Mujeres indígenas en un mercado en Tupiza (Potosí, Bolivia) |
Tomado de: La tragedia del Altiplano, de Tristan Marof
(ensayo- 1934)
El indio ha venerado siempre la tierra, y la ha querido como
no la quiere ningún doctor ni poeta del altiplano. Y ha salido a defenderla
porque es su madre, y porque, a pesar de su menguada entraña, le ha nutrido
siempre. Las sublevaciones indigenales tienen una verdad profunda y una
justicia a la luz del día.
No poseyendo propiedad el indio, viviendo de raíces y de
yerbas, muchas veces, en la más terrible ignorancia, sometido al patrón, al
corregidor y al cura —la trinidad que le explota— , no le ha quedado sino su
fuerza física que tampoco le reporta provecho alguno, ni siquiera un mísero
salario en la mayoría de los casos. Se ha convertido, así, en una masa
disponible, humillada y a los pies de los patrones, como es de regla en el
régimen feudal.
Entre sus obligaciones perentorias —y de las que no puede
excusarse so pena de ser eliminado—, están: sembrar las tierras del patrón,
recoger las cosechas y aún venderlas, como sucede en La Paz, donde los
indígenas soportan un yugo más fuerte que los del sur. En algunas haciendas se
les paga un salario que no excede de diez centavos al día por un trabajo de sol
a sol; pero en mayoría de los casos el indio trabaja gratuitamente porque
existe la “obligación”.
Las siembras y cosechas, como hemos dicho, corren por cuenta
del indio, el cual, curvado, se entrega a la tarea, bajo la mirada vigilante de
un capataz, generalmente mestizo, si no es el propio patrón que vigila sus
intereses. Y los dos no escatiman el látigo, las trompadas y los procedimientos
expeditivos. Cientos y algunas veces miles de aborígenes reúnense, siguiendo
sus viejas costumbres de cooperación, trabajando y comiendo juntos,
proporcionándose su alimentación, sin que de las faenas se excluyan las mujeres
ni los niños.
El cuidado de los cultivos, así como el sostenimiento de la
hacienda, incluso el de los rebaños, se encuentra :encomendado a los nativos,
sin que el patrón del altiplano se tome otro trabajo que el de recibir los
productos de la ciudad, junto con el dinero que el indígena de servicio le
deposita en sus manos. Y no es posible que este empleado gratuito haga
abstracciones o incurra en lamentables olvidos. El indígena de servicio,
llamado ―"pongo" —del cual nos ocuparemos más adelante— está
conminado a llevar una contabilidad en extremo laboriosa y sutil, porque parte
de la conservación de su salud depende de ella. El terrible patrón jamás le
perdonaría la pérdida de una carga de patatas o de quesos.
En otras haciendas está establecido el servicio de
"hilacatas", funcionarios ad honorem de la comunidad indígena,
encargados de hacer cumplir las "costumbres" y las
"obligaciones". El ―hilacata‖, sometido al patrón —porque no tiene
otro remedio—, es elegido por sus mismos compañeros de trabajo y sufrimientos,
anualmente. Para merecer el honor de este puesto debe demostrar excepcionales
cualidades de honradez, rectitud y juicio. Lo malo es que estas virtudes
indias, que vienen de muy lejos, sean explotadas, precisamente por los
opresores, transformándose el "hilacata" en capataz gratuito, vigía
de intereses ajenos, contra su propia raza.
Pero mucho más denigrante es el servicio personal del indio,
remachado al yugo de las haciendas y sin poderse evadir. Ya dijimos que junto
con la tierra, el patrón impuso su dominio sobre las familias que la habitaban.
Es muy natural, entonces, que su autoridad se extienda hasta el hogar de sus
colonos, intervenga en los matrimonios de éstos, goce de las vírgenes y arregle
sus asuntos domésticos. La autoridad del patrón es absoluta; sus decisiones
definitivas. Sus competidores, en menor escala, son el cura y el corregidor. El
curioso y pintoresco anticlericalismo de algunos patrones es, simplemente,
debido a esto. El cura, en nombre de Dios, se ingenia para que los diezmos y
primicias vayan a la Iglesia — su diligencia es inapreciable—, molestando al
patrón y debilitando su prestigio, mucho más cuando el señor cura —siempre en
nombre de Dios— interviene en las cuestiones espirituales y catequiza a
indiecitas jóvenes, robustas y en estado de gracia, robándoles su inocencia.
Foto: Mercado en Tupiza (aprox. principios de siglo XX)
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