La pequeña ciudad paceña de Sorata. |
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
(Parte I: https://www.facebook.com/photo/?fbid=606065661706241&set=a.558383623141112)
De noche alojábamos en las posadas…
…Hay algunas historias horripilantes sobre estas posadas,
especialmente respecto a las más lejanas en el sendero de Mapiri, donde los
límites de la selva bordean las montañas. En una de ellas había un cuarto en
que, uno tras otro, eran encontrados muertos los viajeros que alojaban en él,
con los cuerpos ennegrecidos por la acción de un terrible veneno. Las
autoridades, sospechando alguna trampa, procedieron a investigar el caso, y, después
de algún tiempo, descubrieron en el techo de zarzas de la pieza una enorme
araña apazanca, una especie de tarántula negra, tan grande, que apenas podría
cubrirla un plato. Este monstruo se descolgaba de noche sobre el durmiente, y
al picarlo le ocasionaba la muerte.
En la literatura novelesca son muy comunes las historias
escalofriantes sobre posadas, pero en Bolivia suceden realmente. Se presentó el
caso en una posada al este del sendero de Santa Cruz de la Sierra en que el
posadero, un mestizo de aspecto repugnante, mató a no menos de cuarenta
viajeros, probablemente acuchillándolos en el sueño. Fue ejecutado sin demora.
Nuestros músculos adoloridos impidieron que durmiéramos esa
primera noche en el sendero. Ambos estábamos reblandecidos por la vida fácil a
bordo de los buques y en los hoteles, y transcurrirían varios días hasta que
volviéramos a endurecernos. Al día siguiente, vimos desde la posada un mundo
totalmente cubierto de fresca nieve, pero el cielo estaba claro y prometía
mejor tiempo. Nos desayunamos en una cabaña a catorce mil pies de altura, y
después atravesamos el Divide, gozando de una vista maravillosa sobre el
Titicaca, que se extendía en una superficie de plata reluciente, y reflejando
con absoluta claridad las montañas cubiertas de nieve que lo rodean. Después,
hacia el norte, contemplamos otro espectáculo inolvidable: la delgada cinta del
río Mapiri, mil pies abajo, en una garganta brumosa, medio oculta por nubes
flotantes, que estaban comenzando a dispersarse al calor del sol ascendente.
Podíamos ver la alfombra de la selva, en que comenzaba la vegetación
subtropical, y. los flancos de las poderosas colinas alzándose para romper a
través de las nubes y destacarse con sus fulgurantes crestas cubiertas de
blancas nieves. Lejos, al otro lado de la garganta, oculta por las faldas del
Illampu, estaba Sorata, nuestro punto de destino para aquella noche.
Bajamos en zigzag por un escarpado sendero de siete mil
pies. A cada vuelta nos encontrábamos con un espectáculo que nos quitaba el
aliento. Jamás había visto yo montañas como éstas, y estaba literalmente
aplastado por su grandeza, sobrecogido ante esta subyugadora maravilla. A
medida que bajábamos, aumentaba la vegetación. El pasto amacollado de las
cumbres; cedía el lugar a campos de alverjilla y a un musgo con aspecto de
cactos. Aparecían unos pocos árboles raquíticos, cortos y crispados; como
brujos transformados repentinamente por algún arte de magia en algún impío
aquelarre. Después estuvimos en medio de cactos que destacaban su gris lúgubre
en las grietas de las rocas, y nos detuvimos para beber de un arroyo de la
montaña, cuya agua estaba mezclada con hielo; fueron apareciendo eucaliptos y
algarrobos. Seguimos descendiendo, dando vueltas y más vueltas, hasta que al
fin alcanzamos el valle, y, cansados de la tensión muscular de mantenernos
sobre la montura, cruzamos el río por un puente de cimbra, de alambre y
listones. Siguió una corta subida hasta Sorata, donde nuestra cabalgata fue
saludada por un grupo que nos esperaba ansiosamente.
—Por favor, señores, acepten una copa de chicha —dijo el
jefe de la partida, y. varios hombres se adelantaron llenando tazones de greda,
de grandes cántaros de chicha de maíz.
