, los
linaristas no sólo defendieron al caudillo caído, sino que con sus denodadas
postulaciones de raigambre liberal propiciaron la formación de un partido
político, en realidad el primero en Bolivia. Los diputados que más
sobresalieron en aquella Asamblea fueron Adolfo Ballivián, hijo del vencedor de
Ingavi; Evaristo Valle, Emeterio Villamil de Rada, el singular lingüista,
sociólogo, arqueólogo y visionario místico paceño; Rafael Bustillo, uno de los
pocos economistas y versado diplomático y jurista; Antonio Quijarro, también
jurista y conocedor de los problemas diplomáticos, Tomás Frías, ex-ministro de
Ballivián; Manuel José Cortés, historiador y jurista; Agustín Aspiazu, un
científico a quien Bolivia debe mucho, y nuestro paisano, el ya famoso
industrial minero Aniceto Arce; es decir, el Non Plus Ultra de la
intelectualidad política de la época.
Arce, descontento con el desempeño de una Sociedad
Mineralógica de Potosí, que él organizara, había aceptado hacerse cargo del
rectorado del Colegio "Pichincha” y de la Fiscalía de Distrito, porque en
sus negocios mineros había tropezado con algunos inconvenientes por las pocas
miras de sus socios que, en realidad, controlaban la mayoría de las acciones de
“Huanchaca”. Ramiro Condarco Morales, en base al testimonio del hijo de Arce,
Ricardo, autor de unas memorias sobre su padre, desecha los supuestos vínculos
de “estrecha amistad entre Linares y el industrial, quizás por substanciales
diferencias de carácter, y por no estar de acuerdo este último con la
concepción exagerada de la moral del Dictador”. Es por eso que a la caída de
Linares, Arce colaboró con el general Achá, primero como diputado por Potosí. Y
a él se debe la coyuntural conciliación de los linaristas para apoyar la
constitucionalidad del nuevo gobierno; y, además, el impulsar la formación del
Partido “Rojo”, propugnador precisamente del orden constitucional, por lo que
después se llamaría Constitucionalista y, luego, Conservador. Un año después,
en 1862, nombró Prefecto de Potosí a don Aniceto Arce. Como tal se puso al
frente del golpe del general Gregorio Pérez, el 18 de agosto. Arce demostró en
esa circunstancia su firmeza, que más tarde sería sindicada de extrema dureza
en el ejercicio del poder, ya que no le tembló la mano al firmar la sentencia
para fusilar a ciertos sediciosos.
Sin embargo, en La Paz, Casimiro Cotral, una especie de
curioso “socialista”, que no era sino un obnubilado populista de ambiguos
procederes políticos, y otros conjurados, persistieron en su rebeldía. En
octubre, Achá retornó a La Paz, luego de ponerse en campaña desde Sucre, y
procedió a reprimir a los sediciosos sin cuartel. A raíz de esa punición,
algunos colaboradores del general Achá renunciaron, entre ellos el general
Celedonio Avila.
Pero estamos adelantándonos a otros acontecimientos en los
que el general Avila intervino, tal como lo señaláramos. No hacía mucho que
ejercía de ministro de la guerra y el gobierno tuvo noticias de una conjura en
Sucre; por lo cual Achá dejó La Paz con todo su gabinete. El presidente dejó
como Jefe político del departamento al general Rudecindo Alvarado (el
ex-emigrado argentino), de Comandante general de la ciudad al coronel Plácido
Yáñez que durante el gobierno del Tata había sufrido persecuciones y vejámenes
al parecer ordenados por aquél. Guardaba pues un patológico aborrecimiento a
Belzu; y en esa ocasión encontró la manera de manifestarlo con increíble saña,
ya que protagonizó uno de los más vergonzosos y crueles actos de nuestra
historia. So pretexto de una supuesta entrada de Belzu a Bolivia, desde el
Perú, donde también se quería creer que no hacía otra cosa que conspirar con su
yerno, el ex-presidente Córdova, que vivía en una chacra vecina a La Paz el
desaforado Yáñez ordenó la noche del 23 de septiembre de 1861, se apresara a
todos los más conocidos belcistas, unas treinta personas, con el hermano de
Belzu y Córdova a la cabeza. Se los condujo de mala forma a Loreto, una vieja
iglesia; mientras Yáñez comunicaba al presidente Achá de los aprestos de la
inventada revolución belcista; y éste decretó el Estado de Sitio en todo el
territorio nacional. Medida que le permitió a Yáñez obrar como lo hizo.
