ALEJO CALATAYUD, EL PLATERO DE LA VILLA DE OROPEZA

Pintura de la plaza de Cochabamba. 


Por: José Antonio Loayza Portocarrero / Publicado el 16 de septiembre de 2022 / Disponible en: https://www.facebook.com/photo/?fbid=10220619747060195&set=a.1482413296884


De lo puro al apuro se hizo la impureza, pero la pureza valiente del mulato Alejo Calatayud, hijo de Juan Calatayud y de Agustina Espíndola Prado, casado con Teresa Ramona Zambrana Villalobos, todos muy pardos con cabellos color de hierro y ojos pequeños, era su orgullosa pertenencia al gremio de los plateros de la Villa de Oropeza (hoy Cochabamba). Aquella mañana, frente al templo de san Juan, donde los entierros debajo de los altares o en los tapiales sucedían desde temprano, Alejo se puso su pantalón de sarga con las bocapiernas amarradas a los tobillos, y se calzó una camisa blanca y deshilachada antes de su poncho, después de tomar su sopa de hueso y un pan de yuca, salió a reunirse dispuesto a la matanza, con miles de plateros y paisanos con quienes encabezó una de las rebeliones más violentas contra los españoles que venían a cambiarles la vida con nuevos tributos como ordenó el Rey Felipe V.

Manuel Venero de Balero, nombrado Revisitador de impuestos, fue enviado a la Villa por el Virrey de Lima, don José Armendáriz Marqués de Castelfuerte para mejorar y organizar el cobro del tributo por la cantidad de indios que murieron con el rigor de la mita, la influenza o la viruela. El propósito era: “Empadronar a los indios (también a los mestizos y criollos sin respetar los privilegios concedidos por la corona)”, subir las “contribuciones territoriales”, y obligarlos a tomar el “reparto de mercaderías”, sean tinteros y libros sin importar si sabían leer y escribir.

En el cerrillo de san Sebastián, alrededor de la ermita donde se honraba la fiesta del santo, miles de ojos hacían a un lado los ramos espinosos para aguaitar el camino por donde retornaba a trote lento el Alcalde Ordinario Juan Matías de Gardoque y Meseta y su tropa, que salió como a una cacería para calmar una revuelta en Caraza. Tan pronto paró para abanicarse con su chambergo de paja, oyó un ensordecedor griterío: ¡Abajo los guampos, muera el mal gobierno!, de pronto aparecieron dando saltos de prodigio los poblanos ocultos y jalándolos de los pies o de los cabellos, los bajaron de sus monturas y los suncharon en el suelo con lanzas y azadas, a unos ahí y a otros en la pampa de Jayhuaico, donde murió el Alcalde y 18 fueron destripados y mutilados.

El Revisitador huyó a Oruro, dio parte a Potosí, a la Audiencia de Charcas y pidió refuerzos. Pero antes, en la plaza y frente al Seminario de san Sebastián, el 9 de diciembre, el cura de la Matriz, Francisco Urquiza, llamó a Cabildo a los hacendados y vecinos para proponerles en nombre de Dios, un acta de entendimiento para evitar los desaforados resentimientos inspirados por el demonio, propuso crear un nuevo gobierno local de criollos sin desconocer la autoridad de la Audiencia de Charcas ni del Virreinato de Lima ni del Rey de España. Aceptada la idea, se instauró un gobierno formado por el pueblo, se eligió como Alcalde a José Mariscal Guerrero, y como Registrador, a Francisco Rodríguez Carrasco, amigo y compadre de Alejo Calatayud.

Pero los astutos españoles bajaron la vista a medias, y con sus instintos vengativos urdieron un plan final y sin alma. El miércoles 30 de enero de 1731, Calatayud fue invitado por su compadre Rodríguez Carrasco, a servirse un rico chillami de perdiz con uchuchiras picantes y a beber vino de la bodega de Navarra. Mientras mordía las morcillas, chicharrones, mondongos, y longanizas, sintió en su espalda una punción que le oprimía y supuso que era el último ají que comió, hasta que advirtió que salía de su panza y por el ojal del último botón de su chaquetilla de feria local, la punta de una espada toledana de siete temples con un brillo de plata esterlina que fue lo último que vio cuando la sangre saltó hasta sus sandalias y salió por debajo de la puerta hasta el patio.

Ya muerto, y sin cerrar los ojos, fue sentado con el decoro de una digna autoridad para ser juzgado por maquinar una rebelión para el jueves de carnestolendas. La justicia le preguntó si era falso o era cierto, y como el muerto no dijo nada para asumir su defensa, lo sentenciaron como culpable y lo colgaron en una horca en la plaza pública, frente a la colina donde dejó de llover hasta el otro verano.

El jueves 31 de enero de 1731, día de compadres, Calatayud amaneció colgado de una horca en la plaza de Armas de Cochabamba. Luego su cuerpo fue descuartizado por los deshuesadores, su brazo derecho fue expuesto en una pica en la colina, las otras partes fueron clavadas en Jaihuayco, Tacaparí, Arque y Sacaba. Su cabeza frita en aceite fue enviada a la Audiencia para exhibirlo en una picota para que los plateros desistan dormir sin antes recordar el escarmiento. Sus bienes fueron confiscados, sus parientes declarados “traidores, infames y rebeldes perniciosos”. Su madre fue declarada esclava, y su esposa y su hija terminaron cerradas como sirvientas de las servidoras de Dios, en el Monasterio de las Clarisas. Dos días después, la cabeza desapareció misteriosamente, y el misterio empezó, su casa situada frente del templo san Juan, fue demolida y rociada con sal para que nadie pueda habitarla ni crezca la hierba, y extrañamente, así quedó casi tres siglos, como un patio de carrozas y en el tiempo de vehículos.

El rey Carlos III, donó en 1786, en premio a lo sucedido en 1730 y 1781, el ascenso a la Villa de Oropeza al rango de ciudad, y concediéndole el título de “Ciudad leal y valerosa de Cochabamba”, entregó como premio una Fuente de Agua en la plaza mayor 14 de Septiembre, y un escudo con la figura más cínica y de mayor crueldad colonial que mostraba a un león rampante rodeado de 10 cabezas de indios degollados, como testimonio de esos hechos cruentos.

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