Agradecidos, aceptamos, y cuando hubieron llenado también
los tazones de ellos, el jefe del grupo nos ofreció un brindis.
—A su salud, señores.
La chicha estaba deliciosa, gruesa, pero refrescante,
alimento y bebida a la vez.
En la aldea fuimos atendidos por un alemán hospitalario,
llamado Schultz, en cuya casa alojamos dos noches. Hubo una comida excelente,
cócteles, vino, y después una o dos horas de charlas y cuentos con nuestro
anfitrión, antes de sumirnos en un sueño profundo.
Al día siguiente desperté adolorido, pero al pararme ante la
ventana del dormitorio me olvidé de ello, gozando con llenar mis pulmones con
el delicioso aire de la montaña. Después de un desayuno verdadero —y no el
simple café y panecillo del desayuno usual —, dispusimos el cuidado de nuestro
bagaje y de los animales, y fuimos llevados por Schultz a un picnic en su
terreno al lado del río a mil pies más abajo. Nos bañamos en el río, y nos
sorprendió comprobar que el agua no era intolerablemente fría, a pesar de que
procedía de las nieves distantes sólo ocho millas. En seguida los invitados,
incluyendo algunas damas y unos pocos personajes locales, se sentaron en el
pasto lleno de flores y consumieron un almuerzo que habría dejado atónito aun a
Mr. Pickwick, por su variedad y abundancia.
Sorata es un centro importante por la preparación de
chalona, que es carne de carnero, desollada, cocida y secada bajo un sol
ardiente, en la atmósfera rarificada a quince mil pies de altura. Se mantiene
en buenas condiciones por largo tiempo, aun cuando sea enviada a las calurosas
regiones de la selva. Fuimos bastante imprudentes como para cocinar un trozo a
medio preparar, para probarlo, lo que nos produjo serias molestias. Aquí, lo
mismo que en todo el Altiplano, se acostumbra a secar un tipo de papa, pequeña
y dura, y helarla para formar lo que se conoce con el nombre de chuño, parte
indispensable de la dieta en las montañas.
Al día siguiente del picnic nos despedimos de Schultz y de
la buena gente de la ciudad, y partimos ascendiendo por un sendero inclinado
hacia el paso, a diecisiete mil trescientos pies sobre el nivel del mar.
Demoramos dos horas en recorrer cuatro millas, y en ese lapso habíamos
ascendido seis mil pies. Las muías recorrían diez yardas y se detenían con los
pulmones agitados; si iban muy cargadas, sangraban a veces por las narices y
morían. En Ticunamayo llegamos a un tambo o casa de reposo, y allí pasamos la
noche; como no había comodidades en el interior, dormimos afuera con un frío
espantoso y una helada neblina.
Al día siguiente pudimos ver Sorata, debajo de nosotros, con
el fulgor de sus casas a la luz del sol naciente. Tuvimos la última vista de la
ciudad cuando nos acercamos al paso; después un recodo del camino la ocultó, y
un helado viento de los campos de nieve comenzó a rugir sobre nosotros. La
última ladera, hasta llegar a la cima, fue de continuas deslizadas y tropezones
de las mulas.
La próxima detención para pasar la noche fue la posada del
gobierno, en Yani, otrora el centro de un lavadero de oro muy rico que fue
explotado en forma muy primitiva. Hay un cuento sobre este lavadero, que atraerá
a los amantes de lo misterioso.
A fines del siglo anterior llegaron dos oficiales del
ejército boliviano cierta noche, de regreso del Beni, y, viendo una hermosa
niña en la puerta de una casa vecina al tambo, jugaron al cara o sello quién
probaría su suerte en cortejarla. El perdedor se quedó con el jefe de la aldea
—el corregidor—, y a la mañana siguiente descubrió con horror a su hermano de
armas muerto sobre el quebrado piso de piedra de una casa en ruinas, de la que
habría podido jurar que la noche anterior no sólo estaba intacta, sino también
ocupada.
