Al elevarse el Sol del 26, el ejército aliado, nueve mil
hombres, formando en tres líneas, una central y dos laterales se halló frente
al chileno fuerte de veintidós mil plazas y el cual comenzaba a desplegarse por
secciones, a desanillarse como una serpiente, para ceñir en su mortal abrazo
las tres líneas de los aliados.
El primer choque de los ejércitos se redujo a un tiroteo de
pura artillería, pero antes de mediar el día, avanzaron los infantes chilenos,
intentando un movimiento envolvente sobre nuestra a la izquierda. Allí estaban
los “Colorados”, allí estaban inmóviles formados en columna, semejante a una
nube amenazadora, preñada de destrucción y de muerte.
Los mandaba el coronel Murguía, un hombre como de seis pies
de alto. Su barba crecida, casi le cubría el pecho.
Toda una división del enemigo avanzaba sobre ellos,
envolviéndose en el humo de sus propias descargas como en una nube.
De pronto el Coronel da una voz de mando, como cuando en un
teatro se verifica un cambio total en el escenario, de tal suerte allí donde se
levantaba una casa aparece un bosque, así, con esa rapidez el batallón
desapareció del sitio que ocupaba, y con grito de furor conteniendo en en el
pecho, cayó por diez partes distintas sobre el enemigo, vomitando metralla en
oleadas no interrumpidas, destructoras e incontenibles: era la nube qué se
descargaba, en un as de rayos rayos que reventaba sobre el rebaño.
El batallón chileno “Valparaíso” había sido deshecho. Avanzaron
el “Chillán” y el “Esmeralda” y le escupo la misma suerte, retrocedieron.
Aquellos “Colorados” eran los combatientes de una pesadilla,
eran los soldados fantasmas, por cuyos cuerpos atravesaban las balas sin
derribarlos, caían heridos, pero para ponerse de pie y sus chaquetas rojas de
ordinario, más rojas todavía por la sangre que les cubría, cruzaban como
relámpagos ante los ojos de los soldados chilenos, cegándolos; parecían
circulantes lenguas de fuego cuyo solo contacto producía la muerte.
¡Tram, tram, tram! Y el batallón diezmado avanzaba siempre cargando,
destruyendo, arrollando, aniquilando, semejante a un torrente de fuego líquido
desbordado en un bosque de troncos resecos.
Vedlos: ya se adelantan en masa, y a su frente van cayendo
los enemigos, van desplomándose, como si una hoja invisible le cegara los pies;
ya se dispersan, se arrodillan, se tienden, se levantan, saltan como si fueran
de goma elástica, y el rifle en sus manos es un chorro de fuego que atraviesa
cuerpos y calcina entrañas, así combate
uno solo contra 10.
Alguno de ellos, como si hallase en su casa se sienta
tranquilamente en el suelo humedecido de sangre, cruza el rifle sobre sus
piernas, descuelga su cantimplora, bebe un largo trago, busca en sus bolsillos
las últimas hojas de coca, se las lleva a la boca, se pone de pie y en rápida
carrera se junta a sus compañeros que pelean cien metros más allá.
Pero ¿qué hombres son esos? ‘se preguntan los enemigos- ¿no
morirán nunca? - ¿qué espíritu los anima.
qué voz los alimenta. qué demonios se ha metido en sus cuerpos?
Tres veces han ocupado las posiciones contrarias, y otras
tantas han retrocedido abrumados por el número; acompañados por el batallón “Zepita”,
tres veces han inclinado en su favor la suerte de la batalla.
Ahora se juntan, para la última carga. su número se ha
reducido a la mitad.
Han formado pequeñas columnas. El jefe los arenga y da una
orden. Al frente hay veintidós mil enemigos.
Inclinan la cabeza, empuñan el rifle, puesta una mano a la
mitad del cañón y la otra en la llave del gatillo, que ya no jugará más. atacan
a la bayoneta y avanzan a un trote acompasado, fijando sus ojos en el enemigo,
no para contarlo sino para ver cuánto hay para destruir.
Semejante arrojo y disciplina, después de cinco horas de
combate, parece increíble.
Los chilenos ven adelantarse la foja roja pero agrandada,
extendida hasta abarcar todo el campo; no es la mitad de los “Colorados”, es
todo el batallón multiplicado diez veces. Así desfigura el miedo la realidad de
las cosas.
El choque es terrible, la carnicería espantosa. los “Colorados”
parecen dotados de cien brazos, cada brazo de una arma y en cada arma hay una
vida contraria. El molinete de sus rifles destroza cráneos, las bayonetas,
tintas de sangre, entran y salen en los cuerpos enemigos con rapidez eléctrica.
Algunos de los “Colorados” mueren de pie sostenidos por 3 o
cuatro rifles clavados en sus cuerpos a manera de trípodes.
Ya esos soldados transformados en héroes no pueden hacer
otra cosa que morir, conservar la vida sería volver a ser hombres, y así los “Colorados”
van cayendo uno por uno, el que menos con diez heridas y en las mismas filas
enemigas que han conquistado con su esfuerzo.
Cuando a la caída de la tarde se pronunció la derrota y el corneta
del batallón tocaba la retirada no apareció ninguno de ellos, al cerrar la
noche, el corneta continuaba llamando, ninguna chaqueta roja respondía a la
cita. La corneta continúa llamando y siguió vibrando durante la noche entera,
nadie se acercaba: los que no habían muerto eran prisioneros y no llegaban a veinte.
Ya en pleno día el ala izquierda del “Campo de la alianza”
se vio sembrado de innumerables puntos rojos: eran los “Colorados de Bolivia”
que, como los legionarios de Roma en Benevento, habían caído dando la cara al
cielo.
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