Don Gabriel René Moreno ha dejado en su obra “Las matanzas
de Yáñez” una descripción plena de sus mejores virtudes de genial prosista, ya
que usaba el castellano de esa época con la plasticidad y el vigor de los
mejores escritores españoles. Con el visionario alarde de los
historiadores-periodistas, anticipándose a los actuales periodistas-novelistas,
narró las vicisitudes de esas matanzas con tal vivacidad y veracidad que nadie
ha logrado superar el relato suyo de ese dramático episodio. Por eso
recomendamos su lectura.
A lo que vamos ahora es a resumir lo ocurrido en el Loreto
esa noche del 23 de septiembre, de acuerdo con la versión de Alcides Arguedas,
hasta hoy no desmentidas. Dijimos que Yáñez instrumentó un falso motín de los
paceños belcistas, sólo para vengarse de sus antiguos agravios. Se dirigió al
Loreto y en la guardia fue informado del intento del general Córdova de
“atropellar a sus centinelas”. Y sin pensarlo dos veces, ordenó iracundo: “¡Que
le den cuatro balazos!”. Y Córdoba creyó, al oír unos gritos de los vecinos que
estaban en la Plaza Murillo, que venían a liberarlos, a él y a sus compañeros
de cárcel. Cuando se levantó del jergón donde estaba acostado, entretanto se
vestía, entraron los esbirros de Yáñez y lo acribillaron sin mediar palabra
alguna. Y, en seguida, hicieron lo mismo con Francisco de Paula Belzu, los
generales Hermosa y Balderrama y un Dr. Tapia. Inmediatamente, siempre por
órdenes de Yáñez, sacaron a otros presos que se hallaban en un local del
Municipio, y en la Plaza Murillo fueron fusilados ante el inerme estupor de los
allí reunidos. Desde las dos de la madrugada hasta las cuatro, con la vigilante
presencia del coronel Yáñez, sus soldados asesinaron a unas sesenta personas.
Con un cinismo inigualado, Yañez dio cuenta de sus actos al
presidente Achá; y éste y sus ministros, aún aterrados por tal infame masacre,
no dieron una adecuada respuesta al criminal. Achá ordenó el regreso a La Paz y
envió como avanzada suya al general Avila. Don Celedonio estuvo en La Paz el 21
de noviembre, y pese a la equívoca situación que en la ciudad se vivía -ya que
Ruperto Fernández, que allí se encontraba, incitó a los coroneles Balsa y
Flores a tomar La Paz-, donde reinaba un verdadero caos. El pueblo todo pareció
despertar del horror que los paralizó con los asesinatos de Yañez, y se
enfrentó a Balsa y Flores, asesinando a éste e hiriendo a Balsa. Don Celedonio
calmó los ánimos, sin lograrlo del todo, y con una delegación de vecinos y
algunos oficiales, entró al Loreto para ordenar la libertad de los presos que
no habían sido fusilados. Don Bernardo Trigo hace notar que entre ellos estaba
Calixto Ascarrunz, “el mismo que en 1855 hizo condenar al general Avila a
muerte”. Y entonces fue que ocurrieron los sucesos de la muerte de Flores y el
aprisionamiento de Balsa, durante los cuales la población ajustició a Yáñez,
quien impertérrito contemplara la lucha anterior. El 23 de aquel mes, el
asesino para librarse de la furia popular se refugió en el Palacio de Gobierno,
y cuando trataba de huir por sus tejados, un balazo lo abatió. Los paceños
desnudaron su cadáver y lo arrastraron por las calles vecinas, para finalmente
ser “revolcado en un estiercolero inmundo y despedazado casi por la insana
furia popular”, como escribió Arguedas.