—Durante años ha estado en ruinas esta casa —declaró el
corregidor—. No había ni doncella, ni puerta, mi capitán. Era un duende lo que
vieron.
— ¿Pero por qué hizo su aparición? —Preguntó el oficial—.
¿Por qué vimos ambos el duende? ¿Fue cometido alguna vez un crimen aquí?
—No podría decirle, mi capitán. No sabemos nada; no tenemos
ninguna explicación para este duende. Sólo sabemos que de vez en cuando aparece
a los forasteros, y jamás a los que vivimos aquí.
La gente que sólo conoce Europa y el Oriente apenas puede
imaginar lo que son estos senderos de los Andes. Los indios y las mulas —y
desde luego las llamas— son las únicas criaturas que los pueden recorrer con
éxito. Las rutas an gostas están sembradas de cantos rodados y cascajo;
ascienden miles de pies en forma sólo comparable a la subida de la Gran
Pirámide, y por el otro lado descienden a un precipicio, en una serie de
retorcidos zigzagueos. Sobre cantos rodados enormes que asemejan la escalera de
un gigante, las muías brincan como gatos de uno al otro. A ambos lados de los
cerros en forma de cuchillo, el sendero desciende a un abismo lleno de lodo.
Los huesos de animales muertos van delineando el sendero, y, aquí y allá, una
maraña de buitres pelea sobre el cadáver en descomposición de un caballo o una
mula. En algunas partes, el camino tortuoso se convierte en apenas un estrecho
paso cortado en las rocas, a cientos de pies sobre el valle, y, precisamente
aquí, las muías eligen su camino por la orilla exterior que da al precipicio.
El jinete contempla el vacío bajo sus pies, mientras siente que el corazón se
le sube a la boca, sabiendo que los accidentes ocurren con bastante frecuencia.
Entonces acuden a la mente las historias de pisadas en falso y la caída
angustiosa del animal y del jinete, a quienes jamás se vuelve a ver.
Muchos indios ascienden por la huella desde las plantaciones
de caucho, llevando en sus espaldas pesadas cargas suspendidas por una correa
que colocan alrededor da su frente. No llevan alimentos, pero se mantienen
durante el viaje de diez días sin una apreciable pérdida de vigor, mascando un
puñado de hojas de coca y barro. Los europeos no pueden mascar coca impunemente,
porque es necesario que generaciones hayan contraído este hábito, para
permanecer inmunes a sus tenibles efectos. La esencia de estas hojas es, por
supuesto, la cocaína; incluso los indios dan la impresión de estar parcialmente
narcotizados, y quizá sea ésta la causa de que su mente actúe con tanta
torpeza.
Un doctor extranjero se reunió con nosotros en el camino de
Mapiri y habló tan elocuentemente sobre las enfermedades, que comencé a dudar
de sus estudios. Un día detuvo a un indio que pasaba, y se desmontó para
examinar una gran hinchazón en la mejilla del hombre.
—Aparentemente se trata de un crecimiento canceroso o tumor
—observó—. Esta gente está llena de enfermedades.
Mientras hablaba, el ”crecimiento” cambió de una mejilla a
la otra. ¡Era una papilla de coca! El doctor miró al indio con disgusto, volvió
a montar sin decir una palabra, y no habló más durante muchas millas.
Un día completo nos demoramos en descender por el lado
oriental de las montañas, ora jadeando en las altas cuestas, ora descendiendo y
resbalando por aquellos riscos que parecían despeñarse bajo los cascos de las
muías. No veíamos nada alrededor de nosotros, fuera de un mar de nubes
taladradas por las cumbres de las montañas. A los trece mil pies alcanzamos el
límite de la vegetación selvática, un estrecho conjunto de árboles torturados y
débiles, no más altos que la estatura de un hombre. Después, a medida que
descendíamos del mar de nubes, comenzamos a ver helechos y flores, y el aire
cortante de la altura cedió el paso al cálido de las yungas. ...
Continuara...
Foto-postal coloreada de Sorata, en La Paz, primeros años
del siglo XX.
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